Francisco Javier Merino
La deslegitimación de la violencia de ETA:
La asignatura pendiente

(Hika, 218zka. 2010ko ekaina-uztaila).

            El Plan para la Convivencia Democrática y la Deslegitimación de la Violencia, recientemente aprobado por el Gobierno vasco, ha suscitado una fuerte polémica. Lejos, en mi opinión, de constituir un saludable ejemplo de la importancia de la participación ciudadana, a través de las organizaciones sociales y políticas, en la crítica de las decisiones de los poderes públicos, es más bien de lamentar que la racionalidad de los argumentos haya estado muy por debajo del sectarismo y de la búsqueda oportunista de ventajas parciales, y, lo que es más importante, que se haya demostrado que en la sociedad vasca sigue sin haber un consenso amplio en torno al problema de la violencia y, en consecuencia, sobre el papel que deben jugar las víctimas de la misma. Porque, en definitiva, por debajo de algunas argumentaciones expresadas, lo que subyace es la reticencia a extraer las consecuencias lógicas que habrían de derivarse de una caracterización rigurosa de lo que el fenómeno del terrorismo de ETA ha supuesto para Euskadi en las últimas décadas; sin una evaluación desde parámetros democráticos y solidarios, no será posible organizar una convivencia justa y avanzar hacia una sociedad pacificada y reconciliada, una vez que la violencia terrorista desaparezca.

¿CONSENSO CONTRA ETA?

            Ahora que el terrorismo de ETA parece estar dando sus últimas boqueadas, puede ser bueno recapitular y analizar, siquiera sea someramente, cuál es la situación actual y cómo se ha llegado a este punto. La deslegitimación de la violencia de ETA ha ido ganando terreno en el conjunto de la sociedad vasca en los últimos años, al tiempo que se reducía el apoyo a la organización terrorista, si bien ha seguido conservando el respaldo de un sector significativo de la población. La contradicción entre una identificación con el empleo de la violencia prácticamente inexistente y una voluntad de movilización y de apoyo electoral mucho más amplio se explica precisamente, al menos en parte, porque la deslegitimación de la actuación violenta de ETA no ha sido permanente e incondicional desde muy importantes instituciones sociales y políticas vascas. Es cierto que a medida que ETA ha ido perdiendo fuerza, y que el atractivo procedente de su capacidad de poner contra las cuerdas al Estado se ha esfumado, la incidencia de los discursos legitimadores, o al menos exculpadores, también han ido mellando sus puntas. Se ha alcanzado así una situación en la que parecía haber acuerdo en los principios generales, dado que desde los principales agentes políticos y sociales vascos se iba articulando un discurso que a la condena de la violencia incorporaba cada vez en mayor medida el reconocimiento del valor de las víctimas como exponentes de la injusticia perpetrada por los violentos al conjunto de la sociedad. Tal evolución quedaba recogida en el Plan de Educación para la Paz elaborado por el anterior gobierno tripartito, así como por las iniciativas impulsadas desde la Dirección General de Víctimas del Gobierno vasco. El supuesto consenso venía avalado por la debilidad creciente de ETA, cada vez menos capaz de perpetrar atentados, y, en consecuencia, de alterar la convivencia pacífica de la sociedad.

PREPARANDO EL ESCENARIO POST-ETA

            Sin embargo, lo que parecía un camino de acercamiento progresivo y de asunción por la sociedad de un patrimonio de pautas comunes en la confrontación con el terrorismo se ha truncado con la polémica que ha seguido a la presentación del Plan por el Gobierno actual. ¿Por qué ha sucedido esto? Sin duda, las reacciones que ha suscitado el mismo responden a una voluntad desde el nacionalismo de confrontar el discurso deslegitimador de la violencia, lo cual cobra particular importancia en el contexto referido de debilidad de ETA, y preludia la batalla por la hegemonía del discurso que sin duda se producirá con el final de la violencia. El escenario post-ETA es lo que se está dilucidando en estos momentos, y la importancia de cuál será el relato predominante en esa perspectiva es lo que explica la virulencia de algunas de las reacciones que han seguido a la presentación del Plan, más allá de la voluntad de desgastar al Gobierno de Patxi López (siempre presente, por otra parte, en la actitud del PNV desde la formación del mismo). La consecuencia es que lo que parecía ganado en los últimos años, con la adopción desde el PNV de iniciativas dirigidas al reconocimiento de las víctimas, se ha perdido, o, quizá simplemente habrá que concluir que los avances supuestos no eran tales.

            Quizá no esté de más, para situar ante el espejo a algunos sectores deseosos de olvidar el pasado y, en consecuencia, de afrontar el futuro desde el borrón y cuenta nueva, comparar el tratamiento de las víctimas del franquismo con el de las víctimas de ETA. Nos encontramos así con la paradoja de que quienes en un caso (el franquismo) apuestan por olvidar los crímenes pasados y mirar al futuro, si el asunto es ETA insisten en extraer las consecuencias de las acciones pasadas y no equiparar a víctimas y verdugos. Si esto se le puede achacar al PP, una reproducción de lo mismo cabe trasponer a determinados planteamientos desde el nacionalismo o desde cierta izquierda, razonablemente indignados por vivir en un país que aún tiene a víctimas inocentes enterradas anónimamente en las cunetas y capaz de inhabilitar al juez que pretende acabar con semejante ignominia, mientas que cuando es el futuro de Euskadi la referencia, optan por hacer tabla rasa del pasado y apostar por una convivencia en la que, al parecer, sean iguales las víctimas que los victimarios, en aras de una convivencia para la que no valen los criterios que sí rigen si se amplía el ámbito geográfico.

            En definitiva, no son cuestiones pedagógicas las que delimitan el debate; simplemente, se ha utilizado la presencia de las víctimas en las aulas para embarrar el terreno de juego. La prueba de ello es que dicha presencia estaba ya recogida en el plan elaborado por el tripartito, sin que entonces suscitara ninguna polémica; ¿desde qué punto de vista se puede considerar de forma previa que el testimonio de las víctimas implica una suerte de adoctrinamiento por parte del Gobierno?; ¿qué mejor forma de ilustrar a los jóvenes vascos sobre lo que ha supuesto la actividad de ETA que mostrarles la huella dejada (directa, o por medio de textos o material filmado) en sus víctimas, testimonio implacable de la crueldad y la injusticia cometidas? Quienes se escudan en la supuesta necesidad de ampliar el catálogo de violencia y derechos humanos pisoteados deberían reconocer que ningún discurso en estas materias puede tener credibilidad si se hace caso omiso de las violaciones de los derechos humanos en el entorno inmediato. Hemos conocido en el pasado muchos casos de esta distorsión, que llevaba a indignarse por los atropellos perpetrados en Israel, Nicaragua, Sudáfrica o Argentina, pero que permanecía ciego ante el asesinato de ciudadanos en el propio pueblo o barrio. Que se insista en las víctimas de ETA no es un capricho ni una aplicación parcial de los derechos humanos; la violencia de ETA es la violencia de carácter político (lo cual no es un atenuante; nadie podría considerar calificar como tal la aplicación de dicho calificativo a la violencia nazi) que más daño ha hecho a las personas y a la convivencia ciudadana en Euskadi en las ultimas décadas, con el agravante de que dicha organización aún está activa. Combatir a ETA es perfectamente compatible con todos los derechos humanos; la contraposición es absurda, y no refleja sino la voluntad de introducir confusión, adoptando precisamente un vocabulario de supuesta defensa de los derechos humanos. Es obvio, y casi avergüenza decirlo, que combatir a ETA no sólo no impide, sino más bien obliga, a luchar también contra la violencia machista, contra la tortura y contra todas las violaciones de derechos humanos. Contraponer unas violaciones a otras es una fórmula que incita a pensar que no hay una preocupación real por ninguna de ellas. Es evidente, por otra parte, que ETA no ha sido la única causante de asesinatos de carácter político en Euskadi en las últimas décadas. Los grupos de extrema derecha o los GAL, con evidentes implicaciones de dirigentes políticos, suman decenas de muertos que son tan víctimas como las de ETA, y a las que se debe hacer justicia en los casos en que ésta no haya actuado (o cumplido su objetivo). Lo que desde el punto de vista político resulta una obviedad es que esa violencia, absolutamente condenable y perseguible, forma parte de un pasado que hacemos bien en recordar para sacar conclusiones, pero no forma parte del paisaje actual del País Vasco. A partir de ahí, uno puede empeñarse en recurrir a ella para incorporar los peros que siempre acompañan a la caracterización de ETA, pero tendrá más dificultades en explicar cuál es el papel que cumple en la política vasca hoy la violencia de los grupos de extrema derecha.

LA DIFICULTAD DE PACTAR CON QUIEN SÓLO QUIERE CONFRONTAR

            En definitiva, lo que la polémica y las tomas de posición de las fuerzas políticas y sindicales nacionalistas revelan es la falta de un acuerdo sobre la caracterización del terrorismo de ETA y lo que supone la pacificación de Euskadi. Se sigue hablando de “una visión parcial y unilateral del conflicto que vivimos en Euskal Herria”, lo cual viene a expresar la consideración desde estos sectores de que la violencia de ETA sigue sin merecer una condena inequívoca y sin paliativos, sino que queda enmarcada en un conflicto del que vendría a ser una dolorosa expresión. Un lenguaje muy cercano al habitual en la llamada izquierda abertzale, y, en consecuencia, que denota la identificación con el análisis de la realidad que hacen la propia ETA y el mundo que le rodea. Es esa ignorancia premeditada de la realidad que representa la organización terrorista lo que conduce a su estimación como un síntoma de un mal preexistente que habría de desaparecer para que realmente el problema tuviera una solución auténtica y duradera. El problema es que ese mal preexistente, ese manoseado conflicto no es sino una débil construcción teórica, útil para mantener un irredentismo permanente, pero carente de base real. En Euskadi hay diferencias sobre la organización política que deba asumir el conjunto del territorio, así como sobre el encaje del mismo en el resto de España. Sustancialmente, lo mismo que puede ocurrir en Cataluña, sin que en uno u otro caso haya ninguna justificación para el recurso a la violencia, dado que la sociedad goza de amplias libertades democráticas y la población elige a sus representantes según modos propios de un país democrático. Mientras esto no sea aceptado y repetido activamente desde los sectores nacionalistas, no será posible organizar una convivencia democrática estable y alcanzar la derrota política del terrorismo.

            ¿Qué hacer ante esta situación? No cabe duda de que es muy difícil intentar acuerdos con quien se niega sistemáticamente a ellos, y además lo hace desde posiciones difícilmente defendibles en un debate racional de las cosas; la posición del PNV en torno al plan responde a esta caracterización: después del acuerdo que parecía haberse alcanzado tras las conversaciones entre el PSE y el PNV, las declaraciones ambiguas y banales (es un buen plan de educación para la paz, pero no un plan de paz, ¿?), o las idas y venidas (primero acuerdo, luego a medias, luego vuelta al rechazo) muestran la poca seriedad con que se aborda el asunto. Que 50 años después de la existencia de ETA, aún estemos echando de menos una actitud clara desde el PNV sobre el tema exime de todo comentario posterior. La única posibilidad de que el nacionalismo se atenga a comportamientos democráticos en esta cuestión es avanzar sin remilgos, e intentar ganar progresivamente a sectores más amplios de la sociedad vasca. Fácil de decir y muy complicado de aplicar; pero si de algo nos sirve la experiencia de los muchos años de existencia de ETA, es que las cesiones a los defensores de lo inaceptable sólo sirven para reafirmarlos en sus tesis.