Imanol Zubero

Río revuelto
(El Correo, 6 de enero de 2008)

            El autogobierno, lo mismo para los individuos que para las sociedades, es el primer valor político de la Modernidad. El horizonte de nuestra existencia individual y social consiste en el despliegue de todas las posibilidades para avanzar en nuestra autonomía, entendiendo por tal «la elección de los hombres consistente en sentir, razonar y querer a partir de sí mismos» (Todorov). El autogobierno es, por ello, un derecho humano fundamental, indisponible: no puede ser alienado por el sujeto que es su titular ni expropiado por otros sujetos.
            De ahí que nadie niegue el autogobierno del sujeto político vasco realmente existente, que no es otro que el constituido como comunidad autónoma de Euskadi. Esta importante consideración nos exige rigor al analizar las posiciones en juego, que de ninguna manera constituyen dos campos políticos irreductiblemente opuestos -quienes afirman el autogobierno y quienes lo niegan-, sino un espacio complejo donde lo que se discute es el cómo y el para qué del autogobierno. Es en estos términos de mayor complejidad donde hemos de situar nuestra reflexión. Al menos, si queremos construir los más amplios consensos posibles.
            Esto es lo que no está haciendo el actual Gobierno liderado por el lehendakari Ibarretxe. Su propuesta, reiterada en su mensaje de Nochevieja, consiste en forzarnos a decir 'si' o 'no' a una cuestión que nadie discute: si tenemos capacidad de y derecho a decidir nuestro futuro, es decir, si tenemos capacidad y derecho de autogobierno. Lo tenemos: no hace falta esperar al 25 de octubre para acordarlo. No es ésta la cuestión, y lo sabe. Y porque lo sabe, el conjunto de su propuesta no es sino una operación de enmascaramiento de las auténticas cuestiones en juego: el modelo de autogobierno y el sujeto político titular del mismo.
            Lo primero puede y debe afrontarse sin dramatismos, haciendo un ejercicio de racionalidad política y deliberación democrática. Basta con que cada agente político legitimado para ello presente con claridad su modelo y lo someta a la consideración de la ciudadanía en el marco de un proceso pautado por la ley. Lo segundo, en cambio, implica siempre un grado inevitable de dramatismo que ningún dirigente político responsable debería dejar de considerar. En todo caso, esto es lo que estaría en juego, y no esa fantasmagórica tríada -Paz, Diálogo y Decisión- sobre la cual Ibarretxe construyó su mensaje de fin de año.
            Es curioso que quien en sus últimas intervenciones tanto valora los indicadores de sostenibilidad de nuestra sociedad, luego formule su principal propuesta política como si el autogobierno vasco pudiera construirse en el vacío: «Dejemos de mirar a ETA, a Madrid, a París o a Bruselas. Debemos tomar conciencia de que somos nosotros la llave de nuestro propio futuro». Es una terrible injusticia juntar en un mismo argumento realidades tan opuestas como una organización terrorista y unas instituciones democráticas. Pero no es lo peor.
            Lo peor de todo es que pretendiendo despejar la mesa de todas esas «injerencias externas», lo único que está consiguiendo es poner en el centro del terreno de juego a una ETA que, pescando en el río que el tripartito contribuye a revolver, un día después del mensaje de Ibarretxe advirtió que «nadie va a doblegar la voluntad de construir el Estado de Euskal Herria».