Francisco Castejón
El fraude en la ciencia
(Página Abierta, 168, marzo de 2006)

Una de las características definitorias de la sociedad occidental es el prestigio de la ciencia. Ésta es, por un lado, una forma muy eficaz de conocimiento. Tanto es así, que el método científico está cada vez más extendido en las diferentes disciplinas que intentan conocer la realidad. Por otro lado, la ventaja económica de un país radica en buena medida en su capacidad tecnológica que, a su vez, se basa en un sistema científico potente.

Si admitimos estas dos premisas, no es de extrañar que la aparición en la prensa de casos sonados de fraude científico hayan causado cierta alarma y perplejidad en la sociedad. La comunidad científica, esa tribu dentro del conjunto de la sociedad, recibe, además, con mucho enojo estos sucesos. Todo el mundo que trabaja en la investigación conoce el esfuerzo que supone realizar descubrimientos realmente originales e impactantes, que abran nuevos caminos o modifiquen algunos aspectos importantes del conocimiento. La actividad normal de los científicos es más bien modesta, pero fundamental para el avance del conocimiento (1).

La aparición de estos casos de fraude abre numerosos interrogantes sobre su extensión: ¿hasta qué punto el fraude está extendido entre la práctica de los científicos? ¿Son sólo una minoría quienes se embarcan en esa peligrosa aventura o, por el contrario, es generalizado en la comunidad? Y también introduce cierta perplejidad social ante el admirado sistema científico. ¿Tiene el sistema científico mecanismos suficientes para descubrir todos los fraudes? ¿Tienen alguna consecuencia los fraudes sobre la calidad del conocimiento científico?

Los fraudes más sonados

Recientemente han saltado a los medios de comunicación varios casos de fraude sonado. El hecho de que estos fraudes hayan sido noticia es un termómetro que nos habla de la importancia social que tienen, sobre todo considerando que, normalmente, las noticias científicas sólo salen de los suplementos especializados cuando están relacionadas con los viajes espaciales.

El caso de aparición más reciente se pudo leer hace algunas semanas, en diciembre de 2005. Se trata del veterinario surcoreano Hwang Woo-suk, que trabaja en la Universidad de Seúl en la investigación con células madre y sobre la clonación terapéutica. Se ha sabido que las líneas o conjuntos de células madre producidas, según él, mediante la clonación de embriones, eran falsas, es decir, estaban obtenidas a partir de la simple extracción de los embriones. Esta revelación, hecha por uno de sus colaboradores que, o bien estaba enfadado con él o le pudieron sus escrúpulos de conciencia, invalidaba sus trabajos más revolucionarios. Pero además arroja sombras sobre otros trabajos anteriores del equipo de Hwang, como la clonación del perro Snoopy. Todos estos resultados fueron publicados en la revista de gran impacto Science (2), cuyos editores se han visto obligados a pedir disculpas y a retirar los trabajos de Hwang. La relevancia social de las publicaciones de Hwang era clara porque, como es sabido, la investigación sobre células madre, que está aún lejos de producir resultados que se puedan usar en la medicina, abre la puerta al tratamiento de numerosas enfermedades y a la realización de trasplantes. «El público debe entender que las revistas y su sistema de revisión no es perfecto», afirmó Donald Kennedy, editor de Science. Kennedy agregó que no es tan infrecuente la publicación de estudios con errores no intencionados, que son siempre detectados con posterioridad. Philip Campbell, editor de la revista Nature, donde Hwang publicó la primera clonación de un perro, añade que el sistema de revisión por expertos independientes no está diseñado para detectar fraudes porque la evaluación se hace sobre los métodos y resultados que los científicos presentan como verdaderos a las revistas. Además, se puede añadir, muchas de estas técnicas son extremadamente caras y complejas y no están al alcance de cualquier grupo de investigadores.
Un caso de fraude aún más reciente fue el que se destapó en enero de 2006. Se trata esta vez del médico noruego Jon Sudbo, que trabajaba en algo con tanta proyección social como la investigación sobre el cáncer. En concreto, sus investigaciones versaban sobre los efectos del tabaco en el cáncer bucal. Su trabajo más destacado ha sido publicado en The Lancet, la revista más prestigiosa de medicina. Su abogado ha declarado que el investigador «reconoce que, además del artículo de The Lancet, otros de sus artículos contienen información que carece de fundamento». En este caso el escándalo ha salpicado incluso al prestigioso MD Anderson Cancer Center de Houston (EE UU), uno de cuyos máximos investigadores, Leonard Zwelling, también firmó el trabajo presentado por Sudbo a The Lancet: «Estamos horrorizados, es lo peor que puede pasar», aseguraba Zwelling, que revisó e interpretó los datos de Sudbo cuando se enviaron a publicar. «Pese a que algunos datos nos llegaban incompletos, no detectamos nada particularmente inusual», ha asegurado, mostrando así la dificultad del control sobre algunos trabajos en los que hay que confiar en la buena fe de quien los envía a publicar.

Otro caso de fraude sonado apareció en 2002. Se trataba de los descubrimientos realizados por el joven científico estadounidense Hendrik Schön, que trabajaba en los prestigiosos laboratorios Bell, entre 1998 y 2001. Él publicó en Nature una serie de resultados anunciando que era posible crear transistores de tamaño molecular, lo que supondría un gran avance en la nanotecnología, con grandes repercusiones sobre la computación y las comunicaciones. Un comité formado por científicos de Bell Labs decidió que había falsificado y destruido información. El “error” apareció cuando se descubrió que dos gráficas, obtenidas en diferentes experimentos y publicadas en dos revistas distintas, resultaron ser idénticas. Schön aclaró que se trataba de una confusión y envió una corrección a la revista Science. Debido a la importancia de las investigaciones de Schön, han abundado los intentos de reproducir sus resultados. Hasta ahora, aunque se han producido avances, nadie, ni siquiera el propio Schön, ha logrado duplicarlos, lo que no ayuda precisamente a despejar las dudas. Los editores de Nature y Science tuvieron que pedir disculpas.

Y, para terminar esta lista, no puedo dejar de citar el escándalo de la fusión fría, protagonizado por los estadounidenses Pons y Fleischmann a finales de los ochenta. En este caso, el asunto fue diferente porque ellos hicieron públicos sus descubrimientos mediante una rueda de prensa para los periódicos ordinarios, sin hacerlos pasar antes por el filtro de la revisión por otros científicos. El motivo para proceder así era adelantarse a otro equipo que estaba realizando trabajos similares y el miedo a que fuera el otro equipo el primero en llegar a la fusión fría. Después se supo que Pons y Fleischmann habían mentido en los datos y que habían extrapolado unos resultados a un régimen falso. Sin embargo, el impacto de la noticia fue tan grande que muchos laboratorios en todo el mundo intentaron reproducir los resultados de Pons y Fleischmann, y lo sorprendente fue que... ¡en algunos sitios lo consiguieron! Es decir, que grupos de científicos hicieron pública su reproducción del experimento dado a conocer por los dos estadounidenses o de algunas variaciones sobre él. El mecanismo que operó en estos casos es la excesiva confianza en lo publicado o admitido como cierto, que hace que se publiquen resultados que no están suficientemente contrastados. Y es que, como les gusta decir a los científicos rigurosos, “un buen control puede arruinar los resultados más revolucionarios”. Cuando se realizó el experimento con suficientes garantías, se demostró que no funcionaba, y Pons y Fleischmann tuvieron que reconocer su trampa.

El hecho de que hayan sido noticia estos fraudes se debe a varios factores. Uno de ellos es la importancia de los campos en los que el fraude se produce. Se trata de líneas de trabajo punteras con muchas repercusiones sobre la vida de los ciudadanos. El primero de los cuatro ejemplos citados tiene que ver con la clonación terapéutica y las células madre, que se espera desempeñen un papel muy importante en la cura de algunas enfermedades. El segundo de los ejemplos, el más reciente, tiene que ver nada menos que con la lucha contra el cáncer. El tercero hace referencia a la nanotecnología, de la que puede surgir en un plazo no muy largo una nueva revolución de las comunicaciones y de la computación, lo que sin duda afectará a nuestra forma de vida. Y el cuarto era la consecución de la fusión fría que, de haber funcionado, podría haber contribuido a solucionar uno de los problemas que tiene planteados nuestra civilización, nada menos que la producción de energía de forma virtualmente inagotable y con bajo impacto ambiental, en especial, sin contribución al cambio climático.

Otro factor importante a tener en cuenta es la perplejidad que supone para la gente que los científicos, esos sacerdotes del conocimiento, les hayan engañado. Si los artífices del conocimiento sobre el que se asientan los elementos tecnológicos que nos rodean y que tanto influyen en nuestras vidas mienten, ¿de quién se podrá uno fiar?
 
Además de los citados, deben existir, sin duda, un gran numero de pequeños fraudes cotidianos que pasan desapercibidos para la sociedad. Los que se descubren y saltan a las páginas de los periódicos podrían ser la punta de un gran iceberg. Sin ir más lejos, los editores de una revista científica de EE UU acaban de hacer público que el 90% de las fotografías que reciben para ser publicadas han sido tratadas con el Adobe Photoshop (3). Los primeros interesados en luchar contra el fraude son los integrantes de la comunidad científica, quienes deben extremar sus mecanismos de control para intentar no publicar nada que no tenga suficientes garantías.

Las causas del fraude

¿Por qué iban los científicos a hacer trampa? ¿Qué ganan con ello? ¿Va a suponer esto un aumento de sus ingresos? Pues lo cierto es que la de científico no es precisamente una profesión muy bien pagada. Si alguien quiere ser rico no debe dedicarse a la ciencia. Lo normal en casi todos los países es que la vida del investigador científico pase por una larga época de unos 10 o 15 años en la que los contratos precarios siguen a las becas y durante este tiempo los salarios son pequeños. Finalmente se consigue una plaza fija con un sueldo relativamente alto, pero lejos del que se reciben en otros trabajos que requieren similar formación y dedicación.

Hay que entender los mecanismos psicológicos que operan en la comunidad científica. Puesto que los emolumentos económicos no son el premio, son otras las recompensas que los científicos esperan conseguir de su trabajo. Una recompensa sin duda importante es el prestigio, tanto entre la comunidad de sus pares como en la sociedad. Supongo que el deseo de aceptación por los demás y de ser popular es común a todas las personas, pero ese reconocimiento es un premio extra cuando depende de tu habilidad personal y está relacionado con algo tan importante como el conocimiento.

La competencia es un elemento clave en la comunidad científica. Se trata de demostrar que uno puede producir más resultados que el resto. Además, puesto que los recursos son limitados, aquellos que producen más y más originales resultados son los que conseguirán más fondos y más apoyos. La competencia también opera para salir de la etapa de precariedad laboral, por la que pasan todos los investigadores, y ocupar una de las pocas plazas fijas que se ofrecen.

Quizá un síntoma de estos hechos es lo difícil que es construir grupos de científicos grandes que colaboren entre sí o que trabajen juntos en grandes proyectos. Más bien se trabaja en pequeños grupos atomizados. Para combatir esta tendencia, la Administración ha puesto a punto varios mecanismos de financiación en los que se prima la colaboración entre grupos.

El instrumento principal para fijar los descubrimientos científicos son las revistas científicas especializadas. La publicación de un artículo científico implica el superar la revisión de uno o dos científicos reconocidos que ejercen su tarea de arbitraje de forma anónima (4). La forma de medir la valía de un investigador o investigadora es contar el número de artículos publicados, evaluar el impacto que tienen las revistas donde se publican y contar el número de veces que esos artículos son citados por otros científicos en otras publicaciones.

El prestigio, la estabilidad laboral y el estatus de los investigadores científicos dependen, pues, de las publicaciones. Y también, el prestigio de los institutos de investigación. Todo esto hace que exista una enorme presión para publicar. Y para hacerlo en revistas de prestigio con elevado índice de impacto, lo que implica elaborar productos muy originales que abran campos nuevos o que revolucionen el panorama científico.

Esta presión puede llevar a cometer fraude. Éste puede producirse mediante la mentira abierta, como en los casos de Hwang o de Schön, o a la extrapolación sin pruebas, como en el caso de Pons y Fleichsmann. Pero hemos visto que existen mecanismos de control en las revistas. ¿Cómo engañar a los encargados de las revisiones? Los trabajos son cada vez más especializados y difíciles de reproducir. La labor de control es extremadamente difícil porque implicaría que el revisor debe reproducir los resultados enviados a publicar, lo que es inviable teniendo en cuenta las complejas y caras técnicas usadas, algunas de las cuales se han desarrollado ex profeso para realizar esos trabajos. Además, muy a menudo los autores de los artículos omiten algún detalle importante sin el cual no se pueden obtener esos resultados. El control estricto de todo lo que se publica se ha vuelto extremadamente problemático.

Las consecuencias del fraude


Y sin embargo, la ciencia avanza (5). Cada vez se tiene mejor conocimiento de lo que nos rodea y de sus leyes. Además del control que los editores de las revistas puedan ejercer sobre los trabajos de los investigadores, existen otras formas de control. Cuando un descubrimiento es muy impactante, van a surgir otros grupos de investigación que intentarán reproducirlo. Si hay falsedad, finalmente se descubrirá. De hecho, este artículo no sería posible sin el descubrimiento de estas trampas.
La aparición de fraudes de gran impacto en el conocimiento científico arroja sombras sobre este esquema en tanto que muestra fallas en el método. El hecho de que los grandes fraudes se descubran finalmente, no le quita gravedad al asunto ni hace que nos podamos desentender del problema, en contra de lo pregonado por los editores de Nature y Science. Es un alivio que los descubrimientos científicos impactantes tengan mecanismos para garantizar su veracidad, pero ¿qué ocurre con todos esos materiales que se van acumulando en la literatura especializada y que, en el futuro, servirán para que la “ciencia normal”, en la que trabaja la mayor parte de la comunidad, siga avanzando? Aparece aquí el grave inconveniente de que los materiales publicados pierden fiabilidad, lo que, si se generalizara, podría tener repercusiones muy negativas en el trabajo cotidiano de los investigadores. La “verdad científica” puede sufrir otro embate procedente de las propias dinámicas que la producen. Y ésta es la consecuencia más importante de la aparición del fraude, que se ha pasado por alto y que requeriría se le prestase una atención especial. Los mecanismos de control deben acentuarse. Y los integrantes de la comunidad científica son los primeros interesados en combatir estos hechos.

En el ámbito de toda la sociedad, y no sólo de la tribu de los científicos, se puede decir que la acumulación de hechos como éstos hace un gran daño a la credibilidad de los investigadores y de las revistas que usan para su trabajo. El prestigio social de aquéllos quedará también tocado si se producen muchos más engaños como los citados.

Tras todos estos razonamientos, todavía queda un hueco para la perplejidad. ¿Pero es que Hwang, Schön, Sudbo y los otros autores de fraudes no esperaban que los descubrieran? Es difícil saber con exactitud lo que piensan, pero no es improbable que los investigadores de primerísimo nivel se vean envueltos en una huida hacia delante y no calibren bien las consecuencias de sus actos. Para mantenerse en la élite hay que publicar trabajos revolucionarios, y bajar en el ritmo supone perder el estatus alcanzado. Y esto, a veces, hace que no se tengan en cuenta las consecuencias.

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(1) Thomas S. Kuhn, en su Estructura de las revoluciones científicas, un librito muy recomendable para entender cómo funciona la ciencia actual, llama precisamente “ciencia normal” a ese lento y laborioso proceso de acumular conocimientos que “llenan” los nuevos paradigmas, que son los conjuntos de teorías que explican un aspecto de la realidad. Kuhn confiere a este lenta y sorda acumulación de conocimientos una gran importancia.
(2) Nature y Science son las dos revistas científicas más conocidas y prestigiosas y, además, compiten en prestigio. Sólo una pequeña élite de científicos consigue publicar en ellas. En el escalafón del impacto les siguen otras revistas especializadas en las diferentes líneas de trabajo. Nature es británica y Science, donde Hwang publicó sus trabajos, es estadounidense.
(3) El Adobe Photoshop es un programa informático que funciona en los ordenadores personales y que sirve para manipular fotografías.
(4) Las revistas científicas se mantienen con lo que pagan los institutos de los propios científicos por publicar sus trabajos (existe una tarifa por página publicada). El editor designa uno o dos especialistas capaces de juzgar el trabajo de sus colegas. Ellos lo estudian de forma anónima y deciden si debe publicarse o no.
(5) Si recurrimos de nuevo a Thomas S. Kuhn y a su Estructura de las revoluciones científicas, podemos encontrar algo de discusión sobre si de verdad la ciencia avanza y nos aproxima cada vez más al conocimiento de lo que el mundo sea. Según Kuhn, los diferentes paradigmas que se han sucedido no son conmensurables, es decir, son muy difíciles de comparar y de decir cuál es superior a otro, con lo que sería difícil afirmar que cada vez se conoce mejor el mundo. Otros filósofos de la ciencia posmodernos, sobre todo Woolgar y Latour, han incidido en este asunto. Creo que, a pesar de las incertidumbres que muerden el conocimiento científico (véase mi artículo “Los límites del conocimiento científico”, PÁGINA ABIERTA nº 148),  todavía cabe hablar abiertamente de avances en el conocimiento. La mejor prueba es que nuestra sociedad se rodea de una creciente complejidad tecnológica y científica.