David Perejil
Reconstruir casas en Palestina
(Página Abierta, 210, septiembre-octubre de 2010).

            Durante quince días de este pasado verano, 45 voluntarios españoles participaron en la octava edición de los campos de trabajo del ICAHD (Comité Israelí contra el Derribo de Casas, en sus siglas en inglés). Con la financiación de la AECID, Fundación Socialismo sin Fronteras, Pau Ara i Sempre y, por primera vez, Acciónenred-Madrid organizaron la reconstrucción y rehabilitación de cuatro casas demolidas por Israel en los territorios ocupados de Jerusalén Oriental y Hebrón.

            Entre los pasados 24 de julio y 7 de agosto, 45 personas provenientes de Cataluña, Madrid, Galicia, Andalucía, Navarra y Canarias integramos una brigada para reconstruir y rehabilitar cuatro edificios, cuatro historias torcidas más dentro de la dureza cotidiana de la vida en Cisjordania.

            Divididos en dos grandes grupos, nos dedicamos a reconstruir, casi desde los cimientos, dos viviendas de Beit Hanina demolidas por el Ayuntamiento de Jerusalén por razones administrativas. En Hebrón, nuestra actuación topó de lleno con los asentamientos y colonos. Allí colaboramos en la construcción de una nueva casa para el hijo de una familia acosada por el cercano asentamiento de Kiryat Arba. También lo hicimos en la rehabilitación de un centro comunitario dinamizado por un palestino y un israelí y situado en el centro de la ciudad en medio de un asentamiento de unos 800 colonos. Por las mañanas, los brigadistas por la paz ayudamos en las tareas de construcción. Por las tardes, nos reunimos con colectivos palestinos e israelíes, participamos en manifestaciones y visitamos ciudades como Belén, Ramallah o Nablus (*).

Los motivos

            ¿Por qué aportar nuestra solidaridad a un conflicto tan enquistado como el de Palestina? ¿Por qué participar en el proyecto de reconstrucción de hogares? ¿Por qué hacerlo en colaboración con una ONG pacifista israelí? Todas estas preguntas estuvieron sobre la mesa antes de sumarnos a un proyecto que llevaba funcionando dos años y fueron un eje central de las sesiones de formación previa al viaje a la zona.

            El conflicto palestino, 62 años después de la guerra de 1948, continúa siendo uno de los más graves problemas de nuestros días. Suele aparecer configurado como una de las llaves de los principales problemas geopolíticos mundiales, un conflicto enquistado e irresoluble, un foco de violencia y odio sin fin y una de las injusticias más acuciantes de resolver de un mundo que, por desgracia, no anda falto de ellas.

            Pero más allá de todos estos importantes aspectos, la dureza cotidiana de la vida de los palestinos continúa siendo una motivación para actuar. Ni siquiera ya la de esos que vemos a diario en la cárcel a cielo abierto de Gaza, o envueltos en situaciones de violencia. Basta con pasar unos días en Cisjordania, zona en relativa calma desde finales de la segunda Intifada, para comprender las dificultades e injusticias que provoca la ocupación en la zona. Checkpoints, muro, carreteras separadas, demoliciones de casas palestinas, asentamientos colonos,  sensación creciente de apartheid… Todas esas razones siguen motivando que no dejemos la resolución del problema sólo en manos de otros y, como decía la camiseta de una manifestante en Bilín, “nos hagamos granitos de arena” para involucrarnos en los problemas de nuestro mundo.

Además, la reconstrucción de los hogares palestinos destruidos nos ofrecía la oportunidad de dejar un resultado visible de nuestro esfuerzo en la zona. Una manera de colaboración directa con las familias que sufren la ocupación. Un aterrizaje en la dura situación de aquellas personas que ven demolidos sus hogares, con todo lo que implica de destrucción de un proyecto vital. Esas excavadoras amenazan no sólo familias sino zonas enteras, en las que los mensajes suenan claro: ningún tipo de licencias para la población palestina; todo el esfuerzo para los colonos y unos asentamientos que, en muchas ocasiones, crecen en la cercanía.

            Y esa colaboración, en forma de fondos y apoyo voluntario, también permitía ofrecer un reclamo animoso para toda aquella persona que quisiera aportar su esfuerzo y ganas. El trabajo directo de reconstrucción nos parecía un buen punto de partida para  acercarse y conocer la realidad. Sabíamos que de él nacería, sin duda, la preocupación por dar a conocer lo visto.

            Por último, colaborar en el campo de trabajo organizado por el ICAHD nos permitía reforzar los valiosos esfuerzos pacifistas y no violentos de un puñado de organizaciones, israelíes y palestinas. Esas que intentan abrirse paso entre el sufrimiento, odio y la sangre acumulada con el difícil objetivo de tender puentes entre todas aquellas personas que desean una paz y una justicia que alcance a todos, palestinos e israelíes. Todas estas organizaciones y personas conocen las injusticias cotidianas de un conflicto que puede sentirse por unas y otras personas con igual sufrimiento, pero de ninguna manera nos llevaba a pretender equiparar un dolor y una historia tan desiguales, tan incomparables entre un pueblo y otro.

            Y, está claro, también que suponía apoyar a los grupos, ONG y asociaciones israelíes que mandan un mensaje de cambio a su sociedad, que suponen un altavoz moral para un país que parece querer mirarse sólo a sí mismo, sin valorar el estado de creciente apartheid provocado a muchas de las personas que viven a su lado. Colectivos con la difícil tarea de colocar en primer lugar, no el origen ni la religión, sino el esfuerzo para acabar con la ocupación de Palestina y todo lo que implica.

El trabajo en Beit Hanina

            Todos los meses de trabajo previo culminaron la noche del 24 de julio cuando el grupo voló a Tel Aviv, nervioso y expectante. En el aeropuerto esperaban Meir Margalit, coordinador de Jerusalén del ICAHD, y Nacho García e Inés Grocín, coordinadores del campo. Desde allí nos llevaron a un albergue situado en la parte antigua de Jerusalén. La ciudad vieja también dio la bienvenida a los brigadistas desde sus miles de años de historia; desde la confusión y solemnidad con que todos los religiosos se disputan un puñado de kilómetros cuadrados desde hace siglos, a veces pacíficamente. Otras no.

            En Beit Hanina, la mitad del grupo colaboró como voluntarios en la reconstrucción de las casas de Anyad y Alá. Beit Hanina es un pueblo de la municipalidad de Jerusalén Oriental. Situado a pocos kilómetros de la ciudad vieja, se halla en la carretera que circula en dirección a Ramallah, pasado Shuafat. Allí se encuentra la vivienda de la familia de Anyad, Asma y sus tres niños. Localizada entre bloques de viviendas, cuenta con un corral para animales, un amplío patio y una vivienda. Ésta fue demolida tras la denegación del permiso de construcción. Poco después, la familia la reconstruyó de manera temporal con unos tableros de madera. Sin ventanas, aislamiento, instalación eléctrica ni saneamientos.

            En ese lugar, los obreros palestinos y los voluntarios trabajaron levantando los muros hasta el tejado para crear una auténtica casa, desescombrar y hacer un porche. Asma, mujer de poco más de 20 años, cubierta con un pañuelo anudado a su cuello, recuerda la angustia tras la orden de demolición. Días en que su marido, Anyad, no iba a trabajar esperando todo el tiempo en su casa. Y especialmente, el día de la destrucción. Momento sobre el que no puede evitar emocionarse.  “Esto no es vida”, repite una y otra vez para desgranar las dificultades de criar a sus tres hijos en esa situación. Algo que no sabe si volverá a ocurrir.

            Un poco más lejos, en una colina frente a la que ahora se erige un asentamiento construido en los últimos diez años, está el hogar de Alá, su esposa, madre y tres hijos. Al contrario que Asma, Alá insiste en contarme toda su historia detenidamente. Así que abandono las preguntas para que me exprese toda su incredulidad, su rabia en una larga charla. Me cuenta el proceso iniciado hace diez años. “Entonces no existía eso”, dice mientras señala el asentamiento situado en la colina de enfrente. Y cómo decidió construir “en sus tierras” en 2001 tras dos rechazos. El primero señalaba que su casa está en la futura frontera entre Israel y Cisjordania. El segundo, lo consideraba incompatible con el plan urbanístico del Ayuntamiento.

            Durante la conversación, Alá a veces sonríe ante lo que considera argumentos absurdos, como el de la frontera en unas tierras que han ocupado durante años. En otros, su mueca se tuerce con ironía. Como cuando cuenta que, justo al terminar de pagar su primera multa por valor de decenas de miles de shekels, recibió la orden de demolición. Y no puede evitar emocionarse cuando cita el día de la demolición y cómo vio a su madre en el suelo, golpeada y humillada. Ahora, vive con ella en el campo de refugiados de Anata y con su último hijo, de seis meses, que sufre problemas cardíacos que él achaca a todo lo sufrido por su mujer, embarazada durante la demolición.

            Le pregunto qué opina de que la casa sea reconstruida con esfuerzo internacional y con la colaboración de una ONG israelí. Agradece mucho la ayuda, “venga de donde venga”, pero no deja de estar preocupado porque no sabe qué pasará cuando la construyamos. “Casi todos los vecinos tienen órdenes de demolición. Es un problema general y hay que acabar con él”.

            Según el ICAHD, desde 1967 más de 2.000 casas han sido demolidas en Jerusalén Oriental; 670 en la última década. Sin embargo, el número de órdenes de demolición ronda las 20.000. ICAHD ha reconstruido alrededor de 200 estos años. El coste de volver a poner una en pie puede rondar los 30.000 dólares.

            Esta ONG cree que el Gobierno de Israel y el Ayuntamiento de Jerusalén pretenden “preservar la demografía de la ciudad”, con un 70% de israelíes, a través de políticas discriminatorias que no se paran en la nula concesión de licencias de construcción para las familias palestinas. Mientras, se fomenta el crecimiento de los asentamientos con el propósito declarado de judaizar la ciudad. También nos proporciona el dato de que los palestinos aportan el 40% de los impuestos de la ciudad y, a cambio, reciben sólo el 8% de inversión social por parte del Ayuntamiento. 

            El ICAHD aclara que es ilegal destruir casas en territorios ocupados, según recoge la Convención de Ginebra, y políticamente es un mecanismo más para crear “una matriz de control” en Jerusalén con el objetivo de borrar la perspectiva de una capital compartida para dos futuros Estados.

Los problemas de Sheik Jarrah

            No hace falta ir muy lejos para ver estas discriminaciones. Meir Margalit, coordinador para Jerusalén de la organización, las mostró al grupo en una visita a diversos lugares como Abu Dis, barriada de Jerusalén que ha quedado dividida por el muro, con 30.000 jerosilimitanos fuera ya de la ciudad, de sus inversiones y de sus familias, o Silwan, amenazada por demoliciones desde hace años.

            Meir, argentino de origen, de 58 años, se detuvo con más atención en Sheik Jarrah, barrio de la ciudad en la que ha habido recientes desalojos de familias palestinas y ocupaciones colonas. Nos cuenta, remontándose a distintos tiempos históricos, cómo siempre habían vivido judíos en torno a la cercana tumba de Simón el Justo y cómo abandonaron sus hogares durante la guerra de 1948. Casas que, posteriormente, fueron ocupadas por refugiados palestinos provenientes de las expulsiones y destrucciones de aldeas de la zona de Haifa. Actualmente, el movimiento colono está ganando pleitos en la reclamación de los terrenos que ocupan estas casas, puesto que eran propiedad de familias judías en 1948. Una reclamación que claramente “abriría la posibilidad de que todos los refugiados palestinos reclamaran también sus casas”, declara en tono irónico Margalit.

            Mientras cuenta que más de 20 casas están amenazadas de un desahucio que no se realiza sólo por la presión internacional y por los cerca de 600 manifestantes, israelíes, palestinos e internacionales, que se concentran allí cada viernes, le saluda afectuosamente Nabil Al Kurd, palestino de 66 años, pelo blanco. Conoce a Meir de las manifestaciones y de visitas como esta. “No es un problema entre judíos y musulmanes. Es con los colonos”. Nos cuenta cómo le han clausurado una casa que construyó para su familia y que llevaba sin habitar desde 2000. “Cuando la acabé me impusieron diez años de cierre” hasta ver cómo solucionaban el caso. Aunque no pudo acabarlos pues le obligaron a sacar todos los muebles en 2009. Ahora, tiene la casa “tomada” por los colonos que han instalado ya banderas de Israel, aunque nadie vive, de momento, allí. 

            En ese instante, vemos cruzar a una familia de colonos que viven justo enfrente de la casa de Nabil en otra casa “tomada” en la que se ve un candelabro de siete brazos y una bandera en la azotea. Primero, sus guardias de seguridad. Luego, el padre, de largos rizos y vestimenta ortodoxa. Después, mujer e hijos. “Algo confunde al ver a los colonos. Parecen gente inofensiva”, dice Margalit. “Pero tienen una agenda muy peligrosa y atizan el fuego de un volcán que nunca se sabe cuándo puede estallar”.  Le pregunto si cree que les merecerá la pena vivir siempre rodeados de seguridad, en medio de familias palestinas. “No sabes el placer que les da”, me contesta, “lo que para ellos es liberar y repoblar la tierra de Jerusalén”. “Y yo los pago con mis impuestos su seguridad”, dice amargamente. 

Hebrón: demoliciones y asentamientos

            Situada a 30 kilómetros de Jerusalén, Hebrón es la segunda ciudad más grande de Cisjordania y la única que cuenta con asentamientos situados en su centro histórico. No más de 800 israelíes viven cercanos a las tumbas de los Santos Patriarcas (Abraham, Sara, Isaac y Jacob, entre otros), veneradas por las tres religiones monoteístas. Otros 10.000 lo hacen en el cercano Kiryat Arba. Estos colonos, considerados como los más fanáticos de la zona, viven entre 200.000 palestinos. 

            Las tensiones en la ciudad estallaron en 1994, cuando Baruch Goldstein asesinó a 29 palestinos e hirió a otros 150 en las tumbas, hasta entonces de acceso común para todos. A partir de ese momento, fueron divididas y se negoció un acuerdo especial para la ciudad vieja con dos distritos distintos gestionados por el Ejército israelí y la autoridad palestina. Posteriormente se cerró la actividad de la principal calle comercial de la ciudad, Shuhada, que convirtió uno de los zocos más animados de Cisjordania en un pueblo fantasma al que sólo pueden acceder los colonos que viven cerca de allí, los turistas no musulmanes y los pocos tenderos palestinos que aún aguantan en sus tiendas. Cerca de 500 militares israelíes controlan un centenar de checkpoints, torres militares y destacamentos en el centro de la ciudad.

            Allí se acometieron dos proyectos. El primero la rehabilitación del centro comunitario Heb2, localizado en una colina del barrio de Tel Rumeida, actualmente en el interior de uno de los asentamientos de la ciudad antigua. La casa fue abandonada por una familia palestina durante la segunda Intifada y ocupada posteriormente por el Ejército para utilizarla como puesto de observación. Hace tres años un palestino y un israelí, Issa Amro y Michael Zupraner, comenzaron las actividades comunitarias, centradas al principio en la expresión de la realidad a través de vídeos, y que ahora se extienden a otras muchos aspectos, como clases de idiomas. “Dar herramientas para comunicar” es lo que buscaba Michael como estudiante audiovisual en “uno de los pocos lugares en los que hay coexistencia, aunque muy difícil, entre palestinos, soldados, colonos e israelíes”.

            En ese lugar, los voluntarios trabajaron para cambiar el tejado, impermeabilizarlo, insonorizar y preparar una habitación para proyecciones, además de otros muchos arreglos. El centro, pese a estar situado a pocos metros de un puesto militar israelí y contiguo a casas de colonos, era un lugar de encuentro para todo tipo de personas. Adolescentes de los talleres, familiares, amigos, visitantes internacionales…

            Lo que en un principio parecía uno de los trabajos más fáciles pronto reveló las dificultades de la zona. Como las visitas de los colonos, rifle en ristre, para ver y grabar las obras. O las de Ejército o Administración civil para comprobar el estado de las mismas. A estas visitas respondía con naturalidad Michael, grabando él también y pidiendo la mediación de unos soldados que, cuando se instaló en el centro, no sabían si darle protección como un colono más. También lo hacían el resto de palestinos ante una situación tensa, pero habitual.

            La última casa en la que intervino la brigada fue la de Abu Anan, su esposa y once de sus trece hijos. Situada a pocos metros del asentamiento de Kiryat Arba, parte de sus tierras fueron expropiadas por los colonos. En el pasado, su casa fue demolida y ahora quería construir una contigua para uno de sus hijos sin verse hostigado por sus “vecinos”. La casa de Abu Anan está rodeada de un alto muro con alambre de espino, justo como la valla que rodea la pista que tiene situada enfrente y que sólo transitan militares. Las cabras pastan en un duro suelo rojizo, el de una familia habituada a la hospitalidad.

            Durante la construcción también hubo problemas que la familia experimentaba con una extraña sensación de cotidianidad. Primero, las visitas para inspeccionar de unos soldados que Abu Anan no consideraba tan molestos como los colonos con los que había tenido frecuentes roces. Excepto uno con el que comparte una buena relación ya que a ambos les une tener hijos con deficiencias físicas. De hecho, durante los días en que no hubo presencia de voluntarios internacionales en la construcción intentaron intimidarle y golpearle. Al poco de regresar, dos colonos, con sus siempre presentes rifles, se acercaron a grabar e intentar paralizar las obras con actitud amenazante. Para evitar más problemas, ese día durmieron en la casa de Abu Anan varios voluntarios del ISM.

            La conflictiva relación entre colonos y palestinos quedó una vez más patente con la demolición del aljibe de una familia cercana a la casa de Abu Anan. Unas excavadoras en el horizonte delataron una demolición que pudimos ver y grabar. En unos momentos, la familia Jabber se quedó sin una reserva de agua, sin ninguna comunicación previa, que abastecía a 50 personas. Rodeados de sanitarios, curiosos e internacionales, un vecino resume la situación: “Ya sabes. Es la ocupación”.

Los brigadistas

            Todos los integrantes del campo trabajaron duro y con entusiasmo. Con sus cabezas cubiertas y en horarios frescos, ayudaron a los obreros a desescombrar, mover bloques, excavar, cavar, trasladar piedras para usarlas como cimientos, hacer cemento, acarrear hormigón… Al principio, con cierto desconcierto ante una tarea casi nueva para todos, pero luego con una cierta familiaridad, se fueron animando a medida que el trabajo hacía patente que en dos o tres semanas allí quedaría una casa. Que nos convertiríamos en “granito de arena”, en un trabajo por la paz y por una resolución lo más justa posible del conflicto.

            Partiendo del poco conocimiento previo, se fueron fortificando los lazos de un grupo unido por la intensidad de la experiencia, que se ayudó, apoyó y animó para continuar con un trabajo que se hacía más duro con el paso de los días. Antonio Jiménez, madrileño de 27 años que repetía experiencia, destacaba la ilusión de las familias por volver a tener su hogar. Algo que contrastaba con su experiencia profesional en construcción. “En España, preocupados por el color de la habitación y en Palestina por tener una casa digna sin saber si pueden volver a quedarse sin ella”.

            Por su parte, Javier García, canario de 26 años, valoraba el conocimiento directo de la realidad de las familias y sus vidas, algo muy distinto a la imagen que habitualmente se muestra en los medios de comunicación, muy útil para desmontar estereotipos. Mientras, Jorge Aranda destacaba la importancia del apoyo al proyecto de una ONG israelí, porque, aparte de la presión internacional, “el cambio también debe ser desde dentro”; y Norma Larios, catalana de Rubía, se había sorprendido por la vitalidad y ánimos de los palestinos en su vida cotidiana.

            Y a cada uno, a su manera, se le encendió una sonrisa cuando Asma preparó un bakluva para celebrar que volvía a tener casa. Cuando Michael presentó los cortos de un minuto elaborados por los niños y niñas de la zona, rodeados de familiares y vecinos que se acercaban a ver también un centro en proceso de rehabilitación. Cuando Alá sonreía, por fin satisfecho, con su familia entera, mientras bebíamos y comíamos con él. Extrañados y admirados de que lo que dos semanas atrás era un solar ahora fuera una casa techada, con ventanas, sanitario, etc. O cuando Abu Anan celebró que habíamos puesto el techo, algo que quería hacer en primer lugar para evitar que se lo pudieran tirar los colonos, con más de un centenar de personas comiendo, bebiendo y bailando. Celebrando algo tan cotidiano en nuestro país como una nueva casa. Algo tan difícil en Palestina, tanto como la propia vida diaria bajo la ocupación.

            A partir de ahora un poco de nosotros se quedará para siempre en Palestina. Mejor dicho, Palestina siempre estará en nosotros. Entre algún ladrillo de esas casas. Para que no se destruyan nunca más.

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(*) Del resto de actividades no centradas en la reconstrucción y las demoliciones se informará en el blog http://reconstruircasaspalestinas.wordpress.com y en próximos textos.