Francisco Vázquez García

El libro de Laura Agustín: Del discurso victimista
al paradigma de la complejidad

Julio de 2004 "Laura Agustín: Del discurso victimista al paradigma de la complejidad"
(Donosti: Gakoa, 2004)

No es exagerado afirmar que el conjunto de ensayos contenidos en el libro “Trabajar en la industria del sexo, y otros tópicos migratorios”, editado recientemente por Gakoa, representa un acontecimiento en los estudios sobre migrantes y en particular sobre el nexo establecido entre migración y expansión de la industria del sexo. Las intervenciones de Laura Agustín forman parte de un paradigma emergente en la investigación sobre este asunto. Este nuevo pensamiento goza actualmente de una vasta proyección internacional. Este marco analítico desafía abiertamente el discurso hegemónico, victimista y moralizante que sigue impregnando los documentos oficiales, las representaciones mediáticas, las investigaciones reconocidas y subvencionadas y las prácticas de política social sobre los ‘problemas’ de la ‘prostitución’ y de sus vínculos con la migración a los países del Primer Mundo.
Los ensayos de Laura Agustín no constituyen una nueva propuesta para afrontar estos ‘problemas’. Lo que se saca a la luz es el magma de ‘ideas recibidas’, simplificaciones, generalizaciones abusivas y deslizamientos retóricos que conforman el impensado de estos problemas, es decir, el orden del día que se da por supuesto y que configura al problema mismo. Cuando un discurso perdura y no deja de reiterarse acaba pareciendo racional hasta el punto de que, como sugería Nietzsche, se hace inverosímil que haya surgido de la sinrazón. Puede decirse entonces que lo que se efectúa es una deconstrucción del concepto mismo de ‘prostitución’, mostrando las irresolubles dicotomías que lo subtienden y que lo hacen aceptable y evidente.
Esto se consigue recurriendo a una operación crucial: objeti-vando el punto de vista del objetivador. Médicos, asistentes sociales, voluntarios de ONGs, expertos de la administración, periodistas, psicólogos e investigadores sociales, funcionarios de organismos internacionales; todos ellos pugnan y cooperan monopolizando el discurso sobre la prostitución y definiendo el orden del día de las acciones y representaciones legítimas a propósito de los migran-tes que trabajan en el sector sexual. Los ensayos de Laura Agustín invierten la mirada. Por una vez los contempladores pasan a ser contemplados y lo que se exorciza son los demonios de unos modos de pensar y de actuar obstinados en afrontar a los migrantes como víctimas, reducidos a una suerte de minoría de edad, juguete de los demás y de las circunstancias, espoleados exclusivamente por la hambruna, sumidos en un infierno de explotación, engaño y violencia, obligados a enajenar ese núcleo duro del yo que es la sexualidad. Los clientes y los mediadores de estos servicios sexuales son retratados como criminales sin corazón (las célebres ‘mafias’ rutinariamente denunciadas por la prensa) o patologizados; se trata de pervertidos o de individuos incorre-giblemente machistas que compran el sexo movidos por traumas psíquicos no resueltos y originados por la desestruc-turación o por la sobreprotección familiar.
Este fresco de tristezas es desbrozado por la autora sin lamentos ni exclamaciones, haciendo aflorar el inconsciente teórico que nos gobierna de forma casi automática cada vez que pensamos sobre los migrantes que trabajan en el ramo del sexo. En este aspecto se da toda una lección de Ilustración, en el sentido kantiano de atrevernos a pensar por nosotros mismos, frente a toda esa legión de expertos que, colmados por sus buenas intenciones, quieren ayudar a los migrantes en nombre de la Ciencia Benefactora, del Progreso del Humanitarismo, de la Emancipación Femenina o de la Fraternidad Universal.
Y todo este ejercicio de Ilustración se efectúa, no a través de grandes alharacas teóricas o de discusiones de salón, invocando la teoría del patriarcado o la crítica del imperialismo capitalista como última ratio de la orientación de los migrantes hacia la industria del sexo. El punto de apoyo lo suministra una prolongada experiencia ligada al trabajo de campo con migrantes trabajadoras del sexo, empresarios del ramo, taxistas, empleados de hoste-lería, ‘fabricantes de papeles’, y todo ello en esa miríada de emplazamientos que constituyen las discotecas, los bares de alterne, los burdeles, los pisos de citas, los cines pornográficos, las casas de masaje, pero también las líneas telefónicas eróticas o el ciberes-pacio. El marco geográfico es transnacional, rebasando así todo enfoque localista.
En el texto que se presenta el análisis de los prejuicios aparece salpicado con la descripción de casos e historias de vida combinadas con referencias comparativas muy informadas e inscritas a escala de todo el planeta. Laura Agustín logra trascender esa partición cómplice que rige la mayoría de las investigaciones sobre estos asuntos: o se privilegia la elegante disquisición teórica sin la más mínima atención a la vida y a la voz concreta de aquéllos sobre los que se pontifica, o se apela al contacto ‘humano’ con los ‘explotados’ para dejar de pensar por uno mismo dando toda la iniciativa a ese ‘pensamiento único’, victimista y moralizante, antes aludido.
Ese planteamiento de vía estrecha que ejerce hoy, pace Fou­cault, las funciones de una verdadera ‘policía del discurso’, es confrontado con un pensamiento complejo obstinado en seguir, en toda su diversidad y sus sinuosidades, el mundo de los migran-tes, y en particular los que se dedican al trabajo sexual.
Enumerar los prejuicios puestos al desnudo por los análisis de la autora sería una tarea interminable y para ello no existe ningún sustituto de la lectura. Uno de los más resonantes lo constituyen esas dicotomías rígidas que reparten el teatro de la migración y de los servicios sexuales en papeles preestablecidos. El lector se dará cuenta de que el mundo de los ‘fabricantes de papeles’ y de los negociantes que intervienen en el traslado a Europa, representado unívocamente por la prensa y por los cooperantes de ONGs como un microcosmos de explotadores y mafiosos, constituye un universo de lo más variopinto, donde los migrantes ven a unos indispensables facilitadores de sus anhelos. O la dicotomía que obliga a considerar a los trabajadores sexuales ora como agentes de libre consentimiento y elección racional o como semiesclavos sometidos al engaño y a la coacción, olvidando que la realidad de las circunstancias se sitúa casi siempre a medio camino entre estos extremos. O la que divide a los migrantes dedicados al servicio doméstico de la que se encamina a los servicios sexuales, o la tendencia a confinar a los migrantes en la función de ofertadores de sexo y a los nativos blancos en el papel de clientes, olvidando que aquéllos también constan entre la clientela más asidua.
Hay que mencionar asimismo el prejuicio determinista que entiende el acto de migrar, y no digamos de hacerlo dedicándose a la prostitución, como una respuesta forzada por las circunstancias económicas de partida sin percatarse de que no todos los pobres del Tercer Mundo deciden marcharse de su país; sin considerar las ventajas que puede ofrecer el comercio sexual desde el punto de vista del migrante, como si éste se viera reducido a la condición de un autómata gobernado por estímulos externos.
En este aspecto, uno de los preconceptos más intolerables es el prejuicio minorizador: la tendencia a desautorizar el discurso de los trabajadores del sexo cuando éste no se ajusta al guión victi-mista, cuando sugieren que esta ocupación es preferible a otras peores o que la han elegido libremente. Comparece también el lamentable prejuicio identitario que lleva a considerar a los individuos como instancias de una sola pieza: al migrante como alguien incapaz de gozar, de sentir curiosidad o afán de aventura más allá del imperio de la necesidad y del trabajo; a los que intervienen en la transacción sexual como dominantes y dominados, incapaces de experimentar deseos y sentimientos en la relación; al cliente como machista pervertido y prepotente; a la migrante que practica la prostitución la buena conciencia progresista le proyecta una identidad de prostituta para ayudarla en la defensa de sus derechos básicos. Se olvida así que este asunto de la identidad interesa bien poco a los migrantes, cuya ocupación en los servicios sexuales no es experimentada como algo que define esencialmente su modo de estar en el mundo.
Por otro lado el discurso victimista que identifica el ejercicio de la prostitución como una forma de violencia contra las mujeres y que se vanagloria por ello de su condición feminista y emancipa­toria, cae de lleno en el prejuicio androcéntrico que pretende combatir. Implícitamente esta representación sostiene que las mujeres sólo abandonan sus países si se ven coaccionadas a ello, como si la dedicación a la industria del sexo fuera siempre forzada, mientras que los varones lo hacen para vencer dificultades y sacar adelante a sus familias. En este planteamiento se tiende a considerar además que la vida sexual es la instancia clave de la auto­estima femenina, de ahí el horror que suscita el uso venal del propio cuerpo, como si las mujeres se identificaran in toto con la sexualidad. Se olvida que para muchas trabajadoras del sexo la experiencia de comerciar con el propio cuerpo no es tan perturbadora como se supone, existiendo un periodo de adaptación y de superación de la repugnancia, no más traumático del que experimenta la gente que tiene que limpiar letrinas públicas o lavar a enfermos.
En el curso de su trabajo Laura Agustín no acepta entrar en el juego del ‘intelectual universal’ y prefiere moverse en las incertidumbres del ‘intelectual específico’. El primero –como se sabe, la distinción entre ambos tipos procede de Foucault– se presenta como portavoz moral de los oprimidos, habla en nombre de ellos, de su dignidad como seres humanos y emite un discurso utópico articulado en clave de salvación y redención final. Aquí se inscribe el ‘pensamiento único’ acerca de la prostitución como violencia contra las mujeres, del cliente como encarnación de la opresión masculina y de su criminalización como solución final. El ‘intelectual específico’ sin embargo se apoya en un saber concreto, obtenido sobre el terreno; no habla en nombre de la naturaleza o de la dignidad humanas; no se arroga la representación de nadie sino que trata de describir las situaciones tal como se dan, sin esquivar su complejidad y sus ambivalencias. Antes que proponer soluciones o profetizar prefiere dar la voz a los protagonistas sin hacer de ventrílocuo.
Pero pertenecer a esta segunda estirpe de intelectuales tiene sus desventajas. La autora de este libro ha tenido que sufrirlas. El discurso oficial sobre el trabajo sexual de las migrantes no es sólo una doxa; tiene sus prebostes y sus sacristanes, sus diáconos y sus monaguillos, toda una Iglesia que veta a los disidentes no invitándolos a participar en sus iniciativas (puesta en marcha de agencias oficiales, celebración de encuentros y jornadas, elaboración de declaraciones y manifiestos, redes de Internet, etc.). Laura Agustín, junto a una legión cada vez más numerosa, ha sabido sortear estas dificultades y hacerse oír dando a otros la palabra, promoviendo la lista de discusión ‘Industria del sexo’; hora es ya de que escuchemos la suya.