Eugenio del Río

Acerca de la autoemancipación
(Del libro Poder político y participación popular, Madrid: Talasa, 2003) 

            En el Occidente moderno se fue afianzando la oposición a los poderes que obtenían su legitimidad de fuentes que escapaban a cualquier expresión de la voluntad popular. Esto afectó especialmente a la teocracia y a los poderes dinásticos despóticos. Las revoluciones americana y francesa fueron brillantes expresiones del impulso superador de una sociabilidad intensa pero coercitiva; fueron movimientos emancipadores.
           La idea de autoemancipación no alcanzó nunca en los regímenes liberales el sentido más fuerte que la palabra evoca (constitución de sujetos sociales con plena capacidad de decisión; ninguna autoridad ha de haber por encima del pueblo; la liberación social debe ser obra de sus propios beneficiarios).
            En el siglo XIX, con esa denominación o sin ella, la autoemancipación se manifestó con rostros variados en los movimientos obreros y socialistas.

 Autoemancipación socialista  

            En el socialismo hubo sectores decididamente opuestos a la autoemancipación. Henri de Saint-Simon defendió una concepción bien distinta: «La tendencia política general de la inmensa mayoría de la sociedad es la de ser gobernada de la forma más barata posible; ser gobernada lo menos posible; ser gobernada por los hombres más capacitados y de una forma que asegure completamente la tranquilidad pública». De acuerdo con ello, preconizó «conceder a los industriales más importantes la dirección de la fortuna pública» (1823-4, p. 38). «Lo que nosotros deseamos o, mejor dicho, lo que quieren los progresos de la civilización es que la clase industrial se constituya en la primera de todas las clases; que las otras clases le estén subordinadas» (ídem, p. 52). «Los más importantes de entre los industriales se encargarán, gratuitamente, de dirigir la administración de la riqueza pública; ellos serán quienes hagan la ley y quienes determinen el rango de las otras clases; y darán a cada una de ellas una importancia proporcionada a los servicios que preste a la industria» (ídem, p. 53). Este gobierno de los industriales, huelga decirlo, queda muy lejos de cualquier noción de autoemancipación. La dirección de la actividad social queda en manos de una minoría de la sociedad a la que las mayorías deben conceder su apoyo.
            Louis Blanc, cuando en 1839 publicó La organización del trabajo, en donde hablaba de emancipar a los obreros, en lugar de llamarles a emanciparse ellos mismos, mereció reproches, como los de los editores de L’Atelier, de Lyon (Sewell, 1980, p. 324). «¡Esperan que les liberen! Es un sentimiento casi análogo al del esclavo que no tiene energía para romper sus cadenas y que espera con resignación que se las arranque una fuerza superior» (en Winock, 1992, p. 46). No obstante, otros sectores obreros se adhirieron a las ideas de Blanc.
            En el movimiento obrero de la primera parte del siglo XIX se habla de emancipación en un sentido simbólico (¿tomando quizá como referencia el fin de la servidumbre agraria?). El periódico L’Artisan, del último trimestre de 1830, alude a una emancipación de la que necesitan los obreros para salir de su servidumbre (Sewell, 1980, p. 278). En este caso, el contenido de la emancipación guarda relación con el trabajo, la principal fuente de riqueza, que, a diferencia de lo que sucedía con el mundo artesanal, escapa al control de los obreros. El trabajo es el problema central: la emancipación respecto al trabajo abre la puerta a una emancipación general. El dominio sobre el trabajo permite dominar a su vez  la vida humana.
            La asociación aparece como el medio para poner fin al aislamiento y emanciparse. Las tendencias autoemancipadoras francesas se mantienen en ese período alejadas de la política. Se concentran en proyectos económicos y sociales. Su núcleo es la asociación obrera que, en tanto que cooperativa de producción, habría de sustituir a la iniciativa privada.
            Según Sewell, esa idea de la sociedad entendida como una federación de sectores gobernados democráticamente, que poseían los medios de producción, dominó el movimiento socialista y el movimiento obrero francés hasta la I Guerra Mundial (proudhonismo, Comuna de París, anarcosindicalismo de la CGT, brousistas, guesdistas,  allemanistas, Bourses du Travail, Parti Ouvrier) (1980, p. 375).
            En Gran Bretaña, al comienzo del siglo XIX, se fue abriendo paso, al decir de G. Stedman Jones, una idea elemental y poco precisa de autoemancipación, idea que estuvo presente en el cartismo: «La Carta no significaba democracia liberal; significaba poder para decidir su propio destino. No siempre estuvo claro cómo se conseguiría eso» (1980, p. 56).
            En Marx, emanciparse fue equivalente al despliegue de las posibilidades contenidas en los seres humanos, que no podían desarrollarse en el marco coercitivo en el que el régimen salarial ocupaba un lugar de primer orden. Esta idea debe algo al Spinoza del Tractatus politicus y al Rousseau de Del contrato social, quien preconiza la liberación de la fuerzas propias del ser humano. La emancipación en Marx viene a ser la expansión multidireccional de las capacidades humanas. Desde 1843-44 la emancipación humana se identifica con la emancipación social, y ésta con el comunismo.
            El movimiento liberador, según Marx, atraviesa por dos fases: en el primero ocupa un lugar destacado un Estado que es ya poco Estado; en el segundo, el estadio comunista, cabe hablar propiamente de autoemancipación. Si en el “Saludo inaugural de la I Internacional” (1864), redactado por Marx, se sostiene que la emancipación ha de ser obra de los propios trabajadores, esa emancipación es equivalente a la conquista del poder político, que, en tanto que poder, es distinto de los trabajadores, por más que muchos de éstos participen de él y aunque cuente con su respaldo masivo.
            En el pensamiento libertario, la autoemancipación adquirió un sentido muy firme. Los trabajadores se emancipan de manera bastante directa, con pocas mediaciones, con escaso entramado institucional. Si las relaciones entre las ideas de autoemancipación y la política son, generalmente, bastante difíciles, el problema no queda resuelto sino más bien en- terrado en la perspectiva libertaria, mediante el procedimiento ilusorio de la supresión de las instituciones políticas.

 Ausencia y presencia de la autoemancipación

             En Occidente, a finales del siglo XIX, se heredó la idea de emancipación social, pero, como tantas otras concepciones del socialismo anterior, o bien poseía un carácter definido y entonces permanecía alojada en sectores minoritarios, o bien era una aspiración poco precisa, que alcanzaba a una parte más amplia de las clases trabajadoras, pero sin llegar a dejar su impronta en su vida práctica. Poco a poco, con todo, la mayoría de la izquierda fue tomando una senda relativamente moderada en la que el anhelo de una transformación radical fue perdiendo importancia. Al correr de los años, las ideas más ambiciosas de emancipación social se fueron desvaneciendo.
            Primero en Rusia, luego en China y en otros países, con el marxismo convertido en ideología de Estado, se alcanzaron algunas emancipaciones parciales, como la que representó la instrucción pública, pero la participación popular en esos procesos fue escasa.
            ¿Tuvo en algún momento la idea de autoemancipación un  arraigo importante entre las clases trabajadoras?
            Son grandes las dificultades para responder rigurosamente a este interrogante. ¿Cómo saber lo que pensaban realmente los obreros sobre su emancipación y, más aún, sobre la autoemancipación? Como recordó atinadamente Hobsbawm, sólo las minorías expresaban sus puntos de vista por escrito. «Cuando los trabajadores escribían públicamente sobre ellos mismos, en los panfletos y periódicos del movimiento obrero y en memorias y autobiografías relativamente frecuentes, hablaban a menudo con voces que no eran típicas, toda vez que pertenecían a la minoría anómala que escribía cosas para ser publicadas. Incluso cuando los hijos de los trabajadores empezaban a convertirse en escritores profesionales, a principios del siglo XX, siguieron siendo atípicos, no sólo por su origen social, sino también en relación con su medio familiar» (1984, pp. 217-8). «Muy poco sabían sobre sus vidas las personas ajenas a la clase obrera» (ídem, p, 218). Exceptuando momentos esporádicos, «el mundo de los militantes, ideólogos y líderes nacionales no era el mismo que el de la mayoría…» (ídem, 218).
            Pese a todo, y sin ignorar estas dificultades, podemos avanzar la siguiente hipótesis: la autoemancipación tuvo bastante importancia dentro de las clases trabajadoras, pero no en su versión más extrema, vinculada a formas de organización social ácratas, sino en otra más comedida y rea- lista. Esta última tiene una vertiente negativa (el rechazo del despotismo, de dioses, reyes y tribunos) y otra más positiva, que admite grados diversos: la voluntad de controlar su situación o, en sus expresiones más rebajadas, de influir en la política de cada país, lo que puede asimilarse a un principio democrático general.
            A esto se refería George Loveless, primero owenista y luego cartista, quien, al regresar a Inglaterra de su exilio australiano, afirmó: «Creo que nunca se hará nada para aliviar la miseria de las clases trabajadoras a menos que ellas mismas se encarguen de ello; con estas convicciones salí de Inglaterra y con estas convicciones he regresado» (George Rudé, 1980, p. 207).
            Cuando los sindicatos ingleses, hastiados de que sus afiliados regalaran sus votos al partido liberal, decidieron crear el partido laborista, se estaban situando en un enfoque de autoemancipación, si bien en una versión mínima.
            De ello se hizo eco Chamberlain al constatar, en 1906,  que había «un convencimiento, nacido por primera vez en las clases trabajadoras, de que su salvación social está en sus propias manos» (citado por Hobsbawm, 1984, p. 257).
            A la idea de autoemancipación aludió Leon Blum cuando dijo: «El proletariado no puede alcanzar la transformación revolucionaria del actual sistema de propiedad, ni de la equidad de un buen tirano de tipo renano, ni de la autoridad de un dictador de tipo totalitario, ni del resultado de una cruzada evangélica de tipo sansimoniano, ni del éxito de una conspiración de tipo blanquista, ni de la proliferación de cé- lulas comunitarias de tipo fourierista en el interior de la sociedad capitalista, sino únicamente de su propio es- fuerzo…» (en Jacques Viard, 1982, p. 25).
            En el mundo occidental moderno observamos un doble movimiento. De un  lado, la aspiración a influir en las decisiones políticas, contraria a las prácticas dictatoriales y a la exclusión. Pero esa exigencia ha convivido, de otro lado, con una acusada delegación en el seno de sistemas mediadores complejos.
            En la modernidad política coexisten ambos aspectos, aparentemente sin grandes dificultades.

 Desde la perspectiva actual

             ¿Tiene sentido poner en cuestión en el presente lo que a lo largo de tanto tiempo ha terminado por constituirse en práctica común?
            Con esta preocupación, mi buen amigo Roland Lew viene destacando desde hace años la importancia de esta cuestión, desaparecida hace mucho de los debates de la izquierda (hasta el vocablo autoemancipación ha caído en desuso).
            A mi parecer, la idea de autoemancipación, o, mejor, la problemática de la autoemancipación, puede resultar fecunda, a condición de despojarla de sus debilidades decimonónicas. La autoemancipación, tal como se manifiesta en los movimientos socialistas del siglo XIX, suscita algunos problemas a los que voy a hacer referencia sucintamente.
            Hay que constatar, en primer término, que nos movemos en un territorio oscuro. La palabra nunca se empleó mucho, y el concepto o los conceptos a los que parece querer de- signar tampoco quedaron establecidos con claridad.
        En todo caso, la palabra autoemancipación está lastrada por un peso semántico excesivo: se inclina peligrosamente hacia lo absoluto, lo que dificulta su acercamiento a los procesos de transformación y a los modos de gobernar conocidos en el mundo moderno, en los que reina la ambivalencia y la complejidad, en los que se entremezclan los movimientos desde abajo y por arriba, los impulsos masivos y las iniciativas elitistas, las demandas sociales colectivas y las mediaciones políticas, la participación directa y la delegación. Si el concepto de autoemancipación puede poseer algún valor, es descendiendo del cielo de lo absoluto a la realidad mundana en la que las cosas existen por grados. Si la autoemancipación puede llegar a vivir es coexistiendo con hechos y fenómenos de otros linajes, no afirmando o negando completamente una existencia pura.
            Entiendo que es aconsejable alejarse de esa idea de autoemancipación con carácter absoluto que emerge en  el siglo XIX. Y si se hace esto y se considera el problema por grados, y si se pone en relación la autoemancipación con los medios para su realización, entonces nos encontramos de lleno en el terreno de la iniciativa popular, política y social, de la participación en los asuntos públicos y del control de las instancias políticas.
            La experiencia histórica no nos ofrece ejemplos de autoemancipación pura, plena y directa. Nos recomienda eludir la trampa de las dicotomías duras. Nos ofrece casos en los que se combinan los rasgos de autoemancipación directa y de emancipación delegada o mediatizada por partidos y gobiernos. Lo auto y lo no auto se mezclan adoptando formas variadas y complicadas. Lo auto desemboca en lo no auto o se manifiesta o incluso triunfa por vías indirectas. Si lo auto existe es a través de formas no auto y mezcladas con fenómenos que no son nada auto.
            Es conveniente reflexionar en términos no de un o un no enteros, no de todo o nada, sino de niveles diversos de intervención, de iniciativa, de control popular.
            El pueblo moderno es una novedad en la historia de la humanidad. Quiere obrar sobre su existencia, y puede hacerlo desde el momento en que se constituye como una fuerza nacional en el interior de las naciones modernas. Posee la capacidad de influir. Pero, y este es el problema, ¿en qué medida quiere comprometerse prácticamente en la gestión pública y en qué grado acepta buenamente que se actúe en su nombre? ¿Se puede hablar de aspiraciones de participación insatisfechas en los órdenes social y político? ¿Existen disposiciones participativas más intensas? ¿Hasta qué punto? A esta cuestión se consagra el siguiente capítulo.
            Diré, para concluir, que  la idea de  autoemancipación cobra sentido como valor y como criterio relativo, de carácter general, sinónimo de autonomía social y antónimo de heteronomía. De este valor y de este criterio no pueden seguirse directamente formas políticas concretas, lo que no impide que sean provechosos para inspirar las prácticas de lucha y resistencia y para enjuiciar los regímenes políticos y las prácticas democráticas (un punto de vista a partir del cual es posible formar juicios de valor: ¿en qué medida las leyes, las instituciones, las prácticas establecidas contribuyen a re- forzar o a limitar la participación popular?).
            Asimismo, la idea de autoemancipación, como valor y como criterio, puede ser operativa a la hora de concebir el papel de las mayorías sociales, frente a las inclinaciones elitistas de las oligarquías políticas de todos los colores.

 Textos citados

 Eric J. HOBSBAWM, El mundo del trabajo. Estudios históricos sobre la formación y evolución de la clase obrera, 1984, Barcelona: Crítica, 1987.George RUDÉ, Revuelta popular y conciencia de clase, 1980, Barcelona: Crítica, 1981.
Henri de SAINT-SIMON, Catecismo político de los industriales, 1823-4,  Barcelona: Folio, 1999.
William H. SEWELL, Jr., Trabajo y revolución en Francia. El lenguaje del movimiento obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848, 1980, Madrid: Taurus, 1992.
Gareth STEDMAN JONES, Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa (1832-1892), 1983, Madrid: Siglo XXI, 1989.
Jacques VIARD, Pierre Leroux et les socialistes européens, Le Paradou: Actes Sud, 1982.
Michel WINOCK, Le socialisme en France et en Europe. XIXème-XXème siècle, París: Seuil, 1992.