Eric Toussaint

Irak: guerra, deuda, reparaciones y G-8
(Página Abierta, nº 139, julio de 2003)
8 de mayo 2003

Pocos días después del comienzo de la invasión de Irak por las tropas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia, George W. Bush estimó ante el Congreso que el costo de la guerra para el Tesoro estadounidense se elevaría a 80.000 millones de dólares. Según el PNUD y la Unicef, este monto es precisamente el necesario para garantizar a escala mundial el acceso al agua potable, a la educación básica, a los tratamientos básicos de salud, a una alimentación decente y a los cuidados ginecológicos y obstétricos (para todas las mujeres). Este monto, que ninguna cumbre mundial en los últimos años logró reunir (en Génova, el G-7 recaudó menos de 1.000 millones de dólares para el fondo para la lucha contra el sida, la malaria y la tuberculosis), fue reunido, en una increíble proeza por el Gobierno de Estados Unidos, y gastado en unos meses. Los 80.000 millones de dólares que Bush obtuvo del Congreso constituyeron los fondos necesarios para destruir Irak y asegurar la ocupación del territorio hasta el 31 de diciembre de 2003. Evidentemente, no se tomó en cuenta el costo para financiar los daños causados por esta intervención.
El Gobierno de Estados Unidos y sus aliados, para materializar esta agresión neocolonial, utilizaron, una vez más, pretextos humanitarios: la voluntad de ofrecerle al pueblo iraquí un régimen democrático y de preservar a la humanidad de las armas de destrucción masiva iraquíes. Este pretexto se suma a la larga lista de justificaciones humanitarias que se invocaron para encubrir viles operaciones de conquista de territorios, de robo y de pillaje económico: desde la evangelización de las Américas por los conquistadores hasta la lucha contra el terrorismo, pasando por la lucha contra la esclavitud, que encubrió la operación colonial de Leopoldo II, rey de Bélgica, en el Congo...
¿Quién va a pagar verdaderamente el costo de esta agresión? La guerra ni siquiera se había acabado y ya los banqueros de los siete países más industrializados, reunidos en Washington entre el 10 y el 11 de abril del 2003 para preparar la asamblea de primavera del Banco Mundial y del FMI, así como la cumbre anual del G-8 (a comienzos de junio en Evian), habían acordado fijar la deuda exterior de Irak en 120.000 millones de dólares; es decir, un monto superior a la deuda de Turquía (que está casi tres veces más poblada que Irak). Esto, sin contar las compensaciones debidas por Irak a causa de la invasión de Kuwait en 1990. Si creyéramos a los banqueros del G-8, y si estas compensaciones se tomaran en cuenta, la deuda de Irak se elevaría a 380.000 millones de dólares. El Irak post-Sadam tendría así el triste privilegio de ser el país más endeudado del Tercer Mundo, con una deuda mucho más elevada que la de Brasil, país que actualmente posee el récord, con 230.000 millones de dólares.
El acuerdo arbitrario de establecer esta cifra tiene como objetivo principal justificar la apropiación de los recursos petroleros iraquíes con el pretexto de asegurar el reembolso de la deuda. Fijar el monto de la deuda tan alto tiene la enorme ventaja de obligar a las nuevas autoridades iraquíes a someterse a las exigencias de los acreedores durante decenas de años. Aunque la ocupación militar fuese limitada en el tiempo, y aun cuando la ONU asegure la gestión de la reconstrucción, en realidad, la política de este Estado estaría determinada por los acreedores y por las multinacionales petroleras, que serían los beneficiarios directos de las concesiones.
Por eso, la reivindicación de la anulación de la deuda pública externa de Irak no sólo es legítima, sino que es una condición sine qua non para el restablecimiento de la soberanía después de la ignominiosa agresión militar.

La doctrina de la deuda odiosa

En Derecho internacional, la doctrina de la deuda “odiosa” se puede aplicar perfectamente al caso iraquí. Según esta doctrina, «si un poder despótico contrae una deuda no de acuerdo con las necesidades y los intereses del Estado sino para fortalecer su régimen despótico, para reprimir a la población que lo combate, esta deuda es odiosa para la población del Estado entero. Esta deuda no es obligatoria para la nación: es la deuda de un régimen, una deuda personal del poder que la contrajo; por ende, esta deuda desaparece con la caída de ese poder» (Alexander Sack, Los efectos de las transformaciones de los Estados sobre sus deudas públicas y otras obligaciones financieras, Recueil Sirey, 1927).
Estados Unidos ha aplicado esta doctrina por lo menos dos veces en su historia. En 1898, después de atacar victoriosamente a la marina de guerra española a lo largo de las costas cubanas para “liberar” a Cuba de la dominación española, el Gobierno de Estados Unidos obtuvo que Madrid renunciase a sus haberes en Cuba. Veinticinco años después, en 1923, la Corte Suprema de Estados Unidos falló en contra de los acreedores de Costa Rica después del derrocamiento del dictador Tinoco (*), argumentando que aquéllos podían reclamar al dictador derrocado, pero no al nuevo régimen.
Por eso, el movimiento para otra globalización debe poner de relieve la reivindicación de la anulación de la deuda exterior pública de Irak, y combinarla con otras reivindicaciones tales como la retirada de las tropas de ocupación y el ejercicio pleno de la autodeterminación del pueblo iraquí. De la misma manera, es esencial reivindicar que los Estados agresores cumplan con la obligación de reparación impuesta por el Derecho internacional y paguen todas las indemnizaciones necesarias por las destrucciones causadas por la guerra de agresión y por el saqueo de bienes. Recordemos que este último hecho tuvo lugar en presencia de las tropas de ocupación, las cuales, según las leyes de la guerra vigentes, tenían la responsabilidad y la obligación de asegurar la protección de los bienes y de las personas. A todo esto hay que agregar la necesidad de procesar y castigar, según las normas vigentes del Derecho penal internacional, a George W. Bush, Tony Blair, José María Aznar y J. Howard (primer ministro de Australia) como responsables directos del crimen de agresión, quienes deben ser procesados y castigados por crímenes de guerra.
Hay que recordar también la enorme importancia que tiene para el porvenir del pueblo iraquí la aplicación de la doctrina de la deuda odiosa. Efectivamente, la práctica internacional prevé que las deudas contraídas por un Estado con el fin de ocupar militarmente el territorio de otro y que son destinadas a la colonización del pueblo que vive en ese territorio, no pueden ser transferidas a la carga de la población ocupada ni a la del Estado que la representa.
En 2003, nuestra apuesta es que los miembros del G-8, tanto los que planificaron y ejecutaron el crimen de agresión (Estados Unidos y Gran Bretaña) y los que lo apoyaron (Italia y Japón), así como los cuatro que se opusieron a este tipo de guerra (Alemania, Francia, Canadá y Rusia), se pondrán de acuerdo para no aplicar la doctrina de la deuda odiosa a Irak.
Por todo esto, es necesario tomar conciencia de que la aplicación de la doctrina de la deuda odiosa tiene un carácter universal: la mayoría de los países endeudados reembolsan una deuda que fue contraída principalmente por un régimen despótico anterior. Esta situación es cierta en América Latina, África y Asia; los pueblos de estas zonas del mundo tienen el derecho de exigir que esas deudas sean declaradas nulas y consideradas como odiosas. Como se puede ver, la importancia de esta doctrina y su aplicación va mucho mas allá del caso iraquí.
Los miembros del G-8 se dividieron, por contradicciones evidentes, antes de que empezase la agresión contra Irak. Es de prever que tratarán de reducir lo que les divide para abordar unidos otras metas y llevar mas allá la globalización neoliberal. Van a tratar de ponerse de acuerdo para afrontar la crisis económica mundial (crash rampante de la bolsa, inestabilidad monetaria, endeudamiento masivo del sector privado en los países más industrializados) y para abordar la reunión interministerial de la OMC prevista en Cancún (México) a comienzos de septiembre de 2003. Recibieron una lección de Seattle: son conscientes que la ausencia de un acuerdo entre Estados Unidos y Europa en la agenda del comercio podría desembocar en un fracaso en Cancún.

Eric Toussaint, presidente de CADTM (Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo) y miembro de Attac-Francia, es autor, entre otros, del libro La bolsa o la vida. Las finanzas contra los pueblos, editado por Gakoa.

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(*) Ver Damien Millet, Eric Toussaint, 50 questions /50 réponses sur la dette, le FMI el la Banque Mondiale, coedición CADTM/Syllepse, Bruselas/París, 2002, p. 163 a 179 y 184 a 187. Esta obra será editada próximamente por Icaria Editorial.