Francisco Castejón
Cumbre de Johanesburgo: sin avances desde Río
(Página Abierta, nº 130, octubre de 2002)

Entre los días 26 de agosto y 4 de septiembre se celebró la cumbre de Johanesburgo para el desarrollo sostenible, conocida también como Río+10, en alusión a la cumbre que se celebró en Río de Janeiro10 años antes. En esta ocasión se ha tratado explícitamente de conjugar dos términos contradictorios: desarrollo y medio ambiente. En la cumbre se ha proclamado la intención de luchar contra la pobreza que sufren miles de millones de personas y, a la vez, proteger el medio ambiente.

Johanesburgo se han retomado los temas que se dejaron pendientes en Río. Han sido ejes clave de trabajo el agua, la agricultura, la energía, la salud y la biodiversidad, a los que se ha añadido, además, la lucha contra la pobreza, que debe ser conjugada con la defensa del medio ambiente. Recuérdese que en Río de Janeiro se lanzaron cuatro líneas de trabajo: la Agenda 21, que señala los desafíos ambientales para los seres humanos para el siglo que estrenamos hace dos años. Se habló también sobre cambio climático, un fenómeno que dio lugar a una serie de cumbres durante la década de los noventa de las cuales es fruto el Protocolo de Kioto. Unas cumbres que ponen de manifiesto el fuerte impacto ambiental que producen sobre el medio las actividades relacionadas con la energía. Y, además, se trataron los temas de biodiversidad y desertificación, que implica la búsqueda de una forma de desarrollo que respete a las otras especies animales y vegetales con las que compartimos el planeta.
La cumbre de Río fue un fracaso en tanto que los países más ricos del mundo, aquellos que son causantes de los principales problemas ambientales, no se pusieron de acuerdo en las medidas que había que tomar para solucionarlos. A pesar de los pocos compromisos concretos que se alcanzaron, la cumbre de Río tuvo una virtud: introdujo en las agendas de los políticos y de los agentes sociales los problemas ambientales de nuestro planeta. Si bien la primera cumbre sobre medio ambiente hay que situarla en 1972 en Estocolmo, es en Río donde se afrontan de forma concreta los principales problemas ambientales. Además sirvió para avivar el debate público sobre la crisis ecológica y para popularizar la conciencia de los principales problemas ambientales.
A raíz de aquella cumbre se lanzaron varias convenciones internacionales. Las negociaciones más avanzadas son las del cambio climático, que ya cuentan con un acuerdo concreto, el Protocolo de Kioto, que todavía no está en vigor por el retraso en su ratificación de algunos países, y que puede ser ineficaz, puesto que George Bush, presidente del país más contaminante del planeta, ya anunció que no lo ratificaría. Y eso que las reducciones de gases invernadero que consagra el protocolo son insuficientes para frenar el cambio climático. La primera Convención para la Desertificación no se aprobó hasta 1996, y la Convención sobre Biodiversidad sólo tiene aprobado el Protocolo de Cartagena sobre Bioseguridad.

Escasos compromisos internacionales

Johanesburgo se ha caracterizado, igual que Río, por los magros resultados alcanzados en forma de compromisos internacionales. En concreto, se pueden destacar los siguientes:
• Se firmó un acuerdo sobre limitación de la pesca, que limita las capturas a niveles sostenibles. Con este acuerdo se pretende que los caladeros se recuperen y alcancen niveles saludables en el año 2015. También se ha llegado a un acuerdo sobre la gestión y limitación de productos químicos peligrosos para la salud y el medio ambiente para el año 2020, aunque lo deseable sería la prohibición de muchos de estos productos. Y se ha hecho un llamamiento para que en el año 2004 entre en vigor el Protocolo de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes.
• Se llegó a un acuerdo para llevar el agua potable y el saneamiento a la mitad de las personas que carecen de tales servicios hoy en día (unos 1.100 millones de personas no tienen acceso al agua potable, y unos 2.500 millones carecen de saneamiento). Este objetivo ha de materializarse en 2015. Se trata de una decisión casi obligada y todavía pobre. Se calcula que cada día mueren 6.000 niños por falta de acceso al agua limpia, y que las enfermedades diarreicas producidas por estas carencias han matado en la última década a más niños que todas las guerras desde la II Guerra Mundial. En el reparto de éste, como de otros recursos, falta un más decidido avance hacia la igualdad: en promedio, las personas del Tercer Mundo viven con 20 litros de agua al día, mientras que los habitantes de los países industrializados consumimos entre 400 y 500 litros de agua por persona y día (en estas cifras se incluyen todos los usos, no sólo los domésticos).
Y poco más.
La energía es un recurso que se consume de forma abrumadoramente desigual: en la actualidad, unos 1.400 millones de personas no tienen acceso a la electricidad. Los países productores de petróleo, pertenecientes a la OPEP, y los que son ricos en yacimientos de carbón, China y Australia entre otros, defienden el uso de estas energías sucias para aumentar el consumo en los países del Sur. Finalmente, y dada la resistencia de los países citados más EE UU, no se adquirió ningún compromiso sobre energías renovables. La Unión Europea (UE) fue una fuerte defensora del uso de estas fuentes energéticas, y mantiene su compromiso de que el 15% de la energía primaria consumida en el año 2010 sea de origen renovable.

Johanesburgo no es Río

El carácter positivo que podían tener los resultados de Río, en el sentido de que el mundo tomaba conciencia de los problemas ambientales, se pierde en Johanesburgo. La década transcurrida pesa como una losa sobre los pocos compromisos avanzados.
No ha bastado con popularizar la conciencia de los desafíos ambientales. No ha bastado con que las clases política y empresarial tomen buena nota de los problemas que aquejan a nuestra casa común que es la Tierra. La experiencia muestra, tristemente, que esa toma de conciencia no ha conducido a adoptar las medidas necesarias para corregir los problemas. Igualmente, el debate público tampoco ha servido para invertir las tendencias que agravan la crisis ecológica.
A la cumbre de Johanesburgo se le podía pedir más que a la de Río. No en vano ya se tomó nota en aquella ocasión de lo que andaba mal y de lo que habría que hacer para arreglarlo. Y se plasmó, como queda dicho, en un documento: la Agenda 21.
Estamos ante problemas de nada fácil solución. La corrección de los problemas ambientales más graves a que nos enfrentamos supone profundos cambios en la forma de vida de los países ricos, cambios que deben acarrear una drástica reducción del consumo de recursos no renovables como el agua y la energía. Además, hay que convencer a las poblaciones de los países pobres de que no deben vivir como nosotros y de que deben ensayar otra forma de desarrollo. Nada más y nada menos.
La solución a los graves problemas sociales y económicos que sufrimos pasa por que se produzcan profundos cambios en las relaciones económicas internacionales. La abolición de la deuda externa sería un primer avance. Éste debería ir acompañado de un aumento de la ayuda al desarrollo, tal y como preconizaron las Naciones Unidas. En Johanesburgo, la UE ha sido, una vez más, el agente más avanzado. Ha anunciado su intención de aumentar su ayuda al desarrollo al 0,39 % del PIB. Todavía demasiado lejos del famoso 0,7%.
Por el contrario, la Organización Mundial del Comercio (OMC) permite, por ejemplo, que EE UU fuerce a India a eliminar las restricciones a sus importaciones, mientras que no hace nada para evitar las subvenciones a la agricultura de EE UU, que alcanzan la cifra de 20.000 millones de dólares anuales. La regulación del comercio mundial ha sido el principal escollo para avanzar en acuerdos que de verdad permitan eliminar la pobreza. El propio Ian Golding, director político del Banco Mundial, ha declarado: «La actitud proteccionista de los países industrializados con su agricultura y su industria textil es particularmente decepcionante. El monto de las subvenciones agrícolas de los países de la OCDE ha sido en los últimos años superior al PIB de África» (1). El mercado libre internacional tiene claramente dos raseros. Sólo se aplica en una dirección. La agricultura sigue subvencionada en los países ricos, con lo que los productos de los países pobres han de bajar sus precios escandalosamente para competir.
La fórmula que se nos intenta vender para acabar con la pobreza está demostrando una y otra vez su ineficacia: la globalización de la economía aumentará los recursos y la eficiencia y acabará finalmente con la pobreza. La realidad se encarga tozudamente de contradecir esta afirmación. Y si no, que se lo pregunten a la población argentina o a la paraguaya.
Como denunciaron algunas ONG como Ecologistas en Acción, las conversaciones previas a la cumbre de Johanesburgo ya permitían prever su fracaso (2). Según algunos pensadores ecologistas, se avanzaba hacia la privatización del recurso del agua, a la propiedad intelectual sobre patentes de la vida y no se intentaba acabar con las pretensiones de la OMC (3).
El acercarnos siquiera a lo que se proclamó que se quería conseguir en Johanesburgo, un modelo de desarrollo sostenible y generalizable, pasa, además de lo dicho, por que se produzcan importantes cambios culturales. No se ve claramente cuáles han de ser los agentes sociales que impulsen esos cambios. Las mentalidades colectivas pueden modificarse ante las evidencias crecientes de que mantenemos unas relaciones insensatas con el medio ambiente.

El papel del Gobierno español

Así como la UE en su conjunto ha tenido un papel positivo en comparación con otros países ricos como Australia o EE UU, en cambio la actitud del Gobierno español ha dejado mucho que desear. Tal parece que la situación geográfica de España dentro de Europa no se corresponde con la tónica general europea, o al menos con lo que los organismos públicos europeos proclaman. Margot Walström, la comisaria europea de Medio Ambiente, declaró: «La Unión Europea debe asumir el liderazgo y garantizar que en Johanesburgo el mundo pase de las palabras a los hechos. Tenemos que hacer oír nuestra impaciencia en el ámbito mundial» (4). Independientemente de la sinceridad de estas palabras y, lo que es más importante, de la capacidad de la comisaria para que sus intenciones se transformen verdaderamente en hechos y políticas concretas, incluso dentro de la misma Europa, es evidente que estas declaraciones y las delegaciones de alto nivel enviadas por muchos países son un gesto que implica un cierto compromiso.
El Estado español envió a Johanesburgo una delegación de segundo nivel. De los países de la UE, sólo los presidentes de Grecia, Luxemburgo, Austria y España no viajaron a Johanesburgo. Un gesto significativo, desde el punto de vista diplomático.
Un gesto que viene a confirmar una actitud negativa frente al medio ambiente. El incumplimiento del Protocolo de Kioto, el impulso del Plan Hidrológico Nacional o el aumento incesante del consumo de energía son sólo ejemplos de la nefasta política ambiental del Gobierno español, que ni siquiera guarda las formas. El desarrollo sostenible iba a ser uno de los ejes de la política española durante el semestre de presidencia de la UE. Tal concepto ni siquiera apareció en la agenda de los dirigentes españoles, y no apareció ni en Barcelona ni en Sevilla, donde se celebraron las cumbres más importantes del semestre. Nuestro Gobierno ni siquiera es capaz de hacer gestos de cara a la galería.

El debate

Está claro que conseguir que la humanidad viva de forma más respetuosa con el medio ambiente no es simple en absoluto. Los cambios necesarios son de enorme profundidad. Pero, además, cada vez que se produce un acontecimiento como el de Johanesburgo, en que el desarrollo se confronta con el medio ambiente, revive en el mundo ecologista el mismo debate que ya produjo interesantes aportaciones en torno a la cumbre de Río: ¿Puede existir el desarrollo sostenible? ¿Se pueden conjugar armoniosamente el desarrollo y el medio ambiente? Para empezar, hay que desenmascarar la traducción interesada que se hace de los conceptos desarrollo o crecimiento sostenido. No, no es eso. Se trata de desarrollarse sin crecer. De aumentar la calidad sin tocar la cantidad.
La respuesta no está garantizada. Persisten muchos interrogantes en torno al desarrollo sostenible para afirmar que es posible encontrar un modelo de desarrollo ideal que garantice una calidad de vida elemental para todos los seres humanos del planeta.
Sin embargo, pienso que la única esperanza para los miles de millones de personas que viven en la pobreza tanto en el Primer Mundo como en el Tercero es que se puedan conjugar dos conceptos que aparentemente son antagónicos: desarrollo y medio ambiente. La única forma de que los 9.000 millones de personas que se calcula habitarán el mundo en el año 2050 vivan dignamente es combinar el desarrollo económico con el medio ambiente. Es necesaria la búsqueda de nuevas formas de vida, de formas económicas, de modelos energéticos que permitan a todo el mundo vivir de forma digna, con el acceso a algunos servicios elementales como agua limpia, alimentos, sanidad, vivienda y cultura. Se puede tomar el concepto desarrollo sostenible como un concepto ético. Un mandato, en el sentido kantiano, que nos impulsa a actuar de determinada manera.
De entrada, me temo que el alcanzar una situación más justa implica no sólo el desarrollo, sino el crecimiento puro y duro de los países pobres. Los países del Norte rico deberían perder riqueza en beneficio de los países pobres. Éstos tiene derecho a mejorar su calidad de vida. El punto central es la búsqueda de una vía que disminuya en lo posible los impactos ambientales de las actividades humanas y el consumo de recursos no renovables. Y la búsqueda de este consenso debe hacerse de forma democrática, con amplia participación de la sociedad civil. Estamos hablando de cambiar la forma de vida de la gente. No se puede, por tanto, prescindir ni de su opinión ni de su concurso.
El problema es que las dinámicas políticas y económicas no dejan mucho lugar a la experimentación y a la búsqueda de soluciones. Puede que exista un modelo de desarrollo que podamos calificar de sostenible, pero ese modelo pasa por encima de los intereses de demasiada gente poderosa: ni las élites del Norte ni las del Sur parecen interesadas en cambiar seriamente el actual estado de cosas. La falta de acuerdos profundos en Johanesburgo es una muestra de este hecho. Creo que hay que seguir trabajando en la línea de que las ideas ecologistas se abran camino y que los debates sobre el medio ambiente estén en la calle.

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(1) Alicia Rivera, El País, 28 de agosto de 2002.
(2) Iñaki Bárcena, El Ecologista, nº 31, verano de 2002. Ibídem: Belén Balanyá.
(3) Vandana Shiva, El Mundo, 28 de agosto de 2002.
(4) Alicia Rivera, El País Semanal, 27 de agosto de 2002.

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