Francisco Torres Pérez
La integración de los inmigrantes y algunos de sus obstáculos y fronteras

Sumario: I. Algunas notas sobre integración. II. Obstáculos y fronteras para la integración. III. Inserción laboral e integración. La frontera de la segmentación étnica socio-laboral. III. 1. Tendencias a la segmentación e inmigración. IV. Las fronteras del ámbito normativo: jerarquía de derechos y papel del contrato de trabajo. V. La frontera identitaria. Integración y distancia cultural. VI. Para terminar: cambios y responsabilidades.

Existen muy diversas concepciones y prácticas a las que se denominan integra-ción. Dadas sus connotaciones progresistas, políticamente correcto y simpático, se utiliza el término integración para referirse al proceso de inserción social de los inmigrantes que se desea legitimar. Y, en nuestro mundo, como en el de Alicia, quien tiene el poder dice lo que son las palabras, les da contenido.
Así, por ejemplo, en el Plan de Integración de 1994 se establece una concepción de integración basada en la no discriminación, la seguridad jurídico-administrativa y la inserción laboral de las personas inmigrantes. El Programa Greco, recientemente aprobado, no lo mejora. En los dos casos, con diferencias apreciables, se dibuja un cierto proceso de inserción social con unos aspectos característicos.
La integración no es un derecho del inmigrante, es decir del extranjero que vive y trabaja entre nosotros. Hay que recordar como los inmigrantes indocumentados, por su situación administrativa, quedan fuera del proceso de integración que define la administración. La integración se modula como contrapartida a la "buena inmigración". ¿Cómo se define la buena inmigración?. En primer lugar, la inmigración legal y que sea útil y funcional respecto al mercado de trabajo. Se da aquí una doble exigencia muchas veces contradictoria ya que, como veremos, no siempre la lógica económica fomenta la legalidad. En segundo lugar, la "buena" inmigración está compuesta por inmigrantes culturalmente integrables. Hemos descubierto la existencia de inmigrantes inintegrables o, en versiones menos extremas, la necesidad y conveniencia de fomenar una inmigración más "cercana" culturalmente, a la que se presupone una inserción social más sencilla. En tercer lugar, la inmigración digna de integrarse es aquella que está dentro de los límites de nuestra capacidad de recepción (tanto por su número, que no debe rebasar el "umbral de tolerancia" social, como por la rapidez del proceso y de sus consecuencias). Una parte de los mecanismos de la política de extranjería (cupos, sistema de permisos, convenios con países de emisión) se orienta en la construcción de esa "buena" inmigración que pueda integrarse.

I. Algunas notas sobre integración

Como contraste crítico con esta concepción hegemónica de integración y como referencia de mi análisis propondré, sin ningún animo de originalidad, otra idea. Siguiendo a Giménez, De Lucas y otros autores, entenderé por integración el proceso de incorporación de los inmigrantes a la sociedad española en igualdad de condiciones, derechos y deberes, con los nacionales, mediante el cual puedan llegar a ser participantes activos de la sociedad de acogida, conformando también la vida social, económica y cultural, sin que se les imponga el "precio" de la renuncia "a su cultura de origen" (Giménez y Malgesini 1997, p. 204). De esta definición, más normativa que descriptiva y enfrentada a no pocos problemas y obstáculos, resaltaré tres notas que, en mi opinión, deben ser prioritarias a la hora de caracterizar a un proceso de inserción social como integración.
La primera nota es la igualdad de derechos y obligaciones, igualdad que no solo hace referencia al estatus jurídico del extranjero sino también a que reciba un "igual trato" social. La proclamación genérica de igualdad está presente en todos los discursos sobre integración. Las diferencias empiezan a percibirse cuando se abordan los diversos obstáculos y fronteras que impiden la igualdad proclamada. Por ejemplo, la jerarquía de derechos que diferencia y separa entre ciudadano, inmigrante residente e inmigrante indocumentado. O las prácticas socio-laborales que conforman una inferior y desigual inserción de las personas inmigrantes en el mercado de trabajo.
Segunda nota. El trato igual a los nacionales no debe implicar, obligatoriamente, la asimilación cultural de las personas inmigrantes. La aculturación no puede ser un precio a pagar, o a exigir, por la igualdad de trato. Por tanto, esta idea de integración implica el respeto y cierto derecho a la diferencia, que se considera legitima. Hablo de cierto derecho a la diferencia para delimitar esta propuesta del relativismo absoluto .
Por tanto, tenemos diversos problemas de definición y gestión. ¿Cuáles son los límites de la diferencia legítima?. La referencia a la Declaración Universal de los Derechos Humanos nos proporciona una guía valiosa pero no nos resuelve el problema, máxime cuando en su lectura, operativización y concreción ha pesado -de forma decisiva e inconveniente- el etnocentrismo occidental. Por otro lado, además de las normas y cultura propias de cada grupo, deben existir una serie de valores y normas comunes, colectivos, que sustentan la vida social. ¿Cuáles son esos valores y normas?. Dado que éstos son constructos sociales, históricos.... ¿Cómo y quienes los determinan? ¿Cómo se modifican, adecuándose a una realidad cambiante?.
En tercer lugar, esta concepción de integración pone el acento en la interacción. No apunta a conseguir una mera coexistencia entre colectivos de inmigrantes y sociedad receptora. No aspira a una sociedad de grupos étnicos, más o menos cerrados, cada uno en su nicho socio-cultural, y cuyos miembros interaccionan básicamente en el mercado. Se alude a una interrelación en los distintos ámbitos de la vida social, a un proceso de ajuste mutuo y adaptación cultural. Se defiende la continuidad recreada de cada cultura y amplios espacios de cultura común, nacida de la interrelación y del mestizaje, base para la negociación y ajuste de los valores y normas básicas de la convivencia de todos. En este sentido, este concepto de integración no es multiculturalista sino intercultura-lista .
La interacción nos remite a otro aspecto de un proceso de integración. Que se trata de una relación entre dos partes: la sociedad receptora y los colectivos de inmigrantes. Si no concebimos la integración como simple asimilación, hemos de concluir que es una relación que requiere un esfuerzo por las dos partes y, como consecuencia, las dos partes cambian. Indudablemente, los inmigrantes modifican sus costumbres, hábitos y normas de vida; la sociedad de recepción también se transforma. La cultura musulmana propia de una parte de los inmigrantes se rehace en los países europeos, adaptándose. También deberíamos hacerlo nosotros, por ejemplo, considerando plenamente legítimo que los minaretes de las mezquitas sean un elemento del paisaje urbano como las torres de las iglesias. El resultado es una sociedad más compleja que, en parte, mantienen sus características anteriores más o menos adaptadas y, en parte, incorpora elementos nuevos y diferentes como consecuencia de contar con unos nuevos miembros: los inmigrantes.
Obviamente, ni la sociedad de recepción ni los colectivos de inmigrantes constituyen dos bloques homogéneos. La sociedad receptora está cruzada por diferencias de posición socio-económica, diversidad de recursos y poder y una coexistencia heterogénea de identidades complejas. Los diversos grupos de la sociedad receptora no tienen por qué coincidir en la visión de la inmigración, en su relación real o imaginaria con ella, y en lo que se considere una adecuada gestión del fenómeno. Por su parte, la inmigración además de su diversidad de género, país y cultura de procedencia, es también heterogénea por su diversa inserción, las diferentes estrategias que adoptan y las dinámicas que se generan. Unos y otros, desde su heterogeneidad, no son objetos pasivos de una relación de integración. También la modulan. Un proceso de inserción social adoptará unas características u otras, en función de las políticas, estrategias, líneas de acción y prácticas sociales que adopten poderes públicos, agentes sociales y la gente común de la sociedad de recepción. Los colectivos de inmigrantes, con muy desigual incidencia, también desarrollan las dinámicas y estrategias que consideran más acorde con sus intereses.
Hay que destacar, también, que el proceso de integración supone una relación desigual, pues se da una desigualdad básica, radical, entre los dos polos de esta relación. Uno de ellos, la sociedad receptora, tiene la posición dominante por su factor numérico, el funcionamiento socio-económico y la normativa legal que la regula, así como por su imaginario identitario que le da cohesión y legitimidad. Los inmigrantes tienen una posición "inferior" dado que constituyen una minoría, extraña y extranjera, que intenta hacerse un espacio social que le permita iniciar una nueva vida.
Esto que es una obviedad interesa resaltarlo. En buena lógica, también la respon-sabilidad de las dos partes es desigual. Qué el proceso de integración tenga éxito, no genere sufrimiento y tensiones innecesarias y se desarrolle con unos mínimos de calidad democrática es responsabilidad -sobre todo-- de la sociedad receptora, ya que ésta ostenta la posición dominante y dispone de mayor poder. Por citar un aspecto de actualidad, somos nosotros, los nacionales, los que determinamos mediante nuestros representantes políticos la Ley de Extranjería y el marco de derechos de los inmigrantes, que constituye punto de partida de cualquier proceso de integración. Esta responsabilidad comporta una serie de obligaciones por parte de la sociedad de recepción, a las que luego aludiré. Sin embargo, en general, se suele hablar poco de nuestra responsabilidad y se pone en primer plano las obligaciones y deberes de los inmigrantes. Es sobre el inmigrante sobre el que recae el esfuerzo y la carga de la prueba.

II. Obstáculos y fronteras para la integración

Todo proceso de inserción social es complejo y multidimensional. Entender la integración como proceso destaca su carácter temporal, histórico, cambiante y dinámico. La integración no es algo que se da de forma más o menos inmediata, ni de una vez por siempre. La integración se hace en un periodo de tiempo, se suele señalar dos generaciones, y se modifica de acuerdo con el cambio de las condiciones socio-económicas, las leyes, las realidades identitarias y las fuerzas sociales operantes.
La integración es un proceso multidimensional pues la vida en común, en sociedad, lo es. Apuntaré aquí, de forma sucinta, algunas de estas dimensiones. En primer lugar, la dimensión normativa, es decir el estatus legal y la relación con la ciudadanía. Sin embargo, el reconocimiento de un amplio marco de derechos es condición necesaria pero no suficiente para un proceso de integración, como nos muestra la marginación y exclusión secular que padece el pueblo gitano, aun a pesar de estar compuesto por ciudadanos y ciudadanas españolas con plenitud de derechos sobre el papel. Otra dimensión básica es la socio-económica, la consecución de un trabajo que permita la autosuficiencia económica y unas condiciones de vida "dignas", de acuerdo con los estándares de la sociedad de recepción. El trabajo no solo supone una fuente de ingresos sino la inserción en unas relaciones y prácticas socio-laborales concretas. La integración dependerá, también, de los contextos sociales generados por el tipo de inserción socio-espacial, la vivienda y ubicación de ésta, las relaciones vecinales que se establecen, la interacción en los espacios públicos . Destacaré, por último, la importancia de la dimensión socio-cultural e identitaria es decir el conjunto de representaciones sociales, valores y símbolos, con el que nos reconocemos nosotros y "vemos" a los inmigrantes y que orienta nuestra acción.
En cada una de estas dimensiones existen diferentes límites o fronteras que frenan, dificultan extraordinariamente o hacen imposible un proceso de integración, como el definido al inicio. Como las divisiones territoriales entre estados, las fronteras a las que aludo son históricas, cambiantes, construidas socialmente mediante el dialogo y, más a menudo, la fuerza. Responden a poderosas dinámicas sociales, aunque son modificables y se han modificado a lo largo de la historia. Son fronteras que generan obstáculos y acumulan riesgos para un proceso de integración . En este texto me centraré en tres ámbitos del proceso de integración: el socio-económico, el normativo y el identitario cultural y me referiré a la frontera de la segmentación étnica socio-laboral, la frontera de la ciudadanía, la frontera del trabajo formal y la frontera identitaria. No pretendo plantear soluciones; mi pretensión es más modesta: delimitar problemas y ayudar al debate.

II. Inserción laboral e integración. La frontera de
la segmentación étnica sociolaboral

La legitimidad social de la inmigración se basa en la contribución económica de las personas inmigrantes (razón a la que, en los últimos años, se añade su efecto demográfico positivo en una sociedad crecientemente envejecida). El discurso dominante podría expresarse así: la inmigración es legítima en cuanto responde a las necesidades de mano de obra; la inmigración no puede ser una carga sino una aportación a la actividad económica y al sistema financiero de la Seguridad Social mediante el trabajo formal que, además, proporciona al inmigrante la autosuficiencia económica . La buena inmigración es la que atiende a nuestras necesidades económicas.
En coherencia, la inserción laboral de los inmigrantes se realiza de acuerdo con un doble criterio. En primer lugar, el principio de preferencia nacional, "primero los de casa", que adopta diversas expresiones. El cupo se fija atendiendo a la situación nacional de empleo (art. 39 LO 8/2000); igualmente, de acuerdo con el número de parados autóctonos puede denegarse la concesión inicial del permiso de trabajo (art. 38.1 LO 8/2000). La preferencia nacional se normativiza, se proclama en los discursos públicos sobre la extranjería, en la "opinión publicada", y forma parte del "sentido común" que informa y modula las prácticas socio-laborales. La preferencia nacional se argumenta de muchas formas. La prioridad de los trabajadores españoles se expresa no sólo como mayor derecho del nacional (en caso de competencia), sino argumentando que están más preparados o que son más eficaces, lo que muchas veces no responde a la realidad .
La inserción laboral de los inmigrantes se orienta, en segundo lugar, a cubrir los sectores y "nichos" laborales que por sus condiciones de trabajo, remuneración y percepción social, no son atractivos para los trabajadores y trabajadoras españolas que, en general, cuentan con mayores recursos (apoyo familiar, redes de relaciones y prestaciones sociales) lo que le permite mayor libertad de elección. En contra del tópico neo-liberal, el Estado de Bienestar ha aumentado la libertad de elección de mucha gente, dándole mayor capacidad de maniobra frente a la lógica del mercado. Muchas veces se prefiere continuar parado, aun con prestaciones mínimas, que realizar un "mal" trabajo.
La coexistencia de paro y de demanda insatisfecha de mano de obra, en sectores deter-minados, es una de las razones que ha hecho cambiar la política comunitaria desde unos planteamientos de "inmigración cero" a otros de inmigración controlada .
Nos hacen falta personas inmigrantes para el servicio doméstico y el cuidado de personas dependientes; para las tareas de peonaje agrícola, tanto de la agricultura tradicional renovada como de la agricultura industrial; también, como peones en la construcción o la hosteleria. Son sectores marcados, en particular en sus puestos más bajos, por salarios reducidos, penosidad física, alta tasa de temporalidad y movilidad geográfica y con una escasa regulación (lo que tiene importantes consecuencias en el caso de las personas inmigrantes, dado su carácter de extranjero). Orientamos a las trabajadoras y trabajadores extranjeros hacia esos sectores tanto con medidas norma-tivas (contingente, limitación del permiso de trabajo inicial a un determinado territorio, sector o actividad) como por el funcionamiento de las relaciones y prácticas socio-laborales.
Las personas inmigrantes se insertan laboralmente "por abajo" , en sectores y
trabajos en peores condiciones que la media, en empleos precarios, descualificados y con escaso prestigio social, lo que dificulta obviamente el proceso de integración. Sin embargo, de acuerdo con nuestro funcionamiento social, es lógico que así sea. De hecho, así sucedió con los sucesivos movimientos migratorios en la Europa de la postguerra. Este handicap inicial se paliaba con el tiempo, no sólo por el esfuerzo del recién llegado, sino por diversos factores sociales. La centralidad de una cultura del trabajo que ofrecía, incluso para los estratos más bajos, un sentido de realización social, diversos mecanismos de identidad, inclusión y encuadramiento social compartidos (los sindicatos, la clase) y una autosuficiencia económica personal. La acción del Estado de Bienestar y el largo período de expansión económica sostenida facilitaron la integración mediante la movilidad social ascendente y el desarrollo de tendencias inclusivas. Muchas veces, los puestos más bajos dejados libres por unos inmigrantes eran sustituidos por la siguiente remesa de recién llegados. En Alemania, los españoles sustituyeron a los italianos y, con el tiempo, fueron sustituidos por los turcos. La integración se basaba en el trabajo productivo y formal que era, y es aun con crecientes problemas, el eje de socialización de nuestras sociedades europeas. El trabajo integraba como miembros activos de la sociedad, reconocidos y autosuficientes. El trabajo formal y la cotización derivada constituyen, además, la puerta de acceso a las redes de seguridad y servicios que configuran una parte importante de la ciudadanía (tal y como se ha entendido en Europa Occidental en las últimas décadas).

III. Tendencias a la segmentación e inmigración

Hoy, podemos constatar que se dan diferencias muy notables, diferencias que operan como notables obstáculos para la integración de los inmigrantes.
En primer lugar, las tendencias a la segmentación del mercado de trabajo alentadas tanto por los cambios tecnológicos, las nuevas formas organizativas y la globalización (Castells 1997) como por la política económica neo-liberal, hegemónica desde la década de los 80. A un lado, las ocupaciones formales "con todas las de la ley" que dan seguridad, reconocimiento y facilitan la integración social. En el otro, el paro y la economía sumergida, por definición "alegal". En medio, las variadas formas de eventualidad, precarización y perdida de derechos, que se han ampliado con contratos de aprendizaje, a tiempo parcial, por servicio determinado, y que tienen su plasmación en las ETTs y los miles de "mensakas" y "pizzeros" que recorren nuestras calles. La conjunción entre integración social basada en el trabajo formal y segmentación del mercado de trabajo configura dos terrenos: los de "dentro" y los de "fuera", con diversas situaciones intermedias. Se habla de "dualización", "polarización", "deses-tructuración"... con la constatación común de una creciente desigualdad. Tenemos así planteado un problema básico: la sociedad que estamos construyendo integra mal a una parte importante de sus propios miembros nacionales (y los constituye como pobres, marginados y habitantes de los límites).
Paralelamente, la cultura del trabajo ha perdido parte de su funcionalidad social. No hace falta compartir los análisis de Rifkin, Gorz, Beck u otros sobre el fin del trabajo o sus radicales transformaciones, para constatar que determinados trabajos, relaciones y prácticas laborales difícilmente pueden ofrecer una realización social o constituir una identidad apreciada y reconocida. Igualmente, junto a la creciente fragmentación de los grupos de trabajadores y los cambios en la relación capital/trabajo, los sindicatos pierden parte de su papel integrador, unificador. Entre otros motivos, porque el modelo de sindicalismo de gestión y servicios imperante se centra -por su propia lógica- en los sectores de trabajadores fijos. Añadir, también que el simple trabajo no garantiza -como lo hacía generalmente en el pasado- la suficiencia económica, como demuestra el fenómeno de la "nueva pobreza" uno de cuyos sectores lo constituyen trabajadores y trabajadoras en activo cuyos ingresos y situaciones de riesgo (inserción laboral precaria o en economía sumergida, hogares monomarentales, jóvenes aprendices con trayectorias de fracaso escolar, etc.) no les permiten salir de la pobreza y exclusión social. Señalar, por último, que la movilidad social ascendente es mucho más selectiva que en el pasado incluso en períodos de expansión económica: no se da en todos los grupos sociales; no depende ya del simple trabajo, sino de la cualificación, conocimiento y capacidad de "autoprogramación" del trabajador.
Según Castells, las divisiones fundamentales del mercado de trabajo se establecen entre trabajadores "autoprogramables" y "genéricos". Éstos que no aportan sino su capacidad bruta de trabajo son reemplazables y eventualmente "desechables", bien sea por recesión o porque su "valor como trabajadores/consumidores se ha agotado y de cuya importancia como personas se prescinde" (Castells 1998, p. 380). El inmigrante extracomunitario representa el paradigma del trabajador "genérico" que, además, no tiene la cobertura de seguridad y cohesión que proporciona la ciudadanía.
Estas tendencias generales se articulan y refuerzan, en el caso del Estado Español y otros países mediterráneos, con una tradición de sectores desregularizados. Podía pensarse, en la década de los 70, que jornaleros y chachas constituían relaciones laborales premodernas, sin contrato ni representación, que el simple desarrollo econó-mico se encargaría de hacer desaparecer. Hoy, sin embargo, constatamos que la "nueva" economía (tecnificada, orientada a los mercados globales, flexible) y la calidad de vida de los capas medias son perfectamente compatibles con las viejas prácticas de eventua-lidad, sobreexplotación y máxima flexibilidad del jornalero o la chacha más tradicional. Más todavía, el buen funcionamiento -en términos de beneficio-- de algunos de estos sectores requieren de este tipo de relaciones. Es el caso de la agrícultura industrial mediterránea, marcada por la demanda estacional, en zonas de Huelva, Almería, Murcia, y de forma más modulada País Valencià y Catalunya. La industria alicantina de zapatos y juguetes ha mantenido y transformado la red de talleres clandestinos que es clave en su competitividad internacional. Por otro lado, mantener barata la calidad de vida conseguida por amplísimos sectores medios implica, entre otras cosas, del trabajo de las mujeres que "por horas" -barato y sin vínculo laboral-- limpian las casas y cuidan de niños y ancianos.
El conjunto de estas tendencias: segmentación del mercado de trabajo, tendencia a la "dualización" social, extensión del fenómeno de la "nueva pobreza", aumento de dinámicas y prácticas socio-laborales con riesgo de exclusión social... afectan de lleno a los colectivos de inmigrantes y constituyen obstáculos específicos a su integración.
Como ya se ha dicho, los sectores laborales hacía donde orientamos la actividad de los inmigrantes -de forma obligatoria en el primer permiso- son sectores escasa-mente regularizados y puestos de trabajo poco atractivos. En muchas comarcas y ciudades, los jornaleros, los peones de construcción, los pinches de la hostelería y las limpiadoras adquieren una nueva visibilidad; la que les concede su color, etnia o procedencia distinta. Podemos constatar una creciente segmentación étnica socio-laboral que, obviamente, es jerárquica, desigual, funcional para la buena marcha de estos sectores económicos y que, por tanto, tiende a legitimarse (por el mayor derecho del nacional y por la mejor preparación o eficiencia de los autóctonos).
En segundo lugar, esta frontera de la segmentación étnica del mercado opera en un marco social en el que -respecto a la época clásica del Estado de Bienestar- han aumentado las tendencias de exclusión y están más débiles los mecanismos correctores inclusivos (consecuencia del recorte relativo de la acción social del Estado). Por tanto, el riesgo de cronificación de dicha segmentación étnica es mayor y con ello aumenta como obstáculo para un proceso de integración, al menos en cuatro sentidos. En primer lugar, se hace más difícil la mejora y movilidad social ascendente, propia o de los hijos e hijas, lo que facilita la consolidación de una estructura social etnificada. En segundo lugar, la identificación entre determinados puestos -poco apetecibles- e inmigrantes no contribuye a generar una imagen positiva de éstos (de sus habilidades, potencialida-des, etc.). De acuerdo con los contextos sociales, esta segmentación étnica del mercado de trabajo puede facilitar la segregación socio-espacial como en el caso de la agricultura intensiva mediterránea . Señalar, por último, que la estratificación étnica constituye una mala base que suele agudizar los problemas o conflictos que pueden presentarse en todo proceso de integración.
Las tendencias a la segmentación étnica socio-laboral son importantes y poderosas, pero no constituyen los únicos factores que conforman las inserciones socio-laborales de los inmigrantes que adoptan formas bastante diversas y con desiguales consecuencias para un proceso de integración. La inserción socio-laboral es el resultado de la articulación compleja de tendencias socio-económicas globales, relaciones y prácticas laborales concretas, en contextos determinados, de la intervención de las administraciones públicas y de la acción y estrategia de los diversos agentes sociales (empresarios, sindicatos, propios inmigrantes).

IV. Las fronteras del ámbito normativo: jerarquía de derechos y papel del
contrato de trabajo

La normativa española sobre extranjería establece, de forma similar a lo de otros Estados europeos, una jerarquía de derechos según el estatus político y administrativo de la persona. Se distingue así entre nacionales, inmigrantes residentes e ilegales. La Sentencia Tribunal Constitucional 107/1984 (en adelante STC 107/1984) formula esa triple distinción distinguiendo tres tipos de derechos. Los derechos que corresponden a toda persona, en cuanto tal, propios de la dignidad humana. Los derechos de modulación legal, dependiendo de lo que establezcan los Tratados y las leyes. Y, por último, los derechos exclusivos de los españoles de los que el Constitucional destacaba el derecho de sufragio. Esta jerarquía de derechos implica el establecimiento de dos fronteras. Por arriba, la frontera de la ciudadanía que separa a nacionales y residentes. Por abajo, la frontera de la ilegalidad que construye a los indocumentados como parias sociales.
Centrémonos en la demarcación superior, la frontera de la ciudadanía. La frontera de la ciudadanía tiende a presentarse y legitimarse como algo "natural" cuando es tan sólo la muestra de una forma de organización e identidad social ligada al modelo de Estado-nación. Cada vez parece más evidente la contradicción entre un mundo más globalizado, el discurso universalista de los derechos y la ciudadanía como frontera de exclusión de los inmigrantes. A diferencia de lo que sucedió en el origen de los Estados modernos, la ciudadanía lejos de constituir un factor de inclusión e igualdad, supone hoy "el último privilegio de estatus, ... un factor de exclusión y de discriminación" (Ferrajoli 1999, p. 32). La ciudadanía que se niega a los inmigrantes tiene una doble dimensión que conviene enfatizar (De Lucas, 1998a). Por un lado, la ciudadanía como estatus, título que legitima y habilita para el acceso a los derechos en igualdad de condiciones que el resto de nacionales. Por otro, la ciudadanía como participación, como capacidad y legitimidad para ser uno más del grupo de iguales que decide sobre las leyes que afectan a todos. O, al menos, elegir a los gestores públicos y tener una incidencia relativa sobre sus decisiones a través del voto en sus manos, iniciativas, grupos de presión u otros.
¿Cómo se concreta esta frontera de la ciudadanía?. Antes hacia referencia a la jerarquía de derechos que establece la STC 107/1984. Desde dicha sentencia se ha dado una evolución de la doctrina constitucional en un sentido inclusivo , de forma que de la "clasificación tripartita inicial se ha pasado a sostener que (los inmigrantes) son titulares de todos los derechos constitucionales, salvo el art. 23 CE" (Aja 1997, p. 18), es decir el derecho al sufragio y el acceso a la función pública. Si pasamos de la normativa española a la europea hay que recordar la Comunicación (2000) 757 de la Comisión de la Comunidades Europeas sobre una Política comunitaria de inmigración. En ella, la Comisión aboga por conceder a los inmigrantes "derechos y obligaciones comparables a los de los ciudadanos de la UE" . Como desarrolla De Lucas en otro texto de este volumen, dicho reconocimiento de derechos se concibe de forma gradual y se relaciona con la duración de la estancia. Estos derechos y obligaciones deberán ser acumulativos, culminando con el statuts de residente permanente. El límite se centra, nuevamente, en los derechos políticos, en la ciudadanía como participación, que la Comunicación no reconoce a los residentes.
Así pues, las lecturas más abiertas e inclusivas de la normativa -de las que he citado dos-- nos establecen con claridad la concreción de la frontera. De acuerdo con el art. 23 CE, el inmigrante aun residente carece del derecho de sufragio activo y pasivo y del derecho de acceder a funciones y cargos públicos. Veamos su implicación.
El acceso vetado a la función pública es bastante más que una discriminación simbólica. Tienen importantes consecuencias ya que las diversas administraciones públicas han constituido una fuente importante, la más importante durante las dos pasadas décadas, de puestos de trabajo (que, además, tienen el atractivo de la seguridad que confiere su carácter funcionarial). Esta exclusión, que no rige para los extranjeros comunitarios que si pueden presentarse a oposiciones, se puede modular en la actualidad o en un futuro de acuerdo con las necesidades. Así, el art. 10.2 de la LO 8/2000 establece que los extranjeros residentes podrán acceder como personal laboral al servicio de las Administraciones públicas que, como sabe cualquiera que conoce la administración, se centra en personal de oficios (peones, basureros, jardineros). Igualmente, ante la falta de atractivo de la oferta de plazas de soldado profesional, el Ministerio de Defensa ha avanzado la idea de contratar inmigrantes como clase de tropa (eso sí, matizando de inmediato que están pensando en inmigrantes latinoamericanos por la afinidad de lengua y cultura). Decisión que muestra además la evolución, social y simbólica, de la milicia desde la tradicional concepción de "los ciudadanos en armas" al moderno ejercito profesional que, simplemente por pudor, no llamamos mercenario.
Vemos como los derechos políticos constituyen el núcleo duro de la frontera de la ciudadanía. Otras sesiones de este workshop han desarrollado este aspecto. Me limitaré a señalar aquí que la frontera es, también, social. Es decir que existe un amplísimo consenso que legitima esta frontera para la integración. Apuntaré en su contra tres razones. La primera razón es pragmática. Si se priva de los derechos políticos a los inmigrantes residentes sus necesidades, anhelos y propuestas no cuentan en el ámbito institucional, dado que los colectivos de inmigrantes no proporcionan votos. En estas circunstancias, el ejercicio de otros derechos y sus condiciones de inserción resultan disminuidos. Una segunda razón es normativa. La negación de los derechos políticos a personas que viven en el país desde hace años, trabajando, formando familias y pagando sus impuestos, contradice los valores básicos de la democracia liberal. Mi tercera razón es simbólica. Si se excluye a los inmigrantes residentes del grupo de iguales que, mediante las elecciones, establece las normas del "contrato social" construimos a los inmigrantes como ciudadanos de segunda, junto a otros grupos de "incapaces" (menores de edad, enfermos mentales) o de "indeseables" (penados).
Superar esta frontera de la ciudadanía supone desvincular el derecho de voto de las dos dimensiones de la ciudadanía occidental: la nacionalidad, como miembro de la nación, y la ciudadanía estatal, como expresión de una soberanía, la de la comunidad de ciudadanos . El derecho de voto no puede depender de la identidad nacional, es decir de la consideración propia y aceptada por el resto de que se es miembro de la nación que, de forma real o imaginaria, sustenta dicho Estado. Este principio es más difícil de sostener en estados plurinacionales, como el Estado Español, con diversas identidades nacionales repartidas de forma heterogénea en el territorio. Igualmente, el derecho de voto al inmigrante residente, como justa contrapartida a su esfuerzo de trabajo e inserción durante años, no puede subordinarse a disponer de un DNI, es decir a que el Estado lo reconozca como nacional (máxime cuando tenemos la experiencia del carácter bastante restrictivo del acceso a la nacionalidad en los países europeos).
Si desanclamos el derecho de voto de sus antiguos vínculos hay que reanclarlo en otro: la residencia. Por tanto, superar la frontera de la ciudadanía supone vincularla a la residencia durante una serie de años y conceder el derecho de voto a los inmigrantes que dispongan del permiso de residente permanente. Al menos, habría que plantearse el derecho de sufragio en las elecciones locales como ya existe, desde hace años, en Irlanda, Suecia, Dinamarca, Noruega y Países Bajos. Puestos a ser europeístas, ¡imitemos lo bueno!.
Dentro de la jerarquía de derechos, me referiré ahora, al límite inferior: la frontera de la ilegalidad. Es decir, la gestión de la bolsa de indocumentados. En general, la actitud de los gestores públicos ante los inmigrantes indocumentados es ambivalente y oscila entre la inexistencia y la penalización extrema.
La táctica del silencio es ya antigua. El Plan de Integración de 1994 no hacia referencia a los indocumentados. Se actúa como si no existieran. Ha sido recientemente, con la "doctrina Matutes", cuando la táctica de la ignorancia se ha teorizado. Ante las críticas de imprevisión al Gobierno central, después de los sucesos de El Ejido, el entonces ministro argumentó que dado "el carácter ilegal" de los inmigrantes de la zona era "como si no existieran para la Administración". Este mismo año, el Defensor del Pueblo ha avalado similar lógica. En su Resolución sobre recurso de insconstitucionalidad de la LO 8/2000, la oficina de Múgica argumentaba que ante la "imposibilidad manifiesta de poder otorgar una regulación jurídica coherente a las situaciones de ilegalidad ... resulta perfectamente explicable la actitud del derecho convencional, operando como si esas situaciones no existieran, y guardando un escrupuloso silencio sobre ellas". Los silencios del derecho convencional a que alude Múgica son selectivos (suelen referirse a derechos y aspectos de integración) y, en general, poco inocentes (cumplen una funcionalidad).
Además, el derecho no sólo guarda silencio sino también penaliza la condición de indocumentado y los construye como parias sociales. Éste es el mayor y más negativo efecto de la frontera de la ilegalidad.
En mi opinión, el trato a los indocumentados es el mayor problema de la LO 8/2000, como los acontecimientos de Murcia han puesto, dramáticamente, de manifiesto. La nueva Ley construye a los indocumentados como inintegrables. El no reconocimiento de los derechos de reunión, manifestación, asociación, sindicación y huelga para los inmigrantes indocumentados, es inaceptable, tanto por elemental cultura democrática, por sus consecuencias prácticas para los inmigrantes, como por su efecto simbólico: si los indocumentados no son merecedores de derechos fundamentales se legitima su estatus de paria. Además, se elimina la asistencia jurídica gratuita, en los diversos procedimientos, y la ayuda a la vivienda reconocidas por la ley 4/2000 para los indocumentados inscritos en el padrón. De los derechos más significativos solo se mantienen en su redacción primigenia la sanidad y la educación. En la práctica, además, estos derechos están condicionados por el trato que la nueva ley otorga a los indocumentados. ¿Qué derecho consistente puede haber cuando se ha convertido en motivo de expulsión la simple estancia irregular o trabajar sin tener permiso?. O cuando el Delegado del Gobierno para la Extranjería, Fernández Miranda, llego a solicitar a los Ayuntamientos que no empadronasen a los indocumentados, constituyendo el empadronamiento un requisito básico para acceder a la tarjeta sanitaria. Si por un lado, la ley 8/2000 hace más penosa y injusta la situación de las personas indocumentadas, por otro dificulta de forma extraordinaria el acceso a la legalidad de la bolsa de indocumentados (la vía que establecía la ley 4/2000, acceso al permiso tras dos años de residencia, se ha convertido ahora en cinco años o haber dispuesto anteriormente de un permiso). Por último, la ley sanciona con la expulsión el simple hecho de encontrarse indocumentado. Esta amenaza tiene una doble consecuencia. Declara, en primer lugar, que un indocumentado es un inintegrable ya que merece la expulsión. Supone, en segundo lugar, una situación de grave inestabilidad personal, social y emocional para las personas afectadas y aumenta su vulnerabilidad.
La LO 8/2000 trata al hombre y la mujer indocumentada como "no persona". No es sujeto de derechos fundamentales, se le niegan garantías básicas no ya de un Estado democrático y social sino simplemente liberal, se le aparta -expulsándolo, real y simbólicamente-- de la sociedad. Esta situación de parias sociales, sin vías de "normalización" ágiles, consolida una bolsa de marginación y exclusión que puede ser muy funcional en determinados sectores productivos pero un desastre en términos de convivencia, calidad democrática y cohesión social. Por otro lado, una ley "disuasoria" como la 8/2000 recién aprobada, no evita la inmigración indocumentada sino que la hace más penosa; aumentará el precio y riesgo de la patera. En un marco de control férreo y restrictivo de fronteras, la inmigración indocumentada obedece a una doble necesidad: la suya de trabajar y la nuestra de obtener mano de obra barata. El verdadero efecto "llamada" no lo constituye un exceso de derechos, como argumentaba el PP para legitimar su reforma, sino la atracción de la economía sumergida y el empleo informal (cuyo papel en la inmigración indocumentada se reconoce, de forma clara, por la Comisión de las Comunidades Europeas en COM(2000) 757, p. 5). Tampoco los indocumentados van a regresar a sus países, como ha dejado bien claro el fracaso de la operación "retorno al Ecuador". La bolsa de indocumentados existe y existirá. El reciente proceso de regularización extraordinario ha paliado, pero no resuelto el problema. Sin embargo, si se niegan derechos a los indocumentados, se llama a no empadronarlos ni a afiliarlos, si hacemos más difícil su regularización... estamos facilitando su explotación, sea por mafias o por empresarios poco escrúpulos. Al aumentar la vulnerabilidad de los inmigrantes indocumentados, una ley "disuasoria" hace de ellos y ellas las víctimas de una situación de la que no son responsables. La hermana de una ecuatoriana fallecida en el accidente de Lorca lo expresaba muy bien. Tras recordar que las furgonetas cargadas con indocumentados atraviesan el campo murciano por carreteras secundarias, mal asfaltadas y peor señalizadas, para evitar posibles controles, afirmaba "no, no le engaño... a mi hermana Gladys no sólo la mató el tren" (El País, 5-I-2001).
No hay que insistir en las consecuencias negativas que supone para los afectados y afectadas esta exclusión, que aumenta su vulnerabilidad y desprotección, al mismo tiempo que consolida su estatus de paria social. Además, estamos hablando de muchos miles de personas. Además, las fronteras entre la situación legal e ilegal son muy fluidas, ya que el carácter legal depende del contrato de trabajo, algo que no siempre se consigue. Muchos y muchas inmigrantes han pasado por la experiencia de no tener papeles. Por otro lado, dada la inseguridad de su situación, los documentados de hoy pueden ser indocumentados mañana.
La exclusión de los indocumentados plantea dos grandes problemas. Uno, la injusticia y sufrimiento humano de esos hombres y mujeres. Dos, que dicha situación, repercute negativamente sobre la situación de todos los inmigrantes. El "mal trato" a los indocumentados "desestabiliza" la situación incluso de los regulares ya que, por sus empleos precarios, la renovación del permiso no siempre es sencilla. Los hace más vulnerables a aceptar condiciones peores de trabajo para conseguir el ansiado contrato. Por otro lado, para legitimar la exclusión de los indocumentados se les suele criminalizar (empezando por su denominación, ilegales). La criminalización del indocumentado proyecta connotaciones negativas, ilegales, sobre todo el colectivo.
La frontera del trabajo formal. Otro obstáculo que genera nuestra normativa es la identificación entre residencia legal y contrato formal de trabajo y las consecuencias que se derivan de esta identificación. El conjunto del sistema de permisos, y particularmente, la concesión del permiso permanente, se asocia a la realización de un trabajo formal, con contrato y cotización a la Seguridad Social. En buena medida, esta identificación es la plasmación normativa de la concepción que se tiene de la buena inmigración que radica, como hemos visto, en su inserción laboral. En este sentido, la ley actual no hace sino mantener la concepción proclamada en el Plan de Integración de 1994: "la estabilidad en la ocupación representa un requisito imprescindible no ya para la integración, sino para la mera estancia".
La exigencia de contrato tiene, como Jano, dos caras. Una inclusiva y otra excluyente. El contrato constituye tanto una prueba de la contribución económica que se realiza, como un elemento básico de integración. Supone el acceso, vía la cotización, a la red de protección de la Seguridad social y anexas, facilita la realización del trabajo en similares condiciones a los compañeros autóctonos y dificulta la explotación. La exigencia del contrato también excluye. Excluye a quien no pueda disponer de un contrato aunque realice una actividad económica; en ese caso, no podrá legalizar su situación en nuestro país o puede perder su condición legal si no consigue renovar su permiso. En estas situaciones se encuentran muchos y muchas inmigrantes que se insertan laboralmente en sectores y actividades poco regularizadas, cuando no en la economía sumergida que, por definición, no hace contratos.
La identificación normativa entre contrato y legalidad en un contexto de "dualización" del mercado de trabajo y la posición que ocupan en él los inmigrantes, produce el resultado perverso de generar indocumentados. En particular cuando, como sucedió en buena parte de la década de los 90, el permiso y su renovación se restringía a un sector, actividad laboral o provincia (lo que reducía, todavía más, las posibilidades de mantenerse legal). Hoy continua siendo muy difícil hacerse con un contrato de trabajo como prueba, en mi opinión, que el 26% de los inmigrantes irregulares acogidos al Proceso de regularización extraordinario 2000 declaran residir cuatro o más años de estancia en nuestro país (véase texto de Izquierdo en este volumen).
Que la propia normativa genere indocumentados, o dificulte su "normalización", es una paradoja que expresa la relación contradictoria entre la inserción socio-laboral de los inmigrantes y las exigencias de la normativa. Sus requerimientos son contradictoios. Por un lado, los orientamos a sectores poco regularizados, de economía informal y sumergida... donde no suelen abundar los contratos (ni para autóctonos ni para inmigrantes). Por otro, les exigimos un contrato de trabajo como requisito de legalidad. Un ejemplo paradigmático lo constituye el servicio doméstico, como analiza Mestre (1999). La normativa que lo regula como relación laboral especial, el Real Decreto 1424/1985, permite que el contrato pueda ser escrito u oral y que la mayor parte de las condiciones laborales se dejen al acuerdo entre las partes, en aras de la flexibilidad de las necesidades familiares, el ámbito privado que constituye el "hogar" y la consideración del trabajo doméstico como "no trabajo". En servicio doméstico, el empleador no tiene obligación legal, ni costumbre, de contratar por escrito. Sin embargo, de acuerdo con la normativa de extranjería la inmigrante necesita el contrato formal para legalizar su situación. Dada la situación de desigualdad en la relación entre empleador o empleadora y empleada muchos veces no hay contrato o el precio de éste es muy alto (se declara el mínimo de horas y las extras van gratis).
La identificación normativa entre contrato y legalidad presenta no pocos problemas en nuestro contexto actual. Dificulta mantenerse en la legalidad o acceder a ella desde una situación de indocumentado. Genera inestabilidad e inseguridad respecto al futuro más inmediato. Garantizar una oferta de trabajo o la prorroga del trabajo actual es vital para la renovación del permiso, lo que genera la "obsesión documental". En estas circunstancias, coaccionado por el ansiado contrato, el inmigrante se encuentra más indefenso ante situaciones de abuso y explotación. El obstáculo de la exigencia del contrato formal se diluye con la residencia permanente que exime del permiso de trabajo (art. 41.3 LO 8/2000). A los cinco años de acreditar trabajo, contribución a la Seguridad Social, permisos renovados se considera que ya se ha probado -de forma fehaciente-- que se es un buen trabajador.
Otro problema que presenta la identificación entre contrato de trabajo y permiso es la reducción de la valoración del grado de inserción laboral y social del inmigrante al contrato formal. No se trata de infravalorar la importancia de disponer de un contrato, particularmente en el caso de los inmigrantes. Se trata de no hacer del contrato la condición sine qua non para el carácter legal del inmigrante, la única prueba de autosuficiencia económica y arraigo social.
¿Son posibles otras formulas?. Cabría potenciar, por supuesto, que el trabajador o trabajadora inmigrante disponga de contrato pero establecer otras "pruebas" de arraigo social y autosuficiencia económica que permita acceder a un permiso o renovarlo (padrón, escolarización de menores cuando los hubiera, acreditación de vivienda, informes de servicios sociales...). No tengo claridad en las formulas concretas, pero se trata en mi opinión de avanzar en desvincular legalidad y contrato de trabajo. La legalidad y su renovación debe establecerse en función de la residencia y del cumplimiento de las leyes y normas. No puede depender de una única forma de inserción laboral que, respondía a la inmigración en Europa de los años 60, pero no a la inserción real de los inmigrantes hoy. Dicho de otra forma, la normativa debe adecuarse o como mínimo no entrar en abierta contradicción con la realidad de la sociedad "dual" y la particular inserción de las personas inmigrantes en ella.
Por otro lado, si se desvincula legalidad y contrato de trabajo el debate se remite a la qué requisitos de entrada se establecen. Dado que la legitimidad social de la inmigración radica en la contribución económica parece inevitable, sin cambios sociales profundos, que al menos el permiso inicial se vincule con la autosuficiencia económica.

V. La frontera identitaria. Integración y distancia cultural

De acuerdo con la idea de integración expuesta, un proceso de tal nombre supone un reajuste cultural-identitario de la dos partes: sociedad receptora y colectivos de inmigrantes. Dicho acomodo a la nueva situación, con efectos muy diversos, modifica las pautas, criterios y valores culturales, en unos casos por cambio y adapta-ción de lo considerado "propio" por cada tradición cultural. En otros casos, porque dicha tradición se transforma por la relación y mestizaje con las otras tradiciones culturales en presencia. Junto al reajuste de identidades hay que señalar la construcción de un código identitario común que cimiente, como base pre-política, la convivencia en sociedad. Dicho código identitario común debe ser compatible, si hablamos de un proceso intercultural, con el propio de cada grupo. Se da, entre los dos, en realidad entre los sujetos que los hacen suyos, una relación de respeto y reconocimiento mutuo. Se conforma, así, una sociedad con múltiples identidades cruzadas para cada individuo.
Esta dialéctica de cambio y construcción identitaria se basa en la interacción entre los diferentes actores, su dialogo y ajuste respecto a los diferencias, la resolución de los conflictos que se plantean... y el conjunto de hábitos, prácticas y valores que dicha interacción va "sedimentando".
Un proceso de estas características se enfrenta a no pocos interrogantes y problemas. Anteriormente, he señalado algunos de estos interrogantes: ¿cuáles son los límites de la diferencia legítima?, ¿cuáles son las normas y valores que constituyen el código identitario común?, ¿sobre qué base o bases establecerlo?, ¿cómo gestionar la tensión cohesión - diferencia?. Además, lejos de la visión idílica de un intercultura-lismo ingenuo, hay que reconocer que el dialogo se combina con la presión, las razones con la fuerza, en un marco social que no favorece una buena inserción y no constituye, por tanto, el espacio más propicio para una relación "dialógica" (Habermas).
A algunos de estos interrogantes se dedican sesiones en este workshop (véanse los textos de Álvarez y Moreras en este volumen). Por mi parte, me centraré en un aspecto relevante y que dice mucho de nuestra disposición como sociedad receptora. Me refiero al hecho que, de forma creciente, el debate sobre la integración de los inmigrantes se culturaliza. La inmigración aparece como un problema cultural. Cada vez más, esta atención sobre la cultura presenta tres notas características. Suele referirse a la cultura del inmigrante (no la nuestra) que aparece como posible fuente de problemas, más importantes e inevitables cuando mayor sean las diferencias (con nosotros). Y, tercera nota, la cuestión cultural como obstáculo y riesgo se afirma como "elemento fundamental para calibrar la inmigración" (Sartori, El País 6-04-2001). La medida del obstáculo y los límites de la tolerancia nos la proporciona la distancia cultural (que nosotros percibimos).
Conocemos diferentes versiones de esta concepción. Más todavía, constituye una concreción en el campo de la inmigración de las tesis que ven en el pluralismo cultural la fuente fundamental de los conflictos sociales venideros. En una de las versiones más catastrofistas e influyentes, Hungtinton lo formuló en 1993 como "choque de civilizaciones" en un mundo en el que las culturas son incompatibles, grupos cerrados y estáticos que se relacionan mediante el conflicto (el más destacado el que opone la cultural occidental e islamismo).
¿Cuándo la distancia cultural es insalvable?. ¿Qué constituye el núcleo problemático de dicha distancia y cuales son o pueden ser sus consecuencias?. ¿Cómo debemos gestionarla?. De forma más autocontenida, Herrero de Miñón apunta las diferencias lingüísticas y culturales y aboga por no fomentar la "difícilmente integrable inmigración magrebí". Igualmente, el Defensor del Pueblo propone -aduciendo "razones de afinidad cultural"- favorecer la inmigración latinoamericana . En otros casos, de forma más clara, intelectuales orgánicos tan diversos como Sartori y los cardenales Carles y Biffi, señalan la diferencia religiosa, más en concreto el Islam, como señal de identidad que hace inintegrable a una determinada categoría de inmigrantes.
La mirada se centra, como comentaba, en la cultura del inmigrante y la medida de su diferencia con nosotros. Ya la forma de mirar, el ángulo que se adopta, influye sobre el objeto mirado, en este caso el proceso de integración. Normalmente, no se menciona la cultura de la sociedad receptora, nuestros retos y problemas. Se ignora, así, un elemento clave, la otra parte de la relación. Que una distancia cultural, definida en términos lingüísticos, de costumbres o religión, sea considerada como mayor o menor, peligrosa o poco relevante para la integración y la cohesión social, depende también del grado de apertura o cierre del código identitario de la sociedad receptora que, no olvidemos, ocupa una posición hegemónica; de su etnocentrismo; de las tradiciones políticas y culturales de tratamiento de la diversidad; del grado de tensión con que se vivan las diferencias internas y de cómo se considera que los recién llegados puedan afectar. Los problemas vienen, o pueden venir, de una parte: los inmigrantes. Algo que unifica las propuestas, diversas, de Huntington, Herrero de Miñón, Sartori y el cardenal Biffi, es el hecho que los problemas sólo proceden de la cultura del inmigrante. Tal posición nos muestra la autosatisfacción por nuestro orden político, social y simbólico. No tenemos nada a cambiar o repensar. La unilateralidad es patente pero tiene una ventaja: descarta nuestra responsabilidad y la descarga en el "otro".
En segundo lugar, reducir la problemática a la cuestión cultural supone ignorar la complejidad de un proceso de integración. Su éxito se enfrenta a otros obstáculos, tanto o más decisivos que la distancia cultural o la actitud de quien llega, obstáculos como el estatus jurídico desigual, una inserción laboral subordinada, inestable y "de segunda", formas diversas de segregación socio-espacial o de convivencia degradada y la existencia y extensiones de prejuicios y fobotipos respecto de la inmigración . Herrero de Miñón propugna la "venida de quien son más fácilmente integrables por razón de afinidad lingüística y cultural. Sin duda, iberoamericanos, rumanos y eslavos con preferencia a africanos". Sin embargo, no se puede correlacionar misma lengua o similitudes culturales con un buen proceso de integración. Para los hijos e hijas de inmigrantes turcos nacidos en Alemania, socializados en alemán, el obstáculo no era lingüístico sino la vinculación de la ciudadanía al Völker. En Francia, no es el desconocimiento del idioma o de la cultura francesa el obstáculo de la integración de los inmigrantes marroquíes y subsaharianos francófonos. En España, depende de los contextos sociales, puede padecer un mayor rechazo un inmigrante sudamericano negro que un eslavo (a pesar de los mayores elementos culturales comunes con el primero: lengua, religión, un pasado de mayor vinculación). Sin el extremismo de la posición de Sartori, se extiende la idea que el mantenimiento de la cultura y fe islámica por parte de los inmigrantes procedentes de países musulmanes constituye un obstáculo a su integración. Como señala Moreras, se observa con preocupación las demandas de los colectivos musulmanes en reconocimiento de prácticas, espacios y ritos propiamente musulmanes (apertura de mezquitas, espacio para cementerios islámicos, peticiones de alimentos halal en espacios públicos o ajuste de la jornada laboral en el Ramadán cuando el número de inmigrantes musulmanes es notable...). Más todavía, se considera que todas estas demandas revelan escasa voluntad de integrarse .
Para Sartori, la cultura y religión islámica configura tal distancia cultural que impide a los inmigrantes asimilar nuestras normas de convivencia y los hace inintegrables. Dado el carácter teocrático del Islam, su fundamentalismo, su falta de respeto por los derechos humanos y la posición subordinada de la mujer, las personas de tradición islámica serán incapaces de adaptar y hacer compatible su vivencia religiosa comunitaria e integración en sociedades democráticas liberales como las nuestras. Se convierten en "abiertos y agresivos enemigos culturales" (Sartori 2000, p. 54).
Cabría decir, en primer lugar, que si algo es incompatible es cuestión de las dos partes. El carácter inintegrable de estos inmigrantes es algo socialmente construido y, más allá de su voluntad, el alegato de Sartori nos muestra de forma clara algunos de los elementos de la construcción social del Islam como "enemigo cultural".
En primer lugar, una visión del Islam como un todo homogéneo, pétreo, viviendo en una Edad Media, sin capacidad de cambio y adaptación. Las heterogeneidades y diferencias entre diversos colectivos musulmanes son ignoradas. Se atribuye al Islam, por otro lado, una potencialidad central en la conformación de comunidades culturales (sin embargo, marroquíes y senegaleses comparten la misma religión y no conforman unas mismas comunidades, ni mantienen una relación preferente entre si y respecto a otras comunidades). Igualmente, parece que todas las manifestaciones de la tradición islámica, el chador, la poligamia y la ablación del clítoris, merecen la misma valoración (Sartori 2000, p.118). Se niega, en fin, la capacidad de adaptación del islam a sociedades muy diferentes ignorando, entre otros aspectos que podría reseñarse, su triunfal extensión en Asia en los siglos XVIII y XIX o su vigoroso enrraizamiento reciente entre sectores de la minoría negra norteamericana. La mirada de Sartori y sus corifeos sobre el Islam peca precisamente de aquello que critican en dicha religión: de fundamentalismo y esencialismo cultural.
En segundo lugar, se trata a los inmigrantes de tradición islámica como simples vectores de expresión de su cultura, que parece les dicta que hacer y como hacerlo, mediante normas y pautas sociales asentadas en la tradición y en el pasado. Concebidos como sujetos pasivos, los inmigrantes de cultura musulmana parecen condenados a repetir el comportamiento establecido por su tradición. Esto no es así. Los sujetos sociales, particularmente en las sociedades modernas, intentan afirmarse como actores que hacen frente a las diversas situaciones. Los inmigrantes musulmanes desarrollan diversas estrategias para adaptarse a una sociedad donde, a diferencia de la de origen, constituyen una minoría y otras reglas rigen la relación entre lo sagrado y lo público. Por supuesto, utilizan sus recursos culturales y societarios pero de forma diversa y necesariamente adaptativa según los contextos sociales, las posibilidades y respuesta que ofrezca la sociedad receptora y el juego de interrelaciones comunidades islámicas y sociedad receptora que determina tanto posibilidades como límites.
¿Cómo ayudamos a la construcción de una identidad musulmana europea que sea capaz de modularse superando los dos retos que hoy tiene planteados: la separación entre política y religión y la igualdad entre hombres y mujeres?.

VI. Para terminar: cambios y esponsabilidades

De la concepción de integración defendida en estas notas, de su carácter multidimensional y de las fronteras y obstáculos comentados, se derivan cuatro constataciones que resaltaré para terminar.
Una primera. La integración si se quiere que sea una realidad, y tenga unos mínimos de calidad democrática, afecta a muchas de las bases del actual "contrato social", entre otras a las tendencias socio-económicas, los criterios de ciudadanía y de funcionamiento del "hogar público", los factores de cohesión e identidad social común así como la gestión de una diferencia creciente.
A menudo se habla de los problemas que nos plantea la inmigración. La necesidad de reescribir el "contrato social" a la que aludo no nos viene impuesta por la presencia de los inmigrantes sino por los problemas y limitaciones que manifiesta nuestro funcionamiento social. La precarización socio-económica de los sectores más débiles y con menores recursos en una sociedad mas competitiva, el aumento del riesgo de exclusión para estos mismos sectores, los diversos síntomas de malestar respecto a la identidad y el sentido, la necesidad de readecuar el Estado-nación y la vieja ciudadanía a los nuevos tiempos... estos y estos problemas no los han generado los inmigrantes. Son nuestros problemas. Simplemente, la presencia de los inmigrantes los hace más visibles al colorearlos étnicamente y hacer más patentes sus consecuencias.
En tercer lugar, como se ha reiterado, cabe concebir un proceso de integración como cosa de dos partes que no son, por cierto, ni homogéneas ni compactas. Hay un esfuerzo, un cumplimiento de derechos y obligaciones por parte de los inmigrantes. Usualmente tiende a resaltarse dicho aspecto. Por mi parte, me gustaría subrayar nuestra responsabilidad: transformarnos de sociedad receptora en sociedad de acogida. Es decir, que una mayoría social acepta e incorpora los cambios normativos, de orientación y funcionamiento económico, institucionales y del código identitario común que hagan posible un proceso de integración.
La sociedad receptora no es un todo homogéneo. Administración, partidos, ciudadanos... somos sociedad receptora. Por tanto, nuestra responsabilidad respecto al proceso de integración, es distinta y diversa. Corresponde a los poderes públicos reconocer y garantizar los derechos de los inmigrantes, facilitar su inserción, como usuarios normalizados de los sistemas públicos de bienestar, así como realizar las reformas de normativa socio-laboral, por ejemplo, que dificulten la explotación de las inmigrantes y faciliten su seguridad, jurídica y social. Además, dicha actividad debe realizarse en un doble sentido. Por un lado, la modificación de las condiciones estructurales e institucionales que generan discriminación hacia los inmigrantes y facilitan su marginación social . Por ejemplo, abordando de forma decidida las condiciones de sectores laborales como el peonaje agrícola estacional o el servicio doméstico que generan obstáculos, en ocasiones insalvables, para la integración de las personas inmigrantes. Por otro lado, interviniendo en los aspectos ideológicos y los discursos sociales sobre la inmigración (a través de la formulación de su propia política, de la escuela, de las prácticas administrativas, etc.).
Esta incidencia en la responsabilidad estatal no supone minusvalorar el papel de otros actores sociales. Obviamente la responsabilidad no es solo de los poderes públicos. Partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales... tienen su parte. Así como la propia ciudadanía, la gente común, y las organizaciones sociales como expresión cívica de esa ciudadanía. Aún en el supuesto que el marco legislativo y de políticas públicas de integración fuese óptimo, que no es el caso, un proceso de integración se enfrenta a múltiples retos y obstáculos. Una integración intercultural y con calidad democrática no es algo sencillo y requiere, entre otros factores, un esfuerzo social consciente para hacerlo realidad. Un estado de opinión, un movimiento, una convicción social amplia a su favor. Un estado de opinión favorable a los cambios y adaptaciones que como sociedad receptora debemos realizar para convertirnos, de verdad, en sociedad de acogida. Un movimiento que defienda, impulse, esos cambios, fortalezca valores y convicciones democráticas y extienda "buenas prácticas" .
Hay que incidir en la responsabilidad estatal cuando, desde las instancias oficiales, se insiste en que la integración de los inmigrantes es cosa de la sociedad civil (como suele reiterar, el Delegado del Gobierno Sr. Fernández Miranda). Dicha opinión supone o una confianza poco razonable, dada la experiencia, en el buen funcionamiento de la "mano invisible" o la convicción política de que de sus disfunciones y problemas ya se encargaran las ONG. O supone las dos cosas a la vez. En cualquier caso, así no se cimienta adecuadamente una política de integración.

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(Ponencia presentada en el seminario sobre "Prioridades de una política europea de inmigración". Instituto Internacional de Sociología Jurídica. Oñati. 10-11 mayo 2001).

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