Erick Fajardo Pozo

Etnogénesis y estratogénesis
del movimiento social boliviano
(Página Abierta, 142-143, noviembre-diciembre de 2003)

En el epicentro altiplánico de la reemergencia indianista, en el escenario de un alzamiento ciudadano por la soberanía y en el aniversario de la colonización de América, se suscitó una masacre que, por la disparidad de fuerzas y por la brutalidad del proceder del Gobierno boliviano, trajo a nuestra memoria los pasajes más lamentables del primer contacto de los nativos americanos con Occidente. Pero el pasado 12 de octubre, la fiereza de aymaras y quechuas también nos hizo rememorar lo dificultoso que le resultó a Europa hacerse de un continente que después de 500 años aún no termina de ser conquistado.
Estos elementos han cargado de simbolismo la postura de los sectores sociales y de mística a los líderes indígenas que condujeron la heroica revuelta contra un Gobierno boliviano y un orden social mundial que hasta el 12 de octubre parecían inexpugnables. Esa fecha marca también el momento en que un conflicto –desvirtuado en el discurso gubernamental como mera protesta indígena– cobra proporciones de movimiento ciudadano y abandona la ciudad aymara de El Alto para instalarse en la urbe metropolitana de La Paz, la urbe valluna de Cochabamba, la capitalina ciudad de Sucre y la megápolis oriental de Santa Cruz.
En un país usualmente fragmentario y de identidades dispersas, la recesión económica y la exclusión social han fusionado a un movimiento indianista eminentemente rural y a una clase media urbana venida a menos. El catalizador de este fenómeno no ha sido otro sino el proletariado minero recampesinizado que hace diez años, al cerrarse las minas, decidió retornar a la actividad agraria y residir en el trópico cochabambino y que hoy conforma la organización social más importante desde la COB de los años ochenta: el movimiento cocalero. Este actor social, de construcción histórica obrera, pero de origen étnico aymara, pudo ser capaz de interpelar a la dispersa subalternidad de “las dos Bolivias” y proveerle del propósito colectivo integrador que la sociedad civil y el movimiento indígena no habían vuelto a encontrar desde la revolución nacional de 1952: la recuperación de la soberanía nacional sobre los recursos y el suelo.

La composición histórica del movimiento social boliviano

Para entender al complejo movimiento social que hoy está a la vanguardia de la defensa de la soberanía y los recursos naturales bolivianos de la rapiña transnacional, hay que entender que la génesis de sus actores es diversa y que ellos mismos son heterogéneos. Es innegable que el núcleo orgánico y la fuerza de choque de este movimiento social híbrido es de procedencia indígena, pero lo componen dos elementos sociales distintos: el incipientemente urbano y el históricamente rural. El componente urbano es fácil identificarlo en una Federación de Juntas Vecinales de El Alto, que fue el articulador de las movilizaciones de octubre. El caso del componente rural es más complejo, pues se puede ubicar en la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia; pero aún la CSUTCB (por su sigla) posee dos diferentes componentes sociales, cada uno de características muy particulares: el movimiento cocalero del trópico y el movimiento indianista del altiplano.
Ambos componentes sociales tienen un origen étnico común, pero un desarrollo histórico diferente y, en consecuencia, una identidad cultural y objetivos políticos independientes. Sin embargo, ambos han ingresado, en mayor o menor grado, al escenario de la política estatal y tienen, por consiguiente, una dimensión partidaria que en el caso de los cocaleros se denomina MAS y en el de los aymaras se denomina MIP. Pero, a desdén de esta característica común, pocas otras cosas han ligado a cocaleros e indios; la explicación parece estar en su génesis política.

El MAS y la estratogénesis cocalera

El movimiento cocalero es de ascendencia étnica indígena aymara, pero su cultura política remonta sus orígenes a una histórica clase obrera boliviana, compuesta casi en su totalidad por trabajadores mineros. A su vez, la comunidad minera es anterior al modo de producción capitalista y remonta sus orígenes al modo de producción colonial esclavista.
Durante la colonia, el señorío aristócrata europeo recuperó un sistema nativo de prestación de servicios a la comunidad llamado “mita” y lo adaptó a los intereses del imperio colonial. Enormes cantidades de indios altiplánicos fueron desarraigados de sus comunidades y de la actividad agrícola para dedicarse a la explotación minera, una tarea que atrapó a por lo menos diez generaciones de indios en una actividad en torno a la cual desarrollaron una cultura aislada del escenario nacional hasta el fin del periodo republicano, muy posterior a la revolución industrial.
La revolución nacional introdujo la forma de organización sindical en la industria boliviana y reconstituyó la identidad política del trabajador minero.
El sindicalismo proveyó de conciencia de clase al minero que, después de cuatro siglos de explotación esclavista, conoció la reivindicación de sus derechos laborales.
El minero fue actor central en la revolución nacional y en todo el proceso del Estado nacionalista. Su imaginario político es urbano y marxista, y su ethos sindical está orientado a la búsqueda de la igualdad y la justicia social en términos del Estado. El minero era una identidad política interior al Estado.

El fin de la minería estatal
Un nuevo cambio de modelo político en el país – del Estado nacionalista al Estado neoliberal– generó el fin de la minería estatal y con ello el despido masivo de 15.000 trabajadores mineros. En 1986, un millar de familias mineras iniciaron un éxodo sin destino que llevó a una gran parte de ellas a optar por el retorno al anal histórico de la producción agrícola.
La alternativa lógica parecía ser Cochabamba, un departamento central denominado como “granero de Bolivia” por su vocación agropecuaria; sin embargo, era también plaza del remanente de la más rancia oligarquía blancoide colonial y republicana. El rechazo de los pobladores tradicionales de Cochabamba a los migrantes mineros, sumado a un precario aparato productivo incapaz de asimilar una enorme oferta de mano de obra no cualificada, empujó a los mineros a un nuevo éxodo, esta vez al próximo trópico cochabambino, donde buscaron retornar a la actividad agrícola en plan de colonos de tierras hasta entonces inhóspitas.
En una década de asentamiento en el Chapare, el migrante de las minas entendió que sin sistema de transporte, sin vías de acceso y sin mercado interno y externo para sus productos, las opciones de producción eran escasas y se dedicó al cultivo de una planta que en principio era producida para el consumo interno y el uso ritual, pero que en lo más recóndito de la selva era cultivada como materia prima de la cocaína, una industria ilegal que siempre tenía demanda de hoja de coca.
Así, durante la década de 1990, la producción agrícola del Chapare se centra en la hoja de coca, cuya producción es la fuente de subsistencia de miles de familias campesinas en el Chapare y fuente de recursos para un activo sindicalismo cocalero que combate la lógica neoliberal con el rencor histórico del minero desempleado y desterrado.
El sindicalismo campesino chapareño evoluciona en un instrumento político llamado Movimiento al Socialismo, cuya misión es representar en el Parlamento el interés de un campesinado presionado por el Gobierno para la erradicación de la coca. Pero a cinco años de su creación y en la segunda elección democrática de su historia, el MAS sorprende consiguiendo la segunda mayoría en las elecciones generales del pasado año. Una confluencia de la izquierda intelectual urbana y del campesinado cocalero componen la fórmula partidaria que interpelará a sectores hasta entonces desarticulados e incluso antagónicos de la subalternidad boliviana. Indígenas del oriente y del altiplano, comunidades rurales y juntas vecinales de la ciudad, izquierdistas e indigenistas confluyen en torno a un partido constituido sobre la mítica del cocalero y la mística de la hoja de coca.

El MIP y la etnogénesis del indianismo

El Movimiento Indianista Pachacuti también remonta su identidad política a un proceso histórico que lo separa de la génesis de clase del movimiento cocalero. Los referentes ideológicos del MIP son la cosmovisión andina y la política de resistencia a la asimilación de su identidad ancestral a la república y al Estado practicadas por Tupac Katari y Zárate Willka.
La etnogénesis aymara no es un proceso único, sino que es resultado de varios momentos históricos de ruptura con la cultura dominante que generaron las condiciones para la reafirmación de sus mitos guerreros y la reafirmación de su identidad cultural. El pueblo aymara era bélico e irreductible, y aun para el precolonial Gobierno quechua había significado un problema lidiar con su belicosidad.
Sometido, desarraigado y oprimido desde temprano en su historia, el aymara ha hecho de la insurrección el eje de su mitología y del enculturamiento su estrategia de resistencia. No inventó la república el ardid de aislarlos geográficamente o de dispersarlos y, aunque se ha intentado desde diferentes tipos de administración política a lo largo de 900 años, el sentido de identidad del aymara ha sobrevivido a todo.
En este proceso de etnogénesis continua han ayudado varios hitos fundacionales –mitológicos e históricos–, así como la moderna elegibilidad heroica de los capítulos más trágicos de ruptura entre el aymara y la república, literaturizada por algunos intelectuales de la década entre 1960 y 1970 que, en el afán de una precoz antropología política y una incipiente sociología de la cultura, se constituyeron en los ideólogos de la más importante reemergencia indianista desde Zárate Willka, a principios de 1899.
El vuelco del Estado nacionalista al Estado neoliberal fue también un momento fundacional para el movimiento indianista aymara. En criterio de algunos teóricos, es la lógica descentralizante del neoliberalismo lo que revitaliza las microidentidades y con ello un indianismo que, en Bolivia, es de por sí vigoroso.
Si el Estado benefactor no había podido hacer sentir al indio como “interior al Estado”, mucho menos lo haría un Estado de libre mercado que se desentendió de las obligaciones sociales, privatizó al aparato productivo estatal y –con ello– desintegró a la clase obrera, condenando a los desahuciados al subarriendo laboral sin garantías ni beneficios sociales y empujando al minero y al obrero estatal a abandonar su identidad de clase y acogerse a su identidad ancestral.