Guillermo Múgica*
Por necesidad social: o cuando lo ético deviene
Imperativo político y llama al derecho

(Diario de Noticias, Navarra, 15 de Agosto de 2009)

          Dos notas previas para precisar los límites, el marco y el alcance de la reflexión que sigue. Primera: Paz y desaparición de ETA van de la mano. Imposible imaginar la primera sin la segunda. Pero, en mi opinión, la consecución de esta última no garantiza, por sí misma, la implantación de la paz. Quedarían pendientes una serie de tareas de índole política, social y cultural, a resolver por cauces y mecanismos estrictamente democráticos. Lo que aquí voy a abordar tiene que ver con la desaparición de ETA. Objetivo imprescindible, pero parcial y mucho más limitado que el de la paz. Segunda: Parece innegable que uno de los objetivos de la Ley de Partidos consiste en privar a ETA de apoyos sociales y políticos directos e indirectos, y en forzar a un desmarque y rechazo explícitos de ella a la izquierda abertzale tradicional. Se dieron en su momento fuertes debates en torno a la ortodoxia jurídica de la mencionada Ley. Y, en la actualidad, se sigue polemizando sobre la existencia o no, en quienes la impulsaron y diseñaron, de un propósito y una estrategia ocultos, que afectarían a la política general en el País Vasco. Yo voy a hacer mención de la Ley de Partidos. Pero sólo en lo que atañe a su exigencia político-jurídica de desmarque y repudio explícitos de la violencia, y teniendo en cuenta la respuesta de Estrasburgo al recurso que interpuso Batasuna.

          Tras los últimos atentados de ETA, este mismo Diario, en Editorial del 3 de agosto, concluía con esta rotunda afirmación: “El público pronunciamiento de los dirigentes de la izquierda abertzale ilegalizada sobre la sinrazón de la lucha armada y su incompatibilidad con el avance político hacia las reivindicaciones soberanistas es absolutamente necesario (la negrita es mía) para que ETA desista de su locura. No pueden seguir callando.”. La absoluta necesidad de este paso, por otra parte, se nos antoja no ya imprescindible sino determinante para hacer realidad lo que ya hace dos años, en entrevista en este mismo Diario, decía Daniel Innerarity:  “Una sociedad supera la violencia cuando se le vuelve literalmente incomprensible (…), cuando se agota la credibilidad del discurso que vinculaba la violencia con algún esquema justificatorio.”. Me referiré, pues, a una necesidad que es ética en su raíz, que se torna innegablemente social y también política, y que, para su efectiva y justa satisfacción, demanda ser normativizada y llama a las puertas de lo jurídico.

          El curso pasado, este periódico publicaba un artículo de opinión que llevaba por título “Democraticemos la Democracia”. En él, el Foro Iruña, haciendo suya una expresión de Adela Cortina, decía: “La democracia es técnica y es también valor”. La democracia, como configuración sistémica de la convivencia, es ambas cosas a un tiempo: suma de criterios, normativas, instituciones y mecanismos instrumentales, y suma, también, de bienes y  valores que los inspiran, legitiman, sostienen y desarrollan, como la vida e integridad de las personas, su dignidad, el bien común… En tanto dimensiones constitutivas de la democracia como sistema político, ambas vertientes, la técnica y la ética, se necesitan, imbrican e implican. Y ambas, aun conservando su propia especificidad, son políticas. Es la razón por la que, en democracia, la defensa de los valores ético-políticos que la sustentan, así como el combate decidido contra cuanto los pone en peligro, no constituyen sólo una mera exigencia moral, sino un verdadero deber político. Más aún, cuando los bienes que encierran dichos valores peligran seria o gravemente, surge la necesidad social y política de protegerlos y defenderlos desarrollando normativas legales precisas al respecto. El deber moral y político se torna así, también, estrictamente jurídico. A mi entender, al menos un aspecto de la Ley de Partidos hunde sus raíces en esta lógica de fondo. Y, a mi modo de ver, sobre esta lógica descansa en forma explícita la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que avala aquella Ley “por necesidad social imperiosa”, desestimando el recurso presentado por Batasuna.

          Básicamente son tres las objeciones que se vienen esgrimiendo contra esta sentencia de la Corte europea por parte de la izquierda abertzale ilegalizada: el carácter no jurídico del criterio de necesidad social, la conculcación de derechos fundamentales como los de libertad de expresión y de reunión, y la apuesta por la seguridad en detrimento de la libertad. Me detendré en ellas.

          No soy jurista. Pienso que el concepto de necesidad social no es directa y estrictamente jurídico. Pero sí lo considero pre-jurídico y en la raíz del derecho positivo en dos aspectos al menos: en cuanto apunta a valores éticos democráticos y bienes humanos a defender en nombre de la democracia misma, y en cuanto es generador e impulsor, en esa misma medida, si no de derechos en sí mismos –que tienen ciertamente otra fuente–, sí, en cambio, de maduración de la conciencia humana y social en torno a los derechos y de desarrollo positivo de los mismos, con sus correspondientes deberes. Es más, opino que si hacemos desaparecer de la filosofía del derecho aquel concepto de necesidad, probablemente estaríamos eliminando, de hecho, uno de los factores que más ha podido contribuir al avance y crecimiento jurídicos. Como dijo hace años el profesor Quintín Racionero, frente a la coacción, la intransigencia y el sometimiento del hombre por el hombre, es función de la política, por el bien común, analizar el nexo causa-efecto de determinados comportamientos, su racionalidad o irracionalidad. Y es deber del Estado y sus instituciones regular el orden racional de ese nexo, precisamente en beneficio de la democracia, de la libertad y seguridad de todos. Pensar en una libertad que suprimiera cualquier determinación y regulación del mencionado nexo, no sólo supondría una libertad quimérica, sino que la dejaría indefensa ante la irracionalidad. Y hay situaciones en las que el análisis y la regulación de dicho nexo pueden ser de necesidad perentoria.

          En cuanto a la conculcación de las libertades de expresión y reunión, tan sólo dos cosas. Es cierto, por un lado, que, anclados en el valor y la dignidad de la persona, individual y social a un tiempo, los derechos humanos son unitarios y de suyo indivisibles. Pero existe una jerarquía entre ellos y no pueden ser puestos todos al mismo nivel. Es la razón, entre otras, por la que algunos derechos tienen prioridad y pueden exigir especial protección. No olvidemos, por ejemplo, que arrebatarle la vida a otro ser humano es la manera más expeditiva y radical de negarle todos sus restantes derechos. Por otro lado, acabo de recordar que la libertad no puede ser planteada al margen  del análisis del nexo causa-efecto en el ejercicio de la misma; al margen, particularmente, de la valoración de determinados comportamientos institucionales - gestos, palabras y silencios – ante abominables crímenes y acciones terroristas, y de sus demoledores efectos humanos, éticos, sociales y políticos para una vida en democracia.

          En lo que concierne a la acusación de haber apostado por la seguridad en detrimento de la libertad, sabemos de la tensión de ambos polos, pertenecientes ambos a la entraña de una democracia equilibrada y racional. Tan peligroso es sacrificar la libertad a la seguridad –de lo que tenemos demasiados ejemplos en la historia–,  como hacer tabla rasa de la seguridad en aras de la libertad. Por eso es preciso volver a retomar lo ya dicho. Puede ser fatal para la democracia no poner en relieve la importancia del nexo causal entre determinados comportamientos y sus efectos sociales. Dicha ausencia puede contribuir a abrir graves brechas a la seguridad en detrimento de una verdadera libertad para todos, y de todas y todos. Es lo que ocurre, en mi opinión, con la negativa a un desmarque público y explícito del terrorismo por parte de algunos representantes políticos. Para empezar, la confianza en las instituciones se debilita. Muy crítico con la sociedad actual, Bauman por ejemplo, citando a Peyrefitte, no deja de recordarnos que, a pesar de todo, sin una confianza mínima en sus instituciones, difícilmente una sociedad se sostiene y puede avanzar. Ahora bien, ¿qué confianza en las instituciones puede tener una ciudadanía que ni siquiera puede esperar de todos los representantes que las gestionan una apuesta decidida, directa, explícita y clara por algo tan básico como su vida y contra todo aquello que representa o puede representar una grave amenaza a la misma, como lo es en nuestro caso el terrorismo de ETA? ¿Responde esto a una democracia racional? ¿Estamos ante una situación mínimamente razonable? Pero, en buena medida, éste es el caso. Que desencadenó en su momento una necesidad social imperiosa de afrontar política y jurídicamente dicha situación.

          Dos breves reflexiones para concluir. Una: Probablemente no ha de faltar quien tilde lo expuesto de reaccionario. Yo pienso, en cambio, que el criterio de necesidad social imperiosa, coherentemente aplicado a otras áreas de nuestra vida democrática y de los derechos humanos, - por ejemplo las que atañen a la vida y los derechos económicos, políticos, laborales, sociales, culturales, etc. -, puede y debe dar pie a nuevas visiones y desarrollos de dichos derechos, con nuevas normativas exigibles y de obligado cumplimiento. Lo que no tiene nada de conservador. Y dos: Supongo no debería hacer falta tener que explicitar mi desacuerdo con declaraciones como la del ministro Rubalcaba, que irían al parecer mucho más allá de la Ley de Partidos, estarían en contra del significativo consenso existente a favor de un final ordenado de ETA o pondrían gravemente en riesgo dicho final, y, en cualquier caso, situarían a la izquierda abertzale ilegalizada ante un horizonte más negro aún que el actual, que, lejos de aclarar el del conjunto de la sociedad, lo entenebrecería tremendamente.

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* Miembro del Foro por la Reconciliación.