Guillermo Múgica

A algunos apresurados enterradores
(Hika, 166 zka. 2005ko maiatza)

En debates de días pasados con motivo del acceso al Papado del que fuera cardenal Joseph Ratzinger, algunos invitados, miembros por cierto de una muy conocida y poderosa institución en el panorama cristiano actual, aprovecharon el viaje –valga la expresión– para lanzar andanadas de grueso calibre contra la Teología de la Liberación. No dudaron en desacreditarla, darla por muerta y poco menos que enterrarla. Nunca la habían comprendido. Y, por lo que pude apreciar, seguían sin entenderla, vertiendo sobre ella sus propios fantasmas y prejuicios deformadores. Por eso me ha parecido de interés recordar siquiera cuatro cosas elementales, pero también importantes y de calado.

1.- Nunca ha habido ninguna condena de la Teología de la Liberación. Ciertamente se le han hecho advertencias, pedido aclaraciones y reclamado precisiones –cosa normal, por otra parte, tratándose de una nueva y extendida corriente de pensamiento en la Iglesia-. Han existido problemas con algunos teólogos representativos: algo que, dicho sea de paso, ni es de hoy, ni tampoco es privativo de los teólogos de la liberación.

Es verdad que, en 1984, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió una Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación en la línea arriba indicada. Pero fue ésta tan sesgada y poco objetiva en algunos puntos –por no decir burda- que, ya en ella, se anunció (y se comenta que por exigencia y presión especialísimas del propio Juan Pablo II) una futura segunda Instrucción. Efectivamente, salió en 1986 y fue mucho más ponderada y comprensiva que la primera. Lo dicho, jamás ha habido una condena de la Teología de la Liberación, por más que, al parecer, algunos la hayan buscado denodadamente.

Y no sólo esto, sino que, en carta a los obispos brasileños, el mismo Papa les recordaba la oportunidad y necesidad de una Teología de la Liberación.

2.- Hace tiempo que algunos se dedicaron a firmar, con cierto entusiasmo, el acta de defunción de dicha Teología. Esos mismos nos hablan ahora de que la misma habría quedado superada por nuevos enfoques y planteamientos, y de que su tiempo habría pasado. Pero veamos.

Para empezar, todo tiene su tiempo y todo pasa; se equivoca quien piensa que lo suyo es eterno. Todas las teologías tienen fecha de caducidad. Y la de la liberación no tiene ninguna pretensión de constituirse en excepción a esta ley general. En este sentido, el problema no es pasar. El meollo de la cuestión reside en que hay formas y formas de pasar. Puede hacerse sin dejar rastro ni huella, o abriendo un profundo surco y dejando plantada una semilla que fecunda la historia. Creo que, en todo caso, es este segundo el pasar que la Teología de la Liberación quiere para sí, con independencia de lo que hubiere en las esquelas de defunción que, interesadamente, algunos se empecinan en venir publicando hace tiempo.

Por de pronto, esta Teología ha contribuido ya decisivamente a incrustar en el patrimonio irrenunciable de la vida cristiana y eclesial y del Magisterio eclesiástico “la opción preferencial por los pobres”. No creo que la Teología de la Liberación haya pasado todavía. Lo que sí sé es que, en cualquier caso, la opción por los pobres queda. Y queda, ante todo, porque, para nuestra vergüenza, quedan los pobres y, contra cualquier tentación de desentendimiento, queda sobre todo el Evangelio.

A mi modo de ver, en esto reside el fondo del asunto: no en si la Teología de la Liberación ha pasado o no, sino en si nosotros pasamos o no del desafío primero y fundamental de nuestro tiempo, que es el de los pobres. No es que se quiera enterrar a aquella Teología; a quienes se pretende enterrar es a los pobres. No es la Teología de la Liberación la que molesta, molestan los pobres.

3.- Mientras existan los pobres y exista un Evangelio que, en Cristo, proclama su liberación, habrá alguna teología de la liberación, como bien se encarga de recordarnos Casaldáliga. Sin duda habrá alguien que diga a esto que muy bien, pero que dejemos entonces para el Sur la Teología de la Liberación. Según esto, el Sur sería su contexto y la tierra matriz que la nutre. Pero se pasan por alto dos cosas que, por obvias, con frecuencia se olvidan. Conviene por eso traerlas al primer plano.

Hay que recordar, en primer lugar, que la dimensión liberadora no le viene dada al Evangelio de fuera, del contexto sociológico o político, sino que le nace, por el contrario, de su propia entraña. Esto quiere decir que allí donde se viva y proclame el Evangelio en cualquier parte del mundo, éste o será liberador o no será Evangelio de Jesús. El Evangelio o es fuerza de liberación para el ser humano en su integridad, o ha dejado de ser el Evangelio de Jesucristo.

No olvidemos, en segundo lugar, que lo que la Teología de la Liberación ofrece no es la manera teológica de pensar de siempre proyectada sobre un nuevo objeto del pensamiento: los pobres y su liberación. Justamente la novedad mayor de la Teología de la Liberación coincide con lo que ella tiene de aporte más universal a la teología: concebir ésta como una reflexión crítica de fe desde la práctica del amor comprometido, que vuelve reflexivamente sobre la vivencia de aquella misma fe. La Teología de la Liberación habla de lo que habla toda teología y se ocupa en lo que ocupa a cualquier otra teología. Sólo que lo hace de otro modo. Y este hacerlo de otro modo es decisivo y peligroso.

4.- Llegamos así al último punto que conviene poner de relieve. Algunos sectores de Iglesia toman a menudo, y a lo sumo, la cuestión del pobre en el mundo actual como un grave desafío humano y social, al que los cristianos deben dar una respuesta ética, derivada del principio supremo de la caridad y exigida por él. La cuestión del pobre viene a ser, en suma, un asunto ético, pero no se le reconoce un carácter verdadera y eminentemente teológico.

Lo que estoy queriendo afirmar es que en la cuestión del pobre nos estamos jugando y se está ventilando la cuestión más radical y definitiva, la cuestión de Dios. Y no me estoy refiriendo ahora al serio interrogante de los humanismos ilustrados de qué hace Dios ante tanto sufrimiento o cómo puede haber un Dios bueno y omnipotente que consienta tanto dolor. Me refiero a la pregunta más concreta, directa e interpelante acerca de qué Dios es ése en el que creemos nosotros, que nos afirmamos creyentes y cristianos, y que, simultáneamente, consentimos, sostenemos y aun promovemos prácticas, estructuras y situaciones de escandalosa injusticia e inhumanidad.

El punto está en dilucidar si podemos seguir afirmando nuestra fe en un Dios de vida en tanto somos cómplices impenitentes, por acción u omisión, de un sistema de muerte. Un sistema que nos está matando también a todos por dentro. En resumen, los pobres nos suscitan la cuestión de Dios. Pero no de cualquier Dios, sino del Crucificado. Que, por serlo, es también el Resucitado.