Fernando Fernández-Llebrez

Libertad y seguridad en las sociedades democráticas:
violencia legitima versus ética

0.- INTRODUCCIÓN:

ACOTACIONES PREVIAS
La relación entre libertad y seguridad es una problemática con múltiples ramificaciones. Esta variedad afecta a aspectos como el tipo de vinculación que se da entre ellas, los diferentes asuntos que abarca, así como la perspectiva desde la que se aborde.
Por ello parece oportuno realizar algunas aclaraciones conceptuales que nos ayuden a centrar, en concreto, la temática que vamos a tratar. En este sentido, señalaré, brevemente, tres consideraciones previas que enmarcan y acotan el contenido de estas páginas.
La primera hace mención a su complejidad. Es conocida la famosa expresión de Nicolás Maquiavelo cuando señalaba que, para los hombres -hoy diríamos para las personas-, “la seguridad es imposible si no va unida al poder” (MAQUIAVELO, 1996)
1 . Esto vinculaba a la política con la seguridad y, a su vez, con la libertad ya que, para Maquiavelo, la res-pública quedaba conectada con la libertad positiva2
La relación entre libertad y seguridad también quedó recogida en la concepción del liberal John Locke para el cual el surgimiento del Estado moderno estaba motivado, precisamente, por la garantía de la libertad y de la seguridad (LOCKE, 1991)
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Esta somera introducción histórica nos muestra: i) que desde hace mucho tiempo se establece alguna relación entre libertad y seguridad y ii) que ésta no siempre se ha definido en términos de juego de suma cero en donde lo que una gana lo pierde la otra. Es cierto que hay este tipo de relación, que podemos denominar conflictiva, pero también que actúan como conceptos que se necesitan. Por tanto, lo primero que deberíamos de tener en cuenta, a la hora de abordar esta temática, es su carácter complejo, dándose una relación, a la vez, de conflicto y complementariedad
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La segunda consideración tiene que ver con el objeto a tratar. Establecer algún tipo de relación entre libertad y seguridad supone darle a cada una un contenido específico. En nuestro caso, hablaré de la seguridad en el ámbito público y de la libertad como libertad política y civil. Partiendo de ahí reflexionaré, principalmente aunque no sólo, de la seguridad y la libertad en relación al monopolio legítimo de la violencia (coacción física) por parte del Estado moderno (WEBER, 1984) y su vinculación con la teoría democrática moderna.
La tercera nos remite a la perspectiva teórica desde la que nos vamos aproximar. Tirando del hilo de la teoría política, se tomará como eje de reflexión la relación, muchas veces controvertida, entre política y ética en el pensamiento democrático moderno.
Tras estas consideraciones previas ya nos podemos adentrar en el núcleo central de este trabajo.

1.- POLÍTICA Y ETICA EN LA MODERNIDAD

Es sabido que la modernidad, y también las sociedades contemporáneas, ya las denominemos posmodernas o, siguiendo a Sheldon S. Wolin, ultramodernas (WOLIN, 1996 a: 168), son un proceso complejo que, entre otras cuestiones, se define por una pretendida (y muchas veces conseguida) separación de esferas. La modernidad se caracteriza por separar la política, la religión, la ética, la economía y lo social como esferas autónomas.
Este proceso histórico no ha supuesto un quehacer unidimensional ni unidireccional, sino que tiene sus avances y retrocesos: sus tensiones. Aún así, y dentro de esta prolija situación, la política moderna se va separando y configurando como esfera autónoma, dibujando un terreno propio de actuación y conceptualización
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Lo valioso o no valioso en la política moderna no se identifica con lo bueno o lo malo desde el punto de vista ético. En la política moderna lo que tiene valor son aquellos actos que resultan “eficaces para aumentar la propia influencia o el propio poder, para disminuir los del contrario y, llegado el caso, para vencerle” (RIO, 1992, 35).
Esta separación de esferas hace que, en política, los juicios de valor y de hecho sean de carácter diferente a los de la ética (RIO, 1992). Esto no significa que la política sea inmoral en sí misma, es decir, que haya necesariamente un conflicto con los criterios de enjuiciamiento ético. Pero tampoco implica que haya una coincidencia con ellos. Más bien van por caminos separados que pueden o no coincidir. La política moderna es, así vista, una esfera “amoral” (WEBER, 1992: 150 y ss)
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En cuanto a la ética, decir que hay muchas concepciones sobre ella y bastante enfrentadas entre sí. Hay éticas de carácter deontológico y las hay teleológicas; hay éticas emotivistas y también racionalistas; las hay individualistas y colectivistas. Como es evidente, su pluralidad es considerable (MACINTYRE, 1991).
Si tomamos aquellas corrientes de la ética que remiten a elementos sustantivos, dejando de lado las que apelan a cuestiones sólo de procedimiento, podemos entender a la ética como una esfera de reflexión y actuación propia, que tiene como propósito la discusión sobre lo bueno o lo malo para las personas y en donde hay una relación entre los medios y los fines. A partir de ahí habrá toda una amalgama de concepciones y variaciones y toda una serie de valores diferentes que caractericen a cada una de ellas.
Tomaré esta referencia ética por dos motivos. Porque es precisamente la que entra en colisión con la política (ubicándose otras consideraciones, muchas veces, dentro de la propia política); y porque, en su uso más cotidiano, cuando se habla de ética, nos remitimos a lo qué está bien o mal y a si los fines justifican los medios o no.
Hasta el momento podemos hacer una primera constatación histórica: la política moderna es una cosa y la ética sustantiva otra. Son dos lógicas, dos esferas, que unas veces se vinculan y otras se distancian, pero desde planteamientos normativos diferenciados
7. De ahí que en la modernidad, el Estado, su institución política por antonomasia, se rija por unas fuentes cuyo valor no es el de conformar una comunidad de valores morales8, sino el de “imponer la unidad burocrática al país correspondiente conciliando los intereses más diversos” (ALVAREZ, 2002, 2).

2.- ESTADO MODERNO Y VIOLENCIA LEGÍTIMA

Partiendo de aquí se establece la relación entre Estado moderno y violencia legítima (WEBER, 1984)
9. Debido a que las sociedades no son armoniosas y que en ellas rigen conflictos e intereses dispares que pueden acabar en violencia, se requiere que nos dotemos de una institución que tenga el reconocimiento y la capacidad para controlar, centralizar y abordar la posible violencia existente. Es cierto que la relación entre Estado y violencia ha tenido varias formas de desplegarse a lo largo de la historia y los continentes10, pero lo que hace, en un sentido que no en todo, constitutivo a los Estados modernos es que son ellos los que, para garantizar la paz entre los y las ciudadanas, monopolizan los medios legítimos para ejercer la violencia. Este es un acuerdo básico que conforma al conjunto de los Estados modernos. Así, se le transfiere ese poder a una sola institución para que la regule jurídicamente y para que, dentro de su propia legalidad, controle la violencia existente.
Hasta aquí la relación constitutiva entre Estado moderno y violencia legítima. Pero quedarnos ahí es decir poco porque, como muy bien señala Wolin (WOLIN, 1989) y el propio Weber reconoce en su conocido texto Economía y sociedad, la legitimidad del Estado moderno es múltiple, de ahí que se hable de legitimidades, en plural (WEBER, 1984).
Por lo que acabamos de ver, la relación entre violencia legítima y Estado se da entre ambos conceptos, pero no entre nada más. Esto significa que se pueda hablar, por ejemplo, de violencia legítima en Estados no democráticos, puesto que es una violencia desplegada dentro de su legalidad, aunque ésta no sea democrática.
Por tanto, las garantías que se establecen entre seguridad, legitimidad, violencia y Estado son bastante reducidas ya que se juntan y equiparan tanto la legitimidad democrática como la no democrática. Y como muy bien sabemos, éstas no son equiparables ni en el terreno normativo, ni tampoco en los juicios de hecho. No es igual hablar de la violencia legítima en Estados democráticos que hacerlo en Estados autoritarios y totalitarios. De ahí que para afinar mejor debamos dar un paso más y establecer las relaciones entre Estado moderno, violencia legítima y democracia.

3.- VIOLENCIA Y DEMOCRACIAS

Cuando nos adentramos en este punto es preciso reconocer que la cosa se complejiza más, entre otras razones, debido al carácter polisémico de la palabra democracia. Esto ocurre si miramos su dimensión histórica (la de larga duración), pero también si tomamos una perspectiva más cercana: la que se da desde principios del siglo XX, que es la que nos interesa para este menester.
La mejor forma de abordar esta tesitura es analizándola desde las tradiciones políticas que desarrollan los diferentes planteamientos sobre la democracia. Para analizar sus diferencias, lo más adecuado es hacerlo partiendo de la siguiente cuestión: en la relación Estado/democracia ¿quién le habla a quién?
Tomando este punto de referencia se pueden señalar, cuanto menos, dos tradiciones políticas de discurso (WOLIN, 1974: 31). Por un lado, está la heredera del planteamiento weberiano según la cual es el Estado quién le habla a la democracia, quedando ésta sujeta a la lógica del Estado moderno y no al revés. Para nuestro propósito la vamos a denominar como tradición estatista. Por otro, se encuentra la que, partiendo de autores como John Dewey, señala lo contrario. Es decir, que es la democracia la que le habla al Estado, quedando éste sujeto a aquella. A esta tradición la vamos a denominar, a lo largo de todo el artículo, como tradición civil. Partiendo de esta disyuntiva se van a ir desplegando toda una serie de razonamientos que establecerán una diferente visión a la hora de ver la relación entre violencia legítima y democracia.
No sería inadecuado señalar que, desde principios del siglo XX, la democracia moderna se ha caracterizado más por su resultante organizativa, formal y procedimental que por otros asuntos y, que ello, ha supuesto todo un proceso de institucionalización nada baladí que no se puede ni debe despreciar. Es verdad que autores que se encuentran a la cabeza de la Ciencia Política han desplegado toda una serie de consideraciones legales y procedimentales que, a la vez que fortalecía la democracia instituida, la ha ido alejando de su relación con otras esferas correctoras, como por ejemplo la ética. En cualquier caso, la relación de la política con otras esferas no se ha roto completamente, de ahí que tenga razón J. Dunn cuando señalaba que “la democracia representativa ha demostrado con cierta insistencia que era muy capaz de combinar la viabilidad práctica de un sistema relativamente coherente de autoridad política (un Estado moderno) con los atractivos más insinuantes de la idea de autogobierno popular” (DUNN, 1995: 302).
Entre los elementos que conforman esa experiencia democrática se encuentran las dos tradiciones políticas de las que vamos a hablar. Tanto la tradición estatista como la civil han cohabitado y siguen cohabitando en nuestras sociedades democráticas. Unas veces una tendrá más peso y otras será al revés. Este movimiento pendular es una constante dentro de la democracia moderna y en él nos movemos aún. De ahí que, por lo menos todavía (no sabemos en un futuro), no nos encontremos -en el seno de las democracias contemporáneas-, ante la dicotomía régimen democrático versus régimen autoritario. Más bien nos seguimos moviendo, que no es poco, en las habituales tensiones entre planteamientos autoritarios y democráticos que se dan dentro de los sistemas democráticos contemporáneos. No hay pruebas suficientes como para afirmar que la tradición estatista quiera tirar por la borda el conjunto de las libertades democráticas
11. Lo que sí se puede afirmar es que vivimos “buenos tiempos” para la tradición estatista, siendo su peso y protagonismo mucho mayor que la civil, lo que se ha acentuado más desde el 11 de septiembre.
El que se dé esta “cohabitación tensa” se debe, entre otros motivos, a que ambas compartan una serie de aspectos. Las dos van a tener, como punto de referencia, la democracia moderna y, más aún, la que se desarrolla desde principios del siglo pasado, remitiendo a una serie de ideales, aunque estos sean vagos y etéreos. También van a compartir que la democracia es, cuanto menos, una forma de organizar el poder político, en donde éste adquiere la forma de un Estado democrático de derecho en el que la legalidad democrática actúa como un referente definitorio difícil de eludir. Por último, estarán de acuerdo en que, por lo menos en teoría, en democracia el “fin no justifica los medios”. Todos estos puntos, y algunos otros, forman parte del acervo común que comparten ambas tradiciones. Este mínimo común denominador debería de ser suficiente para abordar una cuestión tan delicada, como importante, como es la violencia legítima, pero resulta que si miramos la realidad no va a ser así.
Por su importancia para el tema que estamos tratando, es preciso detenernos un poco más en cada una de estas tradiciones porque será, así, como comprobaremos los saltos argumentativos existentes dentro de cada una y entre ellas.

4.- LA “TRADICIÓN ESTATISTA”: EL ESTADO HABLA,
LA DEMOCRACIA ESCUCHA

Como he indicado, la tradición estatista ha sido y es la que tiene más peso específico en el quehacer político democrático contemporáneo. Su fuerza le viene fundamentalmente de su implantación como realidad de facto, lo que posibilita denominarla como democrática. Esto no significa que no tenga un bagaje e instrumental teórico, que lo tiene y tan fuerte como antiguo, pero sí que su legitimación le viene más por la fuerza de los hechos que por sus presupuestos teóricos, como pretenderé demostrar.
Esta tradición de discurso ha producido una forma singular de definir la política, así como la relación entre los medios y los fines en una democracia. Serán estos dos aspectos los que tengan influencia directa en la concepción que tenga de la violencia y de su relación con la democracia. Vayamos a ellos.
En esta tradición subyace una cuestión muy significativa vinculada a su consideración sobre la política. Para ahondar en ella es preciso remitirnos a la concepción que hereda esta tradición de discurso. La tradición estatista se vincula con un planteamiento antiguo, pero recuperado a inicios del siglo XIX por el general Clausewitz, para el cual “la guerra es la mera continuación de la política por otros medios” (CLAUSEWITZ, 1984: 58).
Con esta expresión se pretende civilizar la política puesto que los medios a usar son diferentes a los de la guerra. Pero resulta que, del mismo modo que conlleva lo dicho, también significa aceptar que entre política y guerra sólo hay diferencia en los medios, por lo que en sustancia son lo mismo. Una consideración que nos obliga a decir que entre guerra y política hay un contagio de esencias tal que sus diferencias son, y solo pueden ser, de índole menor (ROIZ, 1992).
Esta continuidad entre guerra y política viene fundamentada por una consideración común a la hora de comprender qué es la política y la guerra. Lo que comparten ambos conceptos es la lógica amigo/enemigo en donde lo que “queda fuera” (el “otro”) se percibe como un hostis que hay que derrotar. Un hostis, a diferencia de un enemicus, es y sólo puede ser un enemigo de carácter público en donde el “contrario” se convierte en un ente sospechoso y culpable por el simple hecho de no formar parte de los amigos (ROIZ, 1992), lo que hace que la sospecha y el hostigamiento sean elementos definitorios de la política.
También conlleva una naturalización de la guerra así como de la política. Una naturalización de la guerra que imposibilita distinguir entre los medios de la violencia que se disponen y su uso, quedando la guerra como la respuesta natural ante la que sólo nos podemos plegar. Por eso, no es extraño que Weber, en su reflexión sobre la relación del Estado moderno y la violencia legítima, no estableciera distinción alguna entre los medios y los usos de la violencia (WEBER, 1984: 44)
12.
Esta lógica amigo/enemigo, aunque civilizada por medios legales, es la que termina definiendo a la política moderna. Como la democracia es, para esta tradición, fundamentalmente o casi en exclusividad, un asunto político, entonces aquella queda marcada por dicha lógica.
Como se puede deducir de lo señalado resulta que, para la tradición estatista, los medios a utilizar por una democracia deben de ser diferentes a los empleados en una guerra porque, de lo contrario, no habría diferencia entre ésta y la política. Pero, al mismo tiempo, ocurre que hoy, en nombre de la democracia, se habla de “guerra (internacional) contra el terrorismo”.
A primera vista, estas dos realidades expresan una contradicción evidente: ¿cómo se puede afirmar que lo que diferencia a la guerra y la política son sus medios y, a la vez, que la guerra es un medio legítimo para la defensa de la política democrática? Pero ¿realmente es tan contradictorio? Una primera mirada nos podría llevar a responder que sí con rotundidad. Pero si la analizamos más detenidamente, veremos que, aun habiendo cierta contradicción, ésta no es insostenible para la propia tradición estatista.
Es verdad que en cuanto al uso directo de la guerra esta contradicción no se da de forma constante en la política democrática. Incluso que, a veces, se expresa sólo para justificar la política exterior, aunque no siempre, teniendo también repercusiones en la “política interior”. Todo esto es cierto.
En este sentido, estaríamos abocados a decir que el tipo de contradicción ante la que nos encontramos es sólo de índole práctica. Pero si ahondamos un poco nos podemos encontrar con que, a lo mejor, hay algo más. Es decir, que los rasgos que definen a la tradición estatista son tales que es concebible la superación teórica de dicha contradicción, aunque sea con condicionantes. Por eso la pregunta que nos tenemos que hacer no es si hay contradicción entre lo que se pregona y se hace (que la hay), ni si supone un cambio en la naturaleza del régimen político (que no lo supone), sino más bien si esta contradicción cabe o no dentro de su tradición de discurso . Y resulta que sí cabe. Tanto es así que dicha contradicción no conlleva una quiebra de su propia tradición, sino más bien una readaptación.
Es, desde este punto de vista, donde destaca su consideración sobre los fines y, por extensión, los medios. Según este parecer los fines no contienen medios propios que los definan
13. Dicho con otras palabras: para la tradición estatista la relación entre medios y fines es externa (MACINTYRE, 1987). El único nexo que hay entre los medios y los fines es la legalidad existente, siendo suficiente, para su justificación, la apelación a dicho entramado jurídico. Esta relación externa limitará la legitimidad democrática a la legalidad vigente, pudiéndose usar medios ilícitos siempre y cuando éstos sean legales.
Es cierto que, para esta tradición, la legalidad debe partir de todo un sistema instituido en el que se den derechos como el sufragio universal, la representación política, etc. Para que el medio a desplegar sea lícito, no le vale cualquier legalidad, pero sí le es suficiente con que remita a la legalidad democrática instituida. Así, la legitimidad democrática se define por la legalidad democrática, es decir, por lo que Max Weber denominó como “dominación legal” (WEBER, 1984: 173 y ss.). No digo que esto no suponga un avance, que lo es. Precisamente es esta limitación democrático-legal la que hace que esta tradición se inserte dentro de la teoría democrática, lo que no es poco. Pero sí me parece insuficiente porque abrirá la posibilidad, no cotidiana pero sí real, de usar medios violentos como, por ejemplo, la guerra, aunque éste no será el único.
La manera que tiene la tradición estatista de aceptar esta posibilidad es considerando que la civilizada expresión “por otros medios” no tiene por qué implicar la renuncia a la guerra. Para que esto pueda ser, es preciso que dicha tradición asuma que no hay relación interna entre medios y fines. De lo contrario, la argumentación es insostenible. Pero al hacerlo nos surge otro problema: que ya no sabemos cuál es la diferencia entre política y guerra porque si ésta es un medio lícito y, si además, hay un contagio de esencias entre ambas, entonces ¿en qué se diferencian?.
Para solventar este dilema, la tradición estatista, se ve obligada a desarrollar la restringida definición de legitimidad democrática que hemos visto, quedando identificada con la legalidad democrática. De ahí que su referencia sea la “dominación legal” weberiana. Un tipo de legitimidad que no requiere de un límite ético externo para su justificación, siéndole suficiente la legalidad democrática
14.
Entonces, ¿cuál es, ahora, la diferencia entre guerra y política? No puede ser, porque nunca lo ha sido para esta tradición, una diferencia sustantiva. Tampoco lo es siempre en cuanto a los medios que despliegan. Unas veces sí (las que más), pero otras no. De este modo, la diferencia central entre guerra y política es de carácter funcional. Una funcionalidad que se define, y se limita, en relación al orden constitucional establecido (sometimiento poder civil, legislación vigente, etc.) así como
a su mantenimiento (MACINTYRE, 1994)15.
De esta manera, para esta tradición, la política democrática queda definida de la siguiente manera: como aquella actividad funcional desplegada bajo instituciones democráticas que, por estar sustentada en la naturalizada relación amigo/enemigo, no requiere de una relación interna entre los medios y los fines, quedando la legitimidad democrática limitada a su propia legalidad. Esto significa que, si se actúa dentro de la legalidad (democrática), el “fin puede terminar justificando los medios”, puesto que no hay otras medidas de control establecidas (WEBER, 1984).
Desde este punto de vista se podrían realizar afirmaciones como las siguientes: que si el GAL se hubiera hecho “bien” no sería ilegítimo; que, por ejemplo, es lícito hacer escuchas telefónicas o detenciones siempre y cuando haya sospechas; y, en un sentido diferente aunque muy relacionado, que la guerra es una forma lícita de luchar contra el terrorismo.
Pero al dar todos estos pasos nos encontramos con dos cuestiones nada baladíes. Por un lado, nos ha entrado por la puerta de atrás la idea “legal” de que el “fin justifica los medios” y, por otro, que incluso la guerra es un medio factible.
Puede ser, como de hecho ocurre, que no estemos, ni tengamos que estar, todos los días en guerra, pero lo que sí que tiene claro esta tradición política es que el “adversario” queda definido constantemente como un enemigo (hostis), lo que justifica quebrantar, no siempre pero sí cuando sea necesario, la relación entre medios y fines. Dicho de otra forma, que ni la cultura de la paz ni el propósito de que el “fin no justifica los medios” son elementos centrales para esta concepción política.
Esto supone aceptar que la relación entre seguridad y libertad es siempre de suma cero. Si quiero seguridad sólo la puedo obtener perdiendo libertad (y viceversa). Por eso se ve como inevitable que, en estas condiciones, se produzca una pérdida, no de todas las libertades, pero sí de aquellas que sean necesarias para alcanzar dicho fin. No asumir este coste lleva a la imposibilidad de defender la democracia. Si se la quiere defender, esto es lo único que podemos hacer. Lo contrario significa o ir contra ésta o actuar “pasivamente”. Y es así como emerge la dicotomía de estás conmigo o estás contra mí, volviendo a cobrar vida la lógica amigo/enemigo.
De este modo lo que empezó siendo un debate entre dos bienes (libertad y seguridad), se convirtió en uno entre un bien mayor (seguridad) y otro menor (libertad) para, finalmente, acabar siendo un debate entre un bien (guerra antiterrorista) y un mal (contra dicha guerra). Un tránsito donde la guerra se termina definiendo como un bien (necesario, pero un bien al fin y al cabo). Y todo ello en nombre de la democracia.
Así, la violencia legítima queda relaciona, sustancialmente, con la existencia formal de la legalidad democrática. Una vez dispuesta ésta, la violencia estatal se convierte en algo legítimo que combate, como no puede ser de otra manera, contra un hostis. Un planteamiento que deja en un segundo o tercer plano cuestiones como la diferencia entre lo civil y lo militar, la relación medios/fines, la distinción entre los medios disponibles y el uso que se hace de ellos, los límites éticos de la legitimidad democrática, una distinta consideración sobre qué y quién es un adversario en una democracia y otra serie de aspectos centrales para la convivencia democrática.
En definitiva, toda una consideración teórica que implica romper ese fino hilo que, como señalara Dunn, ha caracterizado a la democracia moderna: el que establece una relación, aunque sea externa, entre la ética y la política. Esto significa que la respuesta que da esta tradición a la pregunta de quién le habla a quién en la relación Estado/democracia sea la siguiente: que es el Estado moderno quién le habla a la democracia quedando ésta subordinada a éste.
Pero ¿es ésta la única forma de definir, y de defender, a la democracia moderna? , ¿cómo puede haber una democracia en donde el “fin termina justificando los medios”? Si asumimos, tal y como hace toda la teoría democrática moderna que eso no es posible, entonces estamos obligados a mirar hacia otro lado y buscar una definición mejor de la misma que, desde otra racionalidad práctica, desarrolle una consideración distinta de lo que es la violencia legítima en una sociedad democrática y de la relación que debe haber entre libertad y seguridad.

5.- LA “TRADICIÓN CIVIL”: LA DEMOCRACIA HABLA,
EL ESTADO ESCUCHA

Para ello, voy a hablar de otra tradición democrática, la que he denominado como tradición civil. Ésta se fragua en relación a la historia contada o narrada, pero también en las tensiones y anhelos que esas experiencias planteaban y plantean. La democracia moderna la voy a ver como un proceso de cambio social y político que se desarrolla en los diferentes conflictos que los actores protagonizan.
Dentro de este planteamiento voy a tomar como hilo conductor las experiencias y reflexiones de personalidades como Richard Overton, William Walwyn (ambos Niveladores), Samuel Adams (revolucionario demócrata de los EE.UU), Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill, John Dewey,... y otra serie de autores y autoras
16. Una tradición en donde una ética democrática (caracterizada por la relación interna entre medios y fines), una política (la del Estado democrático de derecho) y una articulación social (los conocidos “poderes intermedios”) se relacionan entre sí configurando una específica definición de la democracia moderna (LARA, 1992).
Como la política moderna tiene dificultades para incorporar, en su seno, a la ética, el control ético en democracia tiene que ser externo a la propia política (MACINTYRE, 1987). Por eso es la actuación de la sociedad civil la que cumplirá un papel crucial, aunque no exclusivo, a la hora de garantizar dicho control. De ahí que, para esta tradición democrática, sea insuficiente limitar el debate sobre la democracia a su ingeniería política o estatal. La democracia moderna, así vista, requiere para su desarrollo de una sociedad civil articulada y cultivada
17 democráticamente porque, de lo contrario, la democracia quedará mermada y con dificultades para llevar a cabo sus pertinentes controles. Tal y como señala Sheldon S. Wolin, uno de los representantes contemporáneos de esta tradición de discurso, la democracia es algo más que un Estado democrático (WOLIN, 1989: 149 y ss; WOLIN, 1996 b: 98).
Por todo ello, esta tradición democrática, es una forma de acercarse a la democracia representativa en la que la organización política (democrática) y social (democrática) resultante queda relacionada con la búsqueda de cierto ideal (democrático) de tal modo que la apelación a la legalidad democrática es necesaria, pero no suficiente, para definir la legitimidad democrática. Dicho en palabras del nivelador Walwyn: “sabéis que las leyes de esta nación son indignas de un pueblo libre” (WOOTTON, 1995, 91).
Así, para la tradición civil, el Estado democrático no sólo tiene un límite interno de carácter legal, sino también otro externo de carácter ético que termina por definir la legitimidad democrática. O dicho de otra forma, es una tradición en donde es la democracia la que le habla al Estado y no al revés.
¿Cuál es la relación entre esos ideales éticos y la organización política? En primer lugar, hay que decir que, en una democracia moderna, el vínculo sólo debe ser parcial, externo e indirecto, puesto que hablamos de dos esferas diferentes: la política y la ética (WALZER, 1993).
No pretendo afirmar que la entrada de la democracia en todo este debate conlleve una especie de continuum entre política y ética. Nada más lejos de mi intención, más bien al contrario. Entre otras cosas, un Estado democrático sigue siendo, como ya he dicho, una institución que pretende imponer una unidad burocrática a un país con intereses divergentes y no es el lugar donde se expresa la comunidad moral de un país, porque ni tal cosa existe ni está pensado para ello. Y querer convertir al Estado democrático en el lugar donde se expresa esa inexistente comunidad de valores suele traer más problemas que ventajas porque supone, precisamente, acercarlo hacia un camino totalizador muy peligroso. Es más, creo que sigue siendo un bien a defender, y que debería de caracterizar a las democracias modernas, la conocida aspiración democrática y liberal de que el Estado debe de ser neutral ante los diferentes conceptos de vida buena o valiosa y que, por ende, un Estado democrático debe garantizar dicho propósito.
Esto no significa que, hoy en día, los Estados democráticos sean plenamente neutrales. No sólo no lo son sino que, incluso, es complicado que de manera “fundacional” lo sean completamente. Esto es así porque en su propia génesis hay toda una serie de conexiones políticas, morales y culturales que dificultan dicha neutralidad (KYMLICKA, 1996). Pero esto no significa que no puedan avanzar en el camino hacia una mayor neutralidad y siempre desde la relación interna, ya señalada, entre medios y fines. En este sentido, y siendo coherentes con lo indicado anteriormente, un Estado democrático, además de cumplir los requisitos legales establecidos como el derecho al voto, la libertad de expresión, etc., será más democrático cuanto más agrande su neutralidad, cuanto más garantice su pluralidad. Y, por el contrario, la democracia disminuirá cuanto más achique o recorte su pluralidad, cuanto menos garantice su neutralidad ante los diferentes conceptos de vida valiosa
18.
También un Estado democrático sigue siendo un lugar donde se ejerce el monopolio legítimo de la violencia y donde la “armonía social” no es una realidad. Tal monopolio parece difícil de evitar, aunque sí es manifiestamente mejorable y, más allá de cómo se resuelva y se aborde, es preciso reconocer que dicha violencia legítima es en sí misma problemática. Y lo es por tres razones: i) porque la violencia es un mal moral; ii) porque la violencia que “gestiona” un Estado es de unas dimensiones y potencialidades muy grandes. Es lo que se conoce como violencia de “alta intensidad”; y iii) porque lo que ejerce el Estado es un monopolio, lo que refuerza, aún más, tanto su posible riesgo como su responsabilidad.
Partiendo de ahí, la legitimidad democrática se entiende como el resultado de la combinación de la legalidad democrática constituyente (marco jurídico fundacional regulado por la defensa de los derechos fundamentales y/o derechos humanos, entre los que están evidentemente el derecho al voto, el sufragio universal) y un plus externo, de carácter ético, que hace que su legalidad se defina de tal manera que debe haber una relación interna entre los medios utilizados y los fines a perseguir. Como señalara el norteamericano John Dewey, allá por 1937, “el principio fundamental de la democracia consiste en que los fines de la libertad y de la autonomía para todo individuo sólo pueden lograrse empleando medios concordantes con esos fines” (DEWEY, 1996, 174) . Así, un Estado democrático no puede, o no debe, usar medios ilegítimos para garantizar sus propósitos. Por tanto, cuando hablamos de democracia también estamos diciendo que debe haber una relación interna entre los medios y los fines dispuestos democráticamente.
Si en democracia “el fin no justifica los medios”, estamos obligados a buscar una racionalidad práctica que haga que tal propósito se lleve a cabo. Es verdad que la legitimidad de un Estado democrático tiene que desarrollarse dentro de la legalidad y que si no es así no hay legitimidad que le valga. Un Estado democrático, por su propia génesis, está obligado a aceptar el imperio de la ley. Pero, además, tiene otro límite: no puede tomar medidas (incluidas leyes) que vulneren la legitimidad democrática, es decir, en donde los medios no sean concordantes con los fines dispuestos. Precisamente porque en democracia el “fin no justifica los medios”, la legalidad no puede ir en contra de la legitimidad democrática porque si no, con tal de que fuera legal, valdría. Y si fuera así no habría relación, aunque sea externa, entre ética y política y volveríamos a abrir la posibilidad de que cualquier medio sea lícito.
Pero justamente porque no es así, es decir, porque sí debe haber relación interna entre medios y fines es por lo que no hay posibilidad de actuar contra el terrorismo (nacional o internacional) al margen de la legitimidad democrática (RAMON, 2002; FERRAJOLI, 1999). El único instrumento democrático válido para hacerlo es la propia democracia. Lo contrario significa ponerla en cuestión.
Esta consideración de la democracia moderna establece una singular relación entre Estado democrático y monopolio legítimo de la violencia. En un Estado democrático el monopolio legítimo de la violencia no puede apelar sólo a lo que legalmente está, o pueda estar, permitido (que también), sino que debe considerar que tiene que establecerse una relación entre los fines que se persiguen y los medios dispuestos para su obtención. En un Estado democrático cualquier violencia, aún siendo legal, no es legítima y menos cuando emana directamente de los poderes públicos. Y no olvidemos que quién declara una guerra es un Estado y, mientras no cambie la legislación vigente, nadie más.
Es este “plus” de legitimidad, sustentado en un basamento ético externo de orden delimitador, el que hace que la legitimidad democrática no se pueda equiparar a otras formas de Estado moderno existente. Quitémosle dicho “plus” y lo que habremos hecho no es degradar al Estado moderno, sino a la propia idea de democracia moderna porque habremos vaciado de contenido su legitimidad democrática. Así, garantizar la seguridad por parte de un Estado democrático no puede significar que tenga “carta blanca” para hacer lo que quiera.
Por eso, el GAL ( y anteriores experiencias y no sólo en España) no se puede legitimar. Porque no sólo fue una actividad ilegal, sino que además atentó tanto contra los propios medios que un Estado democrático debe dotarse para alcanzar sus objetivos, como contra sus propios fines (la exterminación física del otro); por eso, tampoco vale cualquier detención ni carga policial (y menos aun si conlleva la muerte de un civil) ni dar “licencias legales para matar” (CIA); por eso no vale que un Estado democrático se vaya a la guerra como si fuera a “comprar pasteles”, aunque dichos “pasteles” sean y estén muy “buenos”; por eso a lo que el Estado israelí hace en Palestina no se le puede denominar como violencia legítima, más bien al contrario; como tampoco a lo que ha hecho y hace la Administración norteamericana en su “guerra (internacional) contra el terrorismo”.
Y todo esto porque el monopolio legítimo de la violencia tiene que tener como base, no el cuestionamiento del Estado de derecho democrático ni los valores democráticos, sino su garantía. De lo contrario, ese monopolio es ilegítimo. Y precisamente una guerra no es el mejor medio para garantizar un Estado de derecho y, menos, si hablamos de terrorismo porque contra éste sólo se puede actuar dentro de la legitimidad democrática.
Por eso se convirtió en algo crucial definir los atroces atentados del 11 de septiembre como un “acto de guerra”. Esto posibilitó que la maquinaria nacional referida a la legalidad democrática, así como el discurso de la tradición estatista, se pusiera en marcha con el propósito de legitimar su respuesta. Pero la cuestión es la siguiente: ¿lo del 11 de septiembre fue una atentado o una declaración de guerra? No hay razones ni en el orden internacional y, menos aún, en el nacional para decir lo segundo, salvo que nos inventemos aquí y ahora una definición de la guerra ad hoc para el caso, así como de terrorismo
20.
Si no se quiere caer en este grado de arbitrariedad tan inmenso es necesario que la denominada “razón de Estado”, en un Estado democrático, no ubique, en un lugar secundario, a la tradición civil democrática porque al hacerlo lo que hace es, como vulgarmente se dice, tirar al “niño con el agua”. Y cuando esto ocurre lo que termina bajando enteros es la propia legitimidad democrática. De ahí que tenga que ser la democracia la que le deba hablar al Estado (democrático) y no al revés; de ahí que sea preciso buscar una racionalidad práctica que haga efectiva la idea de que el “fin no justifica los medios”. Y, por lo que hemos visto, la tradición estatista no garantiza satisfactoriamente esto. Ahí está parte de su gran debilidad.
Hasta el momento hemos analizado la diferente relación entre medios y fines entre ambas tradiciones intelectuales, pero nos queda por ver las diferencias existentes en relación al significado de la política moderna.
Como señalara muy adecuadamente Isaiah Berlin, siguiendo la obra de J. Stuart Mill, una democracia se caracteriza por la defensa de una pluralidad de fines y no por un único fin (BERLIN, 1990). Pero a diferencia de lo que el propio Berlin considera, esta pluralidad de fines no queda enmarcada por un “pluralismo monista” (GRAY, 1996), sino por un reconocimiento de la diferencia
21, de carácter trágico (FDEZ-LLEBREZ, 2001), que implica buscar puntos de negociación entre ellos. Esta “pluralización” conlleva tres cuestiones muy significativas para la caracterización de la democracia moderna: i) que no hay un acuerdo previo dado, ni sabemos el resultado final del mismo; ii) que es preciso reconocer, y por tanto no estigmatizar ni exterminar, a los “otros”; y iii) que es la palabra, el diálogo, el medio (primario y prioritario) por el cual se han de abordar las diferencias y los conflictos existentes.
El desarrollo coherente de estos aspectos nos sitúa en el siguiente lugar: que entre los diferentes fines que conforman la democracia no se encuentra, o no se debe encontrar, el exterminio del otro, ubicándose la “lógica de la guerra” fuera de este razonar.
Este planteamiento sobre la democracia tiene una manera específica de conceptualizar a la política moderna. La política moderna nace como respuesta artificial ante una situación conflictiva. Es el reconocimiento de que no vivimos en armonía el que nos conduce a pensar en algún tipo de medida que pueda actuar ante dicha situación. Es la ausencia de armonía la que lleva a la emergencia de la política.
Precisamente porque la “fraternidad” no es algo dado es por lo que necesitamos la política. Y como no sabemos si algún día dicha “fraternidad” se podrá dar, es preciso pensar la política siendo conscientes de que ello no ocurra, de ahí que la “fraternidad” no sea un principio constitutivo de la política moderna. La política moderna nace como respuesta artificial y racional ante la ausencia de armonía. Es la forma que nos damos para gobernar la “disarmonía” (WOLIN, 1974; WOLIN, 1996 a) .
Esto conlleva dos consideraciones. Por un lado, que hay “disarmonía”; por otro, que la política es un artificio del que nos dotamos que no tiene por qué contener la relación amigo/enemigo. Puede que sí, pero puede que no. Desde este momento ya empezamos a tener una significativa diferencia para con la otra tradición.
En la tradición civil, la política queda sustantivamente desnaturalizada por su carácter artificial; por el contrario, en la tradición estatista, la política se naturaliza al identificar mecánicamente el conflicto (falta de armonía) con la relación amigo/enemigo.
Esta diferencia nos lleva a otra de más calado. El contagio de esencias que se produce en la tradición estatista entre guerra y política implica también una continuidad en torno a la naturalización de la guerra. La guerra se ve como la respuesta natural ante una situación conflictiva por lo que, puesto encima de la mesa el control sobre los medios de la violencia, su uso se termina convirtiendo en algo automático. No hay, así, diferencia posible entre el control de los medios legítimos de la violencia y su uso (su practicidad). De este modo, hablar de una cosa implica hablar de la otra.
Por el contrario, para la tradición civil, la política es un artificio y la guerra también, pero son de “naturaleza” distinta. Una diferencia que nos va a permitir establecer una distinción entre el control de los medios legítimos de la violencia y su uso. Veamos cómo.
Para la tradición civil, la política tiene su génesis en el reconocimiento de la ausencia de armonía en sociedades complejas. Esto permite decir que es preciso que haya una institución, el Estado moderno, que debe de controlar los medios legítimos de la violencia para que éstos no deambulen por el conjunto de la ciudadanía. Hasta aquí el fundamento específico del Estado moderno. Pero decir esto no significa que el uso de esos medios sea automático y, menos aún, si lo que llevamos a cabo es una guerra.
Como indicara muy atinadamente John Dewey en su libro El hombre y sus problemas, la génesis de la guerra no tiene que ver con la naturaleza humana. Más bien, la guerra es una respuesta, entre otras tantas, ante situaciones específicas. Es una forma de resolver los conflictos que no responde a ninguna “naturaleza” dada, sino a una opción moral (y también política y económica) particular (DEWEY, 1967). Es una forma de usar aquellos medios de violencia de los que se dispone, pero se pueden tomar otros caminos.
Si esto es así significa que una cosa es cómo se responde ante la potencialidad de violencia existente en un territorio, controlando sus medios por parte del Estado y de ahí su legitimidad, y otra cuestión es cómo resolvemos los conflictos, es decir, qué uso se hace de dicha violencia. Por tanto, el control de los medios legítimos de la violencia no conlleva necesariamente el desarrollo de un hostis. Son dos cuestiones diferentes.
Aceptando esta distinción sí que podemos establecer, pese a sus tensiones, una coherencia democrática (la establecida entre medios y fines) entre la garantía de la paz, la existencia del monopolio legítimo de la violencia y la apuesta por una cultura de la paz. Sólo así es posible que una democracia no termine justificando cualquier medio por bueno que sea el fin, porque lo que acontece a un Estado democrático no es usar, sin más, los medios de violencia de los que dispone, sino garantizar la paz
24 y, para ello, es más coherente el desarrollo de formas pacíficas de resolución de conflictos que el uso de la violencia.
De ahí que sea bastante más democrático, y una necesidad cada vez mayor por lo que nos va en ello, la búsqueda efectiva de otras formas de resolver los conflictos que no pasen por la violencia y, menos aún, por la guerra. Como también sería deseable que en una democracia los “medios de la violencia”, ya sean civiles o militares, fueran los menos posibles. Y digo los “menos”, porque algunos habrá, ya que no se conoce Estado moderno, incluido el democrático, sin ninguno de carácter civil aunque sí sin ejércitos (vgr. Costa Rica). Del mismo modo, tampoco se conoce Estado democrático moderno que pueda funcionar sin suspender, en ciertas ocasiones, algunas libertades para ciertas personas
25, pero siempre desde la legitimidad democrática.
Por todo lo visto, y debido a la racionalidad teórica y práctica dispuesta, es por lo que este razonamiento “civil” es el que mejor puede garantizar que la relación entre libertad y seguridad no sea la de un simple juego de suma cero. De hecho, para esta tradición de discurso, la relación entre libertad y seguridad en sociedades democráticas se debe entender de manera compleja, dándose vínculos de conflicto pero también de interdependencia.
Que hay desencuentro entre libertad y seguridad es algo evidente. Como acabo de señalar no hay Estado democrático que no restrinja ciertas libertades para algunas personas. Pero también es verdad que, para que en una democracia haya seguridad, es preciso que haya también libertad. Es más, el fortalecimiento del Estado democrático de derecho es una de las garantías de dicha seguridad. Ese es el concepto de seguridad que se da dentro de la democracia, de tal modo que cuando perdemos en libertad (por ejemplo, cuando la democracia se recorta) también perdemos en seguridad. Pero como la inseguridad no proviene sólo de la misma sociedad, sino que también puede proceder del propio Estado, se hace preciso el control democrático-civil de su actuación. De ahí que la defensa “cívica” de las libertades, y su garantía, suponga una manera de limitar la inseguridad existente, venga ésta de donde venga

6.- CONCLUYENDO...

Llegados a este punto, y ya para ir concluyendo, es menester señalar que las dos tradiciones políticas aquí confrontadas nos presentan dos formas diferentes de abordar la cuestión de la libertad y la seguridad, así como su relación con la violencia legítima.
Se diferencian a la hora de conceptualizar la política y su vinculación con la ética; de ubicar la guerra; de resolver los conflictos; de la relación entre los medios y los fines; de la consideración de lo que es la neutralidad del Estado; y en toda otra serie de cuestiones. En definitiva, se diferencian en si es el Estado el que le debe hablar a la democracia o si es la democracia la que le debe hablar al Estado.
Pudiera ser que la cuestión es ver cuál de estas dos tradiciones me gusta más o me interesa más. Pero la cosa no es tan sencilla, entre otras razones, porque hay en juego vidas humanas. Y las vidas humanas no tienen precio ni jerarquía.
Otra manera de abordar esta disyuntiva es planteando que lo dicho por la tradición civil vale para la “política nacional”, pero no para la internacional y viceversa. En esta consideración hay una parte de verdad, pero hay otras que tienen muy poco fundamento.
Es cierto que no es igual, ni hoy en día ni incluso en un futuro imaginable, hablar del orden internacional y nacional como si fueran dos vasos comunicantes. Estoy de acuerdo con que es preciso reconocer la diferencia entre ambos espacios e, incluso, la dificultad futura para eludirla, dándose más limitaciones democráticas en el orden internacional que las que nos podemos encontrar dentro de un Estado. Y que esto tiene sus implicaciones teóricas y prácticas. No ha sido mi intención negar nada de esto. Pero reconocido este menester considero que dicho planteamiento tiene poca consistencia.
En primer lugar, pretende ser realista y no lo es. Tanto en el plano internacional como, más si cabe, en el nacional actúan ambas tradiciones. Otra cosa es su peso. Pero una cuestión es quién tiene mayor protagonismo y otra diferente si tiene presencia o no. En este sentido, esta mirada cae en el mismo error que critica. Tan simplificador es decir que el orden internacional y nacional son vasos comunicantes, como manifestar que son dos realidades plenamente desconectadas. Ni lo uno, ni lo otro (o, por ejemplo, ¿acaso no existe derecho internacional alguno? ¿y qué decir de la propia ONU y de sus funciones declaradas?).
En segundo lugar, es un planteamiento cosificador que, al confundir los “tiempos”, define una realidad (que es y puede ser cambiante) como algo ya dado e intocable. Esto supone conceptualizar de manera fija el presente y también el futuro, lo que termina naturalizando los conceptos y dando por bueno lo que hoy existe. Es cierto que hay diferencias notables entre el orden democrático nacional y las relaciones internacionales, pero lo que no está escrito es que esto tenga que ser siempre tan así. Puede seguir igual, ir a más, pero también a menos.
En tercer lugar, esta pretendida naturalización no es tal. Supone una toma de partido por un presente y un futuro determinado en donde son las relaciones de poder las que definen lo que está bien o no. Su apuesta, ante la innegable diferencia que hay entre el ámbito internacional y nacional, es la siguiente: ahondar en dicha diferencia. Para ello tira del arsenal teórico de la tradición estatista. Pero igual de legítimo es optar por otro camino que, en vez de alejar ambas realidades, intente acercarlas lo más posible. La razón de mayor peso para no tomar este sendero es la apelación a la “cruda” realidad pero, como hemos visto en el primer punto, su definición de la realidad no es tan “realista”.
Por todo, podemos concluir con que, si queremos hablar de la realidad, lo más “realista” es reconocer que ambas tradiciones cohabitan, tal y como se ha planteado a lo largo de este artículo. Si esto es así, entonces la cuestión, hoy por hoy, es quién tiene y quién se quiere que tenga mayor protagonismo: si la una o la otra.
En este sentido, es preciso recordar que ambas tradiciones comparten, entre otros, un objetivo común: que el “fin no justifica los medios”. Desde este punto de vista, se puede afirmar que para el ámbito nacional, pero también para el internacional -aunque con mayores limitaciones-, la tradición civil genera una racionalidad que prácticamente imposibilita (o dificulta) saltarse dicho objetivo. Sin embargo, en la tradición estatista esto no ocurre, pudiendo ser vulnerado sin que se produzca una contradicción sustantiva en su seno. Es, por ello, por lo que la tradición civil, y su concepto de legitimidad, nos acerca más a la democracia moderna que la tradición estatista.
Si esto es así entonces estamos obligados a definir la seguridad, tal y como hace la tradición civil, como un asunto, principalmente, civil y no militar, de ahí que se relacione con la libertad
26. Por lo que tendría que finalizar esta reflexión diciendo que la OTAN (así como otras instituciones militares, y se modifiquen como se modifiquen), no es (son) el instrumento adecuado para resolver este tipo de problemas. Es cierto que no sabría decir cuáles serían sus cometidos (es más, soy de los que piensa que no deberían existir), pero desde luego no es el de “luchar contra el terrorismo”, ni el de vigilar las conversaciones de las personas, ni menos aún actuar contra los y las inmigrantes. Todo ello, en democracia, en vez de generar más seguridad conlleva lo contrario.


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Notas:

1 Citado por Sheldon S. Wolin (WOLIN, 1974: 21).
2 De ahí que la república para Maquiavelo fuera la posibilidad de desarrollar en común las libertades, siendo esto, precisamente, lo que garantizaba la seguridad de la propia república. O, por lo menos, así queda recogido en sus Discursos sobre Tito Livio (MAQUIAVELO, 1996).
3 Para Locke, era la búsqueda y la garantía de la seguridad la que nos encaminaba a defender la libertad. Y a la inversa: si queríamos ser libres requeriríamos de algún tipo de seguridad porque, de lo contrario, tales propósitos serían inalcanzables (LOCKE, 1991).
4 De ahí la conveniencia de aplicar el pensamiento de la complejidad a esta realidad (MORIN, 1994). Es más, podríamos decir que esta temática sería uno de sus típicos casos.
5 Esto la diferenciará no sólo de otras esferas, sino también de concepciones no modernas de la política.
6 De esta disyuntiva, ya nos habló Max Weber cuando diferenciaba entre la ética de la responsabilidad y la de la convicción, como dos “realidades” encontradas en donde la primera pertenecía a la política y la otra a la ética (WEBER, 1992).
7 Esta separación de esferas se mantiene, por lo menos teóricamente, hasta hoy en día, aunque es cierto que las relaciones entre ambas, cuando estas se dan, varían con el tiempo.
8Sin embargo, en la Atenas clásica había una concepción de la política en donde ésta (la polis) era la puesta en práctica de la ética. Por lo menos esto era así en teoría porque, en la práctica, la cuestión no estaba tan clara. Esta “supuesta” vinculación entre política y ética establecerá una estrecha relación entre la comunidad de valores morales, que se defienden éticamente hablando, y las funciones y el significado de la política. Para el caso de Atenas puede verse la obra de Aristóteles (ARISTÓTELES, 1988) y para la modernidad la de Weber (WEBER, 1984)
9 Para esto, de nuevo nos remitimos a Weber, así como a gran parte de la Sociología y la Ciencia Política clásica, aquella que se curte, pero sobre todo se consolida a principios del siglo pasado (el siglo XX).
10 Por ejemplo, la forma que el mundo estadounidense ha tenido de solventar esta situación de conflicto, ha pasado por una extensión de la idea de autodefensa un tanto singular que ha llevado a que se vea como algo “normal” y “patriótico” que la ciudadanía tenga armas para defenderse de posibles agresiones. En el caso de los EE.UU no sólo hay un monopolio de la violencia por parte del Estado, sino que, además, se comparte con una parte de la sociedad civil a modo de “partisanos armados” que defienden “su” libertad y “su” seguridad (JONES, 1995).
11 Hay datos empíricos para decir que esta tradición, en la práctica, está tirando algunas libertades por la borda, pero no está claro que vayan a ser todas ni cual va a ser su repercusión sobre el conjunto de la teoría democrática, aunque algo puede estar afectándola, pero de manera parcial. Aun así, todavía es pronto para decir algo más. Para ahondar en este aspecto, vease (RIO, 2002).
12Como señalaba el propio Weber: “sólo se puede definir, por eso, el carácter político de un asociación por el medio –elevado en determinadas circunstancias al fin en sí- que sin serle exclusivo es ciertamente específico y para su esencia indispensable: la coacción física” (WEBER, 1984: 44).
13 Hay que decir que esto ocurre cuando los fines se dan y aparecen en la escena democrática que no es ni tiene por qué ser siempre. Algo en lo que tanto ésta como la otra tradición están de acuerdo,
14 Como indicara, de nuevo, Weber, “la dominación legal descansa en la validez de las siguientes ideas”, entre las que se encuentra “que –tal como se expresa habitualmente- el que obedece sólo lo hace en cuanto miembro de la asociación y sólo obedece “al derecho” (WEBER, 1984: 173 y 174).
15 Esta funcionalidad establece una relación singular entre poder y legalidad. La ausencia de referencia ética que limite la legalidad, termina posibilitando que ésta se convierta en un instrumento para las relaciones de fuerza imperantes, lo que, a su vez, conlleva que es la ley la que se adecua a la realidad dominante.
16Sobre este menester puede acudirse a (WOLIN, 1989) y (DUNN, 1995)
17 Para el concepto de articulación puede acudirse a (MOUFFE, 1999). Para la cuestión del “cultivo” , puede acudirse a (RAMÍREZ, 2001) y (MACINTYRE, 1987).
18 Esta consideración sobre el pluralismo es una manera específica de definir a éste sobre el que volveremos más adelante.
19 Las cursivas son nuestras.
20 Cuanto menos, esto supone un considerable desprecio del derecho internacional vigente. Para toda esta polémica, véase el debate en relación a las “nuevas guerras” (KALDOR, 2001).
21 Para la relación entre diferencia, democracia y pluralidad puede verse (WOLIN, 1996 a)
22 La expresión “pluralización” está inspirada en las reflexiones de W. Connolly (CONNOLLY, 1995).
23 Este elemento básico que caracteriza a la política moderna es el que está por detrás de autores como Maquiavelo, Hobbes u otros teóricos políticos. Este mismo argumento es el que permite diferenciar a lo político de lo social o, mejor habría que decir, a la Ciencia Política de la Sociología. Por este motivo, por ejemplo, Durkheim o Comte son sociólogos, como también puede decirse lo mismo de Rousseau.
24 Propósito éste que viene de lejos: ni más ni menos que desde los inicios de la modernidad, de lo que es un ejemplo, entre otros, J. Locke (LOCKE, 1991).
25 Aunque también es cierto que, conceptualmente hablando, entre esto y lo que conlleva una guerra hay diferencias de calado.

26 Se podría decir que en “principio” es civil, porque sí hay circunstancias que la convierten en un asunto militar. Esto ocurre, y teniendo en cuenta como dice la ONU la legalidad y la proporcionalidad, cuando hay una agresión directa por parte de otro ejército y, siempre y cuando, se hayan agotados todos los medios pacíficos disponibles. Cosa que difícilmente ocurre, por cierto. Del mismo modo, es preciso señalar que entre lo civil y lo militar está lo policial, aunque esto queda regulado por el mundo civil. No obstante, para la tradición civil, estaríamos en condiciones de señalar que una cosa es ir a la guerra (aunque ésta sea necesaria en ciertos casos) y otra la democracia. De ahí que, en ningún caso, la guerra sería considerada como un bien, sino como un “mal menor” (RIO, 1999).