Gabriel Flores

Los escollos levantados por la Guerra
de Irak en la Unión Europea

Porque nunca se gana una batalla, dijo. Ni
siquiera se libran. El campo de batalla solamente
revela al hombre su propia estupidez y desesperación,
y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.

El ruido y la furia,
1929.
William Faulkner

¿Puede convertirse la UE en el necesario contrapoder al orden imperial que pretende la actual Administración estadounidense? ¿La invasión y la posterior ocupación de Irak modificarán la travesía marcada por la UE para su ampliación al Este? ¿Qué nuevas formas adopta la vieja contradicción entre ampliación y profundización en la UE? ¿El parcial reencuentro de los países europeos y EE UU tras el respaldo unánime a la ocupación de Irak cicatriza la división y las heridas abiertas por la guerra?
Esos interrogantes y otros de parecido cariz han sido planteados en los últimos meses por diversos trabajos que desgranaban razonamientos variopintos para tratar de responder a algunos de ellos y clarificar estos tiempos fronterizos caracterizados por la indefinición de las estructuras de poder y de legitimidad internacionales. Las reflexiones que siguen intentan pensar la crisis global en la que el mundo y la UE están inmersos y presentan lo nuevo de la actual situación de la UE desde un ángulo poco frecuentado, el de los problemas que afectan a los países del Este candidatos y los obstáculos que enfrentan el proyecto europeo y la próxima ampliación al Este de la UE.

1.- Una crisis global

Los preparativos y el desarrollo de la desgraciada guerra contra Irak han despejado no pocas incógnitas del panorama internacional y de la crisis global del orden mundial. El derrumbe de las torres gemelas de Nueva York, hace ya casi dos años, puso en el primer plano de la reflexión y de la acción políticas numerosas incertidumbres que, en su mayor parte, han desaparecido o han sido sustituidas por otras. La razón de la fuerza militar norteamericana ha debilitado y desprestigiado, más de lo mucho que estaba, el viejo orden mundial sin mostrar un interés evidente por sustituirlo por cualquier otro sistema o entramado legal e institucional mundiales.
El pasado 22 de mayo se produjo un limitado reencuentro entre la "vieja Europa" y EE UU en torno a la nueva resolución 1.483, que fue aprobada por unanimidad por el Consejo de Seguridad de NN UU, con la ausencia de Siria, y que permitió levantar las sanciones y autorizar la ocupación sine die de Irak. El inusitado acuerdo, que acepta una ocupación militar realizada a espaldas de la legalidad internacional, sirvió para legitimar las tareas de reconstrucción que llevan adelante los ocupantes y para proporcionarles un abrigo legal del que carecían.
El gobierno de EE UU ha conseguido, con costes muy limitados, que todo el mundo compruebe su capacidad militar y se dé por enterado de su voluntad de utilizar el poder de fuego como argumento indiscutible para imponer un orden internacional más acorde con sus intereses.
Antes, al calor de los atentados del 11 de septiembre, el equipo de G. Bush fijó como enemigo principal del estilo de vida americano y, por extensión, del bienestar y la seguridad del mundo desarrollado la conexión entre armas de destrucción masiva, Estados delincuentes y terrorismo internacional. A nadie debería escapársele que la elección de esos riesgos reales como la amenaza principal que debe enfrentar el mundo iba a favorecer al conglomerado de intereses económicos, militares e ideológicos fraguados en torno a la candidatura de Bush a la presidencia estadounidense. Al identificar la fuerza militar y el rearme de EE UU como las herramientas idóneas para enfrentar un mundo repleto de asechanzas, Bush conseguía también tensar a la sociedad norteamericana en apoyo a las políticas de poder y a favor de un orden mundial unilateral que refuerza, al menos de forma inmediata, sus apoyos sociales y las posibilidades de reelección.
La invasión y posterior ocupación de Irak apenas dejan espacio en la sociedad estadounidense para propuestas políticas alternativas ni para debates sobre costes, dificultades y consecuencias no deseadas de la decisión de lanzar, sin el apoyo de NN UU, la guerra contra Irak.
El belicismo del equipo que lidera Bush ha provocado el fin de las ilusiones, surgidas tras la implosión del bloque soviético en el periodo 1989-1992, de un nuevo orden mundial multipolar en el que los tres grandes bloques que configuran el mundo capitalista desarrollado podrían transformar en desarrollo los "dividendos de la paz" generados por el fin de la guerra fría y del mundo bipolar, y podrían competir pacíficamente para ampliar sus mercados, contando para ello con organismos y foros multilaterales en los que dirimir sus diferencias.
Final de etapa. La carrera armamentística no desaparecerá ni será reemplazada por una disputa pacífica por el control de la información, el conocimiento y los nuevos mercados. Se desvanecen las incipientes ilusiones progresistas que surgieron tras el derrumbe del muro de Berlín y una nueva utopía reaccionaria se afianza en el paisaje mundial. La extrema derecha norteamericana casi ha conseguido su propósito de que Naciones Unidas se hunda junto a Sadam Husein.
Las bases del viejo orden han desaparecido o no sirven, ignoradas y desprestigiadas de palabra y en los hechos por la Administración de Bush. Las posibilidades de un nuevo orden favorable al desarrollo democrático, cultural y económico de los seres humanos, se han agostado.
Sobre el papel las cosas están claras: el experimento de una heterogénea coalición política y militar para arropar los objetivos marcados por la Casa Blanca ha funcionado razonablemente bien. A partir de ahora, y hasta nuevo orden, las coaliciones de voluntarios encabezadas por EE UU pueden ser una de las fuentes fundamentales de legalidad internacional. Ya se buscará el encaje de Naciones Unidas en el nuevo sistema de poder internacional y, en caso necesario, ya habrá tiempo de pensar cómo suministrar legitimidad al nuevo tinglado. Los organismos multilaterales que pervivan sólo serán respetados en la medida en que acepten las razones que proporcione EE UU y respalden las acciones que emprenda EE UU en defensa de sus intereses, confundidos deliberadamente con los del mundo desarrollado y libre.
Las cosas parecen claras, pero los políticos que desde la Casa Blanca gestionan el surgimiento de la nueva "pax norteamericana" no sólo deberían estar atentos a retribuir a los ideólogos extremistas que nutren sus argumentos, para que su intento imperial tenga posibilidades de éxito necesitan también cuidar las cuentas de resultados de los sectores empresariales que les dan su apoyo y captar los cambios de posición de esos millones de votantes que, por ahora y con algunos límites y muchas imperfecciones, dan y quitan el poder de gobernar la próxima legislatura.
La consecución de un mundo unipolar no parece tarea fácil y puede que, incluso, termine revelándose como un objetivo imposible. Está por demostrar que las políticas de palo y tentetieso, que tan rápidamente han conseguido hacer desaparecer a S. Husein y a su régimen, sean eficaces para conseguir un nuevo régimen en Irak relativamente estable, relativamente democrático y relativamente compatible con los intereses norteamericanos en la región. No parece tampoco que los problemas centrales y la guerra que enfrentan a Israel y Palestina tengan una solución militar o puedan mitigarse sin el concurso de la UE, por mucho que se empeñe en ello la siniestra política de A. Sharon y por mucho que la desesperación de los palestinos no parezca la situación ideal para acumular las fuerzas necesarias que hagan viable la inevitable solución política.
La mayor potencia mundial pretende construir un orden unipolar, un nuevo y singular ultraimperialismo que, presumiblemente, tiene más posibilidades de agravar los problemas de inseguridad e inestabilidad en el mundo que de paliarlos, sin que ni siquiera resulte evidente que vaya a favorecer a largo plazo los intereses estadounidenses.
Las potencias europeas interesadas en un orden mundial alternativo no pueden enfrentarse a los designios de la hiperpotencia ni seguirlos sin renunciar a defender sus propios intereses. Estamos en presencia de una crisis global del orden mundial. Si las posibilidades de que se consolide un mundo más seguro y predecible son hoy menores que antes de la guerra de Irak, las noticias económicas añaden más leña al fuego de la crisis.
Tras la guerra, los desequilibrios y el débil crecimiento económico que mostraban con anterioridad las principales potencias mundiales no han mejorado y, lejos de corregirse, se han afianzado en este primer semestre del año. Ni la invasión de Irak, ni la significativa disminución del precio del barril de petróleo, ni la legalización sobrevenida de la ocupación militar, ni el comienzo de las tareas de reconstrucción de lo que los bombardeos destruyeron han sido suficientes para sacar al mundo del atolladero del estancamiento económico.
Si las previsiones más fiables de crecimiento mundial en 2003 no superan el 1%, las que realiza el Banco Central Europeo (BCE) para la eurozona en su último boletín mensual de junio se sitúan entre un 0,4% y un 1% este año y entre un 1,1% y un 2,1% en 2004.
En Europa, el fortalecimiento del euro frente al dólar dificulta que la demanda externa contribuya a superar la atonía económica de la eurozona. El Pacto de Estabilidad impide que el gasto público actúe como impulsor de la demanda interna. Y, por si todo eso fuera poco, el BCE parece anclado en su obsesión antiinflacionista, como demuestra que esperase hasta el pasado 5 de junio para recortar los tipos de interés en medio punto y que sólo tomase esa decisión tras asegurarse de que las previsiones de inflación en la UE para el 2003 y 2004 eran decrecientes e inferiores al 2% (entre 1,8% y 2,2% en 2003 y entre 0,7% y 1,9% en 2004). La actuación del BCE no ha contribuido en nada a aminorar el riesgo de que en Alemania y otras economías comunitarias se consolide una fase recesiva y sigan el deslizamiento hacia una más peligrosa aún situación de deflación.
Si, para ser constructivos, hiciéramos el esfuerzo de identificar algunas gotas de miel en el barril de hiel que ha ido llenando el discurrir de acontecimientos de los últimos meses podríamos señalar dos elementos de muy diferente significación.
En primer lugar, la movilización ciudadana desarrollada en casi toda Europa y, con menor y desigual intensidad, en casi todo el mundo. Significativa tanto por su masividad como por su carácter. Buena parte de los asistentes se manifestaron a favor de una solución multilateral y pacífica del conflicto que enfrentaba a Naciones Unidas con el régimen de S. Husein y a favor de que sus países y Europa continuaran basando su seguridad en unos principios (contención, multilateralismo y consenso internacional) que chocaban con los que defendía la Administración estadounidense. Con mayor o menor solidez, las manifestaciones contra la guerra han ayudado a que una parte de la opinión pública europea considere que la seguridad europea y la de EE UU deben desarrollarse (¿pueden?), en las actuales circunstancias, por caminos separados.
En segundo lugar, las crisis graves constituyen una oportunidad para descubrir engranajes de poder, intereses y voluntades que permanecen normalmente ocultos. Las crisis y los cambios que promueven permiten repensar, con mayor información y mejores perspectivas, las viejas cuestiones y exigen nuevos análisis sobre los elementos que surgen, aunque no desplieguen aún todos los efectos que comporta su existencia.

2.- Lo específico de la crisis europea

La UE ha sido golpeada por los acontecimientos que caracterizan la actual crisis global en una situación particularmente delicada: una etapa de clara y larga desaceleración económica, con algunas potencias regionales en recesión, y de cambios profundos asociados a la implantación y consolidación del euro, la ampliación al Este y la necesidad de adaptar las instituciones comunitarias y las políticas comunes a una unión económica mucho más amplia, más desigual y que contará, por voluntad propia de los socios comunitarios, con menos recursos financieros.
La guerra emprendida por EE UU y su coalición de voluntarios contra Irak ha supuesto para Europa una explosión de diferencias e intereses contradictorios a los que ha sido imposible embridar y conciliar. Los diferentes intereses nacionales o, de forma más precisa, la interpretación de esos intereses por parte de las fuerza gobernantes, han impedido coordinar las diferencias políticas entre los socios comunitarios, sin que prosperasen los intentos de poner sordina a la inmensa desarmonía producida.
Algunos analistas han llegado a preguntarse si la UE podrá salir adelante y si el proyecto europeo será capaz de sortear las minas sembradas por EE UU con la guerra en Irak. No parece, sin embargo, que esté en peligro la continuidad del avance producido en la unidad europea. La crisis que afecta al proyecto europeo parece antes de orientación que existencial, a pesar de la intensidad de los problemas que padece la UE.
Alemania y Francia han tenido la visión y la suficiente fuerza para decir no a la decisión tomada por el equipo de Bush de invadir Irak y al proyecto de orden mundial que pretende EE UU; pero Alemania y Francia no tienen la capacidad de cohesionar a sus socios para desarrollar un proyecto de Europa que, sin enfrentarse al amigo americano, suponga una autonomía suficiente para defender una posición internacional, unos intereses y un esquema de relaciones internacionales específicamente europeos. El desarrollo de una acción global propiamente europea exige una muy difícil unidad y cohesión de los socios de la UE. La viabilidad del proyecto hegemonista estadounidense requiere, por el contrario, una Europa dividida o sumisa.
EE UU ha tenido un gran éxito en la tarea de dividir a Europa. Ha sido sorprendente el unánime alineamiento de los países del Este con las posiciones del equipo de Bush en la guerra contra Irak. Algunos artículos han resaltado la "traición" de los futuros socios a los intereses europeos. Otros, han descubierto en los países del Este el caballo de Troya de EE UU dentro de la UE. Ambos comentarios ayudan poco, me parece, a comprender la entidad del desacuerdo y las causas del respaldo de los países del Este a las posiciones belicistas norteamericanas.
Entre los factores diversos que han propiciado el divorcio de intereses entre la "vieja Europa" y los países poscomunistas, cuya posición no debe asimilarse a las del Reino Unido o España con los que han terminado amalgamados en la confusa e interesada denominación de "nueva Europa", mencionaremos algunos de los que tienen mayor relieve.
Hay que considerar, en primer lugar, el pragmatismo generalizado con el que la inmensa mayoría de las nuevas fuerzas políticas de los países del Este han sustituido la rigidez ideológica que dominó la vida política durante el largo periodo en el que se mantuvieron vigentes los sistemas de tipo soviético. Pragmatismo reforzado por el comprensible interés de situarse junto al poderoso y del lado del seguro vencedor.
En segundo lugar, el descontento con el que han vivido los países del Este candidatos el último tramo de las negociaciones para la ampliación de la UE, ante la arrogante actitud de la parte comunitaria de no considerar los problemas específicos que enfrenta la transformación de las economías y de las sociedades de los países del Este y no mostrar ningún interés en integrar en los resultados de la negociación las necesidades planteadas por los países poscomunistas en temas claves como migración, fondos estructurales o política agraria común (PAC)
En tercer lugar, la reciente recuperación de la plena soberanía y, en algunos países, de la identidad nacional justifican la preocupación y el recelo con el que los países del Este contemplan los intentos de establecer una política exterior común europea y cualquier cambio institucional que desdibuje sus contornos nacionales y diluya su imagen y sus intereses específicos. En los países del Este parece predominar la idea de que su soberanía está mejor defendida con un sistema de alianzas político-militares múltiple que incluya a EE UU. A ello se suma el aprecio que parecen sentir por una protección estratégica de EE UU y de la OTAN frente a posibles aventurerismos de su inestable y aún poderoso vecino ruso. El entusiasmo mostrado por Polonia ante la propuesta norteamericana de reparto en la gestión de la ocupación de Irak es un indicador perfecto para entender las intenciones de EE UU y la permeabilidad de los países del Este a las propuestas estadounidenses.
En cuarto y último lugar, la flexibilidad del modelo económico y social norteamericano despierta un enorme atractivo entre numerosos líderes y elites emergentes de los países del Este que aprecian poco o nada lo que entienden como ambición reguladora (y burocrática) de las instituciones europeas y de los políticos y corrientes más europeístas.
Los factores señalados permiten explicar por qué todos y cada uno de los países del Este candidatos respaldan a EE UU en la guerra de Irak y, lo que es más importante, dan idea del papel que estos países juegan en los debates que están actualmente planteados en la UE y de los que depende el futuro modelo de la UE ampliada. Esas mismas causas pueden ayudarnos también a comprender por qué la población de los países del Este candidatos muestra más apatía que entusiasmo en los referéndums que van despejando en los últimos meses el camino de su incorporación a la UE en mayo de 2004. También permiten explicar el desapego con el que en los países del Este se reciben los intentos de superar la debilidad de las instituciones europeas con recetas que prescriben más Bruselas, confundiendo conscientemente más Bruselas, o más poder supraestatal, con más Europa. Las suspicacias de los países del Este ante cualquier propuesta que implique pérdida de soberanía nacional deberían convertirse en un dato fundamental de cualquier estrategia de cambio de la UE.
Los proyectos que pretenden fortalecer la unidad política de la UE y las instituciones comunitarias pueden responder a la búsqueda de una gestión más eficaz de un mercado integrado o, con una orientación distinta, intentar compensar el poder supraestatal de los grandes grupos multinacionales y los capitales financieros para superar las insuficiencias sociales de la UE, impedir su encastillamiento en un mercado único y revertir el debilitamiento progresivo que sufre desde hace años el Estado de bienestar. Dado que las suspicacias ante el fortalecimiento de las instituciones supraestatales son compartidas, desde posiciones ideológicas y políticas muy diferentes, por diversas fuerzas políticas y por una parte significativa de la ciudadanía europea, convendría que las corrientes políticas europeístas realizasen un mayor esfuerzo para diferenciar su proyecto de más Europa de los que con parecidas palabras y similares instrumentos supraestatales defienden exclusivamente lo que entienden como mayor racionalidad económica y más eficacia en la gestión de un espacio económico integrado.
En el mismo sentido, convendría desarrollar y especificar en qué modelo económico alternativo puede sustentarse una propuesta de más Europa que implique más cohesión social y territorial, más democracia, mayor cooperación y menos desigualdad. Si no se realiza ese esfuerzo de desarrollo programático de un modelo alternativo, se corre el riesgo de que las fuerzas nacionalistas conservadoras protagonicen la oposición política al actual modelo de construcción europea y abanderen, en cada país comunitario, que los acuerdos intergubernamentales son más respetuosos con la soberanía nacional de cada socio y salvaguardan mejor los intereses populares y la democracia que los burócratas que quieren concentrar todo el poder en Bruselas.

3.- Nuevos debates y viejos problemas de la UE

La división de la UE, primero en el conflicto entre NN UU y el régimen iraquí presidido por S. Husein y después ante la voluntad de la Administración de Bush de invadir militarmente Irak, han trastocado el paisaje de alianzas y la orientación, ritmos y posibilidades del proyecto de unidad europea que encarna la UE. Sirvan los apuntes que siguen para dar cuenta del estado actual en que se encuentra el proyecto europeo, señalar algunas de las modificaciones producidas en los temas que habían centrado hasta ahora el curso y la actividad de la UE y reflexionar sobre los nuevos elementos que han ido incorporándose a los debates y al discurrir comunitario.

3.1. Los referéndums para la ampliación al Este

La ampliación camina según los planes establecidos, con la falta de entusiasmo y el desconocimiento de la ciudadanía que cabría esperar.
Polonia y República Checa han sido, por ahora, los últimos países poscomunistas candidatos que han celebrado sus respectivos referéndums para la adhesión: los pasados días 7 y 8 de junio, en Polonia, y una semana después, los días 13 y 14 de junio, en la República Checa. Los resultados han sido parecidos a los de los otros cuatro países (Eslovaquia, Hungría, Eslovenia y Lituania) que han celebrado con anterioridad sus respectivos referéndums: la participación ha rebasado el límite mínimo del 50%, pero a pesar de que unas décimas más del 77% de los votos han respaldado la entrada en la UE, sólo un 45,3% del electorado potencial polaco y un 42,7% del checo respaldan la adhesión.
A pesar de que "toda" Polonia se ha volcado en el apoyo al , desde el papa Walesa al general Jaruzelski que impuso la dictadura militar en 1981, y de que el obstáculo formal ha sido salvado, la indiferencia, los recelos y el desconocimiento de buena parte de la población polaca, como la del resto de los países poscomunistas, son datos que no deberían quedar sepultados tras los porcentajes de papeletas con el depositadas en las urnas.
Los escalones más difíciles de la ampliación al Este han sido superados. Los países candidatos más relevantes ya han aprobado su ingreso en la UE y sólo faltan los referéndums de Estonia y Letonia para completar los ocho países poscomunistas que se unirán a la UE en mayo de 2004, junto a Malta (que ya refrendó su adhesión) y Chipre, aún pendiente.
En todo caso, los problemas relacionados con la mayor integración de las economías poscomunistas de bajo nivel de desarrollo en el mercado único no han hecho más que empezar y seguirán aumentando a medida que la adhesión formal en la UE siga propiciando, como en los últimos años, el desmantelamiento de los sectores, industrias y empresas menos rentables, sin que el probable aumento de los ya muy amplios sectores sociales marginados y regiones en declive pueda ser compensado con unos niveles de financiación pública que aseguren su protección y, menos aún, su reconversión. Hay que recordar, porque se omite con suma facilidad, que la integración económica no genera automáticamente la modernización de las estructuras productivas ni asegura un mayor bienestar para la mayoría de la población.
Las campañas publicitarias a favor de la adhesión han sido, en los países poscomunistas candidatos, tan simplistas como las que han justificado su apoyo a EE UU en la guerra de Irak en el liderazgo ejercido por EE UU en la alianza anticomunista fraguada durante la guerra fría y en la supuesta o real amistad que mantenía S. Husein con algunos de los antiguos líderes comunistas, ocultando las buenas relaciones que mantuvo el mismo personaje con la Administración estadounidense. Esas campañas publicitarias han propiciado un masivo a la adhesión a la UE, como antes consiguieron el apoyo a la guerra contra Irak, pero no preparan en nada a la opinión pública de los países del Este para afrontar los costes a corto plazo que inevitablemente generará la integración económica, y que van a ser inmediatamente percibidos por la población. Sin embargo, las oportunidades que también abre la mayor integración económica sólo podrán materializarse en plazos más largos y siempre que se construyan las condiciones socioeconómicas e institucionales que podrían transformar dichas oportunidades en crecimiento, empleos y bienestar.

3.2. Profundización y ampliación

Mientras la ampliación cumple a paso cansino los plazos establecidos, la profundización de los acuerdos económicos y políticos comunitarios parece una meta cada día más lejana. Los factores que desplazan hacia un futuro impredecible el desarrollo de la UE como algo más que una unión monetaria en un mercado único pueden enumerarse fácilmente siempre que se renuncie a establecer una contradicción principal que sobredetermina al resto de los factores.
Sin ánimo de realizar una descripción exhaustiva ni de fijar una jerarquía de causas que precise la incidencia y el escalafón de cada una, podemos señalar algunos de los elementos que obstaculizan el desarrollo económico y político de la unidad europea.
Uno de esos factores sería el enfrentamiento entre EE UU y una parte de Europa y su repercusión entre los socios comunitarios. Otro, la difícil situación económica de Europa, con el fantasma de la deflación rondando a la economía alemana y con los desequilibrios fiscales sirviendo como justificación de las políticas de austeridad que amenazan a las políticas sociales y a los sectores más vulnerables que dependen de ellas para sobrevivir o para mantener su frágil bienestar y seguridad actuales. El tercero, la complejidad de un proceso que requiere limitar la soberanía de cada Estado y tomar decisiones que no cuentan con el respaldo político de un cuerpo electoral europeo ni con la misma legitimidad que las que toman los Estados. El cuarto, la falta de flexibilidad con la que se estableció el Pacto de Estabilidad, que al adoptar dogmáticamente el objetivo de equilibrio presupuestario está maniatando las posibilidades de utilizar la política fiscal para compensar la debilidad de la demanda. El quinto, la dificultad que muestra el BCE para utilizar las herramientas de política monetaria que están en sus manos (el precio del dinero y la liquidez del sistema) y lograr el necesario impulso de la demanda interna, rebajando con mayor prontitud y en mayor cuantía los tipos de interés, sobre todo cuando, como es el caso, se han debilitado extraordinariamente los factores que determinan el riesgo de inflación. Por último, el fortalecimiento del euro frente al dólar, que de confirmar su carácter no coyuntural y mantenerse en el tiempo dificultaría que la demanda externa contribuya a reactivar la economía europea y podría añadir nuevos obstáculos, en forma de déficit exteriores, a la recuperación económica.
En ese panorama, no sólo será imposible extender al Este las políticas de desarrollo estructural y de cohesión social que han caracterizado, aún sea débilmente, en su última etapa el modelo económico y social propiciado por la UE, sino que incluso acabarán poniéndose en cuestión el sentido, la eficacia y, por tanto, la financiación con fondos comunitarios de las políticas comunes.
Lo normal, en esa situación, será que los países que contribuyen más, en términos netos, cuestionen sus aportaciones a los presupuestos de la UE y traten de ajustarlas al mismo ritmo que intentan rebajar en su propio país los niveles de las prestaciones y gastos sociales. Así parece indicarlo lo sucedido recientemente en Alemania, el principal contribuyente neto al presupuesto comunitario, con los dos partidos gobernantes que conforman la "coalición rojiverde" afanándose en sus respectivos congresos partidistas y en el Parlamento (¿podrán, con la exigua mayoría con la que cuentan?) en flexibilizar el mercado laboral (facilitando el despido), incentivar que los parados busquen empleo (acortando el tiempo durante el que tienen derecho a percibir prestaciones por desempleo), recortar los costes laborales (disminuyendo las contribuciones de empleadores y empleados a la seguridad social) y, en definitiva, reducir el Estado de bienestar para impulsar un crecimiento económico cada vez más disociado del concepto de desarrollo y, por tanto, de las repercusiones que tenga el crecimiento en la estabilidad sociolaboral, el bienestar económico y el desarrollo cultural de la mayoría, la cohesión social, la integración regional y socioeconómica y la solidaridad y responsabilidad pública con los sectores más vulnerables y desprotegidos.
Si esos valores de desarrollo integral y de cohesión social y territorial pierden legitimidad en cada espacio nacional y su rango de factores de crecimiento, difícilmente podrá justificarse que en el espacio comunitario se impulsen las políticas de cohesión y desarrollo estructural que han perdido vigencia en cada uno de los países socios. Se pone en cuestión, de este modo, un tema teórico y político de máxima importancia: frente a la opinión que sostenía, y contaba con experiencias contrastables en las que sustentar dicha opinión, que el crecimiento de los países menos desarrollados y su integración adecuada en los mercados regionales y mundial favorecen el crecimiento de todos los participantes, se afianza una nueva creencia que considera que la integración económica puede hacer compatible, y políticamente asumible, que el estancamiento económico de algunos países, regiones y sectores sociales coincida con el crecimiento de las economías más productivas y competitivas.
De confirmarse la intensidad y las modalidades del ajuste presupuestario que ya está en curso en la mayor parte de los países comunitarios, esa deriva teórica y política no sólo elimina toda responsabilidad política de la ciudadanía europea, y de las instituciones comunitarias, en el impulso de la necesaria transformación estructural de los nuevos socios, sino que también exime a los países ricos de compensar el plus de crecimiento potencial añadido por las economías de menor desarrollo, ya que son los países de mayor desarrollo los que tienen más posibilidades de aprovechar en beneficio propio el mayor crecimiento.
Si las políticas comunes pierden protagonismo, sea porque disminuya la cuantía de su financiación sea porque se nacionalicen, es decir pasen a depender de la financiación de cada Estado, al menos parcialmente, perderán también fundamento las instituciones comunitarias y quedarán minados los caminos que pueden conducir a una mayor unidad política europea o, en una formulación menos ambiciosa, a una reducción de las diferencias en las jurisdicciones políticas y legales de los Estados miembros de la UE.

3.3. Geometría variable

Los conceptos de geometría variable o cooperación reforzada han permitido explicar como el aumento de las diferencias políticas entre los socios (contradictorias voluntades políticas de cada gobierno) y de las desigualdades económicas (niveles relativos de desarrollo y ventajas, necesidades y dificultades distintas) pueden ser compatibles con los avances de una unión económica y de unas instituciones comunes.
El modelo institucional más eficiente para gestionar un espacio notablemente heterogéneo que cuenta con países históricamente bien diferenciados, que conservan soberanía y legitimidad particulares, depende de la intensidad de esas desigualdades y diferencias, del acierto en las tareas de conciliación entre intereses particulares y generales que muestren en la práctica las instituciones supraestatales comunes y de la percepción de los grupos sociales sobre los intereses nacionales propios, que son los que facilitan la unidad nacional y los que permiten identificar los intereses específicos de sus respectivos países y los del conjunto, sea para diferenciarlos o para integrarlos.
Si en el pasado de la construcción europea, la mayor diversidad aportada por las sucesivas ampliaciones ha ido ensanchando el espacio para desarrollar acuerdos limitados a varios socios interesados en impulsar políticas compartidas, la próxima y siguientes ampliaciones elevarán la excepcionalidad a necesidad. No puede negarse que esa geometría variable, de la que el euro y la unión monetaria son hasta ahora su máxima expresión, puede ser la mejor solución para impulsar acuerdos que no todos los socios pueden o quieren adoptar y para mantener la perspectiva de un desarrollo progresivo de un espacio económico unificado y de instituciones políticas supraestatales compatibles con los principios de subsidiariedad, descentralización y democracia.
El aumento de las cooperaciones reforzadas puede ser el destino definitivo de un proyecto en el que predomina lo intergubernamental o una estación intermedia de un proceso que apunta a un estadio superior de unidad basado en un nuevo concepto de soberanía que, lejos de agotarse en lo comunitario, exige la búsqueda de fórmulas que permitan la articulación de poderes y la dispersión de soberanía entre Estados, instituciones supraestatales y entidades más cercanas a la ciudadanía de carácter nacional, regional y municipal.
Al aumento de las diferencias y de la desigualdad que entrañarán las próximas ampliaciones se suma, tras la guerra de Irak, un nuevo factor que propiciará las cooperaciones reforzadas y, por tanto, que los acuerdos a los que lleguen algunos socios se consoliden en el tiempo y dejen de ser el escalón provisional y necesario para su extensión a todos los socios. Ese nuevo factor se concreta en el contradictorio interés que muestra EE UU en, por una parte, amarrar a Europa, más y mejor que hasta ahora, a la OTAN, y, por otra parte, en conformar coaliciones específicas, no sólo militares, con los socios europeos más permeables al pensamiento de seguridad nacional que defiende la actual Administración ultraconservadora estadounidense. Bush ha intensificado las presiones para que Europa aumente los gastos militares, especialmente en tecnologías más modernas y de mayor capacidad de destrucción selectiva, pero se mostraría inquieto si esa mayor potencia militar fuese acompañado de una mayor autonomía de una Europa más cohesionada.
Las manifestaciones principales que confirman el empeño de EE UU en dividir a Europa son la popularización de los conceptos de "vieja" y "nueva" Europa y el trato preferencial dado a Polonia a lo largo de toda la crisis bélica iraquí. La primera de esas manifestaciones adquiere su verdadera importancia al analizar la compleja estrategia (por mucho que pueda sorprender ese calificativo asociado al comportamiento del equipo de Bush en sus relaciones internacionales) puesta en marcha para tratar de forma diferenciada a los componentes de cada grupo, con el objetivo de consolidar la división entre ambos agrupamientos, sin renunciar a influir en la "vieja Europa" para hacer más razonables, o menos desagradables, las diferencias que mantiene con ella. La segunda, se ha concretado en proporcionar a Polonia un status que pueda servir de ejemplo a los antiguos componentes del bloque soviético de como EE UU cuida los intereses de sus aliados incondicionales: no sólo Polonia ha conseguido dirigir una de las zonas en las que se ha dividido Irak sino que se corteja al actual presidente polaco con la posibilidad de su designación como futuro secretario general de la OTAN.
En este panorama de profunda división sobre el sistema de alianzas militar que mejor pueda asegurar la seguridad europea y resultar más plausible para el conjunto de los socios comunitarios no parecen acertadas ni las propuestas franco-alemanas de dirigir la creación de una estructura operativa de defensa europea (suscribiendo una cláusula de defensa mutua en la que ya están comprometidos Alemania, Bélgica, Francia y Luxemburgo), que a estas alturas sólo podría conformarse con los países que se mostraron más críticos con las formas que adoptó la intervención militar anglo-norteamericana en Irak, ni las propuestas defendidas en todos los países por los respectivos grupos de presión que integran las muy desarrolladas alianzas del complejo militar-industrial de aumento de los gastos militares para reforzar la posición europea en la OTAN. Propuestas que dan por sentado que el mundo puede costear (¿va a permitir?) otra carrera armamentista como la que produjo en el pasado la tensión bipolar de la guerra fría.
Dichas propuestas parecen bastante ineficaces, ya que difícilmente podrán conseguir alguno de los objetivos principales que persiguen: la primera propuesta, de menor dependencia de EE UU en la defensa europea, lejos de ser un elemento de unión entre los socios comunitarios puede contribuir a ensanchar las diferencias; la segunda, antes que afianzar el peso de Europa en la OTAN puede consolidar su subordinación a EE UU, contribuir a los planes de rearme y afianzamiento del poder militar de EE UU en todo el mundo y reforzar la eficacia de las medidas tomadas por el equipo de Bush para afianzar su política de imposición a sus teóricos aliados europeos y compartir los costes de sus actividades bélicas. En cualquiera de esas propuestas, será curioso conocer los argumentos con los que intentarán convencer/engañar esta vez a la opinión pública y los encajes que deberán hacer los partidarios menos groseros del rearme para, en una situación de desmantelamiento del Estado de bienestar y de ajuste del gasto público, conseguir una financiación adicional (¿de dónde?, ¿a costa de qué?) que permita relanzar una nueva carrera armamentista.
Sería posible, aunque poco probable, dado el talante de los actuales líderes de la UE y la historia de sumisión a EE UU que ha protagonizado Europa durante el último medio siglo, un camino alternativo de reforzamiento de la unidad europea y de la influencia y autoridad de la UE en el mundo. La crítica del rearme, la deslegitimación de las soluciones de fuerza y la defensa de los viejos principios de contención, prevención (¡no ataque preventivo!), multilateralismo, cooperación amistosa entre naciones libres, defensa de los derechos de las personas y de las naciones y primacía de la sociedad civil en la toma de decisiones y en el control de los gestores de la cosa pública podrían ser las bases que permitirían a Europa debilitar el belicismo ultraconservador que impera en EE UU y los principios que inspirasen a las organizaciones internacionales encargadas de definir la actuación colectiva de la sociedad mundial en pos de un orden internacional basado en las libertades humanas esenciales. Viejos principios que podrían ser el soporte de un nuevo orden mundial, cuyo impulso tantos ciudadanos reclaman, pero que también tantos políticos realistas confunden con una actitud exclusivamente moderadora y, a la postre, conciliadora con los intereses imperiales que defiende la Administración de Bush.
Europa necesita a EE UU como socio pero, si quiere definir su propio proyecto de orden mundial alternativo, debería mantener el vínculo transatlántico sin renunciar a incomodar a EE UU, a desgastar las políticas ultraconservadoras que defiende el actual gobierno estadounidense y a pagar el coste que, sin duda, esa actitud acarrea. La Administración de Bush no va a ser eterna, pero convendría colaborar a que fuese lo más efímera posible. EE UU no necesita a Europa para invadir a Irak, pero necesita a los socios europeos para financiar y compartir los enormes costes que acarrea la actual ocupación en la que, lejos de imponerse la paz, no dejan de producirse acciones militares. Parecería un disparate, que en aras del mantenimiento de los lazos transatlánticos, Europa aceptase jugar el papel asignado por los estrategas de la Casa Blanca y contribuyese con su nueva actitud en Irak a alentar las futuras locuras belicistas que ya están perfilando altos responsables estadounidenses con sus declaraciones de insatisfacción con la cooperación iraní, norcoreana y siria en la lucha antiterrorista. En ese disparate habitamos.
Puede que no haya alternativa a la relación trasatlántica, pero hay formas muy diferentes de desarrollar esa relación: defendiendo las ideas y los principios que sostienen una concepción alternativa de las relaciones internacionales (por mucho que no parezcan viables de forma inmediata), convirtiendo en propias la voluntad y las decisiones del socio americano o, la más ridícula, pretendiendo compartir en pie de igualdad los costes y las tareas de unas decisiones que, en la actual situación, sólo pueden ser tomadas por la otra parte.
El enorme desequilibrio de poder político y militar entre ambas orillas del Atlántico, afianzado por las sucesivas apuestas militares realizadas por Bush, convierten en imposible toda aspiración europea a compartir decisiones militares a corto plazo con la Administración estadounidense. Más que ridículo, parece trágico que la UE pretenda afianzar al tiempo una estrategia europea de seguridad, sustentada en una defensa militar operativa específicamente europea, y otra, de reforzamiento de la alianza militar con EE UU para hacer frente a las amenazas definidas previamente por la Administración de Bush. ¿Qué puede resultar de ese contradictorio intento? La petición de más recursos para convertir a la UE en una potencia militar, la elaboración de documentos sobre la defensa europea, como el presentado por el alto representante para la Política Exterior, J. Solana, y asumido como borrador por el último Consejo Europeo de Salónica, que asume el uso preventivo de la fuerza militar (sin especificar el cómo, el cuándo y las condiciones que hagan factible su utilización), como una opción que existe en la legislación internacional, y hace creíble las serias advertencias realizadas a Corea del Norte e Irán para que renuncien a tener armas nucleares, sin olvidar las buenas intenciones sobre la promoción de la justicia, el desarrollo sostenible, la defensa de la paz y de la estabilidad en el mundo.

3.4. La Convención sobre el Futuro de Europa

La UE reformó por última vez la forma de tomar sus decisiones, tras muy difíciles negociaciones en diciembre de 2000, al aprobar en el Tratado de Niza un reparto de poder que nació condenado a no ser efectivo nunca.
Probablemente, hubiese sido mejor reformar las instituciones antes de aceptar el reto de la ampliación al Este en dos etapas, la mayor parte de los países poscomunistas, ocho (Polonia, República Checa, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia y Lituania,) más Chipre y Malta, en 2004, dos más (Bulgaria y Rumania), en 2007 y el resto (Turquía y otros, aún por precisar, para una fecha posterior indeterminada). Seguramente todos los socios actuales y futuros hubieran preferido saber qué entramado institucional los acogería tras la ampliación. No fue posible y, en lugar de ello, se ha querido aprovechar la necesaria reforma institucional a la que obligaba la primera de esas ampliaciones para impulsar cambios más ambiciosos que, en esta ocasión, no han sido definidos o lanzados por los gobiernos sino por una Convención sobre el Futuro de Europa, compuesta por 105 expertos que representaban a los gobiernos, los Parlamentos de cada país, el Parlamento Europeo y la Comisión.
Tras 16 meses de trabajos, que no han conseguido suscitar ningún interés en la ciudadanía europea (el sondeo realizado por el Real Instituto Elcano revela que el 90% de los españoles consultados lo ignora todo sobre la Convención y sólo el 1% conoce su propósito de redactar una Constitución europea destinada a prevalecer sobre el derecho de los Estados miembros de la UE) el Presidium de la Convención ha dado a conocer un proyecto de Constitución que abarca muchos más aspectos que los que han generado mayor controversia en torno a un nuevo reparto de poderes.
Las muchas y graves discrepancias que han aflorado en los debates han sido trabajosamente limadas, de tal manera que ni las tesis más proclives a traspasar poder y soberanía a las instituciones comunitarias ni las que abogan por tesis más intergubernamentales para mantener más poder en manos de los Estados han quedado satisfechas; aunque en el resultado final presentado por la Convención ganan poder los Estados y, por tanto, los acuerdos intergubernamentales.
Pese a los esfuerzos de consenso realizados por la Convención, los enfrentamientos producidos inmediatamente después de darse a conocer el proyecto fueron innumerables, por mucho que la posición franco-alemana fuera de firme defensa de los resultados del trabajo que ha presidido V. Giscard D`Estaing.
Los temas de conflicto son los de siempre, apenas rozan el gran problema del déficit democrático que padece la UE (quién elige y cómo y ante quién responden los políticos que toman las decisiones comunitarias) y afectan principalmente al reparto de competencias entre la UE y los Estados miembros, entre las diferentes instituciones comunitarias y entre los Estados: capacidad de bloqueo (las decisiones en los consejos de ministros de la Unión se tomarán por una mayoría de Estados que representen al 60% de la población) y derecho de veto (aumentando de 34 a 70 las materias en las que no se podrá utilizar, aunque seguirá vigente en terrenos tan importantes como el fiscal y el de seguridad); reparto de escaños en el Parlamento y de comisarios en la Comisión; poder de la Comisión y de su presidente frente a un futuro presidente del Consejo Europeo, que será más estable que con la actual rotación semestral, y frente al futuro ministro europeo de Exteriores (y vicepresidente de la Comisión), que presidirá el Consejo de Ministros de Exteriores; control que ejercerá el Parlamento Europeo sobre la Comisión; institucionalización y primacía del Consejo Europeo y de los acuerdos intergubernamentales sobre la Comisión y sobre la Eurocámara; etcétera.
Por lo visto, el proyecto de Constitución que presenta la Convención no convence a casi ningún socio ni resuelve a gusto de la mayoría ninguno de los tradicionales temas conflictivos relacionados con el poder de decisión.
Europa dispone de un texto base de Carta Magna que resultará incomprensible para muchos ciudadanos y de difícil digestión para el resto y que ayuda poco a que la unidad europea desarrolle una identidad cultural propia y se dote de unas ideas-fuerza que sustenten un proyecto con capacidad para implicar al conjunto de la sociedad europea.
¿Qué va a suceder? Probablemente, lo que ha pasado en los últimos años en situaciones similares. Lo normal será que los aspectos más controvertidos sean aprobados con alguna compensación para los países afectados o retrasando su aplicación para más adelante, esperando que el tiempo y nuevas alianzas terminen por hacerlos factibles. Resultado que no puede extrañar a nadie, dados los antecedentes que se produjeron al aprobar otras reformas y los últimos Tratados de la UE, el de Maastricht y el de Niza.
Curiosamente, las complejas y también difíciles negociaciones que propiciaron el enredo institucional consagrado en el Tratado de Niza han sido presentadas ahora por algunos de sus firmantes (entre los que se encuentran Austria, Dinamarca, España, Irlanda, Reino Unido y Suecia) y por algunos de los futuros socios (Chipre, Lituania y Polonia) como un punto de equilibrio que podría servir a la UE. En realidad, esa posición ha sido un movimiento táctico, parcialmente fallido en este primer intento, destinado a negociar un reparto de poder que no implique, como el que plantea la Convención, menos votos o menor poder de decisión que los conseguidos por algunos países en Niza y conseguir garantías de una representación directa y de similar nivel de los países pequeños y grandes en la Comisión, reivindicación asumible por todos los socios de una u otra forma y que, de hecho, ha sido asumida por la Convención mediante una rotación equitativa e igualitaria entre todos los países de los comisarios con derecho a voto.
Pese a la oposición pública de los representantes de los gobiernos de nueve países, entre los que se encontraba el español, que defendían que en los aspectos claves en los que no hubiera unanimidad en la Convención deberían ser los representantes de los gobiernos los que resolviesen el desacuerdo, reservando a la Convención el papel de presentar diferentes opciones, finalmente la Convención ha concluido con un proyecto consensuado, aunque no votado, por todos los integrantes, en los que la ministra española A. Palacio dejó constancia de la "reserva fundamental" del gobierno español "respecto de la propuesta institucional del texto que usted, señor presidente, presentará a la cumbre de Salónica".
El respaldo franco-alemán ha conseguido una segunda victoria: el proyecto de Constitución ha logrado la aprobación unánime, como base de partida del debate, de los líderes europeos reunido en Salónica los pasados 20 y 21 de junio.
La información facilitada sobre ese proyecto de Constitución por los medios de comunicación confirma que los actuales líderes europeos sólo avalan las propuestas de mayor unidad europea que refuercen el papel de los Estados en la toma de decisiones comunitarias, primen los aspectos económicos de la integración y desdibujen los rasgos sociopolíticos y culturales que han conformado también, desde su nacimiento, la identidad del proyecto de unidad europea.
En todo caso, la Constitución tiene aún por delante un arduo y largo camino hasta su aprobación. Pese a que todos los países, incluidos los que hicieron públicas sus numerosas críticas, han declarado que consideran el texto una buena base de partida, las evidentes divergencias existentes, parcialmente ocultas por la aceptación unánime, auguran los duros debates que se desarrollarán en la Conferencia Intergubernamental (CIG) que se constituirá en octubre e intentará aprobar una redacción definitiva que regulará la toma de decisiones en la UE ampliada. Después, tras asumir algunos cambios y tras la aprobación formal (¿en diciembre, en la cumbre de Roma?), tendrá que ser ratificado por todos los socios, sin que puedan excluirse rechazos como los que ya protagonizaron Dinamarca (en el Tratado de Maastricht) e Irlanda (en el Tratado de Niza) y, por tanto, segundas vueltas.
En España, el texto constitucional se someterá a referéndum en junio de 2004, coincidiendo con las elecciones al Parlamento Europeo. Habrá ocasión entonces de convertir la relevancia política que brinda la celebración del referéndum en debate público, en mayor información y en mayores posibilidades de que la ciudadanía intervenga efectivamente en la marcha del proyecto europeo.
Finalmente, dentro de unos años, ¿cuánto habrá cambiado el proyecto europeo en el año 2009?, si todo ese proceso marcha bien, entrará en vigor la Constitución Europea y podrá aplicarse el sistema que sustenta el nuevo reparto de poder en la UE.
El gran ausente en todos estos debates sigue siendo el carácter insuficientemente democrático que presentan la construcción europea y el funcionamiento cotidiano de la UE. La balanza se ha inclinado, en esta ocasión, ligeramente a favor de seguir reforzando el poder y protagonismo de los Estados, sin que aumente un ápice la posibilidad de que las instituciones y los políticos que toman decisiones que afectan a todos los europeos se responsabilicen de sus decisiones y respondan ante un cuerpo político y electoral también europeo.
Conviene precisar que tampoco el afianzamiento de un poder supraestatal que alentase el carácter federal de la UE tendría necesariamente que concluir en una verdadera comunidad política, en un reforzamiento de la democracia en la UE ni, mucho menos, en un aumento de la legitimidad y representatividad de sus instituciones y decisiones. Las propuestas federalistas no sólo no aseguran la gobernabilidad de la UE, pueden resultar una construcción intelectual inocua y políticamente inviable o, peor aún, la coartada que encubre un planteamiento elitista de construcción de un poder político comunitario que aumenta, a costa de sucesivas cesiones de soberanía de los Estados, su capacidad de gestionar de forma más ordenada y eficiente el actual espacio económico europeo, pero que resulta, a la postre, tan poco democrático, tan falto de representatividad y tan huérfano de un proyecto cargado de futuro como el que ha salido reforzado de la Convención Europea, basado en propuestas que priman lo intergubernamental.

3.5. Las crisis económicas europea y mundial

Los últimos datos que acaban de darse a conocer en este mes de junio reflejan una debilidad de la economía mundial innegable. Alemania ha entrado técnicamente en recesión, tras dos trimestres seguidos de crecimiento negativo. Japón no termina de salir de un largo periodo en el que ha predominado el crecimiento negativo, una situación de deflación y problemas económicos que se remontan hasta doce años en el tiempo. EE UU aumenta sus desequilibrios macroeconómicos, sus déficit público y exterior (que previsiblemente alcanzarán conjuntamente un inmanejable, para cualquier otro país, 11% del PIB) y sólo la depreciación del dólar permite cierto nivel de crecimiento del producto y que no empeore el déficit exterior.
El débil y frágil crecimiento mundial frenan los intercambios de bienes y los movimientos transfronterizos de los factores productivos, capital y trabajo, cuya intensificación habían caracterizado el proceso de globalización en la anterior década
Los expertos llevan polemizando algunas semanas sobre el calificativo que mejor cuadra al riesgo de deflación que amenaza a las principales economías del mundo y, por tanto, a la economía mundial. ¿Riesgo alto? ¿Inminente? ¿Incómodamente elevado? El FMI ha llegado a cuantificar los riesgos de deflación: 50% en Alemania y 20% en EE UU.
En todo caso, la recesión técnica es un hecho en varios países y la deflación (caída general y persistente del nivel de los precios) ha conseguido sustituir a la inflación como la gran preocupación y el peligro principal que enfrenta la economía mundial en los informes de los principales organismos financieros internacionales.
Se confía en que cuando los agentes privados consideran razonable postergar sus compras o inversiones, dada la perspectiva de una reducción generalizada de precios, proporcionar dinero barato y abundante puede cambiar las expectativas de empresarios y consumidores y acelerar sus decisiones de inversión y consumo. Pero, como bien muestra la experiencia japonesa en la última década, no es seguro que esas políticas de añadir dinero en el engranaje económico y abaratar los préstamos (con tipos de interés nominal mínimos, casi nulos) resulten eficaces en su objetivo de impulsar la demanda y la inversión productiva. Por el contrario, pueden deprimir aún más la actividad económica y reforzar una "espiral deflacionista" en la que el interés en ahorrar y prestar dinero desaparece (ya que no parece lógico prestar dinero sin recibir a cambio ninguna compensación o interés real), deja de tener sentido que las familias adelanten o aumenten los gastos en bienes de consumo (ya que seguirán abaratándose en el futuro) y que las empresas inviertan (ya que la capacidad productiva que mantienen ociosa va en aumento ante una demanda deprimida)
La temida deflación es al tiempo el síntoma y la confirmación de que el sistema económico no funciona y de que la política monetaria es ineficaz. Una vez instalada, la deflación empuja a la baja conjuntamente a precios, salarios, empleos y patrimonios netos (bajan los precios de los activos -viviendas y acciones o participaciones en fondos de inversión, por ejemplo- mientras se mantiene la cuantía de los préstamos bancarios recibidos para comprar esos activos y pueden aumentar sus costes financieros). Esa disminución del patrimonio neto de la sociedad termina por estallar en las cuentas del sistema bancario, que contemplará impotente como la recesión aumenta paulatinamente la morosidad, elimina de sus balances los derechos de cobro que se demuestran incobrables, adelgaza sus patrimonios y aumenta las pérdidas por impago que deben reconocer en sus cuentas de resultados.
EE UU parece estar consiguiendo menguar, utilizando medidas fiscales y con reiteradas disminuciones de los tipos de interés, la ligera o "remota" amenaza de deflación (los últimos datos del IPC de mayo muestran que los precios no crecieron, gracias al importante descenso de los precios de la energía, pero que la inflación subyacente aumentó en un 0,3%). El problema, en cambio, puede agravarse en Alemania y, por tanto, en Europa, ya que el Pacto de Estabilidad impide a los países comunitarios utilizar el gasto público como herramienta reactivadora y requiere un control del déficit público que obligaría a aumentar impuestos y recortar gastos, actuando de hecho como una causa añadida y un factor automático que acentúa la depresión económica. Además, el BCE se ha mostrado excesivamente moroso a la hora de recortar los tipos de interés, tanto en su cuantía como en el ritmo, a pesar de ese último recorte de medio punto en los tipos de interés, adoptado el pasado 5 de junio, que sitúan el precio del dinero en un mínimo 2% que, sin embargo, duplica el de EE UU tras la decisión de la Reserva Federal de bajarlos, el 25 de junio, en un cuarto de punto. La política monetaria europea ha sido, en los últimos meses, excepcionalmente insensible a los problemas de la economía alemana y otras economías comunitarias, que hubieran requerido una actitud más decidida y mayor prontitud a la hora de abaratar el dinero y dificultar la recesión.
Tiempo habrá de valorar los efectos de ese comportamiento, pero los errores de diseño del Pacto de Estabilidad y los específicos de gestión del BCE pueden resultar muy perjudiciales para la economía comunitaria y para los ciudadanos europeo.
Para la economía española, los rasgos de la crisis económica tienen particularidades relativamente importantes. La guerra de Irak no ha provocado entre el empresariado español un deterioro tan evidente ni tan intenso como en otros países del clima de confianza empresarial. La tasa interanual de crecimiento del producto ha sido en el primer trimestre del año igual al del trimestre precedente (un pequeño 2,1% que, sin embargo, duplica la media comunitaria) y a la media del año 2002. La inflación, sin embargo, sigue siendo un problema relativamente importante (medida por el deflactor del PIB alcanza un 4,5%), que duplica la media comunitaria y, lo que es aún más importante, refleja desequilibrios estructurales que siguen sin ser abordados, sin que el abaratamiento del petróleo y el fortalecimiento del euro, que tiene el mismo efecto de abaratar las importaciones, hayan conseguido disminuir significativamente las presiones inflacionistas, pero sí, agudizar el desequilibrio exterior que muestra nuestra balanza corriente.

3.6. El fortalecimiento del euro

El curso estilizado de la relación cambiaria entre el dólar y el euro, desde el nacimiento de la divisa europea, ha sido el siguiente: tras depreciarse en un 30% en sus dos primeros años de vida y mantenerse, después, estable durante un año, el euro ha recuperado su cotización de partida en el último año y medio. Curiosamente, el resultado de la guerra de Irak lejos de fortalecer el dólar ha impulsado la revalorización del euro, acercando su cotización a niveles cercanos a los considerados de equilibrio, establecido por la estimación de las paridades de poder adquisitivo de ambas monedas en un cambio de 1,2 dólares por 1 euro.
Aunque la consecuencia final es la misma, lo acontecido no mostraría tanto un fortalecimiento del euro como el acercamiento de un dólar sobrevalorado a una cotización más ajustada a su valor real de compra.
Lo raro del debilitamiento del dólar es que la rápida victoria en Irak, lejos de aplacar el ritmo de su depreciación anterior lo haya acelerado, sin que la consolidación de la ocupación haya supuesto hasta ahora ningún cambio en esa tendencia ni efectos notables en la cotización.
Lo curioso del fortalecimiento del euro es que se produzca en una situación económica en la eurozona marcada por un mínimo crecimiento del producto y por riesgos innegables de deflación. Y en una situación política marcada por una reciente, profunda y agria división.
Lo sucedido con el dólar y el euro debilita algunas interpretaciones economicistas de la guerra de Irak, pero cuadra bien con una interpretación conspirativa sobre lo que está ocurriendo con el tipo de cambio: la economía norteamericana necesita un dólar débil para aumentar sus exportaciones, equilibrar sus cuentas exteriores y favorecer la reactivación económica. Resulta creíble la hipótesis de que las autoridades norteamericanas favorecen un dólar débil, al tiempo que defienden, con palabras, un dólar fuerte. Las recientes declaraciones del presidente Bush, que mostraba mayor interés por la confianza que genera en los inversores la estabilidad de un dólar fuerte que por las ganancias en las relaciones comerciales exteriores que se derivarían del mantenimiento de la actual depreciación del dólar, parecen destinadas más a tranquilizar a los gobiernos europeos que a impulsar un cambio en el comportamiento de las autoridades monetarias estadounidenses para favorecer la apreciación del dólar.
Sin embargo, las explicaciones excesivamente simplistas de cualquier acontecimiento económico, sobre todo cuando sostienen previsiones sobre algo tan volátil como el tipo de cambio, tienen altas probabilidades de mostrar muy pronto su inconsistencia.
La sobrevaloración de la fuerza militar o político-militar de la hiperpotencia y de sus efectos monetarios llevó, hace escasos meses, a resaltar que el fortalecimiento del dólar era un claro objetivo y el resultado más probable de una guerra victoriosa a corto plazo en Irak. Esa misma sobrevaloración, lleva ahora a explicar lo que realmente ha sucedido, el fortalecimiento del euro y la depreciación del dólar, como resultado de la voluntad estadounidense de defender sus intereses y de la necesidad de mantener un dólar depreciado para impedir el crecimiento de sus desequilibrios exteriores. Al estimarse en demasía la incidencia de los factores políticos en los cambios monetarios, la pérdida de valor del dólar puede llegar a explicarse exclusivamente por el interés del gobierno estadounidense.
Las causas económicas de la actual debilidad del dólar son, sin embargo, más que evidentes. El crecimiento de los déficit público y corriente de EE UU ha impulsado una depreciación del dólar que ha permitido que los déficit exteriores estadounidenses no crezcan hasta niveles inmanejables. Los responsables de la política cambiaria estadounidense estuvieron interesados en dejar curso libre a esa tendencia natural y, probablemente, están encantados con la política monetaria del BCE, de bajar los tipos de interés en la eurozona con máxima cautela y poca diligencia, actuación que contribuye a mantener la baja valoración del dólar y que bastaría para explicar, en opinión de la Administración de Bush, la apreciación del euro.
. Sin embargo, también pueden encontrarse errores de similar simplismo, aunque de sentido contrario, en los análisis que basan exclusivamente en cuestiones económicas la determinación del valor de cotización de cualquier divisa. Errores que pueden también dificultar la comprensión del curso seguido por la cotización del euro y su fortalecimiento en una situación de muy débil crecimiento en la eurozona y de riesgos importantes de deflación.
La fuerza político-militar que respalda a cada economía nacional y la voluntad de defender por la fuerza los intereses económicos son factores políticos de indudable influencia en la cotización de una divisa, aunque difícilmente cuantificables. Pero, junto a esos factores político-militares, hay que valorar otros muchos de carácter socio-político y económico y las expectativas que mantienen los agentes activos en los mercados bursátiles sobre la posible evolución de una economía y sobre las posibles decisiones de los bancos centrales respecto al precio del dinero y a la cotización de su divisa. Expectativas que surgen de la interactuación de miles de especuladores y agentes en los mercados internacionales de divisas y que se sintetizan en una variable que puede provocar movimientos erráticos de compleja interpretación, ya que en dicha variable se integran múltiples factores cuya evolución resulta difícil predecir y cuya influencia cuantitativa resulta imposible precisar.
Las variables económicas que influyen en la cotización de una divisa (equilibrios macroeconómicos, capacidad competitiva, productividad, etcétera) son más fáciles de interpretar, ya que es en la situación de cada economía donde se encuentran a largo plazo las bases de la fortaleza o debilidad relativa de cada divisa. Pero esos fundamentos económicos pueden, coyunturalmente, estar completamente disociados de la marcha de los índices bursátiles. Así está ocurriendo, por ejemplo, con la escasa incidencia que están teniendo los evidentes signos de debilidad de la economía europea en el valor del euro o en las bolsas europeas, que en este mes de junio han conocido sucesivos máximos anuales.
Sustituir el necesario análisis del complejo entramado de factores económicos, políticos y de otro tipo que determinan el curso de una divisa por una explicación unifactorial, por muy brillante que parezca, lleva a valorar incorrectamente la probabilidad de cada uno de los posibles escenarios futuros.
Lo que hoy parece más probable es que, a corto plazo, la actual cotización entre el euro y el dólar se mantenga en niveles cercanos a los actuales, ya que la situación económica en la que descansa la debilidad del dólar va a mantenerse: los desequilibrios macroeconómicos estadounidenses son demasiado grandes como para que se aminoren significativamente en el corto plazo definido por los próximos ocho, nueve o doce meses. El mantenimiento en los próximos meses de los actuales tipos de cambio entre el euro y el dólar es además de lo más probable, lo más racional; tanto porque interesan a EE UU, siempre que esos desequilibrios no aumenten, como porque no perjudican excesivamente a la UE, que teme aún más la posibilidad de una rápida y excesiva depreciación del dólar o, alternativamente, una recesión de la economía estadounidense que terminaría afectando al crecimiento europeo. Pero un curso del tipo de cambio conveniente para las partes implicadas no está asegurado por el libre discurrir de los mercados, antes bien, requeriría una coordinación de las políticas cambiarias y económicas de los tres grandes bloques económicos para conseguir que la depreciación prevista del dólar sea lenta, limitada y predecible.
También podría ganar fuerza una tendencia opuesta de depreciación del euro, como consecuencia de una posible intervención del BCE en los próximos meses abaratando el precio del dinero en la eurozona, para responder a la bajada de los tipos de interés en EE UU y tratar de impedir que el estancamiento y la recesión de las principales economías europeas deriven hacia una situación de deflación.
De predominar esta última tendencia y una poco probable depreciación excesiva y rápida del euro, la situación de la economía española se vería afectada negativamente, ya que alimentaría unas presiones inflacionistas (generadas por el encarecimiento de las importaciones) que afectarían a la competitividad de las exportaciones españolas e incrementarían los desequilibrios exteriores. La diversidad de intereses y las necesidades específicas y contradictorias de las economías de la eurozona se confirmarían en detrimento, esta vez, de la economía española, que necesitaría que la política monetaria del BCE no contribuyese, con nuevos recortes en el precio del dinero, a aumentar la demanda y, por tanto, los precios.

4.- Restricciones a la profundización de la unidad europea

La ampliación al Este está siendo utilizada para modificar los mecanismos comunitarios y otorgar a los gobiernos mayor control sobre las iniciativas legislativas y las decisiones comunes. El aumento de las disparidades económicas, sociales y culturales asociadas a las sucesivas ampliaciones previstas va a hacer mucho más complejos los acuerdos y la toma de decisiones en la UE. Como consecuencia, la profundización de la integración en terrenos políticos y jurisdiccionales puede quedar paralizada o, peor aún, impulsada por métodos impositivos y tecnocráticos poco respetuosos con un elemental principio de participación democrática.
El incremento de la heterogeneidad en la UE implica un aumento de las necesidades de cohesión, pero las diferencias entre los socios comunitarios impiden la profunda reforma institucional y presupuestaria que sería indispensable para enfrentar los retos de convergencia y cohesión. Las ideas y principios que consideran la convergencia económica, la estabilidad política, los equilibrios ecológicos y la cohesión territorial y social como instrumentos generadores de desarrollo económico, pierden peso en la UE, que se está despojando así de los objetivos que en el pasado orientaron el diseño de las políticas comunes y de los indicadores que califican el bienestar de la sociedad.
La desacelaración económica que sufre Europa desde hace ya más de dos años está evidenciando también la falta de flexibilidad y la escasa capacidad de crecimiento de las categorías y principios económicos que predominan desde hace años en la elaboración y la gestión de una política económica neoliberal en los países comunitarios y en la mayor parte de los países desarrollados del mundo. De hecho, uno de los resultados prácticos de esos principios económicos dominantes y del fundamentalismo con el que se aplican, el Pacto de Estabilidad, está actuando como un desestabilizador automático que acentúa la depresión económica o, por los menos, dificulta que se pongan en marcha políticas reactivadoras. Además, muchos de esos principios económicos dominantes sirven como coartadas de los intereses que desde hace años utilizan el poder de formar la opinión pública y la capacidad de aprobar leyes para recortar los derechos y prestaciones sociales y laborales que caracterizaron en el pasado el modelo de crecimiento europeo.
La crisis actual, amplificada por la división europea, restituye a la acción política, y a la consiguiente pugna política para resolver conflictos de intereses y seleccionar proyectos, su carácter de instrumento insustituible para construir de forma democrática una Europa unida. También, permite marcar nítidamente los límites de un proyecto de unidad europea definido y orientado por los intereses de las grandes empresas multinacionales, los capitales financieros y las elites políticas que gestiona los asuntos europeos.
La crisis global que acompaña a la atonía económica mundial ha puesto de manifiesto en Europa un fenómeno que hasta ahora había quedado relativamente al resguardo de las críticas de la opinión pública: los líderes europeos, y las fuerzas económicas y políticas que los sustentan, que han diseñado la ampliación al Este de la UE, la unión monetaria, los intentos de coordinación política para defender posiciones comunes en los foros internacionales y la adaptación de las instituciones comunitarias a una nueva realidad, han demostrado total desconfianza en la participación ciudadana para definir el plano de la construcción de Europa que, por lo visto, no requiere un sustento democrático y popular.
Así, en cualquier puntada que se ha dado en los últimos años en el desarrollo de una Europa unida, ampliada con los países poscomunistas, nunca los máximos responsables de la orientación seguida por la UE han olvidado el hilo con el que quedaban atados los límites presupuestarios y reducidas las posibilidades de debatir y resolver democráticamente las posibles contradicciones entre intereses comunes supranacionales y necesidades particulares de cada país, especialmente en el caso de los menos desarrollados. Ese empeño ha sido especialmente notable en los temas relacionados con las restricciones impuestas a la migración de los trabajadores provenientes de los países del Este, retrasando su libertad de movimiento, y a la financiación de las políticas comunes, estableciendo hasta tres cerrojos que eliminan cualquier posibilidad de aumentar el presupuesto comunitario y, por tanto, de mantener y extender a los nuevos socios las mismas políticas y las mismas condiciones que en el pasado favorecieron a los países, regiones y sectores menos desarrollados.
El interés en maniatar el desarrollo económico y político de la UE, ajustando su profundización al actual nivel presupuestario, se ha revelado especialmente dañino en la actual coyuntura de mínimo crecimiento de la economía comunitaria.
Dos efectos complementarios pueden ayudar a ejemplificar las negativas consecuencias de las restricciones presupuestarias: el primero está relacionado con la redistribución de la renta en el interior de cada país, ya que la necesidad de recuperar los equilibrios macroeconómicos perdidos llevan a aceptar que se eliminen prestaciones sociales y servicios públicos; el segundo, relacionado con la redistribución de la renta en la UE, ya que los fondos estructurales, de cohesión y de apoyo a la agricultura pierden peso relativo y capacidad de transformación, además de legitimidad y apoyos sociales, deben ajustarse a límites financieros más estrictos y pasan a estar en el punto de mira de los intentos de reforma de las políticas comunes para que en ningún caso la contribución de los socios al presupuesto comunitario crezca.
La ampliación al Este está permitiendo, también, contrastar la trascendencia de un proceso de unidad que tendrá importantes consecuencias geoestratégicas, económicas, políticas, sociales y culturales en la vida de millones de personas, con el escepticismo, la desconfianza, la falta de información y el distanciamiento que muestra la mayor parte de la población europea, tanto la que se muestra favorable como la que se opone a la ampliación.
La falta de líderes europeístas capaces de acelerar y condicionar, como antaño, el curso de la construcción europea puede tener algún aspecto positivo: la construcción democrática de una Europa orientada por los intereses de la mayoría de sus ciudadanos requiere una opinión pública más informada de los intereses en juego, una ciudadanía consciente de la necesidad de controlar el entorno que va a condicionar su vida, un proyecto de unidad europea alternativo al que hoy está en marcha y una participación activa de sectores sociales cada vez más amplios en las decisiones y asuntos que determinan la política y el proyecto europeos.

30 de Junio de 2003