Francisco Torres

La inmigración en la campaña del Partido Popular
(Página Abierta, 190, marzo de 2008)

            La inmigración ha entrado en campaña de la mano del Partido Popular. Dejémonos de eufemismos, han debido de pensar. La inmigración es un “problema real”, Mariano Rajoy dixit, y forma parte –¿o es la causa?– del caos que impera en este país. Las urgencias están «colapsadas por los inmigrantes», hay problemas en los colegios y  se ha generado un «crecimiento económico de baja calidad». En fin, que hasta los camareros no son como los de antes, que ésos sí que nos entendían (1). El PP tiene que gobernar para «poner orden e integración en el caos organizado por Zapatero» (2). En esos mismos días de febrero, cuatro días intensos, en el matinal de la Cope se afirmaba: «Los inmigrantes se llevan las ayudas (sociales) por la discriminación positiva que existe». ¡Toma bofetada a la verdad! Estamos en campaña: veda abierta y sin complejos.

La jugada del PP

            Éste ha sido el “ruido”, esencial de este tipo de mensajes, que acompañó la presentación del programa popular sobre inmigración. El PP quiere hacer obligatorio un “contrato de integración”, se plantea restringir o prohibir, no está claro, la presencia del hijab islámico en las escuelas y pretende introducir un sistema de puntos para acceder al territorio que priorice a los latinoamericanos. Éstas son las novedades del programa de inmigración del PP que, por otro lado, se han concretado muy poco. Además, los distintos dirigentes populares han reiterado otras posiciones ya conocidas: rechazo a las regularizaciones, aumento del número de expulsiones y, en particular, expulsión “inmediata” de los inmigrantes que hayan cometido delitos (3). Igualmente, un Gobierno popular reformaría el procedimiento de reagrupación familiar para limitar esa vía de entrada y evitar los “abusos”.
            Más allá de las propuestas en concreto, que luego se comentan, tenemos que detenernos en el sentido de la jugada. Se trata de escenificar, a golpe de consigna, una política más dura en materia de inmigración y más recelosa, casi proxenófoba, respecto a los inmigrantes musulmanes, que ya suman entre 800.000 y un millón de personas.
            Muchas cosas se han señalado respecto a las cuentas de los estrategas populares. La imagen de ley y orden siempre ha sido muy cara a una parte de su electorado y sirve para movilizarlo. Además, el miedo y los temores que suscita un mundo en acelerado cambio y  la latente xenofobia antimarroquí de nuestro imaginario colectivo, no sólo se dan entre los sectores conservadores. El PP pretende entrar, también, en los barrios populares y de trabajadores para ganar o consolidar a los que consideran, de forma real o imaginaria, que la calidad de su entorno, su grado de protección, el colegio de sus hijos, en suma, su nivel de vida, se ve mermado o lo será en un futuro por la presencia de los nuevos vecinos inmigrantes. A ellos van dirigidos los mensajes de urgencias colapsadas, colegios problemáticos y “desorden”. Se trata de una transposición de la estrategia que concedió, según todos los analistas, la Presidencia francesa a Sarkozy (4).

El contrato de integración

            La propuesta popular se inspira directamente en el “contrat d’accueil et d’intégration” (CAI) francés. Como aquél, será obligatorio para los inmigrantes que deseen renovar sus permisos iniciales de residencia. Mediante el contrato, el inmigrante se compromete con un heterogéneo conjunto, como cumplir las leyes, “respetar las costumbres de los españoles”, aprender castellano, pagar sus impuestos, “trabajar activamente para integrarse” y regresar a su país si durante un tiempo no encuentra empleo.
            Rajoy ha afirmado que el Contrato de Integración (CI) tendrá “valor jurídico”, aunque no ha concretado sus consecuencias. ¿Constituirá el éxito o fracaso en el CI un elemento más a considerar o un requisito imprescindible para renovar los “permisos iniciales”?, ¿afectaría a todos los permisos iniciales, también los concedidos por reagrupamiento familiar?; pensando en los hijos de los inmigrantes, ¿a partir de que edad se exigirá el contrato?... Nada de esto se ha concretado cuando se escriben estas líneas. Tampoco se ha dicho nada sobre otros aspectos del contrato: ¿quién realiza y en qué condiciones los cursos de lengua y cultura cívica (o de costumbres) en que se supone, por semejanza con el modelo francés, se va a concretar el CI?, ¿cómo se valora el hipotético éxito o fracaso del contrato?
            Aun haciendo abstracción de estas indefiniciones, el propio planteamiento del CI ha suscitado no pocas críticas. Una serie de condiciones y contrapartidas ya existen y funcionan. No hace falta un nuevo instrumento para reiterar el respeto a las leyes, el pago de impuestos y el “trabajo activo”. Por otro lado, “gozar de los mismos derechos y prestaciones que los españoles” no puede ser, como plantea el Partido Popular, una contrapartida al inmigrante que realiza un esfuerzo extra por adaptarse, sino que se deriva de su carácter de residente legal que cumple las leyes, cotiza a la Seguridad Social y paga sus impuestos, como el resto.
            Otro problema lo constituye la apelación al respeto de “las costumbres de los españoles”. Un conjunto muy heterogéneo y que suscita, al menos para quien esto escribe, un grado muy desigual de identificación y respeto. Un conjunto sobre el que, por otro lado, no es posible normativizar (¿qué es y qué no es costumbre española?, ¿quién lo decide?). Establecer un canon de la españolidad supondría, además, dejar fuera a muchos españoles. En materia de costumbres y de estilos de vida, nuestras sociedades han sancionado un pluralismo basado en la libertad y expresividad personal, con los límites que establecen las leyes y normas de común convivencia. No hay razón, cumplidos los mismos límites y requisitos, para que los inmigrantes se vean excluidos de este acuerdo que sí funciona –no siempre sin tensiones– para el resto de grupos. En fin, no pretendamos encontrar unas razones que, si existen, no se han apuntado. Lo que cuenta del grito “¡Que respeten nuestras costumbres!”, es su rédito en clave electoral y su utilidad para ganar apoyos entre el 56% de españoles que se declaraban de acuerdo con la idea.  
            El contrato francés es más cauto en este aspecto. El CAI no habla de costumbres sino de valores y principios republicanos, como la laicidad y la igualdad entre el hombre y la mujer, que se encuentran plasmados en leyes de obligado cumplimiento para todos los residentes, como las que regulan la escuela pública francesa. Por otro lado, cuando se ha preguntado a los dirigentes populares por las “costumbres españolas” que se trata de respetar, éstos hacen referencia al carácter inaceptable de “la poligamia, la ablación del clítoris y las prácticas de subordinación de la mujer”. Eso, sin embargo, ya está sancionado en nuestras leyes. La reiteración es útil, ya que remite, otra vez, a los residentes musulmanes.

El hijab y los puntos

            Como también lo hace, bajo el signo de la sospecha, la propuesta de restringir o prohibir el uso del hijab en las escuelas. Se trata de defender, según sus promotores, “la igualdad entre hombre y mujer” y que el pañuelo islámico no se convierta en un “elemento de discriminación”. Sin entrar ahora en la compleja cuestión del uso del hijab, sus significados y valoraciones, hay que destacar que una ley como la francesa es bastante discutible pero, en todo caso, coherente con una concepción laica que ha hecho del carácter público y arreligioso de la escuela seña de identidad de la República (5). Sin embargo, resulta abiertamente incoherente por parte de los que, como el PP, defienden la presencia de la Iglesia católica y sus símbolos en las escuelas, en las calles y en el ámbito de la política. Si una lectura posible de la posición del Partido Popular es la incoherencia, la otra es peor. Dado que no va a prohibir los signos religiosos ostensibles, como los crucifijos, en las aulas –¡una costumbre tan española!–, se está indicando que aquí la religión que sobra es la musulmana y sus fieles.
            El asunto se remacha con el hipotético permiso por puntos. Se alude a Gran Bretaña, pero no es el único país que ha establecido un sistema de puntos para la concesión de permisos de trabajo y residencia (6). En el caso español, el Partido Popular nada ha dicho sobre su posible concreción, excepto que se valorará el conocimiento del castellano y se dará prioridad a los inmigrantes de origen latinoamericano, considerados más fáciles de integrar por los lazos culturales y la matriz católica.

Malas consecuencias

            Ya veremos si les salen las cuentas electorales a los estrategas del PP. En cualquier caso, el paquete popular sobre inmigración ya tiene consecuencias. Muchas, y casi todas malas, pero aquí sólo me referiré a algunas. Una, la forma de abordar la cuestión. La arena electoral, con su tendencia, parece que consustancial, a sustituir por consignas las  propuestas concretas y por certidumbres los razonamientos, no es la más adecuada para temas complejos y sensibles como la inmigración. Necesitamos, por supuesto, un amplio debate social sobre la inmigración y sobre muchos de los fenómenos con ella asociados, pero no, desde luego, a golpe de consigna y estrategia electoral.
            Además, la politización partidista del tema dificulta abordar adecuadamente cuestiones muy  relevantes del actual proceso de inserción. Citaré sólo tres. Los problemas e insuficiencias de nuestros sistemas de bienestar, como la educación, la sanidad y los servicios sociales, no los han generado los inmigrantes, pero su presencia los pone de relieve y actualiza la necesidad de intervención.
            Otro tema: El previsible impacto negativo de la actual desaceleración económica va a recaer, ya lo está haciendo, en los inmigrantes y en los españoles con menores recursos económicos, profesionales, relacionales, etc. Precisamente los sectores que tienen una mayor convivencia residencial y en contextos sociales propicios a que se den procesos de “competencia por recursos escasos” (un trabajo de calidad, ayudas sociales, etc.)
            Y otro tema muy relevante lo constituye el carácter multicultural y multirreligioso de la sociedad española y los acomodos que nos impone a todos, autóctonos e inmigrantes. ¿Cómo combinar la cohesión social, una cultura pública común y una diversidad constitutiva para que cada cual pueda sentirse a gusto? Con estos mimbres nos jugamos, ellos y nosotros, el reto de un posible Islam español. En vez de un debate sereno sobre éstas u otras cuestiones, tenemos campaña.
            El discurso del PP sobre la inmigración como problema no es una novedad. Que le dé tanto relieve no puede sino reforzar esa orientación, al menos entre sus votantes. Además, el PP ha ampliado el círculo de los inmigrantes problemáticos. Ya no se trata, sólo, de los inmigrantes irregulares o de aquellos poco funcionales en la actual situación de desaceleración económica. Ahora, la sombra de la sospecha se extiende a los inmigrantes legales, que cumplen las leyes, pero que no está claro que se “adapten” a nuestra convivencia y a nuestras costumbres. Con las medidas sobre el hijab y la prioridad de los latinoamericanos en un hipotético permiso por puntos, se concretan más quiénes son los problemáticos: los musulmanes. Parece que hemos vuelto al inmigrante musulmán como “inintegrable cultural”, que ya constituyó una parte del discurso oficial del segundo Gobierno de Aznar (7).
            Además, con esta batería de medidas, el Partido Popular plantea y populariza –al menos entre sus fieles– una idea de integración estrecha, unilateral, discriminatoria y, a la postre, inútil por incierta. Además de las críticas concretas realizadas al ya famoso contrato, hay que recordar que la integración no se soluciona por decreto. La integración es el resultado de un proceso social complejo, que requiere tiempo y que se asienten dinámicas sociales en muchos y diversos ámbitos. Hacen falta políticas específicas de integración, pero, como recuerdan en contextos muy distintos Sayad y Kymlicka (8), la buena o mala integración de los inmigrantes tiene bastante más que ver con las políticas de ciudadanía, educación y empleo «que han sido siempre los pilares principales de la integración» (Kymlicka, 2003, 189). Dicho de otra forma, los problemas de integración de los inmigrantes no cabe leerlos exclusivamente en clave cultural. Tienen que ver con los problemas sociales generados por la distribución desigual de la riqueza, la seguridad y la inclusión, y las políticas sociales que se adopten al respecto.

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(1) Declaraciones de Arias Cañete, responsable de Economía y Empleo del PP, en la presentación del Contrato de Integración (El País, 8 de febrero de 2008).
(2) Ignacio Astarloa, responsable de Justicia, en el mismo acto (El País, 8 de febrero de 2008).
(3) En su etapa de ministro del Interior, Rajoy ya intentó adoptar esta medida que nunca se implantó debido, entre otros factores, a la opinión contraria del Tribunal Supremo.
(4) Ver, sobre esta campaña, el análisis de Javier de Lucas en PÁGINA ABIERTA nº 183, de julio de 2007.
(5) Véase, sobre la ley francesa, “La laïcité republicana”, de Ignasi Álvarez (PÁGINA ABIERTA, nº 146, de marzo de 2004) y “El hijab”, de Eugenio del Río (PÁGINA ABIERTA, nº 149, de junio de 2004).
(6) Canadá y Australia tienen un sistema de puntos para la concesión de los permisos. En el caso canadiense se valora, otorga puntos, el conocimiento de alguna de las dos lenguas oficiales (francés e inglés), la titulación educativa, la experiencia profesional, tener o no familiares instalados en Canadá, haber estudiado en Canadá y otros lazos con el país. La valoración del sistema por puntos no puede abstraerse del conjunto de medidas del que forma parte. En el caso canadiense, una sociedad bastante abierta y que se reconoce como de inmigración, el sistema de puntos es el que se aplica a los trabajadores que pretenden acceder al país en calidad de tales. Además, hay que considerar los asilados y refugiados y la fórmula del “padrinazgo” (por la que un ciudadano canadiense o un residente legal en Canadá “apadrina” a un extranjero, no necesariamente familiar, avalando su estancia en el país ante la Administración). 
(7) En los años 2000 y 2001, coincidiendo con la reforma popular de la Ley 4/2000, se construyó un discurso oficial muy crítico con el multiculturalismo y, en particular, con los inmigrantes musulmanes residentes en Europa, con voces no siempre conservadoras como Sartori. Para éste, la cultura musulmana y el Islam suponen tal “distancia cultural” que impide a los inmigrantes asimilar los principios democráticos liberales y los hace inintegrables (La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Madrid, Taurus, 2000). De forma más autocontenida, Herrero de Miñón apuntaba las diferencias lingüísticas y culturales y abogaba por no fomentar la «difícilmente integrable inmigración magrebí». Igualmente, Múgica, entonces Defensor del Pueblo, propuso – aduciendo “razones de afinidad cultural”– favorecer la inmigración latinoamericana (El País, 22 de diciembre de 2000). Véase “La construcción del inintegrable cultural”, de Ignasi Álvarez, en De Lucas, J. y Torres, F. (2002), Inmigrantes, ¿cómo los tenemos? (Madrid, Talasa).
(8) Sayad, A. (1994): «Qu’est-ce que l’intégration?», Hommes & Migrations, 1182, pp. 8-14 ; Kymlicka, W. (2003), La política vernácula. Nacionalismo, multiculturalismo y ciudadanía, Barcelona, Paidós.


La referencia francesa

En su etapa de ministro del Interior, Sarkozy creó el “contrat d’accueil et d’intégration” (CAI) en 2003, con carácter voluntario e implementado inicialmente en 12 departamentos. En 2005 se decidió su generalización a toda Francia y, en 2006, se estableció como requisito obligatorio para todo inmigrante que desee renovar su carta de estancia y/o solicitar un permiso de residencia. El contrato entre la República y el residente formaliza la voluntad de éste, en la tradición de J. J. Rousseau, de formar parte del peuple français. La ley de 2006 establece que la «integración republicana» del extranjero se «aprecia, en particular, a la vista de su compromiso personal para respetar los principios que rigen la República Francesa, del respeto efectivo de esos principios y de su conocimiento suficiente de la lengua francesa» (1).
Un conjunto de centros, propios y/o concertados, dirigidos por la Agencia Nacional de Acogida, gestiona y realiza el CAI. La firma del contrato supone la asistencia a una sesión, de un día, sobre “las instituciones francesas y sus valores”, otra sesión de una jornada dedicada a “la vida en Francia” y unos cursos de francés dependiendo del nivel lingüístico del candidato o candidata. Si se desea, se realiza una sesión de orientación socio-profesional. 
El CAI no se aplica a los nacionales de otros Estados de la Unión Europea y tiene, por su concepción y plasmación, un claro sesgo. Por un lado, el 82,8% de los signatarios del CAI en 2006 son primero residentes por motivos familiares (2). Igualmente, un 42,3% son procedentes del Magreb. No es sencillo realizar un balance sobre el funcionamiento del CAI. Su carácter obligatorio sólo se generalizó en enero de 2007. Las últimas cifras de que se disponen, del año 2006, muestran un alto índice de firmas del contrato, 95.664, un 95,9% de los inmigrantes a los que se propuso. Sin embargo, a pesar de que sea obligatoria y limitada a una jornada, la sesión cívica sólo fue seguida por tres firmantes de cada cuatro.
Nadie discute, ni en Francia ni en España, que sea necesaria una primera acogida y una serie de servicios –cursos de lengua y habilidades sociales– que faciliten una más adecuada inserción del inmigrante y de sus familiares. Sin embargo, ni el CAI ni otro dispositivo similar van a asegurar una integración que depende de otros muchos factores.

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(1) Secrétariat General du comité interministériel du contrôle de l’immigration. République Française. Rapport au Parlement. Les orientations de la politique de l’immigration, cap. IV-1, págs. 101-108,  decémbre, 2007. www.ladocumentationfrancaise.fr
(2) Un 53,2% del total de usuarios del CAI son familiares de franceses, un 20,3% dispone de un título de residencia VPF (liens personnels et familiaux) y un 9,3% son beneficiarios de reagrupamiento familiar. Por el contrario, sólo un 3,1% de los firmantes del CAI eran trabajadores asalariados en 2006. Véase Rapport citado, pág. 106
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