Fernando Mires

El terrorismo y el terror
Publicado en ALAI 334

Para vivir en sociedad es necesario desarrollar virtudes que permiten, por una parte, la comunicación, y por otra, la aceptación de quienes, por diversas razones, no han podido desarrollar esas virtudes. Porque la construcción del ser democrático y social es empresa difícil y hay que aceptar que muchos, debido a relaciones fallidas en los momentos básicos de reconocimiento, no puedan desarrollar tales virtudes. En efecto, vivir entre seres socialmente democráticos, no es ningún problema. Lo que produce dificultades es convivir en una misma nación con quienes no lo son, o no han podido llegar a serlo. Y abandonar a tales seres a la pura legalidad vigente es convertir la vida social en un centro del "vigilar y castigar", como planteó una vez Foucault en un libro del mismo título.

Esa difícil normalidad

Toda sociedad debe aprender la difícil tarea de convivir con transgresores, delincuentes, terroristas, y criminales. Y hay razones para incentivar ese aprendizaje. Una razón es que basta leer cualquier periódico para darse cuenta que las desviaciones respecto a las normas de sociabilidad no son, ni con mucho, excepciones. A veces se tiene la impresión de que no hay más transgresiones no porque la mayoría de la población de un país sea civilmente virtuosa, sino que simplemente porque los mecanismos de censura, vigilancia y castigo, se encuentran en todas partes. El ruido interminable de sirenas de autos y helicópteros policiales rasga las noches de las ciudades, hasta el punto que muchos de tanto escucharlos las ignoran. Cada minuto hay asaltos, robos, muertes, heridos, asesinados, dramas pasionales, arteras cuchilladas. La noche urbana oculta crueldades espantosas. Si los policías tuvieran formación psicoanalítica, serían los mejores relatores en la descripción de ese infierno que habita en cada alma; y quizás sólo ellos saben lo que nosotros, los que ocultos detrás de paredes preferimos ignorar: que el ser humano es transgresor; pero transgresor desde que hizo la Ley; para obedecerla y para transgredirla.

Otra razón es que hasta la alteración más siniestra de la norma vigente contiene un grado de acusación a un orden que no ha sido capaz de impedirla. Ni el más liberal de los liberales se atrevería, en tal sentido, a suscribir la tesis de que cada individuo, por serlo, es absolutamente responsable de sí mismo. Somos lo que hemos llegado a ser, en un marco limitado de posibilidades que a veces ni siquiera se encuentran dadas. No quiero caer, por cierto, en la afirmación relativa a que la sociedad es culpable de todo. Pero, por otra parte, cada desacato debe ser visto también, como resultado de una falla colectiva a la vez que individual. Suponer que sólo la falla es social equivale a quitar autonomía a los sujetos, y hasta el más delictivo tiene derecho a que se le reconozca un mínimo de responsabilidad. A la vez, suponer que cada falla es sólo individual, lleva a desentenderse de ordenes sociales, estructuras familiares e instituciones políticas que puede que ya hace tiempo están funcionando mal y sea necesario repararlas.

Por lo demás, cada norma, aún la más perfecta y elaborada, debe ser aceptada dentro de un necesario margen de relativización. La mayoría de las leyes son buenas sólo hasta un determinado momento. El crecimiento de atentados a la legalidad puede que esté señalando un malestar social que requiere ser tratado en el marco de otra discursividad que, a su vez, ha de producir nuevas normas. Es por eso que cada proceso legal, aunque sea por el detalle mas pequeño, debe abrir la posibilidad de la deliberación.

Hay, efectivamente, sociedades cuyas constituciones son mejores a la mayoría de sus miembros. Pero también puede ocurrir a la inversa. Que la civilidad alcanzada por sectores de la población se encuentre sobre el nivel de la normatividad vigente. Eso significa que en cada acto delictivo, por más individual que sea, se oculta la posibilidad de una disencia aún no colectivizada frente a un orden cultural. Saber detectar a tiempo si la excepción es tal, o simple expresión patológica o salvaje de un "malestar en la cultura", no es tarea de juristas, pero si de aquellos que han elegido la insólita tarea de pensar la política que, repito, es el medio, modo y arte como se hace sociedad. Las clínicas psiquiátricas que existían para los disidentes políticos en la (afortunadamente) desaparecida URSS, nos relatan hasta qué extremos puede llegar la creencia de que la normalidad, sólo por ser vigente, debe ser monopolizada.

Es cierto, en ordenes democráticos la normatividad puede ser discutida día a día; pero eso no impide que cada cierto tiempo se formen nichos que, amparados en el monopolio de la normalidad, dictaminan, recurriendo incluso a veredictos "científicos", acerca de lo que es bueno o malo; o de lo que es normal o patológico. Recién a fines de siglo las clínicas psiquiátricas están entrando en procesos de democratización después que muchas eran, hasta hace muy poco, centros de tortura en los que se pretendía instaurar con golpes de electricidad, el imperio de la normalidad: de la legal y de la sexual; de la social y de la cultural.

Pero, como ya ha sido dicho, la tarea más difícil de la práctica democrática es convivir con quienes no aceptan la norma. Por un lado, los delincuentes sociales. Por otro, los delincuentes políticos, comúnmente llamados terroristas, es decir aquellos que mediante la producción de terror pretenden imponer condiciones que no quieren o pueden obtener mediante vías legales o democráticas. El terrorismo, particularmente, es uno de los problemas más agudos de nuestro tiempo. Por eso extraña la superficialidad con que los Estados intentan enfrentar el problema: firmar acuerdos y convenios, como si todos los actos terroristas fuesen exactamente iguales.

Los muchos rostros del terrorismo

Para analizar un acto terrorista hay que tener en cuenta en primera linea, el donde tiene lugar. Por de pronto, el terrorismo sólo puede llamarse así en lugares donde rigen normas democráticas. En países dominados por dictaduras y despotías, los grupos armados que combaten a tales regímenes no pueden llamarse terroristas, aunque política y estratégicamente estén muy equivocados. Tales grupos tienden, por lo general, a responder con la misma moneda a gobiernos que son, por definición, terroristas. Ellos no han hecho sino asumir la normalidad del régimen imperante, lo que de por sí es un error político, pues múltiples experiencias han probado con creces que por lo general a un régimen terrorista sólo es posible derrocarlo cambiando sus reglas de juego. Eso nos enseñaron, y muy bien, las disidencias democráticas en los socialismos de Europa del Este, cuyo objetivo primordial era crear civilidad donde las despotías las bloqueaban. Similar enseñanza nos proporcionaron los movimientos "derechohumanistas" frente a dictaduras que asolaban el sur latinoamericano durante la década de los ochenta.

No obstante, quienes combaten con las armas a dictaduras también pueden ser catalogados como terroristas cuando ponen en juego, a veces planificadamente, la vida de personas que no están involucradas con las dictaduras o despotías. Hacer volar buses con niños, colocar bombas en los cafés, cines, restoranes y aeropuertos, etc. son medios criminales que más bien delatan la contextura mental de los autores que sus objetivos políticos. Para decirlo con un ejemplo, muchos de los actos terroristas de la ETA podían ser justificados frente a la dictadura de Franco ya que de por sí, esa dictadura era terrorista. Después de Franco, cuando en España imperan normas democráticas, la ETA ha perdido justificación, por muy respetables que sean algunas de las reivindicaciones nacionalistas del País Vasco.

Tampoco es razón suficiente y necesario que una nación se encuentre regida por estructuras legales para suponer que todos los que recurren a la violencia armada con objetivos políticos sean por principio, terroristas. Hay que tener en cuenta además si existe algo parecido a un orden social, o en su lugar sólo hay una población disgregada cuyas formas de comunicación no son predominantemente políticas. Porque ni la mejor constitución política del mundo conforma un orden político si es que en un determinado país no existe algo parecido a una cultura política.

Si es importante saber contra quien luchan los así llamados terroristas, también conviene diferenciar el tema de en nombre de quien o que ellos luchan. Por ejemplo, en algunos casos son agentes operativos, directos o indirectos, de gobiernos y poderes extranjeros. En esa situación, es aconsejable resolver el problema no con los terroristas propiamente tales, sino que directamente con sus mandantes y protectores a escala internacional, es decir, recurriendo al diálogo e incluso a la diplomacia internacional, lo que no descarta también la intermediación de otros Estados. Es sabido por ejemplo, que los agentes del Partido Comunista Kurdo se abstuvieron, en un momento determinado, de ampliar su escalada terrorista a Alemania. Si eso fue consecuencia de conversaciones, de un pacto, o de un tratado, lo saben muy pocas personas. En cualquier caso esa, la "diplomacia secreta", es una instancia de la cual la política, tanto la internacional como la local, no puede prescindir.

Problemático es tratar con terroristas cuyo pensamiento político se apoya en cosmovisiones de tipo religioso y/o metaideológico. Es sabido, que para ese tipo de terroristas, la vida en este mundo sólo tiene sentido en función de un "más allá". El grado de enajenación que se da entre tal tipo de terroristas es tan grande que limita mucho la posibilidad de dialogar con ellos. Pero sin embargo hay que insistir; y aprender a insistir. Múltiples experiencias han mostrado que aún entre los grupos más fanáticos, siempre hay personas, por lo general subalternas, que valoran un poco más su vida que la de sus jefes. Eso quiere decir que no todos los miembros de bandas terroristas son cien por ciento fieles a sus organización; muchas veces se encuentran allí por razones no ideológicas. Por ejemplo, entre las huestes de Sendero Luminoso se encontraban muchos jóvenes que habían sido enrolados forzadamente por el Comandante Gonzalo; u otros que habían encontrado en la guerrilla un simple medio de subsistencia material.

Razones psicológicas también juegan un papel en la adscripción terrorista. Para un joven, social y culturalmente desvalorizado, el hecho de tomar en sus manos un fusil, le confiere un sentimiento existencial básico de seguridad que la vida le ha negado, como anotaba Fanon en su famoso Los Condenados de la Tierra. En el diálogo que toda democracia debe intentar con el terrorismo, tiene que ir, por lo mismo, contenida una oferta destinada a revalorar la vida de quienes siguen a fanáticos armados, esto es, tiene que haber un reconocimiento a los problemas reales que han llevado a muchos a caer en la acción terrorista. Hay que tener en cuenta que toda organización terrorista, al serlo tal, es una microdictadura que oprime a sus miembros del mismo modo que una gran dictadura. Hay que calcular siempre, por lo tanto, con el deseo íntimo de liberación que anida en muchos militantes que desean, muchas veces, ser liberados de la mentalidad necesariamente patológica de sus jefes.

El terrorista en verdad, es un ser acorralado, tanto interna como externamente, y por lo común, la carga de odio hacia sí mismo y a los demás que debe soportar, así como el aislamiento social que conlleva, se convierte, en algunos casos, para él en un martirio. Es interesante en ese sentido observar el proceso de reconversión ciudadana que experimentaron miembros de la asociación terrorista alemana Bader-Mainhoff. Curiosamente, el encarcelamiento fue, por algunos, experimentado como liberación, tanto de jefes poseídos por visiones fantásticas, tanto de ideologías que si alguna vez tuvieron algún grado de relación con la realidad, se habían separado tanto de ella, que se habían convertido en inalcanzables.

El terrorismo y la diferencia

En la relación con el terrorista hay que tener por tanto en cuenta dos factores. El primero, es que por lo general hubo un momento en que su ideología tuvo un grado de aproximación a la realidad. Pensemos por ejemplo en los años sesenta en Latinoamérica, esto es, en los tiempos del Che Guevara, de los Tupamaros, de Camilo Torres. La guerrilla, en ese contexto, aparecía como un medio de una lucha política-militar destinada a derribar a gobiernos, por lo general ilegítimos, tomar el poder, y en combinación con organizaciones políticas, dar origen a sociedades socialistas, de acuerdo al ejemplo cubano. La idea de la lucha armada era un mito que rebalsaba lejos las acciones guerrilleras y entusiasmaba con fuerza a sectores estudiantiles, intelectuales, cristianos, etc., es decir casi a todos los que no tenían que ver con obreros y campesinos, en nombre de los cuales se suponía, había que tomar las armas. Vista desde la perspectiva democrática de nuestro tiempo, muchos de tales mitos, como suele suceder con los mitos, aparecen hoy absurdos e irreales. No obstante, eran correspondientes con la lógica política que prevalecía en muchas izquierdas, no sólo latinoamericanas, de los años sesenta.

De un modo u otro, las guerrillas se entendían como expresiones locales de movimientos de inspiración continental y mundial originados en el guevarismo, en el maoísmo, en la guerra vietnamita, en los movimientos estudiantiles europeos, en las luchas de liberación anticolocolonial, etc. Las guerrillas de los ochenta, en cambio, ya no correspondían con ninguna lógica internacional, sino que más bien eran fenómenos locales, como el terrorismo cruel del Comandante Gonzalo, o la descomposición brutal de las guerrillas colombianas, entremezcladas con escuadrones de la muerte, narcotráfico, bandolerismo y caudillismos regionales(1). El terrorismo es por lo general, la violencia autonomizada de contextos históricos ya desaparecidos.

Que la mayoría de los actos y organizaciones terroristas sean ahistóricos, no significa que muchas de las causas a las cuales el terrorismo presta servicio, sean falsas. La terrible miseria de los Andes peruanos no la inventó Sendero Luminoso. La persecución inmisericorde a que ha sido sometido el pueblo kurdo por tres naciones (Irán Irak y Turquía) no es un invento del siniestro PKK (Partido Comunista Kurdo). La lucha contra el terrorismo pasa por comprender las reivindicaciones, a veces justas, por las cuales los terroristas quieren matar y matarse. Si estas razones son comprendidas por gobiernos democráticos, el terrorismo como tal comienza a desarmarse. El terrorista, y en eso no se diferencia del no terrorista, quiere ser comprendido y no insultado. Si se reconoce que la causa por la cual lucha es justa, o por lo menos, en algunas de sus partes, es justa, puede suceder, y ha sucedido, que el terrorista deje de apuntar con su fusil, por lo menos por un momento. Los terroristas, al igual que otras organizaciones políticas, luchan, a su modo, pero con falsos medios, por obtener reconocimiento. Sólo si se les reconoce como personas primero, y como organización después, podrán aceptar alguna vez introducirse en un discurso político. En ese sentido resultan incomprensibles muchas de las resoluciones en la lucha internacional en contra del terrorismo. La mayoría de ellas tienden en primera línea a defender un principio jurídico legal (el terrorista es transgresor). En segundo lugar, un principio de identidad estatal (el Estado nunca debe ceder). En tercero, uno policial (el terrorista sólo es un delincuente). En casi ninguno de los casos está contemplado el espacio político que siempre es necesario compartir con el enemigo, por más armado que se encuentre.

Terrorismo y política

El terrorista da mucha importancia a que se le reconozca como persona que lucha por una determinada causa y no como simple criminal. Además siempre espera ser reconocido como enemigo, no solo militar, sino que también político. Si esas dos concesiones, en realidad mínimas, son hechas a las organizaciones terroristas, éstas comienzan poco a poco a abandonar el terreno puramente militar, y adentrarse en ese espacio civilizado de las palabras que es la política. En breve: con el terrorista hay siempre que hablar. Hablar y hablar. Hasta el cansancio, hablar. Mientras el terrorista habla, no dispara. Mérito de gobiernos como el británico, el español y el colombiano, ha sido conceder ese espacio de interlocución a los terroristas. Es que la otra alternativa es la matanza pura, como esas fotos obscenas que recorrieron el mundo, con Fujimori en chaleco contrabalas, sonriendo sádicamente en las escaleras de la embajada japonesa, entre cadáveres de jóvenes, incluso niños, que en algún momento equivocaron el curso de sus vidas para empuñar injustamente las armas y luchar por causas que seguramente no son injustas.

El terrorista, recurriendo a métodos primitivos de comunicación quiere, en el fondo, ser escuchado. Escuchar es virtud ciudadana. Negociar es virtud política. El terrorista, también intenta, en muchos de sus actos, negociar. Quienes se niegan a escucharlo, o a negociar, están aceptando la lógica terrorista. Responden al terror con el terror. Y eso es negación de la acción política. Es que la virtud más grande de una política democrática es precisamente la de llevar la política a aquellos lugares donde se encuentra ausente, y reemplazar, en la medida de lo posible, cada bala por una palabra. Después de todo, el terrorista viene de un mundo de terror y muchas veces mata porque sus ojos están dilatados por ese terror que en el fondo, y en primer lugar, los aterroriza a ellos. El terrorista es un ser desesperado. No necesita sólo balas y castigo. En verdad, también necesita ayuda.


1) Hay que diferenciar además entre una guerrilla propiamente tal y un movimiento político que en determinadas circunstancias aplica medios guerrilleros de lucha. El FSLN en Nicaragua, por ejemplo, aplicó insistentemente la guerrilla durante el período que precedió a la caída de Somoza. No obstante, a diferencia de las guerrillas de tipo guevarista y maoísta, el Sandinismo, y ésta fue la clave de su triunfo, confirió siempre prioridad a las acciones políticas por sobre las militares.