Gemma Martín Muñoz

La ‘guerra contra el terrorismo’ y los factores
sociopolíticos en el mundo musulmán
(Disenso, nº 39, marzo de 2003)

Dos porcentajes nos señalan por sí solos la gran complejidad y dificultad que se da hoy en los países del área del Norte de África y de Medio Oriente: según la OIT, en esta región, después de la subsahariana, se acumula el mayor índice de desempleo del mundo (en torno a más de veinte millones de personas), y según la ONU, en esta región se agrupa el 47,2% del total de refugiados que existen en el mundo.
Esta realidad pone en evidencia una aguda crisis interna, indicándonos así mismo la intensidad y prolongación de los conflictos en la zona. Todo ello no sólo está condicionando el sistema de vida de sus poblaciones, sino también el desarrollo intelectual y tecnológico de una región muy subdesarrollada pero potencialmente muy rica.
En la actualidad, en los Estados y sociedades árabes se encuentra en pleno desarrollo la tercera generación postcolonial, lo que está significando principalmente un enorme cisma entre gobernantes y sociedad. La primera generación, la de la experiencia liberal, se desarrolló en el Oriente árabe, pues el Magreb continuaba bajo protectorados coloniales. La segunda generación, la socialista, sentó las bases en la mayor parte de los países árabes del gobierno autoritario y del modelo socio-económico de tipo protector que ya en los años ’70 mostró su inviabilidad productiva, pero contó con todo un sistema de valores movilizador con el que se identificó la mayoría de las poblaciones árabes. El nacionalismo desarrollista, el socialismo igualitarista, el panarabismo, el anti-imperialismo —siempre catalizado en el laboratorio de la lucha contra Israel— nutrieron de ideales a esas sociedades de los años ’60 y buena parte de los ’70.
A finales de aquella década, todo ese sistema de valores entró en crisis a consecuencia de los fracasos acumulados: el modelo de economía protectora entró en bancarrota, el desarrollo se vio lastrado por los puestos de trabajo improductivos, por un sobredimensionado sector público y por una burguesía de Estado que promovió un sistema basado en las redes de corrupción; el socialismo igualitarista mostró todas sus deficiencias, el panarabismo fracasó en todos sus intentos de plasmación real, minado por los intereses políticos y hegemonistas de los diferentes regímenes árabes, y el antiimperialismo orientado contra Israel se hizo añicos con la derrota de la Guerra de los Seis Días en 1967.

FACTOR DEMOGRÁFICO.
Toda esta profunda transformación tendrá lugar, además, en conjunción con un factor demográfico que ha sido determinante para la conformación de la situación actual. Tanto por ciertas políticas natalistas vinculadas al modelo de Estado protector y desarrollista postcolonial, como por toda una serie de cambios socio-económicos que han prolongado la edad de la adolescencia1, el desarrollo demográfico postcolonial ha colocado desde finales de los años ’70 en la calle árabe a una inmensa nueva generación de jóvenes. En consecuencia, hoy día el sector poblacional considerado dentro de la categoría social joven (por debajo de los 25 años) supone el 65% de la población total de los países árabes2. Unido a esto, el proceso intensivo de urbanización y la extensión de la educación experimentados por estos países, han contribuido a que el perfil de la mayoría de esa nueva generación sea el del joven urbano y con algún nivel de estudios.
El deterioro de las condiciones económicas, sociales y políticas que ha experimentado la región árabe en las últimas décadas ha afectado de manera particular a esos nuevos jóvenes urbanos. Por un lado, a esta generación le ha tocado vivir un momento económico de crisis aguda. La situación de quiebra económica en la que se van a encontrar estos países, llevará a sus Gobiernos a recurrir en los años ’80 a la ayuda económica de las grandes instituciones financieras internacionales, lo que les forzará a realizar rígidos programas de ajuste estructural.
En la mayor parte de los casos, estos procesos de ajuste estructural han tenido un gran impacto en el bienestar de los ciudadanos y han producido un enorme deterioro de los indicadores sociales. No obstante, las consecuencias sociales de los Programas de Ajuste Estructural (PAE) no alcanzan uniformemente a todo el cuerpo social, siendo la población urbana, asalariados del sector moderno principalmente, y los parados los sectores más profundamente afectados.
El desempleo, al ampliarse, se ha vuelto más discriminador afectando más a las mujeres que a los hombres, a los jóvenes que a los adultos y, notablemente, a los diplomados y licenciados universitarios (el 57% de los parados árabes de hoy tiene un nivel de educación secundario o superior, mientras que en 1984 tenía dicho nivel formativo el 37% de los desempleados).

PATRONAZGO Y CLIENTELISMO. Por otro lado, las élites dominantes árabes han desarrollado una cultura política basada en el patronazgo y el clientelismo, perpetuándose en el poder a través de una práctica política autoritaria y represiva, que les incapacita para ejercer un gobierno y una reforma económica eficientes y transparentes. El origen de esta situación política procede de la importancia que la legitimidad histórica ha tenido en la construcción de estos Estados, tras el proceso de colonización. Los líderes nacionalistas que lograron la independencia se erigieron en los “padres de la patria” que construyeron el Estado-nación moderno. Ellos liberaron al país y construyeron la nación, luego ésta les pertenece y la heredan sus sucesores. Esta cultura política ha impedido hasta hoy día cualquier proceso de alternancia y ha excluido a toda la nueva generación de la res publica. En este marco político, cuando esos Estados se han visto forzados a desmantelar el modelo socio-económico protector a favor de la reforma liberal económica, lo han hecho combinándolo con estrategias que les garanticen su total dominación política, lo que desemboca en procesos de liberalización muy imperfectos e incompletos. Es decir, no están llevando a cabo una liberalización económica en buena y debida manera, porque significaría la autonomización de los actores económicos de los políticos, la competencia, la transparencia y la supresión de comportamientos rentistas y monopolistas, y todos estos son elementos que desafían su poder absoluto.
Tras todo ello, además, se esconde el lado más preocupante de esta situación: la imposición de sistemas de gobierno antidemocráticos sobre unas poblaciones que a su vez padecen la enorme presión socioeconómica de los ajustes estructurales de la reforma liberal económica. El número de personas que vive con un dólar o dos al día y los que están por debajo del umbral de la pobreza ha crecido de manera preocupante durante los años ’90 en el Mediterráneo sur. Es más, en ese período el ingreso medio de cada franja social ha descendido notablemente y, dado que se observa que ese aumento de la pobreza se ha acompañado de un aumento del PIB por habitante, es indudable que se han acrecentado las desigualdades en el reparto de la riqueza y que una parte de la población se hace mucho más rica en tanto que la otra, la mayor, mucho más pobre.
En conclusión, la reforma económica y la liberalización han fracasado también para producir un mayor nivel de democracia política. Por el contrario, la conjunción del crecimiento demográfico con el autoritarismo político, unida a la desigualdad en el reparto de la riqueza, está conduciendo a la sociedad a un círculo vicioso de desinterés político y económico, marginalidad y oposición violenta.

CONFLICTOS ENDÉMICOS. A todo ello se suma el lastre de los conflictos endémicos que vive el Medio Oriente, lo que ha traído consigo una gran desconfianza de la inversión extranjera en la zona y ha impulsado a los regímenes respectivos a dedicar una gran parte de sus presupuestos a defensa y gastos militares. La permanente ocupación israelí de los territorios palestinos, la presencia militar norteamericana en Arabia Saudí y el Golfo, el embargo a Irak, las sanciones a Irán y la respuesta militar a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, alimentan, por una parte, un progresivo sentimiento anti-occidental en las opiniones públicas árabes y, por otra, limitan al máximo las posibilidades del lanzamiento democrático y económico de la región.
Buena prueba de ello es que hasta el país considerado desarrollado y productivo, Israel, afronta una perspectiva económica muy preocupante . Con una recesión del 0,5%, la economía israelí registró en el 2001 su peor resultado desde 1953 y su sector punta, el de las nuevas tecnologías, está actualmente en declive, mientras que el conflicto en los territorios ocupados palestinos ha supuesto un golpe terrible para el turismo. El desempleo alcanza el 9,5% y se encamina claramente hacia el 10%, en tanto que la renta per capita descendió un 2,9% en el 2001 y la moneda nacional se desmorona con respecto al dólar. A esto se une una situación muy próxima al colapso socio-económico de los palestinos en los territorios ocupados y sitiados militarmente por Israel.
Por otro lado, las prioridades estratégicas y militares occidentales han ido imponiéndose a las del desarrollo y la democratización en esta región, de manera que la difícil existencia de las poblaciones civiles se acrecienta, motivando con ello potenciales reacciones de violencia y explosión social. Por esta misma razón, los aliados estratégicos de Occidente en la región son regímenes anclados en el clientelismo y la depredación socio-económica de sus países, lo que les hace incapaces de promover una reforma política y económica liberal eficaz y productiva. Es más, en esta parte del mundo no parece posible que la reforma liberal avance sin que se acompañe de un proceso de democratización. De ahí que los responsables políticos occidentales deberían replantearse su tradicional idea de que la democratización será el resultado inevitable de la liberalización económica y, por el contrario, decidir qué cambios necesarios están dispuestos a promover en su política internacional para lograr una verdadera estabilización sociopolítica de esta región y su consiguiente desarrollo económico.
La “guerra contra el terrorismo” y la política internacional que está inspirando, elaborada por EE UU y seguida por los países europeos, no sólo no está teniendo en cuenta los factores expuestos, sino que está marginando la democratización y el respeto de los derechos humanos en la zona y permitiendo el libre albedrío de unos regímenes que tienen bajo una presión socio-económica y política insoportable a la gran mayoría de sus poblaciones.

DESCONTENTO JUVENIL. A este marco tan complejo e inestable hay que añadir otro factor clave: el ideológico. Como señalábamos más arriba, desde los años ’70 el sistema de valores que movilizó a la primera generación postcolonial entró en crisis, y la actual generación en absoluto se identifica con él. Mientras sus padres vivieron ese corto momento de optimismo en que se creía en el desarrollo dirigido desde el Estado, en que la escuela prometía ascenso social y en que el panarabismo, el socialismo y el anti-imperialismo nutrían satisfactoriamente el sistema de valores del momento, la actual generación vivirá la muerte de dicho sistema que comenzó a desplomarse en la guerra del ’67. En consecuencia, se da un enorme distanciamiento político y cultural entre esta nueva generación y sus gobernantes, que éstos mantienen la misma cultura política contraria a cualquier reparto del poder, pero, a diferencia de sus predecesores, no tienen ningún sistema de valores movilizador que ofrecer a la nueva generación.
De hecho, ante esta situación los jóvenes optan, bien por la deserción, tratando de huir de la situación, emigrando a Europa o a los países ricos de la Península Arábiga; bien por la sumisión, a la espera de encontrar una vía que les permita beneficiarse del sistema, o bien por la alienación, alejándose del sistema establecido y, muchos de ellos, buscando nuevos actores y marcos ideológicos que les representen. Pero en todos los casos, según manifiestan las encuestas sociológicas realizadas, experimentan una gran insatisfacción con respecto a su vida, identificándose escasamente con el discurso político y con el comportamiento de sus mayores, y sintiéndose decepcionados con la sociedad a la que pertenecen y que no suscita en ellos sentimientos de identificación suficientes.
Este punto de inflexión en la historia árabe contemporánea se va a traducir en el factor sociopolítico más importante del período actual: la ruptura del consenso entre el Estado poscolonial y la sociedad, acompañada de la emergencia de una nueva generación representada por nuevas contra-élites que reclaman una renovación sociopolítica en profundidad inspirada en el legado islámico. Así, esa búsqueda de un nuevo sistema de valores se ha plasmado para muchos en la afirmación de lo propio y en una recuperación de la experiencia autóctona precolonial. De ahí que se haya popularizado todo un discurso en torno a la “identidad musulmana” y la “autenticidad islámica”. No obstante, esta dinámica no hay que entenderla como un deseo de volver al pasado y estancarse en él, sino como una recuperación que busca una nueva readaptación e interpretación para lograr lo que los árabes llevan buscando desde hace dos siglos: su renovación, desarrollo e independencia.
En este sentido, hay que tener en cuenta que en términos sociológicos los movimientos islamistas reformistas, en los que el perfil joven y urbano que caracteriza a sus cuadros y seguidores nos está indicando el fuerte vínculo que existe entre islamismo y nueva generación, significa sobre todo la emergencia de una nueva élite política que sin duda es también parte de una modernización que en el mundo árabe se ha realizado fuera de todo marco conceptual, porque ha sido impulsada por lo que podríamos llamar “imperativos socio-económicos”: el éxodo rural, la emigración, el consumo, la urbanización, el cambio de los comportamientos familiares, la mundialización... y por la adopción de un marco político moderno que es el de los Estados-nación.
Hay que tener en cuenta que, junto a la cuestión de la modernización y la democratización, las sociedades árabe-musulmanas están confrontadas también a la necesidad de satisfacer importantes déficits de confianza; entre otros, superar la percepción de que el desarrollo y la modernidad es fruto de la experiencia del otro. Por tanto, el concepto de autenticidad cultural es un criterio sustancial de credibilidad para buena parte de esas sociedades divididas entre la revalorización de lo que es autóctono y la negación de lo que es importado. Por ello, la nueva generación del islamismo reformista no excluye la búsqueda de acomodación entre valores modernos y legitimidad islámica.

REACCIONES DESFAVORABLES. La cuestión está en que esta nueva realidad ha generado diversas reacciones que no favorecen el desarrollo pacífico de la búsqueda de consenso sobre la identidad común y la modernización.
Por un lado, los regímenes árabes, lejos de poder ofrecer alternativas a la catastrófica situación interna, porque no están dispuestos a resolver la cuestión del reparto del poder, se han dedicado a poner en práctica estrategias de represión y estigmatización del islamismo reformista —no por razones ideológicas sino porque se trata de la oposición que, por las razones más arriba analizadas, cuenta con mayor base social— y de potenciación de los valores islámicos tradicionales, en la falsa creencia de que la dinámica de reislamización responde a
una necesidad de refugio en el tradicionalismo y la religión.
En relación a la primera estrategia, los poderes árabes, además de ejercer una extensiva y arbitraria represión política, han utilizado los medios de comunicación a su servicio —todos los audiovisuales, dado que la televisión y la radio no han sido apenas abiertas a la privatización, y la gran mayoría de los escritos—, para presentar una imagen fanática y aberrante de los islamistas reformistas, confundiéndolos con los grupúsculos extremistas, con los que no tienen ninguna relación.
Con respecto a la segunda estrategia, los Gobiernos buscan reforzar el islam del Estado frente al islam opositor. De ahí que se haya llevado a cabo en la mayor parte de los casos un acercamiento y apoyo tácito a los sectores más tradicionalistas del establecimiento religioso islámico, representado por el mundo de los ulemas. Estos ulemas proceden de las instituciones islámicas oficiales y son nombrados por los Gobiernos para componer los denominados Consejos Superiores de Ulemas. Están funcionarizados y al servicio del poder. Los Gobiernos los utilizan como correas de transmisión con la sociedad, a fin de que les avalen políticamente, absorban todo el discurso sobre la identidad islámica y les permitan tener el monopolio del uso político del lenguaje del islam. Pero la consecuencia ha sido que las instituciones islámicas tradicionales, contrarias a cualquier innovación, han logrado un enorme poder de control y censura sobre la sociedad, a cambio de su fidelidad política al régimen. Y son estos actores del islam, alimentados por los Gobiernos, no sólo los responsables del orden social ultraconservador que existe en estos países, sino también el poderoso freno a cualquier interpretación modernizadora dentro del marco del islam o fuera de él.

PAPEL DE LAS ÉLITES SECULARIZADAS. Las élites secularizadas del mundo árabe, salvo significativas excepciones, perciben el islamismo como una amenaza a su propia existencia intelectual e ideológica y, en consecuencia, han relegado con demasiada frecuencia la defensa de la democracia y el Estado de derecho a favor de la aniquilación de su otro para ellos más significativo. Los regímenes han dado libertad de expresión a la intelligencia secularizada para todo aquello que les ayude a presentar una imagen perversa del islamismo. De ahí que se dé la paradoja de que los regímenes se apoyen en algunos ámbitos en los intelectuales secularizados y en otros en los actores más tradicionalistas del establecimiento religioso islámico, porque ambos desempeñan un papel muy concreto y determinado contra el islamismo: los unos, presentar la cara moderna y liberal del régimen, sobre todo en el exterior, y los otros, su fidelidad a los valores islámicos. Para muchos islamistas las soflamas de estos extremistas laicos, que rechazan cualquier diálogo con ellos, que los tratan como apestados y que logran gracias a sus posiciones antiislamistas una gran presencia mediática ofrecida por el régimen, no son simples actitudes intelectuales, sino peticiones reales para que los eliminen, no sólo de la política sino de la sociedad entera, y justificaciones de la campaña policial de persecución y erradicación a la que se ven sometidos. La consecuencia es que dicha crispación y satanización del otro, a la vez que fomenta el enfrentamiento social y la desunión en la lucha contra la dictadura, aleja las posibilidades de debate y consenso sobre cuestiones primordiales, como el modelo de sociedad, el papel de la religión o la acomodación entre legitimidad islámica y democracia.

LA ACTITUD DE EE UU. Los Estados Unidos no están teniendo en cuenta todo esta compleja situación para identificar cuáles han de ser las orientaciones políticas que la llamada “guerra contra el terrorismo” debe tener en cuenta, a fin de conseguir aislar y derrotar a la violencia en esta región. Washington se empecina en que puede ganar la “guerra” en los términos que ha establecido (ataques preventivos, remodelación del mapa del Oriente Medio para su dominación y la de su alter ego israelí, apoyo a las dictaduras aliadas, poniendo en práctica acciones ilegales como asesinatos selectivos de quienes considere unilateralmente terroristas y leyes raciales contra los extranjeros de origen musulmán en suelo americano...), sin mostrar una gran preocupación por los sentimientos y reacciones que esa política americana puede ocasionar en los países árabes y musulmanes.
Probablemente, porque ello les llevaría a tener que hacer lo contrario de lo que están haciendo. Esto es, en primer lugar y en el ámbito de los movimientos islámicos, distinguir entre islamistas moderados y violentos, aceptando a los primeros y apoyando su inserción en reformas políticas que avancen en la democratización.
En segundo lugar, diferenciar entre islamismos y la organización al-Qa’eda, que es es un fenómeno que no procede del movimiento islamista, ni siquiera del radical y violento que surgió en el mundo árabe desde los años ’70, en reacción contra los regímenes socialistas árabes y no contra ningún país de Occidente. El islamismo procede de un pensamiento político y una experiencia histórica de la que no han formado parte ni Osama Ben Laden ni al- Qa’eda. El origen de éstos, fruto de la alquimia saudí, pakistaní y americana, está en los años ’80 y son el resultado final de un proceso que inicialmente generó la guerra fría, pues proceden de los muyahidin islámicos creados para combatir contra los soviéticos en Afganistán. Integristas en su concepción islámica, radicalizados contra la ocupación extranjera de suelo musulmán y convencidos del éxito de la acción armada y violenta contra quienes identifican como sus enemigos —primero los rusos y el régimen prosoviético de Afganistán y luego, revueltos contra sus propios amos, los saudíes y sus protectores americanos—, proceden de una cepa bien distinta y ajena a la de los grupos islamistas extremistas, con los que sí comparten, sin embargo, su modo de acción violento, su interpretación islámica rigorista y totalitaria y su rechazo creciente hacia la política occidental en el mundo musulmán. Por ello, son los grupos con los que más sintonía puede encontrar al-Qa’eda y, por tanto, los que más fácilmente pueden atravesar la tenue línea que los separa y unirse a ésta o colaborar con ella, proporcionándole cobertura en sus respectivos países de implantación. Sin duda, atraerse a estos movimientos forma parte de la primera línea de estrategia de al-Qa’eda. Y la mejor manera de aislar y debilitar a los islamistas extremistas es contribuyendo a democratizar el marco político de los países árabes, integrando en ellos a los islamistas reformistas o moderados que, aunque no forme parte de la información selectiva que recibimos diariamente —centrada sólo en los actores extremistas— están al igual que Occidente en lucha contra los violentos.
Por último, al-Qa’eda está esperando ser el principal beneficiario de la destrucción de Iraq por los Estados Unidos, porque será la mejor prueba de que lo que éstos en realidad pretenden es establecer protectorados americanos, en connivencia con Israel, en todo el Medio Oriente, lo cual va a generar una inmensa ola de sentimiento anti-norteamericano en todas las sociedades, élites y pueblo, de la región. De hecho, todos los que están implicados en la red de al- Qa’eda tienen un gran interés en que la política exterior estadounidense siga los pasos que está dando, porque va deslegitimando a su oponente y reforzando su apoyo social entre las sociedades musulmanas. Por su parte, al-Qa’eda nunca ha estado implicada en la defensa de los palestinos, porque es un producto bien distinto de otro frente medio-oriental, pero la flagrante injusticia americano-israelí contra los palestinos es otra cuestión que le favorece y no duda en instrumentalizar a su favor.
Es por todo ello que caben muchas dudas sobre las posibilidades de contener y terminar con la violencia en esta región, siguiendo las reglas del juego que se están estableciendo en la llamada “guerra contra el terrorismo”, porque por el momento no parecen tener en cuenta elementos tan importantes como conocer y entender la diversidad del mundo musulmán para debilitar a los extremistas y alentar a los reformistas, dar salidas políticas y no militares a los conflictos en la región —empezando de manera determinante con el palestino-israelí— y contribuir a mejorar la terrible existencia que llevan la mayor parte de las poblaciones civiles en esos países.
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(1) Si antes se entraba en la edad adulta directamente a través del matrimonio y el primer empleo, el desarrollo de la educación secundaria en los años ’60 y ’70 retardó la edad media del matrimonio a 24 años para los hombres y 20 para las mujeres, ampliándose considerablemente el período de la adolescencia. Habría que señalar que también ha contribuido al retraso de la edad matrimonial la necesidad del control de la natalidad por parte de las políticas de planificación familiar puestas en marcha a partir del momento en que los Estados fueron conscientes de que su elevada tasa de crecimiento demográfico suponía un desafío social y económico de gran envergadura. De ahí que las leyes de familia más recientes hayan tendido a retrasar la edad del matrimonio en sociedades donde la tradición ha marcado siempre una pauta de edad matrimonial muy temprana, sobre todo para las mujeres. A ello se unen los factores de tipo socio-económico que, dadas las dificultades por encontrar empleo y lograr una vivienda, han potenciado el retraso de los matrimonios.
(2) No obstante, habría que señalar que esta es una realidad que no contradice otra igualmente contrastable contraria a las difundidas teorías demográficas “catastrofistas” sobre el imparable crecimiento demográfico árabe. Los demógrafos especialistas en esta región coinciden en considerar que hoy día se observa un descenso considerable de la fecundidad, debido a diversas causas como el ascenso de la instrucción femenina, al retroceso de la economía de tipo rentista, a las campañas de planificación familiar... Lo cual no impide que la elevada tasa de crecimiento experimentada en las décadas anteriores haya generado un enorme rejuvenecimiento de la población en estos países y que el equilibrio demográfico no se vaya a alcanzar, en el mejor de los casos, hasta dentro de una o dos décadas.