Eugenio del Río

Notas críticas sobre la acción violenta en las grandes manifestaciones del movimiento contra la globalización capitalista
(Página Abierta, nº124, marzo de 2002)

En varias de las últimas convocatorias contra la mundialización capitalista, en Praga, Niza, Gotemburgo, Barcelona y Génova, se ha manifestado una diferencia de criterios respecto a la acción violenta en el curso de las grandes manifestaciones.

Voy a discutir en estas páginas los argumentos aducidos por un sector partidario de realizar en esas convocatorias acciones de violencia menor. Incluyo, para empezar, un resumen del contenido del documento que servirá de base a mi crítica: el “Manifiesto en favor de la acción directa violenta”, “elaborado por activistas sociales de Madrid, Euskadi y Argentina”, y publicado en la red por el Kolectivo La Haine el año pasado.

¿Es positivo el enfrentamiento directo contra la policía antidisturbios y los símbolos capitalistas?, ¿es válido el uso de la acción directa violenta?

Sucede en situaciones en las que se agotan los medios y procedimientos de protesta (como el derecho de manifestación pacífica, reunión, sindicación). La libertad de protestar se va viendo cercada por las reglas del llamado Estado de derecho. Por eso surge la necesidad de masificar los disturbios y el sabotaje. Porque el sistema no tiene previsto desmantelarse a sí mismo y porque no nos deja más opción de protesta.

La lucha del movimiento popular, al extender y profundizar sus acciones de protesta, le lleva a la confrontación con el sistema represivo y a entender que no bastan las reformas parciales, siempre provisionales, sino la destrucción del capitalismo y su reemplazo por unas relaciones sociales basadas en la igualdad y la solidaridad.

Autodefensa: en Génova miles de activistas pacíficos se vieron obligados a levantar barricadas y a arrojar todo tipo de objetos para no ser arrollados por la violencia policial.

La acción directa no provoca la represión; lo que realmente la desata es la agudización del conflicto. Forma parte natural del proceso de perpetuación del sistema capitalista. Cualquier forma de lucha será reprimida sin contemplaciones. Cuando aumenta la exigencia de soluciones, aumenta también la violencia para frenarla.

1) Es una forma de expresión. La noticia, aún distorsionada, aparece en los medios. Sirve para expresar físicamente nuestro rechazo y la existencia de un conflicto. Crea conciencia anticapitalista señalando a los verdaderos responsables de la política neoliberal.

2) Sirve para alterar el orden impuesto. Es una forma de desobediencia a la legalidad; hacer lo que no se puede dándole sentido político. A pesar de que el sistema es capaz de absorber los “altercados” por tratarse de violencia a pequeña escala, se demuestra que estos “daños colaterales” no dejan de ser daños a la armonía y a la estabilidad de la estructura política y social. Por eso los gobiernos condenan y tratan de aislar esa práctica. Permiten crear un espacio de poder popular alternativo.

3) Es una forma de hacer justicia. Es justo dar respuestas directas a la imposición violenta de la democracia burguesa, la precariedad laboral, la criminalización de la disidencia, la opresión propagandística y mediática, etc. Es justo y legítimo rebelarse contra la incuestionabilidad del monopolio de la violencia por parte del sistema.

De qué se trata

Ésta no es una discusión de carácter general acerca de la legitimidad de la violencia popular o sobre la eficacia comparativa de los medios violentos y de los no-violentos; se refiere exclusivamente a lo siguiente:

A) Una violencia dentro de las grandes manifestaciones del movimiento antiglobalización en los países capitalistas más desarrollados, a partir de Seattle, al final de 1999.

B) Concebida como complementaria de otras formas de acción. Se entiende como complementaria de la lucha pacífica, cotidiana en barrios, fábricas, facultades.

C) Es una violencia muy limitada. Se descarta emprenderla con los pequeños comercios y con los automóviles; se ataca sólo a los bancos y a los que se consideran símbolos de la globalización, entre los que figuran las cabinas de teléfonos y los establecimientos de Mc Donalds. No implica sólo destruir cosas; también es violencia contra personas, en concreto contra los policías antidisturbios.

Ésta es la acción violenta característica del conglomerado del Bloque Negro. Es diferente de las acciones no violentas pero también lo es de una actividad más dura (bombas, atentados o incluso ataque a pequeños comercios) o de una acción física más contenida, de desobediencia civil, no agresiva, como la practicada por los Tute Bianche, sobre la que volveré más adelante.

Así pues, estamos hablando de una violencia de muy baja intensidad, llevada a cabo en los países occidentales desarrollados, en el marco de las grandes convocatorias del movimiento antiglobalización. Mi crítica a este tipo de actividad no se basa en un rechazo general de carácter moral o táctico de toda forma de violencia ilegal, sino en consideraciones concernientes a sus efectos en el momento actual, en los países más ricos y en las grandes manifestaciones antiglobalización.

Una observación previa sobre el monopolio de la violencia

La referencia a la maldad del monopolio estatal de la violencia opera en los textos mencionados como un factor legitimador de la violencia ejercida fuera de las instituciones estatales o violencia ilegal. La cuestión se enfoca así: ese monopolio es una mala cosa; romperlo, mediante el empleo de la violencia, de una violencia popular, que viene de abajo, es algo justo y conveniente.

A mi juicio, el hecho de que las instituciones estatales tengan el monopolio de los medios violentos más contundentes es, ciertamente, problemático. Sobre todo cuando el control popular de esos medios y de las instituciones que disponen directamente de ellos es más que deficiente, cuando esas instituciones están saturadas de elementos antidemocráticos (como se pudo apreciar en la policía italiana en Génova), y cuando esos medios de violencia son manifiestamente excesivos, caros, absurdos, e incluso representan un peligro de intervención contra la población civil desarmada.

Frente a esa realidad, se presenta como deseable una sociedad sin ejército, unas instituciones armadas reducidas al mínimo, un control popular menos indirecto que el actual sobre ellas, un concepto de la movilización popular activa para afrontar las amenazas y los problemas de seguridad.

Ahora bien, la existencia de malos o deficientes monopolios estatales de la violencia no justifica cualquier no monopolio; no hace bueno una situación en la que cada cual no encontrara mayores obstáculos que los de su poder adquisitivo para armarse hasta los dientes. Ése es el sistema norteamericano, que permite obtener armas fácilmente a los sicópatas, a los elementos antisociales o a los sectores reaccionarios más violentos. La sociedad tiene interés en organizar adecuadamente un control del armamento para evitar que las armas sean empleadas contra ella.

Por lo demás, si la actual situación de los medios de violencia en la sociedad no es aceptable, lo que hace falta es modificarla, cosa que no se logra mediante la difusión de pequeñas formas de violencia ilegal, que ni reducen ni corrigen el monopolio estatal tal como está configurado, y hasta pueden contribuir al reforzamiento de la violencia legal.

Cuestiones complejas, tratamiento simple. Virtudes atribuidas a esas formas de violencia

¿Existe una fuerte voluntad de protesta en la población a la que se le niegan los medios para expresarse? Más que un agotamiento de los cauces disponibles, lo que se observa hoy en los países desarrollados es una débil utilización de los cauces existentes.

¿Cualquier forma de lucha es reprimida sin contemplaciones? No es fácil percibir el fundamento histórico de tamaña afirmación. Por otro lado, es contradictorio afirmar esto y a la vez postular como principal una acción social de base que se supone más o menos legal o para-legal. Una de dos, o bien esta última, si la consustancial intolerancia y las tendencias represivas absolutas que se atribuyen al sistema fueran reales, sería impracticable, o bien se está otorgando el puesto principal a una lucha (“nuestra intención no es anteponer la acción directa violenta al trabajo sindical o al trabajo barrio por barrio, facultad por facultad”) que, de hacer caso a lo que se dice en otros párrafos, es permitida porque no va suficientemente contra el sistema.

¿Sólo por medio de la acción directa se puede romper el bloqueo de los medios? La experiencia de los trabajadores de Sintel no confirma esa pretensión, como tampoco la confirman los logros del movimiento feminista, del ecologismo, de la oposición al servicio militar, del movimiento del 0,7%, movimientos todos ellos que han alcanzado importantes apoyos entre la población. Por otra parte, ¿aparecer en los medios es siempre una buena cosa? Cuando menos, es una extraña opinión.

Romper las vitrinas de los bancos, ¿altera el orden establecido? No es algo tan claro. Ciertamente, produce algún tipo de alteración, en primera instancia, de manera inmediata. Pero, primero, también lo alteran un accidente de tráfico, un asesinato o la salida de un partido de fútbol: cualquier alteración del orden no es necesariamente valiosa. Hay que ver el resultado obtenido cuando las aguas vuelven a su cauce. Y, en segundo lugar, esos hechos no se inscriben en un proceso continuado de creación de contra-poderes sino que son episodios aislados, esporádicos y muy secundarios. Lo que traen consigo no es una alteración consistente y duradera del orden establecido sino más bien un reforzamiento de las medidas de seguridad, y una mayor dificultad para practicar esa modalidad en la siguiente oportunidad.

Otra cuestión compleja tratada como si fuera simple y evidente: los gobiernos condenan y tratan de aislar la práctica de los “altercados”. Tampoco está tan claro. La mayor parte de las veces es lo que hacen; al fin y al cabo tienen la misión de asegurar el orden público y cuando no lo consiguen debidamente pueden tener que pagar la factura electoralmente, lo que no suele entusiasmar a los partidos gobernantes. Pero en bastantes ocasiones, los Gobiernos, de forma más o menos soterrada, se sirven de los “disturbios” o incluso los provocan con fines muy variados.

Una actividad como la del Bloque Negro en una manifestación internacional, en ciudades diferentes, cada varios meses, ¿permite crear un espacio de poder popular alternativo? Se agradecería alguna indicación sobre lo que se entiende por poder popular alternativo; el aserto mencionado no deja muy bien parado el concepto, ni el carácter alternativo, de tal poder popular.

La noción de hacer daño. Ganar y perder

Quienes defienden esos procedimientos aducen en su favor que la acción violenta que preconizan 1) hace que se hable del antiglobalismo radical o anticapitalista; los medios no pueden silenciarlo; 2) crea conciencia anticapitalista; 3) altera el orden impuesto; 4) es una forma de hacer justicia.

Más allá del fundamento de cada uno de estos asertos, cuando se preconiza la acción directa violenta se deja de lado lo principal.

El movimiento contra la mundialización capitalista está librando unas batallas políticas. Cuando hablamos de hacer daño al contrario en el marco de una lucha política se requiere una clara delimitación del enemigo y una concreción suficiente de los propósitos, cosa esta última que tampoco aparece excesivamente nítida en los textos que comento (la destrucción del capitalismo y su sustitución por unas relaciones sociales basadas en la igualdad y la solidaridad: todo un prodigio de simplificación tan vacía y conformista como seguramente reconfortante para algunos espíritus. Pero no es esto en lo que hemos de centrarnos aunque algo, bastante, tiene que ver con el problema del que nos ocupamos).

Se requiere concretar lo que se persigue, contra qué y contra quiénes se lucha y a quiénes se quiere incorporar a esa lucha, porque hacer daño no es causarle problemas materiales o técnicos a la Banca o a un Gobierno, de los que apenas tardarán 24 horas en reponerse; hacer daño es, y esto es lo primero y principal, reducir sus apoyos sociales y ganar apoyos para la propia causa.

Los resultados de la acción directa de la que estamos hablando no pueden medirse por el gasto de recursos del enemigo, como las bajas en una guerra. Su eficacia se mide en el terreno propagandístico. Estas acciones violentas son las palabras de un lenguaje que se emplea para dirigir mensajes a cuantos son testigos directos o indirectos de ellas. Ese lenguaje es útil o inútil, eficaz o ineficaz, conveniente o contraproducente según permita o no difundir las propias ideas y ganar apoyos.

Todo lo demás (salir en los medios de comunicación, causar desórdenes, castigar a los generalmente despreciables policías antidisturbios) son asuntos que deben ser examinados y sopesados bajo este ángulo. Cuando se le tira una piedra a un policía no es ocioso preguntarse si se la merece o no; pero eso sólo resuelve una condición previa de carácter moral, asunto no insignificante pero que no agota el problema. Hay que interrogarse sobre sus repercusiones. No es inteligente romper una cabina telefónica simplemente porque está prohibido hacerlo. “Si no se puede romper, rompemos”, se lee en el manifiesto del Kolectivo la Haine, lo que es tanto como admitir que, más que hacer lo que conviene a los propios fines, se actúa de acuerdo con lo que el Estado decide por medio de sus prohibiciones. Se pasa del fetichismo legalista, ciertamente muy implantado en nuestras sociedades, a un fetichismo ilegalista. Frente a los que sostienen que la ley debe cumplirse invariablemente, se levanta la bandera del incumplimiento de la ley como virtud. Unos y otros, unos para aceptarla disciplinadamente, otros para violentarla, coinciden en algo muy importante: evitan reflexionar sobre el significado de cada ley; no la examinan racionalmente. No se paran a pensar, en cada caso particular, si es buena o medio buena, mala o malísima.

A mi parecer, el valor o la utilidad de cada forma de lucha debe ser examinado en concreto, en atención a circunstancias particulares y cambiantes. Lo que hoy es útil, mañana deja de serlo. Una acción violenta muestra cierta eficacia en un lugar y en un momento dados y resulta ineficaz o contraproducente en otra situación. Las actuales explosiones violentas de desesperación en Buenos Aires reflejan un estado de ánimo compartido por mucha gente. Son, por decirlo así, bastante representativas. Un modo de actuar parecido, llevado a cabo hoy en Barcelona o en Madrid, tendría un significado muy diferente.

Si estamos en una lucha política, habrá que responder a una pregunta clave: al hacer lo que hacemos, ¿qué ganamos y que perdemos? Si ganamos poco o nada y perdemos mucho, el beneficio es dudoso; habrá que guardar las piedras.

Es chocante que en los escritos a favor de la acción violenta en las manifestaciones antiglobalización se hable mucho de legitimidad de la protesta violenta, de justicia, de no dejarse atrapar por el sistema, al tiempo que se ignora la cuestión central. Hoy, en este país, con este régimen político, con los apoyos sociales que tiene, con las ideas que hay en la sociedad, atacando a las cabinas telefónicas ¿nos hacemos más fuertes o más débiles, ganamos apoyos o los perdemos, aumentan nuestro prestigio y nuestra influencia o disminuyen?

Hacer daño no es obligar a los bancos a gastar en escaparates blindados o en más personal de seguridad, herir a una decena de policías, o privar de cabinas telefónicas a un barrio, lo que perjudica principalmente a los habitantes de ese barrio, a los que cuesta ver las cabinas más como un símbolo de la globalización que como un simple instrumento de comunicación. Hacer daño, en lo fundamental, es reducir los apoyos sociales del adversario e incrementar los propios.

Es difícil no constatar que cuando una actividad más o menos violenta se funde con las grandes manifestaciones, es esa violencia la que aparece en primer plano en perjuicio de la difusión de las ideas del movimiento, se reduce su credibilidad ante amplios sectores la población, y no crecen sus respaldos.

El movimiento contra la globalización capitalista, en las sociedades europeas occidentales contemporáneas, en las que la violencia ilegal, por muy antisistema que sea, cuenta con poquísimas simpatías, tiene un especial interés en afirmarse como pacífico.

El anticapitalismo antiglobalizador, cuando se identifica con una acción violenta, aunque sea menor, oscurece sus ideas anticapitalistas: la primacía la tienen las formas violentas, lo que por cierto facilita enormemente la tarea de los defensores del capitalismo: no deben enfrentarse a ideas sino a unas formas de actuar ya de por sí impopulares. Por otra parte, se priva de ganar simpatías entre quienes comparten una actitud anticapitalista pero desaprueban la manera en que se manifiesta.

Formas de acción y democracia

Uno de los aspectos más enojosos de esta actividad violenta de bajo nivel es que se realiza coincidiendo en el tiempo y en el espacio con las grandes manifestaciones antiglobalización no violentas.

Sin entrar en este punto en la discusión sobre la licitud o la conveniencia de romper escaparates de las sucursales bancarias o de tirar piedras a la policía antidisturbios, aunque las razones esgrimidas por sus partidarios me parecen demasiado frágiles, lo que pongo en cuestión ahora es la índole democrática de una acción que entorpece, desvía, o acaba imposibilitando la realización de manifestaciones que quienes participan en ellas desean que se desarrollen pacíficamente.

Quienes quieren actuar violentamente deberían atender a la voluntad de quienes desean hacerlo pacíficamente y, por consiguiente, no quieren mezclarse con ellos.

No es muy justo eso que a veces se escucha de que cada cual tiene derecho a actuar como le viene en gana: los que violentamente, violentamente, y los que pacíficamente, pacíficamente.

Porque, y aquí está la clave de la cuestión, romper vitrinas de bancos y apedrear a la policía se puede hacer en los márgenes o desde dentro de grandes manifestaciones no violentas (más aún, para quienes propugnan este tipo de violencia ésa parece ser su localización ideal). La mayoría que no es favorable a esa forma de enfrentamiento no va a atacar a quienes lo son; pero esa minoría que busca el enfrentamiento sí puede, con su acción, convertir las grandes convocatorias en algo distinto de lo que sus convocantes y participantes buscaban, y, por lo tanto, negar su derecho a manifestarse de la forma que libremente han decidido.

Las manifestaciones pacíficas no impiden la acción directa fuera de esas manifestaciones; pero la acción directa violenta, parasitada a las grandes manifestaciones pacíficas, sí puede torpedearlas, resultado este último buscado con frecuencia por los guardianes del orden capitalista.

¿Autodefensa?

No seré yo quien se oponga al derecho a defenderse frente a una agresión injusta. Pero a veces se habla de autodefensa con excesiva soltura.

Primero, ¿es legítima defensa responder violentamente a una carga policial que ha sido precedida por un lanzamiento de piedras contra la policía, decidido previamente a la manifestación? No estamos ante una respuesta, espontánea o preparada, a una agresión. Más exacto sería hablar de búsqueda del enfrentamiento, de un enfrentamiento que puede ser útil o inútil políticamente, rentable o no rentable prácticamente, pero que, en todo caso, si la iniciativa del ataque parte de los manifestantes, no puede denominarse legítima defensa sin retorcer abusivamente el lenguaje. Es curioso que en un mismo texto se preconice lanzar piedras a la policía, dentro de una actividad planificada con antelación, y, a la vez, se hable de autodefensa. En ese contexto, la palabra autodefensa pierde su sentido; aparece como un simple eufemismo para intentar ganar legitimidad.

Segundo: más allá de la legitimidad de una acción, hay que preguntarse por la utilidad de lo que se hace, asunto éste al que he aludido más arriba. No interesa confundir la cuestión jurídica y moral con la política. El enfrentamiento, sea autodefensa o no, no es un acontecimiento natural inevitable. ¿Se desea o no se desea? ¿Ayuda o perjudica? Uno puede ser injustamente agredido y no por ello está obligado a responder con un ataque físico. Le conviene hacerlo si cuenta con posibilidades de lograr que su respuesta aísle al autor del ataque; si no dispone de esa posición, le trae más cuenta no responder al ataque y devolver el golpe pacíficamente, aprovechando la ventaja moral de la que dispone para cargar sobre el atacante la plena responsabilidad de la violencia ejercida.

¿Dirigirse a amplios sectores sociales o alejarse de ellos?

Como dice un miembro del Bloque Negro entrevistado por La Haine: “Hay gente dispuesta a este tipo de lucha” (entrevista con tres miembros del Bloque Negro, realizada por Iván Gortazar, 11 de agosto de 2001). La hay, cierto. Y, a mi modo de ver, bueno es que el movimiento contra la mundialización capitalista cuente con jóvenes que quieren comprometerse enérgicamente. El movimiento puede tener en ese sector juvenil una baza valiosa. Pero, que haya jóvenes dispuestos a una acción más decidida de la que desea llevar a cabo la mayoría no es la solución de un problema sino sólo una parte de su formulación.

Expondré dos consideraciones que hacen al caso.

La primera es que la existencia de esos sectores de jóvenes no es un argumento suficiente para optar por una acción como la del Bloque Negro. Existen esos jóvenes, de acuerdo, y es preciso que su pasión sea guiada por la razón en una dirección conveniente para los propósitos del movimiento.

Ése es uno de los motivos del éxito de Tute Bianche. En Italia, cuando surgió, había jóvenes que querían más acción, que no tenían inconvenientes en correr riesgos. Tute Bianche ha sido un artefacto muy bien pensado: ha venido encauzando imaginativamente esa voluntad en una dirección no agresiva, de desobediencia civil, que podía suscitar, y que ha suscitado, amplias simpatías. Ése es su mérito.

El problema es que los medios empleados en estos últimos años son perecederos: están concebidos para unas situaciones, como las de Seattle o Praga, en las que las comitivas oficiales han de seguir unos recorridos donde son practicables operaciones de bloqueo acordes con la naturaleza de Tute Bianche. Esta situación ya no se ha dado en Génova: allí, para bloquear, había que estar dentro de la zona roja, y, para entrar en ella, era preciso elevar el grado de violencia: ya no bastaba con cortar unas avenidas o cerrar la salida de un hotel o los accesos de un edificio público. Las comitivas oficiales se desplazaban sólo en el interior de la zona roja aislada. El bloqueo, en las condiciones de Génova, exigía entrar en esa zona, lo que a su vez hacía preciso asaltar las barreras, lo que, en fin, suponía una forma de actuar y un nivel de violencia no acorde con la concepción de Tute Bianche. Su acción física no agresiva no es posible en esas condiciones. O permanecen dentro de los principios que han guiado sus pasos hasta ahora, y en ese caso deben tratar de buscar nuevas vías para actuar, o, si ascienden un peldaño en el uso de la violencia, se encontrarán equiparados al Bloque Negro.

En todo caso, podemos partir de que hay un amplio campo de acciones posibles, en la tradición de la no violencia activa, de acciones decididas, llamativas, y capaces de despertar muchas simpatías; hay multitud de posibilidades para una actividad de desobediencia civil, forzando la legalidad o al margen de ella, realizada separadamente de las grandes manifestaciones unitarias, a las cuales podría complementar. Son acciones para las que sólo está dispuesta una minoría, pero que no conllevan una mala relación con sectores más amplios, sino al contrario: pueden ser bien vistas y aplaudidas por muchas gentes que no desean intervenir directamente en ellas. La realización de abortos clandestinos por parte del movimiento feminista, en plena lucha por la legalización, o la insumisión, o la ocupación de edificios oficiales o... tantas otras experiencias muestran un camino por el que se debe avanzar.

¿Se puede dar alguna salida a las ansias de acción de estos jóvenes, como lo ha intentado Tute Bianche, sin caer en las prácticas del Bloque Negro? He ahí un problema que sigue abierto.

Una segunda consideración: si abordamos la cuestión con realismo, hay que tener en cuenta que esa manera de actuar puede contar con la participación de quienes se sienten más inclinados hacia ella, pero no con los sectores, más amplios, que no experimentan esa necesidad. Y de hecho, lo que ha venido sucediendo es que en esa acción participa un número comparativamente minoritario de hombres jóvenes, muy pocas mujeres jóvenes y escasísimas personas no jóvenes.

Para que las movilizaciones amplias unitarias puedan seguir llevándose a cabo deben partir del común denominador. En ellas cabe lo que es común. Si se introducen elementos que sólo una pequeña parte acepta, es inevitable la división. Si las manifestaciones amplias se orientan hacia la acción violenta, quienes no quieren eso dejarán de acudir.

Debajo de todo lo dicho late un problema de envergadura: la deficiente relación del sector social al que me estoy refiriendo con sectores sociales amplios.

Por un lado, defiende proyectos (más preciso sería decir horizontes de cambio social muy poco precisos: una organización social no capitalista, basada en la cooperación solidaria) que carecen de sentido sin la adhesión de la mayoría de la sociedad. Pero, por otro lado, mantiene hacia las mayorías sociales una actitud en la que se mezcla la desconfianza y el menosprecio. Cuando se habla de una nueva sociedad solidaria no se está pensando en la sociedad real, en la que se observa cada día, en la que la mayoría de la gente vota al PP o al PSOE o al PNV o a CiU; esa sociedad de la que desconfían.

Éste es uno de los aspectos más negativos del universo moral de estos jóvenes: se advierte poco respeto por los amplios sectores populares, culpables de no pensar y de no actuar como es debido. Su identidad colectiva se asienta sobre mundos sociales mucho más restringidos, integrados por quienes comparten ideas e inclinaciones. Pesa más la voluntad de expresarse para autoafirmarse que el deseo de dialogar con amplios sectores sociales. Bajo este ángulo, se vislumbran en su comportamiento inquietantes tendencias autoritarias: parece buscarse más la imposición de unos propósitos que la comunicación para hacer valer las ideas que se consideran más justas.

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