Ignacio Gutiérrez de Terán
¿Qué fue de las revueltas árabes?
(Página Abierta, 230, enero-febrero de 2014).

  Transcripción libre realizada por Página Abierta de la intervención de Ignacio Gutiérrez de Terán el pasado 7 de diciembre en las X Jornadas de Pensamiento Crítico, organizadas por Acción en Red.  A ella hemos añadido una nota breve de este comprometido arabista sobre la actualidad tunecina.

En líneas generales podemos decir que este proceso de transformación, de reivindicación popular, de lucha generalizada contra los regímenes dominantes en los países árabes, ha tenido tres grandes escenarios y resultados.

Uno sería el de aquellos países en los que estos movimientos han provocado la caída del régimen de turno. Esto ha sucedido, sobre todo, en cuatro: Túnez y Egipto, en primer lugar, luego Libia, con guerra o intervención exterior de por medio, y también Yemen.

Un segundo grupo estaría compuesto por aquellos países en donde se han producido una serie de movilizaciones –silenciadas o de las que apenas se habla– que no han dado lugar a cambios sustanciales del régimen, pero que sí han propiciado el desarrollo de un movimiento popular que sigue estando ahí. El caso más notorio es el de Bahréin, que empezó un poco después de las revueltas tunecinas y egipcias y que hoy día continúa con movilizaciones y manifestaciones multitudinarias.

Y tenemos un tercer grupo en el que no ha pasado nada o casi nada. Y por desgracia esto ha sucedido en la mayor parte de los países árabes. Hablamos de una veintena de Estados en los que, prácticamente, no ha habido cambios de importancia. Aunque los producidos desde el propio régimen –a través de algunas reformas legislativas– estaban muy lejos de lo demandado por una parte de la población, movilizada también. En este grupo tenemos a Arabia Saudí o a los otros países del Magreb; como Marruecos, a pesar de sus cambios constitucionales.

Este análisis nos invita a replantearnos esa fórmula acuñada de “revoluciones árabes” o “primavera árabe”, nombre tan pomposo y absurdo que dio lugar también a otro no menos absurdo, el del “otoño islamista”. Puesto que, desafortunadamente, en buena parte de esta veintena de países, como digo, no ha pasado nada o casi nada significativo en relación con el ánimo de reformas profundas, anheladas por buena parte de las poblaciones correspondientes. Dicho de otra manera: cabe preguntarse hasta qué punto ha habido un cambio que nos lleve a hablar de revoluciones árabes, cuando en pocos sitios ha habido un cambio importante. Cambio, por otro lado, que conviene analizar de un modo más incisivo, más crítico.

Y antes de entrar en ello interesa detenerse en un aspecto clave del proceso vivido en estos países. Lo que nosotros llamamos la “maldición geoestratégica”.

El mundo árabe sufre una gran “maldición”, la de estar situado en un territorio muy especial y de tener los vecinos que tiene. Es uno de esos espacios donde cuenta muchísimo –quizá de forma excesiva– lo que les interesa a las grandes potencias y a las potencias regionales en relación con lo que en él ocurra. En estos países, muchas veces, los movimientos endógenos son nativos, genuinos, parten de dentro, pero, llegado un cierto momento, aparece la presión externa, los intereses que se dilucidan en la zona y la intención de las grandes potencias de intervenir directamente en lo que ocurre en estos Estados.

Y eso sucede, particularmente, en aquellos lugares del mundo árabe donde hay una gran cantidad de recursos energéticos, como en el norte de África o, exceptuando el caso de Yemen, en la península arábiga, que, no por casualidad, es el lugar donde menos transformaciones ha habido. Al contrario, estamos asistiendo en los últimos meses, e incluso años, a una especie de contrarreforma por parte de algunos Estados de esta zona. Una contrarreforma que va en la línea de, si no eliminar, sí neutralizar los efectos de las revueltas. Y hay que reconocer, desgraciadamente, que en muchos casos lo han conseguido. La política exterior, por ejemplo, de Arabia Saudí en los últimos años puede certificar esta práctica de difuminar todo este movimiento de reformas que se pudiesen producir.

Desde mi punto de vista, y ya centrándome en los países donde ha habido un cambio de presidente; es decir, donde, por circunstancias diversas, ha sido derrocado o ha acabado por salir del poder –en algún caso encarcelado, en otros yéndose al exilio o muerto durante el conflicto militar–, el problema fundamental es que, en esencia, el régimen no ha caído, no ha habido una modificación fundamental en la estructura de poder, frente a la oligarquía o las elites que controlaban el mando de esos países. Ha habido, eso sí, algunos significativos logros: de modo notorio, la libertad de expresión, la capacidad de asociación, la posibilidad de que la gente se exprese y se movilice en la calle más libremente; algo que no existía hace años. Y eso se puede apreciar, ya sea en Túnez, Libia o Egipto, e incluso, en cierta forma, en algunos países donde no ha habido esa caída de la cúspide del régimen.

En realidad, el poder ha seguido, desde el primer momento de la transición, en manos de la gente que lo detentaba antes, por supuesto no del presidente y su círculo más cercano. Me refiero a esa elite económico-empresarial y sobre todo militar que regía estos países, y no solo en la sombra. Y estamos viendo, últimamente, que no están en la sombra, sino que están en la superficie, controlando los destinos de esta transición. Algo que ha quedado velado bajo el debate sobre el islamismo o la ascensión al poder de los movimientos islámicos a través de elecciones; ejerciéndolo en solitario o formando un Gobierno de coalición, como en Túnez.

Esa nueva situación en la cabeza del régimen correspondiente ha dado lugar, bien a una corriente de temor, bien, incluso, a una reacción airada por parte de ciertos sectores de izquierda, no solo de la árabe sino también de la  europea, que se pregunta por el resultado fallido de una revolución que ha hecho que llegue al poder gente que no se encuentra en absoluto en sintonía con la democracia y la convivencia pacífica, o tiene una imagen distorsionada de ellas. Y todo esto ha servido para insistir mucho en el supuesto fracaso de estos procesos de transición.

Hablamos ahora [finales de noviembre pasado] de colapso en Túnez, con un Gobierno empantanado en sus funciones y en la negociación con la oposición sobre quién debe llevar adelante la tarea gubernamental y con qué estructura. Sin llegar, aún, a un entendimiento sobre el proceso constitucional [en el momento que recogemos esta charla aquí ya se está debatiendo un texto constitucional].

En Egipto se ha pasado por un proceso de elecciones, ganadas por los Hermanos Musulmanes, que han llevado a la presidencia a uno de sus dirigentes,  y por la  aprobación de la Constitución, que han dado lugar a un golpe de Estado. Y ahora  los militares están en primera línea gobernando en nombre de los intereses de la democracia y la revolución para luchar contra fuerzas involucionistas: en este caso, los islamistas egipcios.

En Yemen, la evolución de la estructura política, tras los cambios en el poder presidencial, está –se puede decir– en punto muerto, ni para adelante ni para atrás. El actual Gobierno tiene muy poca capacidad de movimiento en un país que corre peligro de desmembrarse, con enfrentamientos armados en el norte y en el sur y con una gran confusión sobre quién realmente gobierna en las diferentes zonas del territorio yemení.

Por último, dejando al margen Siria, tenemos el caso de Libia, donde  hasta ahora no se ha podido llegar a un consenso sobre cómo se puede hacer la Constitución. Por otro lado, el Congreso Nacional creado se ve continuamente interrumpido por la oposición desde dentro y desde fuera: hay milicias armadas que se enseñorean desde diversos puntos del país, y la producción principal del país, el petróleo, no da para mantener el Estado ni para promover ese Estado social que se pretendía. Eso hace que surja la pregunta entre sus gentes de cómo se ha llegado hasta aquí, con tanto como se ha luchado. Una parte importante de la población siente que sus demandas principales de justicia, libertad y también de pan no se están viendo correspondidas. La falta de estabilidad y reparto económico y de seguridad lleva a la percepción de que las cosas van bastante mal. En Libia es manifiesto, pero también en otros lugares.

Todo esto es cierto, pero también, quizá, que se exige mucho de estos procesos de transición cuando en otros lugares hemos visto transiciones con tantas dificultases como estas o más. Por lo tanto, tal vez se aplica una vara de medir y de exigencia en estos procesos de transición que, en realidad, no se salen de la tónica de indefinición y de confusión que han existido en otros sitios.

El principal problema, desde mi punto de vista, no es que los procesos de transición tengan menores o mayores dificultades, sino que no ha habido un cambio real de poder, un cambio de aquellas personas, de aquellos círculos, muchas veces oscuros, que gobernaban el país antes de la caída de los dictadores de turno y que ahora lo siguen ejerciendo.

Esta visión de lo sucedido hasta aquí lleva a plantear un interrogante sobre el sentido o la dirección de los movimientos de protesta o de las movilizaciones que se siguen produciendo en todos estos países. Estamos viendo ahora que el punto de mayor interés no se pone tanto en la construcción de estructuras o de instituciones que aseguren una transición y un proceso verdaderamente democrático; es decir, que se dé prioridad a una serie de principios democráticos: una Constitución que sea justa y lo más plural posible, la creación de instituciones separadas, el establecimiento de organismos de justicia verdaderamente efectivos… Todo esto ha quedado en un segundo plano por ahora, desgraciadamente.

Estos países se ven inmersos en una lucha dentro de la sociedad civil o entre las fuerzas políticas que recuerdan mucho a los enfrentamientos que se producían en décadas anteriores bajo la hegemonía de los poderes o de los regímenes autocráticos de turno. Es la pugna por definir qué fuerza política ha de llegar al poder porque es más democrática o porque representa más a la población que otras. Cuando, en realidad, la discusión debería ser otra. Se trataría de empezar por un debate institucional, por un consenso sobre exactamente qué tipo de Estado democrático y de participación plural se tiene y se quiere tener.

Ese estado de cosas tiene que ver, insisto, con la presencia de estos regímenes que no han desaparecido, que han participado activamente en desactivar los Gobiernos que han llegado al poder por vía de las urnas y de movimientos democráticos. Elites y fuerzas oligárquicas que muchas veces están en la sombra o en una especie de reservado, que muchas veces no se sabe cómo funcionan o dejan de funcionar, hasta que, de repente, como es el caso de Egipto, salen a la superficie y se muestran claramente como ese poder que nunca ha dejado de estar ahí, y que, con la intervención militar,  asume la dirección y la guía de este proceso de revolución permanente. Respecto de ello, pienso que, lamentablemente, la izquierda ha desempeñado un papel un tanto desconcertante al poner el énfasis en la lucha contra movimientos que son claramente –llamémoslos así– poco receptivos del juego democrático; pero que, se quiera o no, han llegado al poder por la vía de las urnas, y en elecciones que todo el mundo ha declarado que eran completamente libres.

Ahora la situación es realmente problemática. La calle se está dividiendo en sectores que apoyan a opciones políticas que, como he dicho antes, en realidad deberían estar unidas en un único objetivo que es promover ese Estado verdaderamente abierto, una sociedad en la que todo el mundo pueda participar y donde haya una alternancia en el poder, aunque gobierne gente que no guste. Se trata de crear instituciones y normas para que esa gente que llega al poder no tome decisiones que vayan en contra de lo que es la propia estabilidad y el bienestar del Estado y sus instituciones.

No se está haciendo así y, con esa especie de lucha cainita dentro de esta sociedad civil, se está favoreciendo la estrategia principal de regímenes que no desaparecieron realmente; sobre todo, en tres casos concretos como son los de Túnez, Egipto y Yemen. Estructuras de poder de los regímenes anteriores que no cayeron a raíz del derrocamiento de los presidentes de turno y  que, de una forma más o menos astuta, han intentado a lo largo de estos años recomponerse y presentarse como garantes de un orden democrático y plural, cuando es la misma gente que antes apoyaba y formaba parte de regímenes dictatoriales.

Volviendo sobre la evolución de la transición en los casos de Túnez y Egipto, del primero podemos añadir lo siguiente. En este momento en el que hablamos de qué fue de las revueltas árabes, si alguien va a Túnez y habla con algunas personas en la calle, estas pueden llegar decirle que hay un partido que les va a salvar de los islamistas del Al-Nahda y de los extremistas de grupos radicales de izquierda o de los salafistas. Se trata de una gran coalición de partidos políticos o de personajes políticos que representan esta línea moderada, en la que lo importante es garantizar la seguridad, que la gente no tenga miedo cuando salga a la calle y que al mismo tiempo se vaya produciendo un renacer económico. Pero no es por casualidad que parte importante de este grupo político esté formado por grandes prohombres del régimen anterior, personas que estuvieron en el periodo de Ben Alí y que en un primer momento se mantuvieron en un discreto segundo plano y que ahora vuelven otra vez a la superficie como, paradójicamente, salvadores de este proceso democrático.

De todas formas, Túnez, hasta hace unos meses, era un ejemplo claro de transición y de revolución continua. Si en Túnez las cosas no han ido a peor ha sido gracias a que la movilización por parte de ciertos sectores de la población ha sido continua; pero, lamentablemente, esta movilización se está diluyendo y se está estancando por una serie de controversias y debates internos.

Y se uno va a Egipto se encuentra también con algo chocante: el elevado grado de popularidad que disfruta el general Al Sisi, que es ahora mismo quien domina el país. Aquí, pues, nos topamos también, a un nivel superior al tunecino, con una situación un tanto paradójica. Este señor que representaba la cúpula militar, que es uno de los grandes herederos de la logia militarista en Egipto, ahora es presentado por varios sectores sociales –incluso algunos, supuestamente, antimilitaristas– como un gran salvador. ¿Salvador ante quien?: ante las fuerzas involucionistas como son, precisamente, los islamistas.

El principal problema no es que haya fuerzas islamistas de derecha o de izquierda que tengan un punto de vista determinado, sino, insisto, lo es que haya un sector duro de los regímenes anteriores que siga controlando la situación y utilizando el panorama de desconcierto y de lucha interna para ir, poco a poco, creando instituciones, normas y leyes que vayan en la línea de garantizar sus prebendas y potestades. Es claro en el caso de Egipto, donde aparece, por ejemplo, una Constitución que permite a los militares una serie de potestades que ya tenían antes; como, por ejemplo, los juicios militares a civiles que atenten contra objetivos militares o blindar la política exterior desde un punto de vista que interesa al Ejército egipcio y no necesariamente al Estado y a la sociedad egipcios.

Y termino hablando brevemente de Libia. En este país se produce una situación peculiar. El Estado prácticamente no ha existido durante 40 años, durante la dictadura de Gadafi, y ahora se trata de recomponer un Estado a partir de la nada. Y aquí vemos también procesos de presión y movilización  para un cambio más acorde con las reclamaciones populares, que se enfrentan al inmovilismo de intereses particulares de poderes y oligarquías que están al mando del país. Todo ello mediado por la influencia exterior, que no está apoyando, ni mucho menos, un cambio real; al contrario, está promoviendo el apoyo más o menos explícito de estos núcleos duros del poder anterior que cada vez se están fortaleciendo más y están, por añadidura, ganando cierta popularidad entre aquellos sectores de la población desencantados con una transición que pensaban que iba a dar, en primer lugar, una estabilidad económica, algo que no se está produciendo.

I. G. de T.
Túnez, cambios importantes
26 de enero de 2014.

En Túnez, la aprobación de la Constitución a finales de enero de 2014 y el acuerdo de las fuerzas políticas de formar un nuevo Gobierno de consenso suponen un paso delante de gran importancia. Primero, porque culmina un atribulado y prolongado proceso de discusiones y ultimátums entre las fuerzas laicas e islamistas; en segundo lugar, porque, a diferencia de la egipcia –confirmada en referéndum popular tan sólo unos días antes–, contiene cláusulas que garantizan un mayor desarrollo democrático y una verdadera alternancia en el poder. Y, por último, porque ha tenido lugar sin la injerencia perniciosa de instancias externas, como las del Ejército en Egipto o las milicias armadas en Libia, donde, a principios de 2014, debían establecerse aún los criterios definitivos para la constitución de una asamblea de 60 miembros encargados de redactar el texto constitucional.

Aun así, el logro tunecino no supone el arrumbamiento definitivo de los sectores vinculados con el régimen anterior: la vigorización de la transición tunecina y la neutralización de las corrientes involucionistas dependen en gran medida del éxito del nuevo Gobierno a la hora de combatir la crisis económica, potenciar el empleo y  mejorar las condiciones de seguridad y nivel de vida de los ciudadanos.