Guillermo Múgica

Juan Pablo II: un Papa de agudos contrastes
(Página Abierta, 159, mayo de 2005)

En un mundo en cambio, y en cambio acelerado, 26 años de pontificado dan para mucho, para demasiado quizás. Al meteórico y casi imperceptible tránsito de un Juan Pablo I ha seguido, en el firmamento eclesial, la impostación de un Papa incombustible, cuya misma larga y penosa agonía bien puede simbolizar su tenaz voluntad de resistencia, perseverancia y aun permanencia. En efecto, Juan Pablo II se va. Pero deja un Colegio Cardenalicio y un cuerpo episcopal mundial básicamente moldeados a su imagen y semejanza, y, formalmente al menos, a la medida de su peculiar legado doctrinal, funcionales a éste y a su pervivencia en el tiempo. Lo que constituye, ya, un primer punto de contraste: el contrapunto entre una voluntad de contemporaneidad con estos tiempos cambiantes que engendran continua novedad y la pretensión de prolongar en el tiempo unos modos y estilos de gobierno eclesial en los que el paso  puede quedar fácilmente desacompasado, y las respuestas que se ofrecen, tornarse viejas e insignificantes ya desde su mismo arranque.
Sea como fuere, me parecería muy poco honesto no reconocer, antes que nada, que, con la muerte de Juan Pablo II, incuestionablemente, desaparece una de las figuras más extraordinarias de los últimos 25 años en el escenario mundial. Nadie ha tenido como él tanta y tan sostenida presencia e incidencia mediáticas. Nadie como él, tampoco, a decir verdad, como un consumado actor en escena, y con pleno dominio del espectáculo del que era y se sentía protagonista, ha sabido poner los medios a su servicio. Lo cual, muy a su pesar, muestra, una vez más, las luces y sombras de esta personalidad excepcional que fue Karol Wojtyla. El afán de poner los medios modernos al servicio del Evangelio ¿no ha podido llevarle, involuntariamente, a mutar el mensaje por su imagen personal, o a identificar falsamente la realidad cristiana y eclesial con la televisiva y virtual de las masivas y reiteradas concentraciones en torno al Papa?
Pero retomo el hilo de lo que venía diciendo más arriba. Nadie podrá negar a Juan Pablo II el mérito de haber sido, en altísimo grado, un hombre profundamente religioso; un creyente de arraigadas convicciones, valiente y testimonial; un servidor fiel, lealmente inmolado en el servicio de la Iglesia universal, que presidió y amó; el más acérrimo defensor de la dignidad, el valor y los derechos de la condición y la vida humanas; un trabajador incansable, disciplinado y con una voluntad de hierro en la prosecución de sus propósitos; un infatigable defensor y promotor de la paz.
Sin embargo, en el rostro del Papa polaco, sonriente e irónico a la vez, habitaban varios rostros no fácilmente, ni siempre, armonizables. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, la inequívoca defensa de los derechos humanos en la sociedad con la discriminación, las prácticas de exclusión, las carencias de cauces de participación o el autoritarismo en la Iglesia? El declarado anticomunismo del Papa, así como su reconocida condición de factor indiscutible de la caída del socialismo real en Europa ¿han tenido una réplica similar y sostenida en el combate contra el imperante y demoledor neoliberalismo globalizante? ¿Cómo armonizar la innegable defensa pontificia de los pobres con las sombras proyectadas en su momento sobre la mejor Teología de la Liberación y con la falta de apoyo a algunos de los más heroicos testigos del Evangelio de los pobres? ¿Cómo compaginar prometedores y esperanzadores esfuerzos ecuménicos, como el escenificado en Asís, con iniciativas doctrinales como la Dominus Jesus, en la que el “fuera de la Iglesia no hay salvación” parecía retornar con nueva vigencia? ¿Qué “Nueva Evangelización” –uno de cuyos componentes ineludibles es el diálogo con la cultura– cabe esperar, al menos en Occidente, si el diálogo con la modernidad (uno de los objetivos declarados del Vaticano II, no lo olvidemos) parece cerrado, en buena medida, a cal y canto?
En la desbordante y compleja figura del Papa Wojtyla, dos grandes contrastes me parecen los más determinantes. Nos hallamos ante un Papa muy avanzado en lo social, pero conservador y aun preconciliar  –por mucho que se afirme lo contrario– en su concepción eclesial. En cierta ocasión, en conversación cercana y familiar, monseñor Tarancón me manifestó: «Tiene la idea de la Iglesia que había en este país en tiempos de Santa Teresa». Ya en su toma de posesión pública, el entonces recién estrenado Papa nos dijo: «Abrid los corazones y las puertas a Cristo». Pero más de uno piensa que, en realidad y principalmente, a quien él mismo estaba dando paso era a la Iglesia. Una Iglesia de contrarreforma, cuyos recursos al Vaticano II a menudo lo vaciaban de contenido; y cuyo icono más representativo ha sido el mismo Papa, que quizá se ha desvivido más en conquistar un mundo para la Iglesia que en disponer una Iglesia para el mundo.
Finalmente, desde que se abrió el telón de este último pontificado viajero y mediático, por el proscenio, ante nuestros ojos, ha desfilado un mundo diverso, plural y policéntrico. En contraste y tensión con él, a lo largo de estos años de Juan Pablo II, se ha acentuado un rígido monocentrismo vaticano. Puede que la comprensible formación de Karol Wojtyla en un cristianismo de resistencia, así como la visión providencialista y casi mesiánica de su propia ascensión a la Sede de Pedro –a juzgar por públicas confesiones suyas– hayan contribuido a ello.
Conocido el fallecimiento del Sumo Pontífice, vayan para él mi ferviente oración, mi agradecimiento sincero por su dedicación a la Iglesia y la humanidad, y mi deseo de que descanse en la paz del Señor.