Fátima Mernissi Feminismo y árabes

Fátima Mernissi

Feminismo y árabes
29 de enero de 2005

Los intereses encubiertos que los líderes religiosos conservadores árabes esconden tras la visión de la mujer árabe son fáciles de entender. La afirmación misma contiene el supuesto ideológico clave, imprescindible para la supervivencia del Islam patriarcal.

Desde sus inicios, éste se ha sentido amenazado por las hembras árabes rebeldes. A mí me recitaban piadosamente pasajes del prestigioso repertorio de hadith de Bukhari, en los que las mujeres se comparan con el caos social y Shaytán, cada vez que daba muestras de tomar alguna iniciativa inconformista, inclusive cuando tenía seis años. En el Corán aparecen dos conceptos que están relacionados con los impulsos subversivos y con los poderes destructivos de las mujeres: nushuz y qaid. Ambos se refieren a las mujeres, en tanto que miembros de la umma o comunidad musulmana,  como poco cooperadoras y fiables. Nushuz alude específicamente a las tendencias rebeldes de la esposa con respecto al marido en un ámbito en el que la obediencia femenina es vital: la sexualidad. En el Corán es nushuz la decisión de la esposa de no satisfacer el deseo del marido de tener relaciones sexuales. Quaid es la palabra clave de la Sura de José, en la cual el apuesto profeta es perseguido por una esposa adúltera persistente y poco escrupulosa.

Como podemos comprobar, la tendencia subversiva de las mujeres ya fue reconocida por el Corán en el siglo VII, pero los líderes árabes actuales se sorprenden y despotrican contra las ideas destructivas importadas de Occidente cuando albergan sospechas de que las mujeres árabes pudieran sublevarse. La actitud de estos hombres es comprensible: si reconocieran que la resistencia de las mujeres es un fenómeno autóctono del Islam, tendrían que reconocer que la agresión contra su sistema no sólo viene de Washington o París, sino también de las mujeres a las que abrazan cada noche, y ¿quién quiere vivir con este pensamiento?

Igual que los textos sagrados de las otras dos grandes religiones monoteístas -el judaísmo y el cristianismo-, que el Islam reivindica como su fuente y referencia, el Corán contiene los arquetipos de las relaciones jerárquicas y de la desigualdad entre hombres y mujeres. Estos modelos se han reafirmado a lo largo de catorce siglos, gracias a diversas circunstancias, como por ejemplo el poder político y económico de la edad de oro del triunfo musulmán, cuando surgió el concepto de las dshawari, las exquisitas esclavas del placer, con mucho talento y cultas. Son el arquetipo prefabricado con el que se ven confrontadas las mujeres árabes y musulmanas. Las dshawari, que solían ser regaladas, como soborno o como recompensa, a los hombres influyentes, eran la versión laica de la hurí, que el Corán describe como criatura femenina, eternamente virgen, cariñosa y bella, que se ofrece como recompensa a los creyentes devotos al llegar al paraíso. A los devotos de sexo masculino, por supuesto. Estos modelos sagrados y laicos de la mujer han tenido una incidencia enorme en la creación y el mantenimiento de los papeles sexuales de la civilización musulmana. Por lo tanto, ¿por qué las mujeres no deberían rebelarse?

Después de todo, aunque muchos hombres árabes y casi todos los turistas tienen una imagen romántica de la mujer árabe, su vida real no se parece en nada a Las mil y una noches. La mayoría de las mujeres marroquíes realizan una gran cantidad de trabajos fundamentales, a menudo no reconocidos, como tejer alfombras, montar collares, trenzar cuero y coser, además de trabajar en la agricultura, en la masiva administración burocrática, en la industria ligera y por supuesto en el sector de servicios, además de limpiar, cocinar y cuidar de los niños.

Sin lugar a dudas la colonización devaluó el trabajo de las mujeres todavía más que los sistemas patriarcales autóctonos: por un lado, por la pérdida de prestigio del trabajo manual en general con la llegada de los conocimientos técnicos y en especial por la desconsideración del trabajo doméstico dentro del mundo capitalista, que no lo ve como un trabajo productivo y ni siquiera lo incluye en los balances económicos nacionales.
La creación de naciones independientes ha sido un factor importante a la hora de elevar las expectativas de las mujeres, a pesar de traicionarlas muchas veces y con trágicas consecuencias, como ha sucedido en Argelia. La mujer actual de África del Norte sueña con obtener un empleo fijo en alguna institución estatal, un salario y una seguridad social que cubra la asistencia médica y la jubilación. Las mujeres ya no miran al hombre para su sustento, sino al Estado. Aunque quizás tampoco sea lo ideal, por lo menos es un paso para mejorar, una liberación de la tradición. Además, gracias a ello, las mujeres marroquíes participan activamente en el proceso de urbanización. Abandonan las áreas rurales en una proporción comparable a la migración masculina, en busca de una vida mejor en las ciudades árabes, así como en las europeas. La proporción de mujeres que trabajan fuera del país es del 40%, según un reciente estudio laboral.

Asimismo, en algunas profesiones la proporción de mujeres empieza a ser notable si se tiene en cuenta que hasta la Segunda Guerra Mundial las mujeres marroquíes vivían recluidas en sus casas sin poder ir a la escuela ni competir por un título o un empleo, ni en el sector público ni en el privado. Su contribución a la agricultura, a la artesanía y al sector de servicios se desarrollaba en los espacios tradicionales y se podía ignorar como tal por su carácter doméstico. Las mujeres contribuían como esposas, madres, hijas, tías... pero no simplemente como mujeres, como seres humanos independientes.

En los años cuarenta y cincuenta las mujeres marroquíes todavía consideraban que el trabajo doméstico era su destino, pero actualmente las mujeres jóvenes quieren tener educación y empleo. Esto todavía es muy difícil de conseguir. En la administración y en la industria las mujeres solamente pueden aspirar al empleo si tienen dos años de educación secundaria o más, y aun así sólo después de cualificarse como secretarias. En 1982, de los alumnos de escuela primaria, solamente el 37,4% eran mujeres; de los de escuela secundaria, el 38,1 % y de los estudiantes universitarios, solamente el 26,3%.

En las elecciones que se celebraron en 1977, tres millones de mujeres fueron a las urnas. De 906 candidatos al parlamento, ocho fueron mujeres y ninguna de ellas fue elegida. Nuestro parlamento actual se compone exclusivamente de hombres. Sin embargo, ya casi la mitad del electorado son mujeres. Y esto es lo que cuenta para los partidos políticos, que compiten para manipular y ganarse los votos femeninos. En estas semanas de campaña electoral las mujeres marroquíes tenemos la sensación de vivir en otro planeta, en el cual los políticos, generalmente indiferentes a las necesidades de las mujeres, intentan encontrar un lenguaje que ellas entiendan y hasta se dirigen a ellas. Claro que para encontrar el lenguaje adecuado deberían hacer milagros, pues tendrían que renunciar a sus prejuicios ancestrales. Tendrían que superar sus ideas estereotipadas de lo femenino-pasivo y abrir los ojos a la realidad de las mujeres marroquíes, cuyas principales preocupaciones -por mucho que les cueste creerlo- no son los cosméticos, el velo o la danza del vientre, sino la igualdad de oportunidades en la educación, en el trabajo, en la defensa de sus intereses, etc.

Por todo esto, que algunas feministas occidentales vean a las mujeres árabes como esclavas serviles y obedientes, incapaces de tomar conciencia o de desarrollar ideas revolucionarlas propias, sin seguir al dictado de las mujeres más liberadas del mundo (de Nueva York, París y Londres), a primera vista parece más difícil de entender que una postura similar en los patriarcas árabes.

Pero si una se pregunta muy seriamente, como yo lo he hecho muchas veces, por qué una feminista americana o francesa cree que yo no estoy tan preparada como ella para reconocer los esquemas de degradación patriarcal, se percata de que se encuentra en una posición de poder: ella es la líder y yo la seguidora. Ella, que quiere cambiar el sistema para que la situación de la mujer sea más igualitaria, a pesar de ello (muy en el fondo de su legado ideológico subliminal), retiene el instinto distorsionador, racista e imperialista de los hombres occidentales. Incluso ante una mujer árabe con cualificaciones, conocimientos y experiencias similares a las suyas, reproduce inconscientemente los esquemas coloniales de supremacía.

Cuando me encuentro con una feminista occidental que cree que le tengo que estar agradecida por mi propia evolución en el feminismo, no me preocupa tanto el futuro de la solidaridad internacional de las mujeres como la capacidad del feminismo occidental de crear movimientos sociales populares para lograr un cambio estructural en las capitales mundiales de su propio imperio industrial. Una mujer que se considera feminista, en vez de vanagloriarse de su superioridad con respecto a las mujeres de otras culturas y por haber tomado conciencia de su situación, debería preguntarse si es capaz de compartir esto con las mujeres de otras clases sociales de su cultura.