Fred Halliday [1]
40 años de régimen libio:
un Estado de cleptocracia
[2]
(Alif Nûn, Número 91, Marzo de 2011 /  Rabi Al-AKhar 1432).

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            El cuarenta aniversario de la “revolución” libia de 1969 –o más exactamente, del golpe de Estado del coronel Muammar Gadafi y algunos de sus colegas y familiares– me hace recordar una conversación que tuve justo después de ese acontecimiento con un amigo que era (y sigue siendo) un alto diplomático argelino. El gobierno argelino había quedado tan sorprendido y desconcertado como el que más con la aparición de este régimen extraño, radical y excéntrico en un país hermano de África del norte. El entonces presidente argelino, Houari Boumedienne, había pedido a mi amigo que visitara Trípoli para hacer una valoración de los nuevos dirigentes.

            Cuando mi amigo finalizó el encargo, le pregunté cuál era su opinión sobre los líderes libios, entre los cuales se encontraba en aquel tiempo el comandante Abdessalem Jalloud (un antiguo aliado de Gadafi que finalmente sería excluido del poder en 1993 tras un presunto intento de golpe de Estado) y el propio coronel. La respuesta del diplomático argelino, en un elegante francés, fue memorable: Ils ont un niveau intellectuel plutôt modeste ; lo cual, en términos más sencillos, viene a decir que eran bastante estúpidos.

Una situación de desgobierno

            Hay muchas maneras de adentrarse en la extraña historia de la Yamahiriya (“el Estado de las masas”), cuyo aniversario se celebró en Trípoli el 1 de septiembre de 2009 con unos espectaculares festejos repletos de una extravagante puesta en escena y unos pretenciosos efectos especiales. El evento fue presenciado en gran parte del mundo, con el trasfondo del interés mediático por la controversia diplomática provocada con la liberación de una prisión escocesa, el 20 de agosto de 2009, de Abdelbaset Ali al-Megrahi, el único condenado por el atentado de diciembre de 1998 contra el vuelo 103 de la Pan-Am, en Lockerbie (un Ali al-Megrahi que, dicho sea de paso, pertenece a una influyente rama de la tribu Magariha, lo cual lo vincula con el comandante Jelloud). Como resultado, la experiencia de estas cuatro décadas en la historia de Libia –y su impacto en el mundo árabe y más allá– se ha visto un tanto ensombrecida, lo cual es una lástima, pues ofrece algunas instructivas lecciones sobre las utopías políticas.

            De hecho, estos cuarenta años poco o nada han ayudado a poner en duda la opinión de mi amigo argelino. Durante gran parte de este periodo, el máximo dirigente de Libia y sus secuaces han inundado el mundo con la retórica sobre una supuesta “tercera vía” del país, tal y como fue recogida en los dos volúmenes (1976 y 1980) del Libro verde del coronel, una colección de tópicos que sirvió para atraer a Libia a una estirpe de izquierdistas y “tercermundistas” radicales, similar a la que se vio seducida por el Libro rojo de Mao Zedong, su predecesor una década antes. El cambio en la denominación oficial del Estado refleja cómo ha ido desarrollándose la grandilocuencia de sus líderes: de la “República Árabe Libia” en 1969 a la pomposa “Yamahiriya Árabe Libia Popular Socialista” de marzo de 1977, calificada más tarde como “Grande”, en abril de 1986.

            Durante estas décadas, la jactanciosa ambición de la élite libia llevó a tratar de establecer un liderazgo sobre los árabes (antes de desviar la atención hacia África), e incluso durante un tiempo pareció plantear una interpretación del Islam provocadora y en parte anticlerical.

            Hay muchas evidencias del fracaso del régimen. Su manipulación del lenguaje y la falta de coherencia de su administración son solo dos (sorprendentemente parecidas a las de la Camboya de Pol Pot, otro experimento “tercermundista” –aunque mucho más corto– para crear un nuevo mundo a finales de los setenta).

            La primera vez que pude comprobarlo fue durante una visita a Trípoli en 2002, cuyo programa oficial incluía inevitablemente una visita al “Centro Mundial de Estudios del Libro Verde” (a pesar de todo, fue una agradable sorpresa descubrir en una librería cerca de mi hotel que de las treinta y cuatro traducciones disponibles del libro, las más visibles eran las versiones en hebreo y esperanto). El coronel Gadafi estaba tan enamorado de la idea de lo “verde” que incluso pensó en llamar “Casa Verde” al edificio principal del gobierno en Trípoli, hasta que le indicaron que esto podría recordar a los jardines ingleses. Más parecido a otros procesos revolucionarios fue cuando cambió el nombre de los meses del año (las palabras romanas recordaban demasiado el yugo imperial italiano) o su intento de reemplazar todas las palabras inglesas por otras árabes, incluso los nombres de algunos buenos amigos como “Johnny Walker” (Hanah Mashi ) y “7 Up” (Saba'a Fauq).

            La segunda evidencia, el caos administrativo, ha demostrado ser uno de los aspectos más gravosos de la revolución libia. Una vez más, recuerdo que durante mi visita en 2002 algunos funcionarios e intelectuales –aquellos que no participaban en los interminables debates sobre el Libro verde– me dijeron un poco nerviosos que su país tenía “problemas de gestión”. Entre líneas, la referencia al estilo de Gadafi era inconfundible.

            Muchos miembros de la élite libia se educaron en su momento en Occidente (un profesor recordaba con cariño un bar de Durham); su conocimiento del mundo y el acceso de los ciudadanos a la televisión italiana han intensificado una frustración (si no resignación) ampliamente generalizada. El caótico sistema de gestión vigente por entonces quedó de manifiesto cuando un domingo en particular fue anunciado que se celebraría un consejo de ministros, es decir, una reunión del gabinete. Pero dado que Libia carece oficialmente de capital, nadie sabía dónde tendría lugar el encuentro, y altos funcionarios y sus asesores pasaron horas deambulando con sus coches por el desierto, intentando encontrar dónde se suponía que debían reunirse.

Una estrecha vigilancia

            La Yamahiriya ha sobrevivido a muchos periodos de tensión y crisis internacionales, desde el bombardeo del país por parte de las fuerzas estadounidenses en abril de 1986 al ya citado asunto de Lockerbie. Libia fue readmitida en la comunidad internacional tras el 11-S, cuando su discurso se alejó claramente de anteriores posturas favorables al uso del terrorismo de Estado; el proceso se vio reforzado con un acuerdo alcanzado en diciembre de 2003 para abandonar el desarrollo de armas de destrucción masiva.

            Desde el inicio de la década de 2000 ha sido habitual afirmar que Libia está cambiando. Es indudable que Libia ha modificado el rumbo de su política exterior y de defensa. Muchos países gobernados durante un largo periodo de tiempo por un solo dirigente también lo han hecho (por ejemplo, la Unión Soviética de Joseph Stalin o la Corea del Norte de Kim Jong-il), pero en casa, en el corazón del régimen, los cambios son cosméticos.

            Libia sigue estando controlada por el caprichoso liderazgo de Gadafi. Todavía se producen arrestos arbitrarios, detenciones, torturas y desapariciones; familiares o colegas cercanos, como el comandante Jalloud en la primera época, van y vienen, así como ministros supuestamente “modernizadores”. Los miembros más jóvenes de la familia (algunos quizás bienintencionados, otros que talvez se engañen a sí mismos) desempeñan algún papel a nivel público de un modo intermitente y concitan la atención mediática y comercial en el extranjero, pero como no existe ningún sistema constitucional, y puesto que toda la información es especulativa, nadie –ni siquiera esos mismos miembros más jóvenes– puede decir lo que esto significa.

            No obstante, se puede suponer que, como en otros regímenes dictatoriales (entre ellos, los de Oriente Medio), el verdadero poder está en manos de los elementos menos visibles, sobre todo de quienes controlan los servicios de inteligencia. Musa Kusa, el ministro de exteriores que durante quince años fue el responsable de los servicios secretos de Libia, tiene probablemente más influencia que esos allegados al régimen que promocionan la imagen de Libia en el extranjero, aun cuando su nombre salga solo raras veces en las noticias.

            Por otra parte, es evidente que, a pesar de toda la retórica sobre la “revolución” y “el Estado de las masas”, los dirigentes libios han dilapidado gran parte de la riqueza de la nación, tanto en absurdos proyectos dentro del país como en costosas aventuras en el extranjero. Libia, con una producción per cápita de petróleo igual a la de Arabia Saudí, cuenta con pocos de los avances –el desarrollo urbano y de transportes, o los servicios educativos y sanitarios– de los que se jactan los estados petroleros del Golfo. Trípoli, la capital de facto, conserva los impresionantes edificios y plazas blancos del gobierno colonial italiano, pero a pesar de lo atractivo de su aspecto, parece más el equivalente árabe de La Habana que una versión magrebí de Dubai o Doha.

            Libia no ha introducido cambios significativos en su sistema político, en especial en lo que respecta a los derechos humanos y la forma de gobierno. La Yamahiriya sigue siendo uno de la regímenes árabes más dictatoriales e impenetrables, y sus 6 millones de habitantes no disfrutan de ninguna de las libertades básicas. Los informes anuales sobre Libia de Amnistía Internacional y Human Rights Watch ofrecen ciertos indicios de la situación real, es decir, de la violación continuada y sistemática de los derechos humanos. Según la ley 71, quienes se oponen a la ideología revolucionaria de Gadafi pueden ser arrestados e incluso ejecutados. No existe ni siquiera el atisbo de diversidad observable en dictaduras vecinas como las de Egipto o Sudán .

            El escritor exiliado Hisham Matar nos ofrece una muestra de todo esto, a través de una descripción de la encarcelación de su padre:

            «Permanecimos en este estado de incertidumbre durante tres años, hasta que una mañana, una carta escrita con la cuidadosa caligrafía de mi padre y sacada en secreto de la famosa prisión política de Abu Sleem, en Trípoli, nos fue entregada en nuestra casa por las temblorosas manos de un joven amigo de mi padre que la había traído consigo cruzando la frontera. Cuando entró en nuestra casa se acercó al aparato de música y subió el volumen. Abrazó a mi madre y le susurró al oído. Tenía algo blanco en su mano. Pensé que era un pañuelo de papel. Lo apretó en la palma de la mano de mi madre, pero luego fue incapaz de soltarlo. Ambos estaban llorando.»

            La hoja de papel estaba doblada varias veces. Se trataba de una descripción cruda y detallada de lo que le había ocurrido a mi padre desde su desaparición. Oficiales de los servicios secretos egipcios lo habían sacado de su casa en El Cairo y lo habían entregado a los servicios secretos libios. Izzat Youssef al-Maqrif, otro disidente libio que vivía por aquel entonces en El Cairo, había sido capturado ese mismo día. Metieron a ambos hombres en un coche cuyas ventanas habían sido cubiertas con periódicos amarillentos. Después de un rato, desaparecieron los baches de la calzada y mi padre comenzó a escuchar un zumbido que se hizo más fuerte cuando el coche cogió velocidad. El vehículo se detuvo y cuando la puerta del acompañante se abrió de golpe, mi padre vio que estaban situados bajo el enorme vientre de un aeroplano. Tres horas después llegaba a Trípoli». [3]

Un rastro de sangre

            La mejora de la imagen internacional de Libia en los últimos años es producto de la renuncia por parte del régimen al programa de armas nucleares y a la política de persecución (incluyendo el secuestro y el asesinato) de los disidentes libios residentes en el extranjero. Sin embargo, el régimen no ha mostrado demasiados remordimientos, y aún continúan en el poder quienes ordenaron acciones como la muerte a tiros de la policía británica Ivonne Fletcher en el centro de Londres en marzo de 1984, los atentados con bomba contra aviones de pasajeros y la entrega de sofisticado armamento y material al Ejército Republicano Irlandés (IRA). La respuesta oficial al juicio de Lockerbie y a la liberación de al-Megrahi refleja una actitud que rechaza un verdadero arrepentimiento o la aceptación de responsabilidades, y el régimen sigue intentando intimidar a los gobiernos que, como el de Suiza, se han mostrado críticos.

            Entre los distinguidos invitados a las celebraciones del 1 de septiembre en Trípoli estaban Robert Mugabe de Zimbabwe y el presidente sudanés Omar Hassan al-Bashir, acusado por el Tribunal Penal Internacional. Otro invitado de honor fue el pescador somalí Mohammad Abdi Hasan Hayr, supuesto líder de los piratas que operan en el litoral más extenso de África. El carácter de los amigos europeos de Libia también habla por sí solo: entre ellos se cuentan el primer ministro de Italia Silvio Berlusconi (un visitante frecuente) y el antiguo responsable político de ese país, Giulio Andreotti, un corrupto y colaborador de la mafia que avisó a los libios del ataque aéreo estadounidense en 1986.

            En lo que a mí respecta, tampoco puedo olvidar la suerte corrida por otra víctima indirecta de aquel suceso: mi compañero de estudios de asuntos yemeníes, el académico británico Leigh Douglas, quien, a raíz del bombardeo estadounidense, fue secuestrado en Beirut, donde era profesor, junto a su compatriota y colega Philip Padfield. Ambos hombres fueron asesinados a tiros por sus captores; un tercero, el periodista de las Naciones Unidas Alec Collett, también fue asesinado.

Un agitador en la región

            Los asesinatos de Beirut en 1986 son un recordatorio de que el daño que los dirigentes de Libia han venido infligiendo durante estos cuarenta años no solo es más amplio sino que también está más cerca de casa que las conexiones occidentales de Lockerbie, el IRA y (según se dice) el grupo paramilitar vasco ETA. La reputación de Libia entre los otros pueblos y estados árabes es pésima, por no decir directamente que el Estado libio es objeto de desprecio.

            Puede ser que debido al comercio o a la realpolitik, los hombres de negocios y los políticos occidentales hayan llegado a tomarse más en serio que antes a Libia (incluso ahora que sus compañeros de viaje político han pasado a ser países como Venezuela o incluso Irán). Sin embargo, nunca he conocido a nadie en el mundo árabe que haya tenido razones para adoptar semejante actitud. Y no es de extrañar: durante el periodo de gobierno del coronel Gadafi, Libia ha interferido en la situación política de Egipto, Sudán, Yemen , Arabia Saudí , Líbano y Palestina , y ha contribuido a empeorarla.

            En el Líbano, por ejemplo, fue la desaparición (y presunta muerte) del líder de los shi'íes libaneses Musa Sadr, durante su visita a Libia en 1978, la que abrió la senda para el nacimiento del movimiento Hizbollah. En cierta ocasión tuve que soportar una larga diatriba del entonces embajador libio en Teherán , denunciando a los shi'íes como cómplices de hecho del imperialismo occidental. Además, Trípoli (tal vez resentido por el hecho de que Irán haya desplazado a Libia como referencia de los radicales en el país) también ha abanderado durante mucho tiempo la retórica chovinista contra los iraníes y los shi'íes.

            En Yemen, puedo dar testimonio de la destructiva influencia de Libia durante los años setenta y ochenta. Primero, instigando una guerra entre Yemen del Norte y Yemen del Sur en 1972, y después, en los ochenta, prometiendo una ayuda masiva al régimen de izquierdas del sur, para luego cortarla abruptamente cuando los yemeníes no compartieron la postura de Libia en relación a los acontecimientos en Etiopía. En Adén, una de las imágenes más visibles a comienzos de los ochenta era la estructura a medio acabar del hospital libio en Jormaksar, cuya financiación se detuvo de la noche a la mañana.

            Libia también ha interferido en Palestina. Durante mucho tiempo ha fomentado la división dentro del movimiento nacionalista palestino, apoyando en un momento dado a la facción de Abu Nidal que trató de asesinar a los representantes de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) que negociaban con Israel . Libia continúa manteniendo puntos de vista extremadamente antiisraelíes: su postura oficial es que Israel debería fusionarse en un solo Estado, “Isratina”, una forma original de proponer la eliminación de ese país. [4] En la víspera de las celebraciones del cuarenta aniversario del régimen, durante un encuentro de los líderes de la Unión Africana, el coronel Gadafi llegó a decir que Israel era el responsable de muchos de los conflictos y problemas en el continente.

El fin de la fantasía

            Libia está lejos de ser el régimen más brutal del mundo, o incluso de la región; tiene menos sangre en sus manos que, por ejemplo, Sudán, Iraq o Siria . Sin embargo, la Yamahiriya continúa siendo una entidad grotesca. A su modo, se asemeja a un chantaje organizado por un grupo familiar y sus cómplices, quienes arrebataron por la fuerza el Estado a su pueblo, gobernando luego durante cuarenta años sin ni siquiera intentar conseguir la legitimación popular.

            Puede que el resto del mundo esté obligado a considerar ciertos asuntos geoestratégicos, energéticos y económicos a la hora de tratar con este Estado, pero no tenemos porque consentir las fantasías acerca de su carácter político y social, constantemente promovidas tanto dentro como fuera del país. La Yamahiriya no es un “Estado de masas”, sino un Estado de ladrones; una cleptocracia, en términos más formales. Al pueblo libio se le ha negado durante demasiado tiempo el derecho a elegir a sus propios dirigentes y su propio sistema político, y a beneficiarse de la riqueza de su país a través de esa clase de acuerdos en materia de petróleo y gas que Occidente está ahora tan interesado en promover. Cuanto antes sea parte del pasado esta forma de gobierno que soportan, mejor.

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[1] Fred Halliday (1946-2010) fue profesor de Relaciones Internacionales en la London School of Economics y también impartió clases en el Institut Barcelona d'Estudis Internacionals (Nota de la Redacción de Alif Nûn).
[2] Traducción y adaptación del artículo publicado en Opendemocracy, el 8 de septiembre de 2009, con ocasión del cuarenta aniversario de la llegada al poder de Gadafi. Disponible online en: http://www.opendemocracy.net/article/libya-s-regime-at-40-a-state-of-kleptocracy Versión en castellano elaborada por el equipo de traductores de Alif Nûn (Nota de la Redacción).
[3] Hisham Matar, “I just want to know what happened to my father”, The Independent, 16 de julio de 2006.
[4] Para una exposición razonada acerca de la solución política de un Estado único en Israel-Palestina, véase Edward W. Said , “ Israel, Palestina y la solución del Estado único ”, revista Alif Nûn nº 84, julio de 2010 (Nota de la Redacción).

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