Daniel Soutullo

El pensamiento biológico y los embriones humanos
(Ludus Vitalis. Revista de Filosofía de las Ciencias
de la Vida, vol. X / nº 18 / 2002)


1. Introducción

Pocas cuestiones han sido más discutidas desde el punto de vista de la bioética que la valoración de los embriones humanos; a pesar de ello, pocas concitan menor acuerdo que ésta. Es casi un lugar común en los debates referirse a lo que se conoce como el “estatuto moral del embrión”, esto es, la valoración ética sobre cuándo y por qué conferir humanidad a ese ente biológico. Sin embargo, muy poco se ha avanzado en el camino de lograr un consenso mínimo sobre cuál debe ser ese estatuto. Poco importa que la descripción de las características biológicas de los embriones y/o de las etapas evolutivas de su desarrollo sea ampliamente aceptada. Incluso en no pocos casos puede existir un importante acuerdo en cuanto a los principios éticos o bioéticos en los que sustentar la discusión y, empero, establecerse una total discrepancia en las conclusiones que se derivan de la aplicación de estos principios a la cuestión del estatuto moral de los embriones.
A pesar de que estoy convencido de que la controversia sobre el estatuto moral del embrión es irresoluble, creo que resulta útil preguntarse acerca de las razones de por qué resulta tan difícil alcanzar unos criterios de valoración comunes y la relación que tal dificultad guarda con la propia naturaleza biológica del embrión. Aunque en el desarrollo de mi argumentación utilizaré diversos ejemplos, todos ellos basados en la biología, mi enfoque de este problema es fundamentalmente metodológico. Aunque es la biología quien debe explicar en qué consiste la entidad física que llamamos embrión, el problema de su valoración moral no puede resolverse con argumentos biológicos. Éstos únicamente constituyen la base fáctica de conocimiento sobre la que se van a proyectar los argumentos morales que fundamentan las distintas valoraciones existentes.
Cuando analizamos cualquier problema hacemos uso de categorías. Si lo que estamos analizando es una entidad biológica necesitamos recurrir a los conocimientos de la biología para situar el problema, pero en cualquier caso utilizamos categorías, en este caso categorías biológicas. Las categorías que empleamos no son realidades objetivas directamente extraídas del mundo natural, sino que, hasta cierto punto, son abstracciones, basadas en nuestro conocimiento de la realidad, que suponen una cierta idealización y delimitación artificial de los objetos de esa realidad que queremos aprehender. Esto no es necesariamente problemático para muchos de los conceptos y categorías que empleamos, siempre y cuando exista un consenso mínimo sobre el alcance que damos a los conceptos empleados. Así, por ejemplo, si hablamos de ‘seres vivos’ en contraposición a la ‘materia inerte’, no existe ninguna dificultad en asignar a la categoría de ‘ser vivo’ casi cualquiera de los organismos que clasificamos en los distintos reinos de la naturaleza, desde las bacterias hasta los organismos pluricelulares. Por difícil que resulte dar una definición clara y no ambigua de ‘ser vivo’, no existen mayores problemas a la hora de aplicarla a la inmensa mayoría de los organismos. Del mismo modo, no tenemos ninguna dificultad para asignar cualquier mineral a la categoría de ‘materia inerte’ o ‘inanimada’.

2. Tres ejemplos ilustrativos

Pero al clasificar ponemos límites y cuando consideramos las entidades que se sitúan cerca o directamente sobre esos límites resulta problemático encuadrarlas en una u otra de las categorías empleadas. Pensemos en los virus. Durante mucho tiempo los libros de microbiología empezaban la sección correspondiente a los virus con una discusión acerca de si debían ser considerados seres vivos o no. En general, la conclusiones de unos y otros solían repartirse entre los defensores de aceptarlos como seres vivos y los contrarios a esta postura. Esto ocurría al margen de que en el desarrollo posterior de los capítulos dedicados a los virus las coincidencias fuesen prácticamente unánimes en la mayoría de las cuestiones tratadas por la mayoría de los libros.
¿Donde reside el problema? Los virus se comportan como seres vivos únicamente cuando están en el interior de las células que parasitan. La única función que realizan en estas circunstancias es la de reproducirse. Todas las especies de seres vivos se reproducen y en esto los virus no se diferencian esencialmente de otros organismos. Pero es lo único que hacen. No poseen ninguna otra característica que los identifique como seres vivos. No se nutren, no poseen un metabolismo propio, no responden a estímulos. Pese a esta carencia de funciones vitales, la capacidad de reproducirse podría ser suficiente para considerarlos como seres vivos extremadamente simples.
Sin embargo, cuando están fuera de las células, como viriones aislados, los virus no presentan ninguna característica o función que nos permita considerarlos seres vivos. Incluso algunos pueden cristalizar (como el virus del mosaico del tabaco) al igual que lo hacen los minerales o algunas macromoléculas orgánicas. El problema no reside en los virus; el problema está en las categorías que empleamos, que constituyen una horma en la que los virus difícilmente encajan. Los virus están a caballo entre los organismos vivos y la materia inanimada, y nuestras categorías de clasificación no están pensadas para entidades fronterizas como ellos. Para las clasificaciones de la biología, y para el sentido común, cualquier entidad natural es un ser vivo o no lo es, pero no puede ser las dos cosas a un tiempo. Pero los virus sí lo son. Se trata de una cuestión de perspectiva. Es como el viejo problema de la botella medio llena o medio vacía. En realidad, la naturaleza presenta un continuo entre formas inanimadas y formas vivas. La casi totalidad de los seres vivos se encuadran en una parte de ese continuo que los sitúa sin ambigüedad dentro del dominio de lo vivo. Pero los virus se encuentran justamente en el límite. Son entidades macromoleculares con capacidad para reproducirse, lo que los sitúa en los límites de la vida. Considerarlos a un lado u otro de ese límite no deja de ser una arbitrariedad inconveniente derivada del uso de categorías discretas, que sólo son aceptables cuando son aplicadas lejos de esos límites, donde las ambigüedades de clasificación desparecen.
Otro ejemplo sumamente ilustrativo de las dificultades de aplicar categorías unívocas y estancas a algunas entidades que se resisten a ello por su naturaleza lo encontramos en el problema de la individualidad. Parece a simple vista tan claro y delimitado el concepto de ‘individuo’ que resulta incluso difícil plantearnos la posibilidad de que una misma entidad pueda ser al mismo tiempo un individuo y varios. Pero, como veremos a continuación, así ocurre en algunos casos.
En un par de interesantes ensayos (1), el biólogo norteamericano Stephen Gould abordaba con su habitual maestría esta cuestión. Los dos ejemplos que se citan a continuación están extraídos de esos ensayos. El primero se refiere a los hermanos siameses. Éstos, como se sabe, son gemelos monocigóticos que han nacido unidos por una parte de su cuerpo. A pesar de su identidad genética nadie, ni el más extremo defensor del determinismo genético que podamos imaginar, se atrevería a afirmar que los gemelos monocigóticos que nacen separados constituyen el mismo individuo. El hecho de tener independencia física y poder desarrollar una historia propia, con sus contingencias ambientales influyendo en su desarrollo físico y en su personalidad,
es más que suficiente para considerarlos individuos diferentes, personas distintas. Este mismo criterio puede ser aplicado a los siameses que tienen cuerpos distintos, completamente desarrollados, aunque unidos por una pequeña parte. El famoso caso de los hermanos Eng y Chang, originarios de Tailandia, de los cuales deriva el nombre de “siameses”, ilustra perfectamente, y justifica también, el que con toda propiedad sean considerados dos individuos distintos, aunque permaneciesen unidos durante toda la vida. Ambos se casaron, tuvieron numerosos hijos cada uno y, por lo que sabemos de las crónicas de la época, tenían rasgos de carácter y personalidades bastante diferentes.
Pero se han dado casos en los que la situación es más confusa. Para ser más exactos, han existido casos, cierto que con una esperanza de vida muy reducida, en los que decantarse por uno o dos individuos resulta mucho más difícil, incluso imposible. Uno que generó una polémica a mediados del siglo XIX en Francia es el de Ritta y Christina, o Ritta-Christina (unidos los nombres), que fue una criatura (o dos) con una única parte inferior del cuerpo y con dos de cintura hacia arriba (véase la ilustración), que llegó a vivir durante varios meses. Dada la importancia que asignamos a la cabeza, en particular al cerebro, a la hora de asignar propiedades de individualidad a un organismo, quizás el veredicto mayoritario fuese el de que constituían dos individuos, aunque incompletos. Si a alguien este caso no le resulta de resolución problemática en cuanto a la individualidad, puede reparar ahora en la siguiente ilustración que representa una criatura (o dos), unidas por la parte superior y con dos medios cuerpos de cintura hacia abajo. ¿Cual sería en este caso el veredicto?
La opinión de Stephen Gould, y la mía, es que la pregunta está mal planteada, porque en estos casos no podemos aplicar categorías discretas (un individuos, dos individuos) a una realidad situada en el punto medio de un continuo. Son uno y dos individuos al mismo tiempo. Aunque sean muy raros, y muy poco viables desde el punto de vista de su supervivencia, se han dado todo tipo de casos intermedios entre los dos extremos. En un extremo tendríamos un solo individuo, en el otro dos individuos, gemelos monocigóticos, completamente separados. Los casos de siameses registrados que están cerca de alguno de los extremos podemos incluirlos en cada una de las categorías extremas más próximas sin excesivos problemas. Pero a medida que nos acercamos al punto medio la ambigüedad y, por consiguiente, la dificultad de decantarse hacia un lado o hacia el otro va en aumento y el grado de arbitrariedad a la hora de adoptar una decisión es mayor. En estos casos es la realidad la que se resiste a ser encuadrada en nuestras categorías estancas de clasificación.
El otro ejemplo discutido por Stephen Gould es el de la medusa Physalia o carabela portuguesa. Cada medusa constituye un superorganismo formado, a su vez, por una colonia entera de individuos que han perdido buena parte de su individualidad. La polémica que se desató entre algunos importantes naturalistas del siglo XIX acerca de si se trataba de un organismo (o superorganismo), o de una colonia de individuos, no tiene solución. La realidad es que son las dos cosas a un tiempo y dependiendo de en qué criterios pongamos el acento tenderemos a inclinarnos hacia un lado u otro de la disyuntiva. Pero, en este caso, la colocación de ese acento es en buena medida arbitraria ya que depende de la perspectiva que se adopte. La carabela portuguesa se encuentra en el medio de un continuo entre dos extremos, constituidos por un organismo individual y una colonia completa de organismos. La naturaleza es así. No hay, por lo tanto, solución al dilema.

3. Distintas valoraciones del desarrollo embrionario humano

Podemos volver ahora a los embriones humanos. Éstos también se encuentran a medio camino de un continuo, el que va desde el óvulo fecundado hasta el individuo completamente formado al término del desarrollo embrionario, en el momento del nacimiento e incluso mucho después. En este caso la cuestión presenta una complicación adicional, ya que se trata de un continuo temporal, es decir, de una entidad biológica que va cambiando paulatinamente con el tiempo. Los estadios o etapas que reconocemos a lo largo de este desarrollo resultan hasta cierto punto arbitrarios. Es cierto que existen acontecimientos especialmente significativos que merecen ser destacados y reconocida su importancia, pero desde el punto de vista biológico no hay un acontecimiento único a lo largo del desarrollo que pueda ostentar el papel decisivo que nos permita realizar una valoración moral distintiva al embrión. O, si se prefiere, muchos acontecimientos pueden ser utilizados, con la misma propiedad, para otorgar la categoría moral relevante que se desee según las concepciones de cada quien.
Las personas que defienden que los embriones deben ser considerados como personas a todos los efectos, incluso desde el momento de la concepción, se sitúan en uno de los extremos, el que representa el inicio de ese continuo que es el desarrollo de un ser humano. Esta postura resulta poco satisfactoria desde varios puntos de vista. En primer lugar, un embrión experimenta un número muy importante de cambios durante el desarrollo embrionario. Estos cambios no implican solamente un crecimiento celular importante, sino que son de tal complejidad que hacen que, aún manteniendo la misma denominación a lo largo de todo el proceso, la realidad biológica de un embrión de seis días o de seis meses sea muy distinta en términos cualitativos. La utilización de distintas denominaciones como “embrión preimplantatorio” con distintas fases (cigoto, mórula y blastocisto), “embrión postimplantatorio” y “feto” responde en buena medida a la necesidad de dar cuenta de la importancia de estos cambios y de las características distintivas que resultan de ellos. En cualquier caso, los embriones, sobre todo durante las primeras semanas del desarrollo, no poseen muchas de las características que reconocemos como genuinamente humanas.

3.1. Las potencialidades de los embriones

Algunas personas buscan salir de esta dificultad considerando a los embriones no por lo que son, sino por lo que llegarán a ser si las cosas se desenvuelven conforme al desarrollo normal esperado de los acontecimientos. Es decir, se trataría de considerar a los embriones como seres humanos completos porque, si nada lo impide, llegarán a serlo. Apreciar las potencialidades futuras de los embriones puede ser importante para realizar una valoración adecuada y ponderada de los mismos, y debería llevarnos a no caer en la postura inadecuada de considerarlos como un simple grupo de células, sin distinción con cualesquiera otro que se pueda extraer del organismo. Pero resulta injustificado, no solamente en términos biológicos, considerar los embriones no por lo que son sino por lo que podrían llegar a ser. Si extraemos las consecuencias lógicas de este argumento llegaríamos a un absurdo completamente insostenible. Todos los seres humanos niños, jóvenes o viejos morirán y se convertirán inexorablemente en cadáveres, pero no por eso adoptamos la perspectiva de tratarlos directamente como tales. Lo que algo pueda llegar a ser en el futuro no está contenido con todas sus propiedades en el presente.

3.2. Una visión preformacionista

Esto nos lleva a una segunda forma de enfocar la cuestión. Hay personas que defienden que debemos considerar a los embriones igual que a los seres humanos desarrollados, no solamente porque llegarán a serlo en el futuro, sino porque todas las características propiamente humanas están ya presentes en el embrión desde el comienzo y no hacen más que manifestarse durante el desarrollo embrionario sin que nada nuevo aparezca en el transcurso del mismo. Este tipo de argumentación resulta no menos problemática que la anterior y podría ser identificada como una forma moderna de preformacionismo.
El preformacionismo era una teoría acerca del desarrollo embrionario, en boga en los siglos XVII y XVIII, que postulaba que el futuro individuo estaba contenido completo en las células reproductoras, bien en el óvulo bien en el espermatozoide. Esta criatura diminuta completamente formada, llamada homúnculo, no tenía más que crecer para convertirse en un ser humano. La diferencia entre el homúnculo y el ser humano resultante era simplemente de tamaño, ya que todos los órganos estaban ya completamente formados a escala en ese pequeño ser.
El moderno preformacionismo que sustenta que en el embrión están ya presentes todas las características humanas supone adoptar un punto de vista esencialista, que elude considerar las implicaciones del desarrollo embrionario como un proceso de transformación continua en el tiempo.

3.3. El emergentismo del desarrollo embrionario

Frente a esta postura mantengo que, desde el punto de vista biológico, es necesario asumir una postura emergentista en cuanto al desarrollo embrionario. La emergencia se refiere a las propiedades nuevas que presentan ciertos sistemas a medida que van apareciendo niveles nuevos de mayor grado de organización o de complejidad. Esas nuevas propiedades no están presentes en los niveles inferiores y “emergen” en los superiores como consecuencia de ese mayor grado de organización. El físico Steven Weinberg la define del siguiente modo:


Cuando ciertos fenómenos alcanzan un nivel suficiente de complejidad, “emergen” nuevos fenómenos que no existen para los constituyentes elementales de los que se compone el sistema. Por ejemplo, la superconductividad aparece en sólidos compuestos de grandes cantidades de ciertos átomos, pero la superconductividad carece de significado para los átomos individuales. De forma similar, la vida surge de la bioquímica, la bioquímica surge de la de la física atómica, y la física atómica surge de las propiedades de las partículas elementales tal y como se describen en el moderno modelo estándar. El fenómeno de la emergencia hasta cierto punto libera los fenómenos a gran escala de los detalles de lo que ocurre a pequeña escala. (2)


Durante el desarrollo embrionario, a medida que se produce la diferenciación celular, con la formación primero de las distintas capas embrionarias, y la formación subsiguiente de distintos tejidos y órganos, en el embrión van emergiendo nuevas características y propiedades. Un blastocisto de pocos días como el de la figura y un feto de varios meses presentan un grado de organización, de complejidad y de características orgánicas muy distintos. Es en este sentido en el que hay que adoptar una perspectiva emergentista con respecto del desarrollo del embrión.

3.4. Un embrión no es un simple grupo de células
En el otro extremo de la valoración del embrión se sitúan quienes lo consideran como un grupo de células sin especial significación, por lo menos hasta bien avanzado el desarrollo. Esta postura tampoco resulta aceptable. Ninguna célula corporal, o grupo de células, tiene la capacidad de dar lugar a un nuevo individuo, mientras que un cigoto y las células totipotentes de los primeros estadios embrionarios sí la tienen. Al margen de estos casos solamente en situaciones experimentales muy particulares puede inducirse esa capacidad. La clonación mediante transplante nuclear es una de las formas en las que se ha conseguido que el núcleo de una célula somática situado en el citoplasma de un óvulo enucleado sea reprogramado para que adquiera la capacidad de convertirse en el embrión de un nuevo organismo. Pero solamente en estas condiciones experimentales, completamente extraordinarias, puede hablarse de células con capacidad de originar un nuevo individuo. No deben confundirse, por lo tanto, las células embrionarias totipotentes, o un embrión completo, con un grupo de células o con cualquier órgano del cuerpo.
Tampoco resulta satisfactorio el negar toda especificidad a los embriones mediante el recurso de considerar que la capacidad reproductora está presente también en los óvulos y los espermatozoides. Ninguna célula reproductora por sí sola tiene esa capacidad. La hipotética partenogénesis de un óvulo, aún no alcanzada nunca en mamíferos, sería la única forma de que una célula reproductora pudiese iniciar el camino para convertirse en un nuevo individuo. Pero de momento se trata de una posibilidad puramente teórica y de llegar algún día a alcanzarse sería algo completamente excepcional.
La perspectiva de enfocar la consideración de los embriones situando su valoración en uno u otro de los extremos del desarrollo de los mismos resulta inconsistente desde el punto de vista biológico, ya que conduce a ignorar las implicaciones que tiene ese proceso continuo que termina transformando una célula en un organismo pluricelular acabado, con órganos y sistemas completamente funcionales. Desde el punto de vista biológico, un embrión humano no es ni un niño ni un simple grupo de células. Es preferible adoptar una perspectiva distinta y tratar de considerar a los embriones por lo que realmente son o, mejor aún, por lo que van siendo en cada fase a la largo del tiempo. Esto resulta difícil, ya que se trata de una realidad cambiante que va adquiriendo nuevas funciones y propiedades a medida que avanza el desarrollo.

4. ¿Cuándo adquiere humanidad el embrión?

¿Existe un momento cualitativamente distintivo y relevante, desde el punto de vista biológico, que pueda ser usado como delimitador de un antes y un después en la formación y desarrollo del embrión? Si tal frontera pudiese ser establecida con criterios objetivos, una parte del problema de la discusión sobre los embriones podría ser resuelta y sería más fácil llegar a un cierto consenso acerca de la consideración de los mismos, aunque esto no resuelva la cuestión de su valoración moral, ya que ésta no se limita a un simple problema de caracterización biológica y, por tanto, no puede ser resuelta con argumentos biológicos por importantes que éstos puedan ser.
Ciertamente existen varios acontecimientos que pueden ser destacados en el proceso continuo del desarrollo embrionario. Pero ninguno por sí solo convierte a un embrión en un ser humano. Todos y cada uno son necesarios pero ninguno de ellos por separado es suficiente. Resulta completamente arbitrario colocar ese punto fronterizo en la fecundación, la anidación, el comienzo de la formación del sistema nervioso o en cualquier otro momento particularmente significativo del desarrollo. No porque estos sucesos no sean en sí mismos trascendentales sino porque ninguno lo es más que cualquier otro y son todos ellos integrados los que van a acabar originando un ser humano.
Evidentemente, no todos los sucesos del desarrollo tienen la misma relevancia. La formación del sistema nervioso y la aparición de las uñas de los dedos no son comparables por su importancia. Un individuo no puede vivir sin sistema nervioso pero si podría nacer y vivir sin uñas. Pero polemizar entre distintos acontecimientos trascendentalmente necesarios tiene algo de discusión bizantina. Si se nos preguntase qué órgano es más importante para vivir, el corazón, los pulmones o el hígado, no podríamos dar una respuesta a favor de cualquiera de ellos. Los tres son completamente necesarios, aunque ninguno en particular es suficiente para que un individuo se mantenga vivo en ausencia de los demás.
Los defensores de que los embriones deben ser considerados como personas siempre han defendido que la fecundación es el único acontecimiento verdaderamente definitorio para la aparición de un nuevo ser humano. Evidentemente, la fecundación del óvulo por el espermatozoide es un hecho de una gran relevancia en el comienzo del desarrollo embrionario que no es posible obviar. Pero también lo es la implantación o anidación del embrión en el útero, con la consiguiente formación de la placenta. En este sentido, debemos tener presente que durante los primeros días del desarrollo del embrión preimplantatorio, hasta el estadio de dieciséis células, aún no está definida la individualidad del mismo ya que las células que lo constituyen, llamadas blastómeros, son totipotentes y conservan la capacidad de originar un individuo completo cada una de ellas. Además, no todas ellas van a formar finalmente parte del embrión. Cuando a partir del quinto día el embrión se convierte en blastocisto, se diferencian dos tipos de células, las que están situadas en el parte externa, llamada trofoblasto, y las que forman la masa celular interna o embrioblasto, situadas en el interior de una cavidad llamada blastocele, pegadas a la pared interna del trofoblasto. Éste originará la parte embrionaria de la placenta llamada corion (3). Por su parte, las células de la masa celular interna se diferenciarán en epiblasto e hipoblasto. El embrión definitivo se forma únicamente a partir del epiblasto, mientras que las células del hipoblasto pasarán a formar parte de las membranas extraembrionarias.
Se observa, a la luz de estos acontecimientos, que durante los primeros días de desarrollo embrionario aún no está fijado el destino de los distintos tipos celulares que van a originar el embrión, lo que relativiza la importancia de la fecundación como suceso trascendental único en la formación del mismo. Por el contrario, la importancia de la implantación se ve acentuada, además de por lo que acabamos de apuntar con respecto al destino de los distintos tipos celulares, por el hecho de que aproximadamente el 50 por ciento de los embriones preimplantatorios mueren antes de conseguir completar la anidación (4). J. R. Lacadena destaca que “la importancia de la anidación en el proceso embriológico es tan grande que, por ejemplo, la Sociedad Alemana de Ginecología considera que el embarazo empieza con el final de la anidación, no con la fecundación” (5).
Algunos autores de inspiración católica, como Diego Gracia y Alonso Bedate, han defendido que el momento decisivo de la caracterización de un embrión como ser humano, es decir, cuando en el embrión ya hay humanidad es al finalizar la octava semana, en el tránsito de la fase de embrión a la de feto. Según Alonso Bedate, es durante esta época del desarrollo cuando se alcanza lo que denomina como suficiencia constitucional, ya que “todos los órganos internos están diseñados con especialización histológica, las características externas están ya establecidas, el mecanismo neuromuscular iniciado y la diferenciación sexual histológicamente y organogenéticamente dirigida” (6). Según este punto de vista, es la suficiencia constitucional definida en los términos anteriores lo que confiere “humanidad” a un embrión humano.
Otros autores, como Morowitz y Trefil, realizándose exactamente la misma pregunta acerca de “cuándo un feto (o un embrión o un cigoto) adquiere humanidad” (7), llegan a conclusiones completamente distintas. Según su punto de vista, “la humanidad está asociada al desarrollo de la corteza cerebral” (8) o, más específicamente, “cuando la corteza existe como una entidad funcional” (9). Para ellos, en consecuencia, “el período desde las 25 semanas a las 32 semanas constituye el que identificaremos como el momento, durante el cual el feto adquiere la propiedad de humanidad” (10). Aunque mi opinión se incline hacia la segunda de las posiciones planteadas, debido a la importancia del desarrollo cerebral en lo que hace característicamente diferentes a los seres humanos de otros seres vivos, debo aceptar que no existen argumentos definitivos para resolver la cuestión de forma clara e inequívoca. Podrían señalarse otras posturas basadas en argumentos embriológicos sólidos acerca de que la humanidad de los embriones se alcanza en otros momentos distintos del desarrollo, incluso más próximos al nacimiento.

5. Dificultades conceptuales para caracterizar a los embriones

Estas distintas concepciones acerca de cuándo un embrión humano adquiere humanidad no están necesariamente basadas en distintas valoraciones morales acerca del mismo. Incluso aunque la discusión se mantenga dentro de los límites de las valoraciones biológicas resulta muy difícil resolver satisfactoriamente la cuestión. Existen, como mínimo, dos razones para ello. La primera es la que he venido sustentando a lo largo de este artículo. Se refiere al hecho de que los embriones son entidades de transición, una posición biológica de difícil ubicación, sobre todo porque se trata de una situación cambiante en la que las características propiamente humanas no aparecen de golpe y completamente formadas en un momento dado. A medida que nos acercamos al final del desarrollo, las características humanas del embrión aparecen, sino completas, ya muy perfiladas, por lo que resulta bastante menos controvertido situarlo en un categoría definida, aceptada de forma casi unánime. Digo casi, porque hay algunas personas, como el filósofo Peter Singer, que consideran que incluso durante los primeros meses después del nacimiento no se puede hablar claramente de que los recién nacidos hayan alcanzado en todos los casos el status característico de la humanidad (11).
La segunda razón por la que resulta muy difícil alcanzar un criterio común acerca de cuáles son las características que definen la vida humana de un embrión estriba en que la expresión “vida humana” contiene varios significados distintos; es una expresión polisémica. La vida humana puede referirse al hecho incuestionable de que un cigoto es humano, por contraposición al de cualquier otra especie, ya que su desarrollo conduce al nacimiento de un nuevo ser humano. Los que así argumentan suelen decir que es el encuentro del material genético procedente de ambos progenitores lo que constituye el comienzo de una nueva vida humana. Por ejemplo, Lacadena se expresa en este sentido de la siguiente forma:


En cuanto a la primera pregunta cuando empieza una nueva vida humana, ningún científico dudaría en responder que en el momento de la fecundación; es decir, cuando de dos realidades distintas el óvulo y el espermatozoide surge un tertium, una realidad nueva y distinta el cigoto con una potencialidad propia y una autonomía genética, ya que, aunque dependa de la madre para subsistir, su desarrollo se va a realizar de acuerdo con su propio programa genético. Puesto que ese programa genético es específicamente humano y no de otra especie, la nueva vida surgida es, evidentemente, humana. (12)


No estoy convencido de que no exista ningún científico que no respondiese de forma distinta a la pregunta planteada. En cualquier caso, aun aceptando que el comienzo se produce en la fecundación, de eso no se deduce directamente que un cigoto tenga vida humana. Depende de qué contenido demos a la expresión “vida humana”. Indudablemente, los genes o el programa genético han de ser humanos para que el individuo lo sea. Eso es algo trivial. Sin embargo, salvo que asumamos un determinismo genético extremo, nadie definiría un ser humano el términos exclusivamente genéticos. Los gemelos monocigóticos tienen exactamente el mismo programa genético y no constituyen la misma vida humana sino dos vidas humanas distintas. Tampoco está claro que podamos decir que un feto anencefálico tenga vida humana, no solamente porque su supervivencia no vaya a pasar de unas pocas horas o días después del nacimiento. Aunque no fuese así y pudiese vivir meses o años, la vida que le esperaría sería completamente vegetativa y, con independencia de la protección que quisiésemos otorgarle, su vida en nada se podría parecer a la de un ser humano. Ni a un nivel completamente primario podríamos decir que pudiera poseer sentimientos, ni humanos ni de cualquier otro tipo.
Los genes por sí solos no determinan un individuo, sea de la especie que sea. Evidentemente forman una parte muy importante de la ecuación que lleva al desarrollo de un organismo. Pero la expresión de los genes se realiza en interacción con una secuencia de ambientes. Los organismos son únicos, no solamente porque su genoma lo sea, sino porque lo que realmente es único es el organismo resultante de la interacción entre genes y ambiente. Sin un genoma humano no puede desarrollarse un ser humano, pero tampoco lo puede hacer en ausencia de una determinada gama de ambientes adecuados. Incluso después del nacimiento, cuando no hay duda de que estamos en presencia de un ser humano completo, sigue siendo necesario no solamente un ambiente físico propicio, sino un ambiente social sin el cual es imposible que el nuevo ser humano se desarrolle como ser humano.
Podemos hablar de vida humana a nivel genético, pero también podemos hacerlo, con no menos propiedad, a nivel del funcionamiento del sistema nervioso central o a nivel psicosocial. En consecuencia, referir los términos del debate sobre los embriones a la presencia o no de vida humana no ayuda a resolver la cuestión si no se precisa a cuáles de los distintos significados de la vida humana nos estamos refiriendo, ya que dependiendo del alcance que demos a esa expresión situaremos la vida humana en un momento u otro del desarrollo.

6. Epílogo

Por todos estos motivos, la polémica sobre la caracterización biológica de los embriones resulta, en la práctica, tan difícil de resolver. He procurado no referirme a valoraciones o a términos, como el de “persona”, con connotaciones claramente morales, jurídicas o sociales, aunque soy consciente de que es imposible sustraerse completamente a ello. Los propios concepto de “vida humana” o “humanidad” son imposibles de definir completamente en términos puramente biológicos. He intentado poner de manifiesto las dificultades conceptuales que existen para realizar una caracterización biológica de los embriones que nos permita definirlos utilizando esos términos, debido a la propia naturaleza fronteriza y dinámica del problema.
Pero aunque fuese posible llegar a un acuerdo en cuanto a la valoración biológica de los embriones humanos en sus distintas fases de desarrollo y la relación que esa valoración guarda con la adquisición de la “humanidad”, eso no resolvería las cuestiones morales y jurídicas acerca del grado de protección que deberíamos otorgarles. No cabe duda de que un punto de vista común en torno a la caracterización biológica de los embriones ayudaría a situar los debates sobre el estatuto moral del embrión sobre bases más firmes y de una mayor racionalidad. Pero aún así creo que se trata de un problema básicamente irresoluble. Un problema que levanta encendidas pasiones, ya que no en vano estamos hablando de nuestra propia especie, de cómo en el transcurso de nuestro desarrollo prenatal nos acabamos convirtiendo en los seres humanos con pensamientos y sentimientos que finalmente llegamos a ser.
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(1) Stephen Jay GOULD, La sonrisa del flamenco. Reflexiones sobre Historia Natural, Hermann Blume, Madrid, 1987, pp. 63-95. Todas las ilustraciones de siameses que aparecen reproducidas fueron tomadas de los artículos de Stephen Gould citados.
(2) Steven WEINBERG, Plantar cara. La ciencia y sus adversarios culturales, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Barcelona, 2003, p. 68.
(3) Los detalles del desarrollo embrionario durante las primeras semanas pueden consultarse en Juan-Ramón LACADENA, Genética y bioética, Universidad Pontificia de Comillas / Editorial Desclée De Brouwer, S. A., Madrid, 2002, pp. 51-70.
(4) Ibid., p. 56.
(5) Ibid.
(6) Citado por Juan-Ramón LACADENA, Genética y bioética, op. cit., p. 68.
(7) . Ibid.
(8) Harold J. MOROWITZ Y James S. TREFIL, La verdad sobre el aborto. Cuándo empieza la vida humana?, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1993, p. 22.
(9) Ibid., p. 110.
(10) Ibid., p. 127.
(11) Stéphanie RUPHY, Peter Singer: la ética vuelta a visitar, Mundo Científico, n 218, diciembre 2000, pp. 96-98.
(12) Juan-Ramón LACADENA, Genética y bioética, op. cit., p. 61.