Iñaki Urdanibia

Juan Pablo II, genio y figura
Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios.
La Esfera de los Libros. Madrid, 2005.
(Hika, 165 zka. 2005eko apirila)

La claridad y la distinción son dos características propiamente cartesianas, y a pesar de los pesares algo de lo primero sí que hay en el discurso –por llamarle algo– papal, el del actual inquilino del Vaticano. Es bueno ser claro y dejarse de milongas; vamos, que al pan pan y al vino vino, aunque bien mirado, y hablando en estricto cristiano, el pan sería cuerpo y el vino sangre, y así no hay manera de entenderse.

Lo que sí que responde absolutamente a las estrategias discursivas de Wojtyla es la imagen de quien grita “¡al ladrón, al ladrón…!” habiendo sido él el autor del hurto. La culpa siempre la tienen otros; ellos siempre están libres del polvo y paja (ésta en el ojo ajeno); el mal, y quienes le abren sus puertas (en este caso, los filósofos), el totalitarismo, la violencia contra las mujeres, los asesinatos de inocentes non natos comparados al genocidio nazi, y… miles de jaculatorias más adornan habitualmente los textos y las palabras papales.

En la presente ocasión, coincidiendo con las hospitalizaciones del máximo representante de Cristo en la tierra, ve la luz un libro (Memoria e identidad; La Esfera de los Libros, 2005) que bien pudiera ser el testamento de Karol Wojtyla, si Dios quiere llevar a su acogedor seno a su jefe de Iglesia. El texto representa a las mil maravillas el tono del argumentar del papa polaco, por no referirnos a otros antecesores suyos en el preciado cargo, uniendo simplonadas al por mayor y echándoles unas gotitas de rico maniqueísmo, eso sí sin una pizca de vergüenza, ni de prudencia, ni del pudor, ni del rigor que resulta preciso al referirse a pensamientos complejos como el de, por ejemplo, dos de los filósofos convertidos en diana por él, Descartes y Kant (o, más bien, al pensamiento ilustrado).

ANTIFILOSOFÍA. La preocupación por la filosofía viene de lejos en el sumo pontífice, si bien parece que no le ha aprovechado mucho, y me refiero a su superficialidad y a la absoluta gratuidad de sus afirmaciones. En su decimotercera encíclica (Fides et Ratio; San Pablo, 1998) dedicaba algunas afirmaciones a ese quehacer de los humanos, considerando que era “a menudo el único ámbito de entendimiento y de diálogo con quienes no comparten nuestra fe”, y yendo más al fondo –en su ataque al nihilismo, al relativismo, al pragmatismo y al cientismo que constituía tal escrito– afirmaba que “la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre” para terciar unas líneas después que “la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo trasciende... la razón se ha doblegado sobre sí misma”. ¡Vamos que la filosofía ha acabado obviando “lo auténticamente metafísico”, la “relación entre verdad trascendente y el lenguaje humanamente inteligible”!

Precisamente, según el santo padre que vive en Roma, es ahí donde hay que ubicarse para caminar hacia la aprehensión de la verdad (él, que por otra parte ya la tiene, pues está en posesión de Dios, verdad, luz, camino, palabra, bondad, sabiduría…). En la presente ocasión la toma con el bueno de Descartes y con los no menos buenos ilustrados: es en ellos en quienes se han de buscar las raíces de los males que nos aquejan. El haberse alejado de las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino (se lee en su Suma Teológica I, 12: “el conocimiento de Dios por esencia, siendo un efecto de la gracia, no puede pertenecer más que a los buenos”), y el haber pretendido –en un acto de soberbia humana– tomar las riendas de los asuntos humanos en las propias manos humanas está en el origen de las ideologías del mal (nazismo y comunismo, y el parlamentarismo occidental actual).

“Las ideologías del mal están profundamente enraizadas en la historia del pensamiento filosófico europeo”: el cogito cartesiano privilegia el pensar frente al estudio del ser por excelencia que predicaba Santo Tomás; el giro del francés va a suponer según Wojtyla el ignorar a Dios y entregar a los humanos la imposible carga de decidir acerca de lo bueno y lo malo, de lo adecuado y lo inadecuado sin contar con esa instancia brujuladora que sería el Ser, es decir, Dios. Si el autor del Discurso del método abrió la puerta de todos los males, las Luces fueron ya el remate (la llamada a abandonar la minoría de edad, a dejar de lado toda tutela, a convertirse en seres autónomos y a atreverse a pensar por sí mismo –sapere aude!– como escribiese Kant)… luego las guerras, el Holocausto, el aborto, la eutanasia…

Precisamente una somera lectura de Descartes lleva a captar, de inmediato, su incoherencia radical, pues empezando con la sanísima duda, finaliza sacando de la manga unas demostraciones de la existencia de Dios, quien sería la garantía de la existencia del mundo externo que de momento estaba puesto también en duda. Parece como que quien hubiese escrito tales páginas, en vez de ser el padre fundador del racionalismo hubiese sido el padre superior del collège de La Flèche (colegio regentado por los jesuitas en el que estudió Descartes).

Kant desenmascaró las argumentaciones (?) cartesianas acerca de Dios, aduciendo, por otra parte, que las cuestiones religiosas no son objeto de saber sino de creencia. A pesar de ello, el autor de la Crítica de la razón pura viene a otorgar un status de intocable a la religión, en vez de usar la razón para criticar la religión, como forma máxima de superstición e instancia promovedora de la heteronomía de la que había que escapar según sus proclamas ilustradas. (Cuando escribe del tema religioso parece ser su rigurosa madre la que cuela su rígida doctrina pietista). Sin entrar en mayores profundidades, lo que sí que parece saltar a la vista es, precisamente, la falta de radicalidad –en el terreno del que hablamos– por parte de los dos filósofos; se podría añadir sin empacho, que los postulados deístas de los ilustrados, en general, adolecen de la misma flojera ambigua.

La postura papal tuvo su antecedente combativo –excepción concedida a la edad oscura– en los mismos años en que se desarrollaba el pensamiento ilustrado: no todo era luz en las Luces, también había defensores de la oscuridad. La antiphilosohie no podía permitir las llamadas al pensamiento independiente, a la libertad de pensar –o a cualquier otra postura que se apartase del dogma cristiano– que impulsaban los ilustrados; así apologistas católicos, jansenistas, jesuitas, unidos como una piña, se lanzaron en pleno siglo XVIII contra los Diderot, Rousseau, Voltaire… lanzando contra ellos todo tipo de calumnias: borrachos, sodomitas, libertinos, pedófilos, y… todas las lindezas que la caridad cristiana pueda imaginar.

ADÁN Y EVA. El empeño divino por mantener a los humanos en la más absoluta de las ignorancias y en la más neta indefensión data desde los mismos orígenes del discurso religioso. En el Génesis –primer libro del Antiguo Testamento– se lee (I, 9–10): “Yavéh Dios hizo brotar toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal”. ¿Qué pretendía Dios para los humanos al negar a la pareja original la degustación de los frutos de dicho árbol? La ignorancia, la dependencia, la obediencia, la imbecilidad y la idiocia… (señalaba Freud en sus Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis –y en otros lugares– que “la prohibición de pensar impuesto por la religión en vistas a su autoconservación no está desprovista de peligro ni para el individuo ni para la comunidad humana”)… y la soberbia de pretender probar el árbol de la sabiduría, se paga (trabajo sudoroso, maternidad dolorosa e imperio de la muerte). Querer conocer, querer ser como dioses, abandonar el estado de imbecilidad conformista y obediente, ese es el enorme pecado inducido por la tentadora Eva, tentada a su vez por la tentadora serpiente (“el más astuto de todos los animales del campo”). ¡Homenaje sea rendido a Eva por su acto de resistencia al adocenamiento al que parecía haberse sometido sin chistar el pobrecillo Adán! ¡Por su apuesta por el conocer, por la vida, por el saber discernir…!

No reaccionaron del mismo modo –ante tal acto de insubordinación– los Padres de la Iglesia, empezando por el insatisfecho San Pablo, que lo único que hicieron es convertir a la responsable del pecado original en la causante de todos los males de los humanos (masculinos)… su pretensión de inteligencia, su deseo de saber, su carácter curioso y tentador… la acabarán convirtiendo en la representación de todo aquello que odiará la religión: la inteligencia, el deseo, el placer, la vida, el cuerpo…; solamente su conversión en madre y esposa redimirán a este indeseable e impuro ser: cuidar a la prole y satisfacer al marido.

Luego vendrá –como lo hizo hace no mucho tiempo– el siempre ponderado pontífice y culpará del maltrato a las mujeres al mayo del 68 y a los aires libertarios que impulsó (especialmente peligroso según Juan Pablo II, el de la libertad sexual)… le bastaría con mirar la Biblia de arriba a abajo y, en especial, las epístolas paulinas para ver el discurso misógino, de un eunuco mental y resentido, elevado al grado de canon moral cristiano… ¡Al ladrón, al ladrón…!

DE TOTALITARIMOS, ABORTOS, GAYS… Hace falta valor –con la ayuda de Dios cualquier cosa es posible y permisible– para referirse con absoluto desparpajo y soltura –como lo hace Wojtyla– a temas como los que encabezan este epígrafe y entrelazarlos entre ellos con una falta de rigor cercano al disparate que hace recordar aquella afirmación de Oscar Wilde de que “la barbarie es lo contrario al matiz” (y cito de memoria).

La historia del cristianismo es una historia escrita con sangre, en especial desde que los continuadores de Constantino pusieron en pie un Estado cristiano (el emperador Teodosio declara el catolicismo religión de Estado en 380); desde entonces muchas han sido las persecuciones, las torturas, los actos de vandalismo, las quemas de bibliotecas y de bibliotecarios también, asesinatos sin castigo, el exterminio de opositores, el respeto absoluto al jefe absoluto, las constricciones morales que han castrado –de “circuncisión del corazón” se habla en los Hechos de los Apóstoles– a innumerables seres humanos… las guerras de la verdad contra el error, de la fe verdadera contra las religiones reformadas, las expediciones contra los infieles, contra los idólatras, contra los paganos (por no hablar de otras guerras morales enormemente sangrientas y de actualidad como la lucha contra el control de natalidad, el condón, etc.)… es el humus natural en el que hunden sus raíces las sangrientas peripecias de los monoteístas de distinto pelaje; pero es que lo humano es relativo, lo divino no.

En esa onda se mueve Juan Pablo II, en la cresta de las olas de la verdad absoluta, de la absoluta fuerza de la fe para tener un conocimiento completo y no el propuesto por el orgullo humano(razón y ciencia)… por las sendas de aquel Tertuliano que afirmase aquel chirene credo quia absurdum (creo porque es absurdo), complementado con aquel no menos incontrolado “es cierto, ya que es imposible” (De carne Christi V, 4); afirmaciones sorprendentes que dieron mucho juego a Freud (que explicaba en El porvenir de una ilusión, que “tal cosa quiere decir que las doctrinas religiosas están exentas ante las revindicaciones de la razón, están por encima de ellas”); o a Nietzsche, que veía en tal formula la esencia del fanatismo, al situarse más allá de toda discusión o refutación posibles: ”el postulado de cada creyente de cualquier tendencia era no poder ser refutado; si las razones contrarias se mostraban muy fuertes, le quedaba siempre la posibilidad de denigrar la razón en general, y quizá incluso enarbolar, la bandera del fanatismo extremo, el credo quia absurdum” (Humano demasiado humano).

De este modo, cualquier postura que huela a libertad, a conocimiento, a saber, a disfrute (¡ay el sexo sin procreación!… de ahí el odio exacerbado al aborto y a los gays, como ejemplos de sexo estéril o esterilización del mismo), que abra las puertas a la desmitificación de los mitos y cuentos sobre los que se sustenta el verbo religioso… será fogosamente atacada –ahora como siempre– por los poseedores de la verdad, del mismo modo que los nazis destruyeron en Nuremberg el monumento en memoria de Feuerbach, donde se leía “El hombre creó Dios a su imagen” (lema que bien puede considerarse la idea central de su Esencia del cristianismo)… Por tales caminos avanza en su libro –como siempre lo ha hecho en un ejemplo de tenacidad y coherencia alucinatoria– por esos pagos delirantes (la etimología latina señala: de lirium, fuera del surco) que Freud definiese –al hablar de la religión en su El porvenir de una ilusión –como “neurosis de coacción universal”, caminar que le llevan a que sus palabras se asemejen al discurso que Goethe– en su Fausto– pone en boca de Mefistófeles:

“Desprecia la razón y la ciencia,
Suprema fuerza de la humanidad;
Dominar por el espíritu de la mentira;
Así me pertenecerás por entero”.

¡Y serías plenamente feliz si te dijéramos –embobados y obedientes– como tú: totus tuus!