Gabriel Flores Europa sin Tratado constitucional

Gabriel Flores

Europa sin Tratado constitucional

Los primeros días que siguieron a su derrota, los portavoces de las elites políticas, económicas y mediáticas europeas que defendían el Tratado constitucional se parecían mucho a un boxeador aturdido por los golpes, que mueve vacilante los guantes para intentar demostrar que puede seguir el combate pero que no entiende muy bien qué hace en ese cuadrilátero ni contra quién pelea.
Las ciudadanías francesa y holandesa han resuelto parte de un gran interrogante que pendía sobre la marcha de la Unión Europea (UE): el Tratado constitucional aprobado por el Consejo Europeo no servirá de cauce a un hipotético desarrollo de una Europa política supraestatal. Así de rotunda se puede expresar la principal consecuencia política de los referendos realizados en Francia y Holanda. El no masivo de Francia y Holanda resuelve dicho interrogante, a cambio de abrir otros de parecida importancia, no tanto sobre la supervivencia de la UE, que parece incuestionable, como sobre el ritmo y la orientación de la unidad política europea, las formas jurídicas e institucionales en las que se concretarán los próximos pasos de esa unidad y el predominio de unos u otros objetivos y políticas comunitarias. Es posible que los cambios terminen por afectar también al actual reparto de competencias entre instituciones comunitarias y Estados socios.
La crisis abierta afecta al rumbo que seguirá la UE, al cuándo se realizarán nuevas propuestas generales para su reforma institucional y al cómo podrá reconstruirse el consenso social derrochado en este intento, afortunadamente frustrado, de convertir en constitucionales la ideología y las políticas económicas ultraliberales y de imponer una vía prusiana, al tiempo que muy limitada y confusa, a la unidad política europea. Los resultados hacen que cobre aún más sentido la pregunta que nos hacíamos al iniciarse el proceso de ratificación: ¿por qué se han metido en este lío? o, planteada de otra forma, ¿por qué asumieron tantos riesgos, cuando los beneficios de la jugada eran, en el mejor de los supuestos, pequeños?
Para comprender el significado y las repercusiones del rechazo al Tratado hay que partir del reconocimiento de que la crisis abierta en la UE es de envergadura. Sería necio minimizar su alcance o identificar la crisis con un simple periodo de incertidumbre. Tan poco racional como pensar que seguir con el proceso de ratificación o congelarlo durante un año pueden contribuir en algo a solucionarla; antes bien, podrían envenenar sus efectos y dificultar la búsqueda de soluciones.
En sentido contrario, poco ayudaría a entender la crisis magnificar sus consecuencias: la UE no se enfrenta a un periodo caótico ni a una pulsión autodestructiva que amenace su existencia (o la del euro)
El no franco-holandés al Tratado constitucional ha hecho más evidente la brecha entre la mayoría de los ciudadanos (de dos países que dieron los primeros pasos de la unidad europea y que, al tomarse en serio el texto del Tratado, se dieron el tiempo suficiente para conocer las diferentes posiciones en pugna, leer los artículos del Tratado en los que se concentraban las divergencias y debatir los temas que desataban mayor preocupación) y sus representantes políticos, que muy mayoritariamente aprueban el Tratado. Pero la derrota del Tratado constitucional no significa que los poderes que lo impulsaron estén tan debilitados o despistados como para dejar el camino libre a otras políticas comunitarias o para ensayar en la UE otros diseños institucionales muy diferentes de los ahora intentados. Las fuerzas y elites que aprobaron el Tratado y pretenden (o pretendían) su ratificación seguirán teniendo un papel preponderante en la orientación de la Unión Europea y el poder para decidir sobre las instituciones y las políticas comunitarias y sobre su reforma; por mucho que no hayan previsto ni sepan hoy cómo salir del laberinto en el que se han metido ni sepamos, por ahora, el alcance que tendrá lo sucedido en las diferentes corrientes políticas y en las visiones de Europa que defienden.    
Frente al aquí no ha pasado nada o el ha llegado la hora de preparar el entierro de la UE podemos intentar pensar, analizar qué ha sucedido y cómo puede afectar a la UE y al proceso de construcción de la unidad europea. Sirvan las reflexiones que siguen para animar ese intento.

Dos grandes fracasos

El primer gran fracaso lo cosechan las derechas que respaldan las políticas ultraliberales, que pretendieron con el Tratado constitucional favorecer una mundialización con las menores  reglas posibles y proporcionar una herramienta útil a los gobiernos comunitarios para intentar superar los obstáculos (el modelo social europeo y las restricciones que surgen de la capacidad que tienen los ciudadanos de influir sobre gobiernos y políticas) que, en su opinión, impiden a las economías comunitarias reforzar la competitividad, flexibilizar los mercados laborales, aligerar las cargas presupuestarias y sociales del sector público y adaptarse a las nuevas condiciones creadas por la existencia de mercados mundiales. La visión de la UE defendida por los sectores más ultraliberales de la derecha, que han reconocido como propio el Tratado constitucional y que han proclamado a cara descubierta que su objetivo no es proteger el modelo social europeo sino cambiarlo, ha sido ampliamente conocida y rechazada por la mayoría. Las fuerzas y los líderes liberales que han planteado así de claro y así de crecidos sus objetivos tendrán que cambiar formas, mensajes y algunas caras.         
El otro gran fracaso ha sido cosechado por la socialdemocracia que mantiene que la UE es el instrumento adecuado para gestionar la mundialización y hacerla compatible con la reforma del Estado del bienestar y con la sostenibilidad de niveles de protección social similares a los actuales o algo inferiores. La línea roja marcada por la mayoría de los electores socialistas y de izquierda establece que con el empleo, las condiciones laborales y la protección social no se juega. Se pueden plantear reformas modernizadoras, pero hay conquistas y políticas sociales intocables. La confusión entre propuestas liberales y socialdemócratas que reinaba en los programas electorales socialistas y la convivencia en el seno de sus organizaciones de un muy amplio espectro ideológico se hace a partir de lo ocurrido más difícil, sin que las graves cicatrices abiertas en la campaña entre los socialistas ayuden a mantener la anterior amalgama.
El fracaso de estas dos grandes corrientes políticas, que sirven de sostén a la UE realmente existente, es uno de los componentes de esta profunda crisis. Pero ese fracaso que debilita a la actual UE y a la mayoría de sus dirigentes es también, junto a un factor de fortalecimiento de las ideas y planteamientos de izquierda, la oportunidad de que la unidad europea no sólo esté orientada por la lógica económica y la búsqueda de competitividad; a partir de ahora, los intereses de bienestar, protección y cohesión sociales de la mayoría podrán tener mayor relevancia y mayor espacio para su desarrollo en las políticas comunitarias.

Algunas enseñanzas

Lo ocurrido demuestra que es posible el debate político de la mayoría de la sociedad sobre temas europeos que hasta ahora parecían muy alejados de las preocupaciones e intereses de la gente y que por su complejidad eran materia reservada de especialistas o de minorías muy ideologizadas entre los que el tema a discutir es apenas un pretexto para colocar cómo entienden la globalización. Los temas relacionados con la UE y con la integración y la unidad europeas interesan o pueden interesar a muy amplios sectores sociales si se acierta en las formas para que se familiaricen con temas intrincados ante los que está siempre presente la tentación de despacharlos, antes de conocerlos, con un grueso brochazo. No sería malo que los que aquí han diseñado las campañas contra el Tratado, en lugar de cargar todas las responsabilidades de los pobres resultados en las prisas interesadas, prácticas marrulleras y argumentos demagógicos de los que ha hecho gala el PSOE reflexionasen sobre los fallos propios y sobre las enseñanzas que pueden proporcionarnos las, en general, estupendas campañas de las izquierdas francesas.  
La victoria del no demuestra que el dominio apabullante de los medios de comunicación, los enormes recursos financieros puestos al servicio del , las posiciones institucionales ocupadas por las grandes formaciones políticas o el dominio de las técnicas del marketing no siempre terminan venciendo. Algunas veces, gobiernos, líderes y representantes políticos, grandes comunicadores y los grupos de los que forman parte y poderosos entramados empresariales pierden. A veces, muy pocas, la izquierda es capaz de articular un discurso político que interesa, que conecta con las preocupaciones de la mayoría de la sociedad, que moviliza a una parte significativa del electorado de izquierda y de los sectores de izquierda que se han ido alejando de las pugnas electorales y partidistas, que es creíble para la sociedad y que, por ello, obliga a los que defienden posiciones contrarias a argumentar su voto y sus críticas y no simplemente a demonizar con etiquetas o aventar riesgos de catástrofe. 
En la victoria del no ha jugado un papel esencial la posibilidad de articular en un discurso crítico a los muy diferentes componentes de la izquierda, desde las corrientes socialdemócratas que pretenden gobernar la mundialización y reformar el Estado de bienestar sin vaciarlo de su substancia de protección social, hasta los movimientos anticapitalistas que se oponen a la lógica del mercado basada en la propiedad privada y la competencia y pugnan por extender los espacios de lo público y los intereses colectivos y solidarios, o los grupos más apegados a su entorno cotidiano, que intentan cambiar su vida y las relaciones y los espacios próximos en los que ésta se desarrolla.
La dificultad de ese empeño en favorecer espacios comunes de crítica en los que puedan reconocerse parcialmente todas las izquierdas, desde las corrientes más concentradas en obtener rentas electorales o partidistas hasta las más proclives al ensimismamiento y a la proclama extrema, no mengua un ápice su necesidad. De igual manera, sería conveniente que en las tareas a favor de esa otra Europa que consideramos posible no encuentren acogida las actitudes y posiciones sectarias que siempre encuentran tiempo y fuerzas para criticar los errores de los que no comparten con ellos, al cien por cien, sus propuestas o ideas.

Preocupaciones
 
Aunque en la victoria del no se suman votos de muy diferente significado y quejas o expectativas muy diversas, del mismo modo que el o la abstención son compartidos por muy diferentes electores y opciones, todos los análisis y estudios sobre la composición del voto coinciden en señalar que el no ha sido ampliamente respaldado por sectores sociales obreros y desempleados (más en Francia que en Holanda) y por la gente identificada con las opciones políticas de izquierda. Además, la inmensa mayoría de los que han rechazado el Tratado consideran que su decisión no va a debilitar el proceso de construcción de la unidad europea; por el contrario, piensan, permitirá renegociar una nueva Constitución Europea que reconozca la legitimidad y la prioridad de los contenidos y derechos sociales. Supongamos, a falta de otros datos más fiables, que los estudios y sondeos realizados (por Le Monde, El País o la Comisión Europea, por citar algunos) son una aproximación plausible a la compleja realidad que conforman los casi 20 millones de electores franceses y holandeses que votaron no, ¿es lógico que se siga diciendo que el no ha sido un voto contra la UE y contra Europa? 
Puede que la primera preocupación, al analizar los resultados de los referendos, esté relacionada con los sectores de extrema derecha que han basado su rechazo al Tratado en planteamientos claramente xenófobos y que han sabido influir con sus proclamas en, aproximadamente, un 15% de los que han votado no. Pero la principal preocupación y el mayor riesgo para el fortalecimiento de una Europa formada por sociedades democráticas y tolerantes, abiertas a la diferencia, comprometidas con los intereses y el bienestar de la mayoría, respetuosas con las minorías que personifican esas diferencias y con capacidad para adaptarse a los cambios y a lo nuevo reside en la permeabilidad que los sectores populares y de izquierda han mostrado a argumentos confusos en los que el rechazo a la globalización, convertida en un pandemónium, toma la forma de miedo al inmigrante, oposición a que entren en la UE los países más pobres del Este o Turquía e inútiles demandas de que sus gobiernos impidan por ley las deslocalizaciones de empresas o la importación de productos baratos procedentes de China o de otros países de bajos salarios, que muy poca o ninguna relación guardan con el Tratado constitucional, pero han sido ampliamente utilizados en la campaña. Esa confusión alimenta un miedo irracional a la competencia y a la cultura proveniente de los otros, los aún más pobres y desprotegidos, y aleja a sectores crecientes de la población, los que cuentan con menores recursos y son por ello más vulnerables, de una Europa a la que perciben, antes que como protectora, como una amenaza que les empuja a volver la vista hacia su nación y su Estado, único poder sensible a sus presiones y capaz de asegurar, así lo creen, su precario bienestar actual y su futuro. En ese magma ideológico crece un peligroso neonacionalismo, enfermizamente agresivo contra lo extraño, extranjero lejano o inmigrante próximo, muy crítico con los políticos y con la política, siempre identificados con la corrupción, y que con un ligero maquillaje social pretende proteger lo nacional (su trabajo, su economía, su religión, su cultura,...) y a los que comulgan con su particular reconstrucción de la identidad nacional.

Alternativas al laberinto

Ni las fuerzas políticas que han defendido el no al Tratado constitucional ni, mucho menos, los que hemos votado en contra del Tratado tenemos la mínima obligación de plantear alternativas al impasse en el que han colocado a la UE los que querían ganar, entre otros objetivos, legitimidad para las posiciones ultraliberales con los referendos. Durante algún tiempo, la confusión de los muñidores del Tratado constitucional nos ha proporcionado alguna sonrisa y un leve contento por los cabreos, broncas y despropósitos que se les han ido ocurriendo. Por otro lado, una alternativa requiere cierto grado de credibilidad y una mínima capacidad para hacerla creíble que, entre nosotros, está lejos de existir. 
Esa alternativa es, no obstante, relativamente fácil de plantear y se le puede ocurrir a cualquiera que tenga un ligero poso democrático. Quizás esté ahí, en esa escasa adhesión a los principios democráticos, parte del problema que atenaza el desarrollo de la unidad europea.
Aunque no sea muy difícil ser escéptico sobre la utilidad de esgrimir soluciones que no son viables porque carecen del respaldo y de la fuerza necesarios, quizás tenga algún sentido pensar las condiciones básicas de una propuesta alternativa, no tanto para definir los rasgos que conformarían una Europa ideal, muy difícil de imaginar, o una Constitución de izquierdas, tan fácil de hacer como inútil, como para establecer los límites y condiciones que harían admisibles para la izquierda una Constitución europea, sus contenidos mínimos y un método democrático para su elaboración, debate, aprobación y, en su caso, reforma. En este sentido, las consideraciones que siguen podrían tener alguna utilidad. En primer lugar, no deberíamos ser tan ambiciosos como los autores del Tratado constitucional, que pretendieron sacar ventaja de la debilidad de la izquierda para intentar que se ratificara un texto sectario que no respetaba la historia de la construcción europea, ni a fuerzas políticas, sindicales y sociales que han sido claves en los avances de la unidad europea, ni las ideas de izquierda que siguen siendo patrimonio de una parte importante de la población europea. En segundo lugar, deberíamos considerar suficiente un texto que definiera derechos fundamentales, objetivos compartidos por la inmensa mayoría, instituciones comunes, reglas de juego y reparto de competencias entre instituciones. En tercer lugar, deberíamos favorecer que las instituciones y políticas comunitarias fueran  controladas por los ciudadanos, fuerzas políticas, parlamentos y gobiernos comunitarios y de los Estados miembros de la UE; dejando, para ello, en manos de la mayoría la conveniencia y la posibilidad de reformarlas y de ir paulatinamente adecuando el texto constitucional a una voluntad democrática sustentada en un amplio consenso político y social. Por último, una Constitución no puede aspirar a convertirse en un texto sagrado que codifica como conocimiento oficial o pensamiento único lo que es propio de la práctica, la investigación y el conocimiento científico; tampoco puede intentar suplantar o paralizar el conflicto de intereses e ideologías que marcan el pulso político de las sociedades democráticas y el ritmo de las transformaciones sociales.       
Más importante que esa preocupación por buscar alternativas a un asunto para el que no hay soluciones a la vista, es aprovechar la oportunidad que nos brindan los resultados de los referendos francés y holandés para dar a conocer, entre los sectores más interesados por la UE, los temas clave o los grandes problemas de la construcción de la unidad europea y para conectar los análisis y reflexiones que se hacen desde la izquierda sobre las políticas comunitarias y el proceso de construcción de la UE con las preocupaciones de la gente.
La vida sigue y la UE con ella, por mucho que los partidarios del Tratado pusieran tanto empeño en confundir el no al Tratado con el rechazo a la UE o, peor aún, al proceso de unidad europea que han acabado por creérselo y nos quieren hacer responsables a los votantes del no, por haber ejercido el derecho a votar, de su conmoción y de todas las calamidades que, amenazan, pueden acabar por hundir el barco europeo.

Sin Tratado y sin presupuestos

La UE sigue, pese a todo, funcionando, al igual que los procesos de integración de las economías europeas, y seguirá funcionando durante el tiempo que necesiten los dirigentes europeos para sacarla de la gatera en la que la han metido y superar una debilidad de la que son los primeros responsables. La UE no está hundida en el caos. Está en crisis, en una grave y profunda crisis, cuya solución no pasa por Blair ni por los señores Chirac y Schröder.
Que Europa se fortalezca, que haya más Europa, requiere más democracia, consenso social y mayor responsabilidad pública en la defensa de los intereses de bienestar, protección y cohesión sociales de la mayoría. Esa es la plataforma que debe construir la izquierda con la participación de todos los sectores europeístas interesados.
Mientras tanto, van a seguir los debates y los (des)acuerdos sobre los temas que marcan los pasos cotidianos de la UE y definen los límites de las políticas que son competencia exclusiva o compartida de la UE. Esos debates y las decisiones de los Consejos, Comisión y Parlamento europeos deben centrar nuestra atención y nuestras críticas porque son, en la práctica, las que determinan la trayectoria de la UE y las que establecen la financiación que se proporciona a la consecución de los objetivos comunitarios, las herramientas políticas e institucionales de las que podrán disponer las autoridades de la UE y los contenidos económicos, sociales, políticos y de seguridad y defensa del proceso de construcción de la unidad y de la identidad europeas.
Entre los muchos e importantes temas que van a requerir una solución a corto plazo, se encuentra la complicada y decisiva aprobación de las Perspectivas Financieras 2007-2013 que no han sabido acordar en el reciente Consejo Europeo, reunido en Bruselas los pasados 17 y 18 de junio, y sobre las que alcanzarán un arreglo a lo largo del próximo año.
En torno a ese debate sobre las Perspectivas Financieras y, en consecuencia, sobre la importancia y el reparto de los fondos agrícolas, estructurales y de cohesión podremos observar los próximos meses como las clases dirigentes y las grandes formaciones políticas carecen de un proyecto para Europa. Diferentes actores políticos, sociales, religiosos, junto a representantes de sectores empresariales y grandes grupos multinacionales y los gobiernos e instituciones estatales y comunitarios con intereses particulares y excluyentes darán nuevas muestras de su habilidad para llegar a arreglos que permitan a la UE continuar la vacilante andadura de los últimos años y de su incapacidad para proponer proyectos de construcción de la unidad europea que vayan un paso más allá de sus intereses particulares. 
El debate y los enfrentamientos entre los socios comunitarios a propósito de las Perspectivas Financieras tienen como base la decisión de los gobiernos de los países que son contribuyentes netos de reducir los gastos de la UE al 1% del PIB del conjunto de los socios de la UE y de rebajar, todo lo posible, el anterior límite del 1,27%, establecido por decisión del Consejo Europeo de 24 de junio de 1988. Para conseguir la  reducción de sus aportaciones, los países más ricos de la UE han planteado diversas y contradictorias propuestas que han dado lugar a un complejo entramado de alianzas: seguir limando la importancia presupuestaria de la política agrícola común, congelar los fondos estructurales y de cohesión (precisamente cuando las desigualdades regionales aumentan por la ampliación al Este y los habitantes de las regiones con menor renta se multiplican por 2,3), limitar los fondos que pueden recibir los nuevos socios a un menor porcentaje de su PIB para garantizar su utilización eficiente o, entre otras muchas, acabar con la excepción que supone desde 1984 el ya famoso cheque británico.
La cuantía del presupuesto comunitario, que en 2004 rondó los 112.000 millones de euros (aproximadamente un 40% del presupuesto de Francia y apenas un 10% del presupuesto central estadounidense) y las prioridades que establece en su reparto entre las diferentes políticas y objetivos comunes reflejan las dificultades para desarrollar políticas económicas y sociales desde instancias comunitarias y los límites que imponen los Estados socios a su voluntad de unidad europea
La economía española tiene mucho que perder con las nuevas Perspectivas y ese factor distorsiona aquí la naturaleza del debate que se centra en cómo retrasar y limitar las pérdidas o, desde la oposición, en criticar la cuantía de lo perdido; pero una solución satisfactoria para el conjunto de las economías comunitarias y, por tanto, para la española requeriría la ampliación del debate, tejer alianzas y acumular las fuerzas capaces de entronizar la cohesión social y territorial en fundamento económico y político del proyecto europeo. Las políticas de cohesión social y regional son una condición necesaria para un crecimiento robusto y equilibrado del conjunto de los socios, no un simple mecanismo de ayuda (o, peor aún, de limosna) que se recibe con entusiasmo, pero se entrega a regañadientes.
Puede que próximos acontecimientos, en torno a este debate sobre los presupuestos de la UE, nos den la oportunidad de realizar un análisis más detallado de su alcance, de las contradicciones que afloran a partir de las diferentes propuestas y de las alianzas que en su defensa o rechazo se hacen y deshacen.