Daniel Guerra Sesma

Autodeterminación y secesión. La aplicación del derecho

internacional en el caso de Quebec
(Página Abierta, 235, noviembre-diciembre de 2014).

 

En el caso del Quebec, aunque la Corte Suprema Canadiense reconoció su singularidad idiomática, basó la posibilidad secesionista en la voluntad subjetiva de sus habitantes por encima de los rasgos culturales objetivos. El proceso histórico es conocido.

Al compás de la industrialización de los años 60, el Partido Liberal quebequés propició la ampliación de una conciencia propia de tipo cultural y económico que se tradujo en una apuesta de signo autonomista. La imposibilidad de una modificación de su estatus constitucional dentro de Canadá radicalizó a algunos sectores sociales y del propio partido que constituyeron el Parti Québécoise (PQ), de signo independentista y que ganó las elecciones provinciales de 1976. En 1980 el PQ impulsó un primer referéndum en el que se proponía una fórmula híbrida de “soberanía para libre asociación” con Canadá, lo que confundió al electorado. La propuesta de reforma constitucional hacia un federalismo más flexible realizada por el primer ministro Pierre Trudeau contribuyó también a desangelar los afanes separatistas del momento, lo que se tradujo en una derrota de la propuesta del PQ de un 60% a un 40%, en cifras redondas.

La reforma constitucional de Trudeau fue aceptada por las nueve provincias anglófonas pero no por Quebec, pretendiendo un derecho de veto a la misma. El 6 de diciembre de 1982 la Corte Suprema canadiense sentenció que no era exigible, aunque sí recomendable, la unanimidad de las diez provincias para reformar la Constitución, por lo que negó el veto quebequés. Dos intentos posteriores de reforma constitucional, en 1987 y 1992, fueron igualmente rechazados por los electores, por lo que el conflicto se encaminaba a la polarización entre dos posturas que se reafirmaban en el tiempo: la nacionalista de Quebec, orientada hacia la separación mediante otro referéndum, y la del resto de provincias canadienses, cada vez más intransigentes con las posiciones quebequesas y firmes partidarias de cerrar el federalismo canadiense de una vez por todas.

El referéndum, finalmente celebrado en 1995, arrojó un resultado de 50,56% contrario a la separación y un 49,44% favorable. Una diferencia de 50.000 votos que reflejaba la polarización de la sociedad quebequesa, cada vez más preocupada por la desindustrialización de su territorio. Sin embargo, el PQ volvió a ganar las elecciones provinciales, y ante la posibilidad de un tercer referéndum el Gobierno federal entendió que lo mejor era poner el pleito en manos de la Corte Suprema, a la que en una consultiva preguntó:

1) ¿Permite la Constitución canadiense la secesión unilateral de Quebec?

2) ¿Protege el derecho internacional una secesión unilateral de Quebec?

3) Si las respuestas a las dos preguntas anteriores fueran contradictorias, ¿qué derecho debería aplicarse preferentemente?

La Corte Suprema anuncia en su sentencia (Reference Re Secession of Quebec) que la fuente de la misma no es únicamente jurídica (“La Constitución no es solo lo que está escrito”), sino que tiene en cuenta el contexto sociopolítico para arbitrar un pronunciamiento no sólo constitucional sino también viable, de acuerdo con las fuentes del federalismo, la democracia, la Constitución, la primacía del derecho y el respeto a las minorías. En puridad, la Corte contestó negativamente a las dos primeras preguntas, dejando sin efecto la tercera: ni Quebec tiene derecho a la secesión unilateral, ni el derecho internacional la ampara. Sin embargo, la inconstitucionalidad de la unilateralidad no niega –afirma la Corte– la posibilidad de la secesión si ésta es el resultado de una voluntad clara y manifiesta, lo que obligaría a ambos Gobiernos, el de Quebec y el de Canadá, a negociar un proceso reglado para poder expresarla y encauzarla legalmente mediante la oportuna reforma constitucional.

La Corte parte de la validez del referéndum siempre que la pregunta sea clara –condición que no se cumplió en las dos consultas anteriores– y que haya también una amplia mayoría favorable a la secesión, pues se trata de una decisión de especial trascendencia toda vez que modifica el estatus político de todo el Estado y afecta a la condición civil y política de muchas personas. Si el resultado es favorable a la separación en esos términos, la Corte afirma que la obligación de negociación del proceso posterior corresponde tanto al Gobierno de Quebec como al del Canadá, que no puede escudarse en el texto constitucional para desoír la voluntad de la población quebequesa. Así, el proceso de separación, nunca unilateral, exige el pacto entre el Gobierno de la parte que desea separarse y el del conjunto del Estado, pues una separación territorial afecta a todo el Estado. Un pacto que debe traducirse en un proceso de reforma constitucional recogido en los artículos 38 a 49 de la Ley Constitucional de 1982, y por lo tanto sancionado también por el resto de provincias canadienses (Dion, 2013).

Tras negar la unilateralidad y exigir el pacto para la separación del territorio, la Corte afirma, tal como hemos explicado en el presente trabajo, que el derecho internacional de autodeterminación está básicamente considerado para los casos coloniales, y no para la separación de un territorio de un Estado ya constituido, sobre todo si éste es democrático y respeta tanto los derechos individuales como las singularidades de tipo cultural. La comunidad internacional consideraría la pretensión de Quebec como un asunto interno canadiense y solo ampararía su separación como consecuencia del pacto ya descrito o en caso de opresión política y cultural, lo que en el caso del Canadá no sucede.

Como es sabido, la doctrina de la Corte Suprema canadiense inspiró la Ley de Claridad de 2000. El Gobierno canadiense entendió, frente a las protestas de los nacionalistas quebequeses, la conveniencia de legislar dicha doctrina para establecer claramente los límites de posibles nuevos intentos secesionistas de las provincias. Ello nos lleva a constatar que, ante otras opciones separatistas de territorios que no son colonias sino que forman parte de Estados democráticos, no es el derecho internacional el que marca el rumbo que se ha de seguir, como debiera ser, sino un derecho constitucional y por lo tanto interno, en este caso el canadiense.

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Daniel Guerra Sesma, doctorado en Ciencias Políticas por la UNED, es politólogo y profesor-tutor de la UNED en Asturias. Esto texto forma parte de uno más amplio titulado “Autodeterminación y secesión en el ordenamiento internacional. Los casos de Quebec, Escocia y Cataluña”.