Enric Juliana
Aires de motín en el palacio de cristal
 (La Vanguardia, 11 de octubre de 2014).

En Madrid se está viviendo una semana dramática. Tensa. Muy cargada. La gente está indignada. Con toda seguridad este el sentimiento hoy más extendido en toda España, pero en Madrid cobra una tonalidad especial.

En el curso de muy pocos días, la burguesía de Estado que formaba parte del consejo de administración de Caja Madrid, –nombres excelentes del palco del Bernabeu, altos cargos, ex políticos, empresarios amarrados al BOE, burocracia sindical y cuadros locales de PSOE e IU- han visto sus vergüenzas expuestas en público, mientras la arrogancia de otras épocas regresaba en la gestión del difícil y escalofriante caso del virus ébola. La situación ha dado un vuelco.

En Madrid la vibración del aire recuerda estos días la que se produjo durante el hundimiento del buque mercante ‘Prestige’ frente a las costas de Galicia. Con más preocupación. Con más dramatismo. Con más pesadumbre. Con más hartazgo social. A lo largo de la semana la cuestión de Catalunya ha quedado en un aparente segundo plano. El Gobierno está asustado.

Seguramente están coagulando estos días todos los malhumores acumulados durante siete años de crisis económica. Toda la información relacionada con las tarjetas negras de Caja Madrid está teniendo un impacto popular tremendo.

Estamos ante la Tangentópolis española, o como lo queramos decir, puesto que lo que ocurre en España aún no tiene nombre. La errática gestión de la infección por ébola en el hospital Carlos III de Madrid martillea una situación severamente deteriorada. Todas las previsiones políticas del mes de julio y agosto por parte del Gobierno, se están alterando. El cuadro social en vez de mejorar, empeora. El malhumor popular en vez de diluirse, crece.

Recuerdo la impresión que me produjo en agosto ver reproducida en el diario brasileño “Folha de São Paulo’ la fotografía del cortejo policial que acompañaba a la ambulancia con el cuerpo del misionero Miguel Pajares tras su llegada a Madrid, el 7 de agosto, tras ser repatriado de Liberia. Una larga hilera de motocicletas y vehículos de la Guardia Civil escoltando a un hombre gravemente enfermo, repatriado a Europa en el interior de una cápsula hermética, en un último intento de salvarle la vida.

Me vino en mente una poderosa imagen que suele utilizar el filósofo alemán Peter Sloterdjk para referirse la confortabilidad de Occidente y a la tensión entre esa confortabilidad con el resto del mundo. El Palacio de Cristal. El fabuloso Crystal Palace de Londres, construido en Hyde Park con motivo de la primera Exposición Universal del año 1851. El legendario Crystal Palace y los sucesivos palacios de cristal que se construyeron en otras ciudades europeas.

El palacio acristalado del parque del Retiro de Madrid, por ejemplo, construido en 1887 con motivo da la Exposición de las Islas Filipinas, evento que intentaba atraerse a las élites locales filipinas, antes de que emprendiesen el camino de la independencia. Un mundo protegido y confortable que se define por su transparente separación de un exterior inhóspito e impredecible. Escribe Sloterdijk: “El palacio de cristal alberga el espacio interior del mundo del capital, en el que tiene lugar el encuentro virtual entre Rainer Maria Rilke (poeta romántico) y Adam Smith (primer teórico del capitalismo). El espacio interior del mundo del capital no es un ágora, ni una feria de ventas al aire libre, sino un invernadero que ha arrastrado hacia dentro lo que antes era exterior” (“En el mundo interior del capital”, Siruela, 2010).

Los dos misioneros españoles fallecidos por ébola fueron trasladados de Liberia y Sierra Leona al interior del Palacio de Cristal, donde, teóricamente, había mayores posibilidades de salvarles la vida. Y el Gobierno de España convirtió los dos traslados en una operación de Estado para intentar mejorar su prestigio en el interior del Palacio de Cristal.

En el ala España del recinto confortable hay goteras, bastantes cristales rotos, cañerías atascadas, muchas deudas por pagar y poco dinero para acometer una rápida reparación. La repatriación de los misioneros era una acción humanitaria, un acto de homenaje al altruismo de los misioneros católicos en África y una operación de prestigio. Impresionaba ver aquella foto en las páginas de un diario brasileño, mientras las demás noticias provinentes de Europa se referían al brutal derribo de un avión lleno de pasajeros occidentales en Ucrania, una zona bastante destartalada del Palacio de Cristal. Un misil tierra-aire disparado por las milicias pro-rusas estaba abriendo una segunda guerra fría entre el bloque norteamericano-europeo y Moscú. Frente a esa inhóspita realidad, una imagen potente, moderna y eficaz de España. Esta semana aquella fotografía ha quedado hecha trizas.

El ambiente en Madrid es estos días sombrío. La sensación de desgobierno y el burdo intento de presentar a la enfermera infectada como la principal y única culpable de la cadena de errores en los protocolos de seguridad, han encendido el ánimo de la gente. Han encendido un dispositivo de respuesta moral del Madrid popular –y del conjunto de la sociedad española-, que la derecha tradicional se empeña en ignorar o en despreciar cada cierto tiempo.

Madrid es una ciudad en vertical. Rotundamente vertical. En Madrid se hallan las oficinas y dependencias principales del Estado. En Madrid están los cuarteles de la Brigada Aranzadi, la potente conjunción de abogados del Estado y demás cuerpos superiores de la Administración, en estos momentos con un poder político extraordinario. En Madrid están casi todas las grandes empresas del Íbex 35. En Madrid están los despachos desde los que se dirige el país. En Madrid están el Gobierno, el Parlamento, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional. En Madrid están los principales canales de televisión. En Madrid está el mando y los madrileños no lo discuten. En Madrid no hay muchas instancias políticas intermedias, si exceptuamos las plataformas de protesta surgidas en los últimos cinco años. Hasta hace cuatro días, la política en Madrid era cosa de dos partidos, con poco espacio para otros posibles actores.

La gente de Madrid tiene bastante asumida esa verticalidad, pero a la vez no soporta que la humillen. No lo soporta y cada cierto tiempo estalla en forma de motín. Es su tradición.
En la actualidad, los motines son posmodernos. Motines en las redes. Motines en los sondeos de opinión, en los que Podemos sube estos días a gran velocidad. Motines recientes: las protestas contra la guerra de Iraq, que en realidad eran protestas contra el estilo de gobierno de José María Aznar; las protestas tras el hundimiento del ‘Prestige’, más de lo mismo; la movilización de los teléfonos móviles en las aciagas jornadas que siguieron a los atentados del 11 de marzo del 2004 y el posterior vuelco electoral; la acampada del 11 de mayo del 2010...

La atmósfera previa al motín ha regresado esta semana. Pese a la estulticia de algunos de los dirigentes de la Comunidad de Madrid y la manifiesta incapacidad de la ministra de Sanidad para la comunicación pública, el ala oeste de la Moncloa ha captado la vibración del aire. Puede haber motín. Los actuales inquilinos de palacio vivieron la crisis del ‘Prestige’ y fueron víctimas políticas del ‘motín electoral’ del 14 de marzo del 2004. El Gobierno está asustado.

La brutal culpabilización de una trabajadora sanitaria que se debate entre la vida y la muerte, ha encendido a la gente de Madrid. Y a la gente de toda España. Se han cometido esta semana errores políticos fenomenales y la vicepresidenta Soraya Sáez de Santamaría ha recibido la orden de reconducir la situación.