Eugenio del Río

El mundo de George Bush
(Página Abierta, nº 136, abril de 2003)

No es infrecuente ver cómo se interpreta la política exterior de un Gobierno, en este caso el norteamericano, como la expresión adecuada de los intereses de un país o de las clases preponderantes en un país. En pocas palabras: la política que más conviene a un país es la que aplica su Gobierno, o, dicho de otra forma, el Gobierno de Bush hace lo que hace porque es eso, exactamente eso, lo que conviene al imperialismo norteamericano.
A esa forma de interpretar las cosas se suele añadir con frecuencia una visión del futuro que viene a ser la simple continuidad del presente, sin cambios sustanciales. Se presenta más o menos así: a partir de ahora la política exterior norteamericana será... y se enuncian aquí los rasgos atribuidos a la política actual. Según eso, lo que nos espera en los años que vienen es lo mismo que hoy conocemos.
Pienso que es deseable estudiar los intereses de una gran potencia allí donde se forman, los intereses de las grandes empresas, de la banca, las posibilidades de expansión del comercio exterior y de las inversiones internacionales, el abastecimiento en materias primas, el reforzamiento de la posición geoestratégica, etc. A partir de ahí cabe esbozar un cuadro de problemas y de hipotéticas soluciones. Y, sobre esa base, se puede emitir una opinión sobre el grado de coincidencia y de divergencia de la política exterior con esos intereses.
A mi modo de ver, la política exterior de Bush, dentro de la cual hay que insertar la operación de Afganistán y todo el proceso que ha llevado a la agresión contra Irak, no yerra especialmente en la definición de los intereses norteamericanos pero se equivoca en los medios puestos en juego para servir a esos intereses.
Cualquier Gobierno norteamericano estaba abocado a abordar unos problemas de importancia: la inestabilidad de la zona en la que se encuentran dos tercios de las reservas de petróleo del mundo; la necesidad de afirmar la presencia y la influencia en Asia, en un horizonte en el que se va a reforzar China como gran potencia; la voluntad de contener la potencia europea y los progresos de su moneda, en pugna con el dólar; la consolidación de la autoridad y de la capacidad de disuasión de los EE.UU. en el mundo; la definición del orden mundial posterior a la guerra fría… Todos los posibles gobiernos norteamericanos coincidirían en la percepción de estos problemas; todos entenderían que están necesitados de un tratamiento urgente. Las diferencias vienen a la hora de concretar las políticas para afrontarlos.
Bush y sus colaboradores, pertenecientes al sector ultraconservador del Partido Republicano, inspirado por el siniestro Richard Perle, que en el período de Clinton preconizaba ya el derrocamiento de Saddam Hussein, en el marco de un intervencionismo norteamericano activo, han aportado un estilo peculiar al tratamiento de esos problemas. En ese estilo destaca la inflexibilidad; una tosquedad exagerada; una extrema falta de sutileza; una exaltación mesiánica; la prioridad concedida a una política de fuerza en perjuicio del derecho; una concepción de la diplomacia en la que los aliados son tratados como dominados… No hace falta decir que el 11 de septiembre propició el desarrollo de los aspectos más extremos de este estilo.
¿Es ése el estilo más apropiado para defender los intereses norteamericanos? A mi entender, no lo es, y me atrevo a avanzar la hipótesis de que será necesario corregirlo en los años próximos. El estilo Bush va a permitir reforzar algunas posiciones de los EE.UU. en el mundo pero pagando un precio demasiado alto y engendrando algunos problemas que gravitarán en su contra en el futuro.
Bush y su equipo subestiman a las sociedades como fuerzas autónomas; no tienen debidamente en consideración la importancia de las culturas y de las diferencias culturales; los asuntos emocionales pertenecen para ellos a una lejana galaxia; ignoran a la opinión pública extranjera; no acaban de percibir la importancia del crecimiento de una conciencia internacional, espoleada por la abundante circulación de informaciones, que ve cada vez más lo lejano como cercano. A la inversa, sobreestiman el poder del poder político; lo entienden, además, como una fuerza que puede permitirse despreciar la búsqueda de acuerdos. Reducen las relaciones sociales, internacionales, culturales a relaciones de fuerza. Conciben el mundo como un campo de batalla en el que sólo cuenta la fuerza pura, un territorio sin ley y sin límites.
El problema reside en que buena parte del mundo no está en la disposición adecuada para adaptarse mansamente a ese estilo. Las sociedades más modernas, más cultas, más informadas y autónomas muestran su disconformidad. Europa occidental no acepta buenamente las maneras de Bush. Pero, éstas tampoco encuentran un terreno favorable en América Latina, en el Oriente Medio, en Asia. El mundo real difiere del mundo de Bush.
Se han señalado reiteradamente los efectos inciertos de la aventura irakí: se puede esperar que aún en el supuesto de que alcance sus objetivos militares, políticos y económicos, va a levantar hostilidades múltiples en el mundo árabe e islámico; las turbulencias que seguirán a la guerra pueden ocasionar nuevos procesos de desestabilización difíciles de controlar; los regímenes árabes e islámicos más enfeudados a los Estados Unidos van a hallar crecientes dificultades; la brutalidad norteamericana, su desafío a la legalidad internacional, ha golpeado seriamente a la ONU sin que esté previsto siquiera ningún recambio en el orden institucional, legal, procedimental (más bien parecen querer relegarla a una labor pacificadora y humanitaria, lejos de las cuestiones de seguridad); el arrogante unilateralismo estadounidense ha debilitado las alianzas interatlánticas en un grado que nunca habíamos conocido; la prepotencia de los gobernantes norteamericanos ha logrado dar un impulso, a pesar de las divisiones, a una presencia europea diferenciada; sus torpezas le han acarreado una derrota diplomática cuyas consecuencias son difíciles de prever; la posición moral de los Estados Unidos ha sufrido un acusado deterioro; las grandes manifestaciones de protesta en los cinco continentes por la agresión contra Irak así lo muestran. Sean cuales sean los beneficios que obtengan a corto plazo, ¿durante cuanto tiempo se pueden permitir los Estados Unidos actuar de esta forma suscitando tan amplia oposición?
No me sorprendería que la actual Administración o quienes vengan detrás hayan de introducir algunos cambios en beneficio de una política que, sin dejar de ser imperialista en sus propósitos, se muestre más acorde con el mundo real del siglo XXI.