Imanol Zubero
Euskadi tras el final de ETA: no olvidar lo que había antes
(Hika Ateneo, 2 de mayo de 2012).

Cada vez me interesa menos el análisis en términos políticos del denominado “conflicto vasco”. Sobre todo ahora que ha finalizado el ciclo terrorista. Desde un punto de vista estrictamente político los procesos avanzan más por necesidad que por virtud. Se hará lo que se pueda hacer, cuando se pueda hacer, según los intereses prácticos de cada cual y la correlación de fuerzas existente en cada momento. Por eso, mi reflexión camina por otro lado. Va a ser una reflexión inútil].

Por otro lado, tengo claro que hay cosas que hay que hacer, en cualquier caso. Que ya debían haber sido hechas. Lo del acercamiento de presas y presos, por ejemplo. O la aplicación estricta del reglamento penitenciario para permitir progresiones de penas, excarcelaciones de presos enfermos y salidas de prisión cuando se cumple la pena, sin revisionismos ni trampas. Gesto por la Paz lo viene reclamando desde los años 90.
Mi perspectiva parte de tomarme en serio una idea expresada por Anjel Lertxundi en Hasier Etxeberria, Cinco escritores vascos: “La violencia nos ha robado la energía para decir que lo que no es justo no es justo. La sociedad vasca, sin embargo, no ha aceptado que el mal es de naturaleza moral, porque tiene miedo a mirarse en el espejo y decir: estoy enferma. No hemos aprendido a poner la política bajo la lámpara de la moral por eso, nuestro conflicto actual es moral, no político”

[1] “Mi ideal sería que pasáramos de un espacio donde parece haber una identidad primera, original, importante a un espacio donde haya muchas identidades. Entre ellas, desde luego, aquella de la que yo participo: la identidad vasca. A ese nuevo espacio yo le llamo, insisto, Euskal Hiria. *...+ Ése es un poco mi sueño, una ciudad. *...+ Creo que algún día se producirá, y que será una situación de conflicto, cómo no, civilizado, y que todos lo notaremos: porque la gente, en vez de andar sobre el suelo, andará como a veinte centímetros, yo creo que levitará. Levemente, para no escandalizar, pero levitará por el peso que nos habremos quitado de encima. Ahora tenemos mucho peso sobre los hombros”. Bernardo Atxaga hacía esta reflexión en 2003. Comparto el fondo de la reflexión de Atxaga y su pretensión, más performativa que descriptiva. Hago mía sin reservas su propuesta de una Euskal Hiria constituida por ciudadanas y ciudadanos plurales y complejos, internamente multiculturales. Sin embargo, tengo la impresión de que tras el cese de la violencia de ETA no se ha producido esa elevación de la gente sobre el suelo, o no de manera evidente y generalizada.

Mi impresión no se aleja mucho de lo que detecta en el conjunto de la sociedad vasca el Sociómetro de marzo de 2012, elaborado por el Gabinete de Prospecciones Sociológicas del Gobierno Vasco: confianza en que de verdad estemos ante el final de ETA (52%) y sensación de optimismo (57%), sí, pero también impresión muy generalizada de que los recelos políticos y las heridas sociales causadas por el terrorismo no desaparecerán nunca (34%) o no lo harán hasta dentro de muchos años (42%), y sentimiento mayoritario de que el final de la violencia no ha modificado sustancialmente cuestiones como la libertad para hablar de política, las relaciones entre los partidos políticos, el reconocimiento a las víctimas, la convivencia entre personas con ideologías diferentes o la posibilidad de defender cualquier idea política.

Por supuesto, el anuncio de ETA ha significado un cambio muy profundo en nuestras vidas, en las de toda la ciudadanía vasca, y muy especialmente en las vidas de todas las víctimas potenciales del terrorismo. Quitarse de encima el peso de escoltas y guardaespaldas –quitárselo literalmente, pues se trataba de un peso experimentado físicamente, cada día- produce una sensación de ligereza que debe asemejarse mucho, en la práctica, al acto de levitar. Pero, como decía, si bien personalmente he podido experimentar la primera sensación, no he llegado a notar la segunda.

Levitar, andar a veinte centímetros sobre el suelo: creo que algún día se hará realidad el sueño de Atxaga. Lo creo y lo espero, sinceramente. Pero aún no. Aún es pronto. Es más, no sería bueno que algo así ocurriera en los próximos años. Aún debemos pisar suelo, y hacerlo conscientemente. Debemos caminar hacia el futuro, sí, pero con los pies en el suelo, en este suelo vasco que aún guarda tantas huellas de esta recién finalizada violencia... y de lo que había antes de ella.

[2] Una decena de reclusos de ETA, autodenominados Presos Comprometidos con el Irreversible Proceso de Paz, casi todos en prisión desde los años 90 condenados a decenas o centenares de años por asesinato, participaron en octubre y noviembre de 2011 en una serie de talleres de debate dentro de la prisión con víctimas, profesores, políticos y periodistas para hablar sobre la violencia, las víctimas y la paz en Euskadi. En un cuestionario sobre la experiencia remitido por el diario El País, estos reclusos hacían la siguiente reflexión: “En nuestro país, la existencia de la violencia ha hecho que viviéramos en mundos estancos, llenos de prejuicios e ideas preestablecidas sobre lo que representaba «el otro». El fin de la violencia tiene que traer consigo, entre otras cosas, un cambio de mentalidad”.

El fin de la violencia tiene que traer consigo un cambio en esas imágenes del “otro”... Es una esperanzadora ilusión. Si ha sido la violencia la que nos ha incapacitado para comprender adecuadamente al otro, su final debería permitirnos desmontar esas ideas estereotipadas, y hacerlo con relativa facilidad. Pero no es así. En realidad, no ha sido la existencia de la violencia la que ha hecho que en Euskadi hayamos vivido en mundos estancos, construidos a partir de imágenes descalificadoras del otro; al revés, ha sido la existencia de esas imágenes prejuiciosas del otro (reflejo invertido de una imagen igualmente prejuiciosa del “nosotros”) la que ha preparado el terreno para la violencia. El prejuicio precede a la violencia, aunque una vez desencadenada esta lo refuerce de una manera radical.

Necesidad de distinguir entre la agresividad y la violencia, términos que si bien usualmente se utilizan como si fueran sinónimos, en realidad no lo son: “La primera es una conducta innata que se despliega automáticamente frente a determinados estímulos y se inhibe frente a otros. La violencia, en cambio, es una conducta intencional más que automática que puede dañar, es decir, que es la agresividad deliberada”. Hablamos de violencia deliberada. Deliberada, sí, en todos los sentidos: intencionada, rumiada durante tiempo, discutida con otros, socializada, aceptada, planificada... La violencia comienza antes, en ocasiones mucho antes, de que se exprese en forma de agresión.

A diferencia de lo que ocurre con la agresión, antes de la violencia hay, siempre, deliberación. Y el resultado esencial de esa deliberación, resultado sin el cual la violencia permanecerá relegada a ese segundo plano oscuro del conocimiento, es siempre una operación de extrañamiento.

[3] La secuencia real que define las dinámicas socio-políticas que están en la base de las prácticas sociales eliminacionistas –de las que el exterminio o el asesinato de masas es su forma más extrema- comienza con la identidad, precisa la mediación de la política y termina, en su caso, en la violencia. No es la violencia la que está al comienzo. La violencia –la violencia de motivación política- está al final de un proceso que empieza con la construcción de un “Nosotros” homogéneo y puro radicalmente confrontado a un “Otros” igualmente homogéneo; antes de la violencia política, como condición necesaria aunque no suficiente de esta, encontramos siempre un ejercicio de estereotipificación que Beck ha conceptualizado con el término de construcción política del extraño. La violencia política se ejerce siempre sobre un Otro estigmatizado, expulsado de la comunidad de reconocimiento, socialmente distante aunque físicamente próximo, definido como amenaza a la coherencia del Nosotros soñado.

Pero hay un segundo paso esencial para poner en marcha el proceso que culmina en la violencia, o en alguna de las expresiones del eliminacionismo: la existencia de un movimiento y un liderazgo político que lo impulse o lo consienta. La acción de estos líderes políticos legitiman la violencia contra los extraños y expanden la zona de aquiescencia en el conjunto de la población hacia las distintas prácticas eliminacionistas.

[4] La pregunta que en mi opinión debemos hacernos en este momento en Euskadi es muy clara: ¿qué había antes de la violencia terrorista? ¿y qué hay actualmente de todo aquello que había antes de la violencia?

Escribe Lindqvist que en latín “exterminio” significa poner al otro lado de la frontera, ex terminus. Las víctimas del terrorismo son unas víctimas de una naturaleza muy especial. Ser víctima del terrorismo no es, simplemente, ser víctima de una causa particular, distinta de otras (de la siniestralidad laboral, de la violencia contra la mujer, de un robo con violencia). Las víctimas del terrorismo, todas las víctimas del terrorismo, no han sido simplemente (si es que se puede utilizar este término cuando hablamos de lo más terrible que puede hacer una persona contra otra) asesinadas. Las víctimas del terrorismo han sido exterminadas.

Las víctimas del terrorismo han sido víctimas de una determinada perspectiva sobre lo que la sociedad debería ser. Una perspectiva cuya característica más destacable ha sido considerar que había determinadas personas que estaban de sobra en el Nosotros vasco que se pretendía construir. Personas que, porque estaban de sobra, debían ser puestas más allá de la frontera moral que define ese Nosotros. Las víctimas del terrorismo constituyen una comunidad caracterizada por el hecho de que todas ellas han sido asesinadas o malheridas tras haber sido previamente definidas como población sobrante.

ETA ha consumado sus atentados sobre la base, absolutamente imprescindible, de 1o) una estrategia previa de construcción política del extraño (el español, el opresor, el represor...), 2o) a la que ha seguido un proceso de producción social de la distancia (aislamiento, no son de los nuestros), 3o) cuya consecuencia ha sido la generación de la indiferencia moral. El asesinato no es más que el último eslabón de este proceso. La violencia que ha quebrado la convivencia también ha sido violencia política y violencia moral. Escribía a este respecto Ruiz Soroa: “No existe entre nosotros conciencia social suficiente del hecho de que una parte de la sociedad ha levantado su mano contra la otra, que ha habido entre nosotros un crimen fratricida. Y esa conciencia social es imprescindible para echar a andar después”.

[5] Hay una gestión del tiempo presente que contribuye a la construcción de una convivencia en libertad y en pluralidad: es aquella que se realiza desde la contención, que es capaz de resistir la quemazón de lo inmediato.

Recuerda John Berger que si para el animal su entorno es algo dado, para el hombre la realidad no es algo dado: “hay que buscarla continuamente, hay que agarrarla; casi me sentiría tentado a decir que hay que salvarla”; y concluye: “Los acontecimientos siempre están al alcance de la mano. Pero la coherencia de esos acontecimientos, que es a lo que uno se refiere cuando habla de realidad, es una construcción de la imaginación”. Debemos agarrar la realidad y para ello debemos aferrarnos a ella; nada de levitar. Del mismo modo que Virilio denuncia la tiranía del tiempo real, hay que denunciar la tiranía del espacio real: “La tiranía del tiempo real no anda muy alejada de la tiranía clásica porque tiende a eliminar la reflexión del ciudadano a favor de una actividad refleja”. La picnolepsia está en la base de las ausencias: situaciones en las que los sentidos permanecen despiertos, pero no reciben las impresiones del exterior. “Para el picnoléptico nada ha sucedido; el tiempo ausente no ha existido. Sólo que, sin que lo sospeche, se le escapa en cada crisis una pequeña parte de su duración”.

Hoy sufrimos en Euskadi una tiranía del espacio-tiempo real que trae consigo la amenaza de una picnolepsia generalizada en Euskadi. El énfasis en sostener, de manera dogmática e irreflexiva, que Euskadi vive ya en un nuevo tiempo o en un nuevo escenario apunta a la conformación en nuestro país de unos no lugares profundamente idiosincráticos. El manifiesto Madrid-Donostia, paz y democracia en el País Vasco, impulsado por varios centenares de profesores, periodistas, políticos y activistas de movimientos sociales de toda España y presentado públicamente en Madrid el pasado 19 de abril es un perfecto exponente de esta actitud picnoléptica: “El nuevo tiempo político que ha surgido exige actuar sin demoras. La ilusión y esperanza generadas por el mismo no puede ser defraudadas. Ya no hay excusas ni obstáculos que puedan aducirse como insalvables. La consolidación de un nuevo escenario para el País Vasco es también tarea nuestra, porque nos afecta en nuestra condición de ciudadanos y ciudadanas amantes de la paz, la libertad y la democracia”.

El escritor Willy Uribe ha desarrollado durante varios meses un proyecto denominado Allí donde ETA asesinó, cuyo objetivo original era fotografiar los escenarios en los que había tenido lugar un asesinato el mismo día y a la misma hora, con la mayor exactitud espacio-temporal posible. Uribe alerta sobre la desaparición de esos lugares y, con ellos, de los terribles acontecimientos que allí ocurrieron:

No siempre fue posible dar con el lugar exacto. Asesinatos como el de Vicente Irusta Altamira en 1979, el de Leopoldo García Martín en 1981, o el de Eduardo Navarro Cañadas en 1983, se han olvidado en el lugar. Pregunto a algunos ancianos, en algunos comercios, en algunos bares. De quienes contestan, pocos recuerdan. ¿Y cómo puede ser eso? Seguro que habrá sociólogos que acierten a explicarlo, incluso que ya esté explicado. Por mi parte, puedo hablar de ello. El 19 de enero de 1980, ETA asesinó en Getxo a José Miguel Palacios Domínguez. Sucedió a unos doscientos metros de donde yo vivía entonces. Treinta años después, yo no recordaba nada. Ni que ETA le hubiera arrebatado la vida ni, mucho menos, su nombre. ¿Dónde podía estar yo entonces?

Si acierta Augé cuando afirma que “como los lugares antropológicos crean lo social orgánico, los no lugares crean la contractualidad solitaria”, la Euskadi del futuro no puede construirse levitando sobre esos lugares, en lugar de detenernos y recordar los crímenes que en ellos ocurrieron. Debemos demorarnos para rememorarnos.

[6] No se trata de mirar hacia atrás con ira. Se trata de buscar eso que el dramaturgo bilbaíno Ignacio Amestoy llama la anagnórisis , “el reconocimiento de la culpa, y en los espectadores la catarsis, la reflexión y hasta la purificación”. Sabiendo que el proceso será duro, y que afrontarlo no nos permitirá salir indemnes. A nadie.

Buena prueba de ello la hemos tenido recientemente en el ámbito de la literatura. Fernando Aramburu abrió el debate con unas polémicas declaraciones: “[Los escritores vascos no son libres] porque están subvencionados, forman parte de la campaña de promoción del idioma. (...)A Bernardo Atxaga le tengo un gran afecto, es una excelente persona, pero ha tocado el tema de ETA de manera metafórica, sin nombrar lo evidente: el sufrimiento y la sangre. No es un hombre libre y trata de complacer a unos y a otros”. Palabras duras, que fueron posteriormente matizadas, pero que desencadenaron una tormenta en el normalmente reposado mundo cultural vasco. Anjel Lertxundi respondía en un artículo titulado "Palos de ciego":

Me dolió que dijera de los autores en lengua vasca que somos escritores subvencionados (...) Me acordé de Xabier Lete y del manifiesto firmado en 1980 por 33 intelectuales vascos. Me acordé de muchos autores y libros que sí hablan contra ETA con rigor y calidad literarios, libros publicados «en medio de la balacera», como me dijera un periodista mexicano (...). Mi repaso abarcó también a los escritores que por acción o calculada omisión han sido conniventes con ETA. Pero esa galería de situaciones que acabo de pergeñar es idéntica para los escritores vascos en euskera y en castellano: en ambas lenguas ha habido escritores comprometidos contra ETA y escritores que han justificado las acciones del grupo armado. Y, sin embargo, Aramburu se refirió solo a los escritores en lengua vasca. Fue inmisericorde solo con ellos.

En efecto, mayo de 1980 un grupo de destacados intelectuales vascos hizo público un valiente manifiesto en el que denunciaban "la violencia que nace y anida entre nosotros, porque es la única que puede convertirnos, de verdad, en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles". Xabier Lete fue uno de los firmantes de aquel temprano y valiente manifiesto. Nadie podría acusarle de connivencia o de indiferencia con el terrorismo. Sin embargo, en su último poemario Egunsentiaren esku izoztuak -"Las ateridas manos del alba", en su traducción castellana- Lete dedica un poema a Imanol Larzabal, fallecido en Orihuela en 2004, en el que dice así:

Era una tarde de junio / plena de luminosa paz y sosiego era una tarde de junio / había una emoción inefable en el aire, y en el rostro de tus amigos un dolor mudo / cuando te despedimos, allí donde las personas miran de soslayo al mar, una culpa que impide sanar las heridas de un error, quisiéramos ofrecerte un último aplauso / en su humildad, la flor de un verso sentido, o tal vez pedirte perdón / por haberte dejado tantas veces solo, te habías marchado a un sombrío páramo / libre de la crueldad humana, posteriormente no hemos sabido de ti pero en el lugar que estés / infinito, oculto y protegido, apiádate de nosotros, / los carentes de la piedad que hubieras requerido.

"Apiádate de nosotros, los carentes de la piedad que hubieras requerido". No estamos hablando de culpa penal, sino de responsabilidad moral. Que nadie puede imputar a nadie, pues nace (o no) de cada cual. Xabier Lete, firmante de aquel manifiesto de 1980, a pesar de todo se sintió responsable de no haber acompañado suficientemente a quien fuera una víctima de ETA. Hablamos de falta de piedad.

En su carta de disculpa escribe Fernando Aramburu: "Me daría con un canto en los dientes si después de mi intervención temperamental ocurriera el milagro: que las zonas de silencio en Euskadi empezaran a vaciarse de escritores y hubiera un intercambio de pareceres, quizá un debate con las debidas formas de cortesía". De esto se trata. De que las zonas de silencio en Euskadi se vayan vaciando de escritores, de profesores de universidad, de cocineros, de futbolistas, de políticos, de ciudadanas y ciudadanos en suma. Que se vayan vaciando no porque nadie pretenda su desalojo forzado, ya que todas y todos hemos llegado tarde a la toma de palabra y de postura contra ETA. Que se vayan vaciando porque cada cual, como hizo Lete, sepamos descubrir y confesar(nos) nuestras propias impiedades. Aquellas que hicieron que tantos de nuestros vecinos se vieran expulsados –ex terminus- de la comunidad moral.