Iñaki Urdanibia

¿Olvidar a Baudrillard?
(Hika, 186zka. 2007ko martxoa)

             Hace una treintena de años el sociólogo, de formación, Jean Baudrillard publicó un libro titulado Olvidar a Foucault en el que venía a proponer el consejo imperativo del título teniendo en cuenta -–según él– que el autor de Les mots et les choses no hacía más que reflejar en su escritura el poder que con tanta tenacidad denunciaba; “el discurso de Foucault es el espejo de los poderes que describe. Esa es su fuerza y su seducción, y no su índice de verdad, eso es su leiv-motiv: los procedimientos de verdad, pero no tiene importancia, porque su discurso no es más verdadero que cualquier otro”. Sin hacer complicados malabares, podría aplicársele a su propia obra –en otro orden de cosas, que más adelante señalaré– sus propias palabras; a él que ahora, a sus setenta y siete años ha fallecido de un cáncer, en París.
             Jean Baudrillard nació en Reims en 1929, donde realizó sus estudios, convirtiéndose en avezado germanista, riguroso traductor de Bertold Brecht, de Peter Weis, de algún texto de Marx, entre otros, haciendo gala de una exactitud al verter a su lengua los textos de estos autores, esforzándose en que las traducciones reflejasen las cualidades literarias y ensayísticas de los originales, quehacer que desarrolló con encomiable elegancia.
             Posteriormente se inclinó hacia la sociología, consiguiendo la plaza de profesor ayudante en la universidad de Nanterre, lugar en el que se inició el movimiento 22 de marzo que luego desembocaría en la revuelta de mayo de 1968. En aquellos tiempos se movía en el entorno del brillante estudioso de la vida cotidiana, Henri Lefebvre, y junto a él facilitó la actividad de la Internacional Situacionista en los ambientes académicos, participando igualmente, de manera efímera, en el grupo de Castoriadis y Lefort, Socialisme ou Barbarie. Los manifiestos a favor de los represaliados de su mismo centro de enseñanza o de los de otros lugares como el de los situs de Strasbourg, siempre contaban con su firma junto al ya nombrado Lefebvre, Jean-François Lyotard o Alain Touraine.
             Completando esta experiencia docente, se integró en el IRIS (Institut de Recherche sur l´Innovation Sociale), al tiempo que publicaba sus primeras e innovadoras obras. Estas obras iniciales se mueven en el seno de la crítica marxista, con apoyatura en el psicoanálisis, la semiótica y el estructuralismo. Entre estos ensayos inaugurales se encuentran El sistema de los objetos que, junto a La société de consommation y Crítica de la economía política del signo, se verían convertidas en inevitables obras de referencia. En ellas el ojo certero del joven sociólogo se detiene en la importancia del estudio de la moda (de la misma manera que Marx había estudiado los modos, de producción), de los objetos que devienen iconos para ser poseídos, como signo de distinción (de la que hablaría Pierre Bourdieu), siendo el objetivo esencial de la producción que ha cedido el lugar de los productos útiles, con su valor de uso, a aquéllos destinados fundamentalmente al consumo; los objetos como signo y como valor de cambio, aspecto que por la época también había sido estudiado por Roland Barthes y por el oulipiano escritor Georges Perec, en Las cosas. Del mismo modo que la “Edad Media se equilibra sobre el consumo y el diablo, así la nuestra se equilibra sobre el consumo y su denuncia”, afirmaba Jean Baudrillard.
             Por los mismos años, se desmarca de la visión productivista del materialismo histórico marxista en su El espejo de la producción. Sus análisis de dichos tiempos brillan por su rigor, por su método, y por sus referencias explícitas, y muchas veces críticas, a otros estudiosos de los temas que aborda, lo que va a hacer que sus conceptualizaciones sobre la sociedad de consumo se codeen con las del espectáculo de Guy Debord, de la comunicación de masas de Marshall McLuhan, maquínica de Gilles Deleuze y Félix Guattari), o unidimensional de Herbert Marcuse. En sus ensayos de aquella época se pueden leer observaciones tan claras y distintas como “en el automóvil acaban reflejándose y resumiéndose los prestigios del consumo. Espejo de una sociedad sin historia, salvo cuando arde”.
            Mas del mismo modo que los objetos de consumo seducen a los consumidores potenciales que quieren tener tal modelo, tal aparato, de tal marca, etc., la seducción cobra protagonismo total en las teorizaciones de Baudrillard, y éste despega seducido hasta los espacios siderales, se zambulle de manera creciente en los agujeros negros del sentido y, como arrastrado por un torbellino, el sociólogo se ve atrapado por la realidad –que desaparece en beneficio de la hiperrealidad–, suplantada por lo virtual, se ve inmerso en el exceso de información que en su forma hiperinformativa no hace más que evitar el acceso al objeto, o acontecimiento, en resultando así que en vez de informar aleja a quines tienen acceso a tales supuestas informaciones al sentido en su grado cero. Si hasta entonces sus obras, como queda dicho, eran ejemplo de coherencia y rigor, a partir de este giro va a darse un despegue por parte del sociólogo hasta perderse el rastro de cualquier forma, por supuesto de academicismo, de método riguroso y ahí es en donde parece de absoluta justicia y probidad aplicarle a él, mutatis mutandis, las palabras que dedicase a criticar a Foucault a las que antes me refería. La obra de Baudrillard no es más que el reflejo complaciente del merdé caótico que describe.

            Una Sociología del exceso


            O excesiva. La seducción del objeto sobre el sujeto va a cobrar autonomía convirtiéndose en reversible, y en sujeto que juega con los sujetos y con su actividad que deja de ser autónoma para verse engullida, y anulada, por la seducción. Los valores de los que hablase Marx, y a los que igualmente se refiriesen los antropólogos, van a caer en picado según se aplica a detallar Baudrillard en su L´échange symbolique de la mort; el exceso de simbolismo ha terminado por hacer desaparecer el intercambio simbólico que caracterizaba a las sociedades primitivas o tradicionales. Se perfila una exterminación del valor que antes dominaba el edificio social, y la consiguiente historia, la Ley ya fuese del Padre, de la Historia, del Pueblo… “De todas formas, el poder es una engañifa, la verdad es una engañifa. Todo está en la elipsis fulgurante en la que un ciclo entero de acumulación, de poder, o de verdad se acaba. Ni inversión, ni subversión: el ciclo debe ser consumado. Y puede serlo instantáneamente. La muerte es lo que está en juego en la elipsis”.
             Y todo este desbarajuste, si se me permite la expresión, va a desencadenarse, en palabras de ya entonces sociólogo-ficción, por la seducción que “rompería tanto las jerarquías, como los órdenes, los lenguajes, pues hace circular los polos. Todo discurso tiene siempre como axioma la coherencia, y la seducción viene a introducir el desorden en su seno. Tomad el imaginario contemporáneo, habla sin cesar de la acumulación, del progreso, del crecimiento, de la producción. La seducción arruina y desmantela estas gruesas categorías cambiándoles su sentido. En la hipótesis que avanzo, nadie puede considerarse el detentor del saber, del poder. Así lo masculino ha sido durante largo tiempo tenido como el dominador del sexo. Ya no lo es. Pero en este movimiento, la soberanía de la mujer, que disfrutaba del deseo del otro, cae igualmente. Más en general, la seducción es un desafío que descoloca todos los poderes en la medida que introduce la indeterminación, el azar, lo aleatorio y lo lúdico. La seducción rehabilita la apariencia”.
             Ahí está el quid de la cuestión, y el objeto –con su omnipotente seducción– va a jugar con los sujetos, con las masas, mayorías silenciosas, no apáticas sino abducidas, convertidas en agujeros negros, empapados por ella, por la epatante seducción que hace que todo se torne en simulacro: la realidad, los objetos, los acontecimientos, la información, haciendo que el sentido se haya perdido debido al exceso, como en un proceso de metástasis (el cáncer es repetidamente la metáfora adecuada elegida que elige el autor de La ilusión del fin).
             En este mundo de sociología a propulsión a chorro –y que se me permita la expresión que utilizaría un castizo– Baudrillard avanza a la velocidad que él atribuye a los acontecimientos señalando que corren más veloces que lo que puede correr el sentido para dar cuenta cabal de ellos; él, plenamente identificado en este marasmo de sentido (o mejor de sinsentido), trata de dar cuenta –con indudable espíritu festivo de celebración– de la complejidad de lo social, de lo político, de lo artístico, de lo cultural, dejándose llevar por la ola, mateniéndo una simpatía a tal vacío hasta en lo estilístico, y con el recurso frecuente a metáforas veloces (clones, metástasis, cáncer, analogías científicas, virus informáticos, SIDA…que se intercambian en su papel explicativo. Temas que enfurecieron a los cazaimpostores Sokal&Bricmont) y a pinceladas que se asemejan a los flashes que por otra parte han acrecentado la popularidad, del también metido a fotógrafo, a ambos lados del Atlántico.
             El exceso de escenas televisivas, por tomar un notable ejemplo, la monopolización de la transmisión de las escenas bélicas, es lo que le llevó a proclamar con tonos provocativos que la Guerra del Golfo no había tenido lugar (del mismo modo que antes había pronosticado que no tendría lugar… Afirmaciones que leídas al pie de la letra pueden llevar a la ira más desatada, y que pueden llamar –como lo han solido hacer algunos jugando con su apellido– con desprecio ladrillar (no sé muy bien si por el material de construcción o por lo de “ladran luego cabalgamos”).
             Se interrogaba en un texto de significativo título Simulacres et simulations: “¿Si la realidad ante nuestros ojos, se disolviese no en la nada, sino en lo más real que lo real [el triunfo de los simulacros]? ¿Si el Universo moderno de la comunicación, de la hipercomunicación no nos hubiera sumergido, en el Sinsentido, sino en una enorme saturación de sentido, consumiéndose de su propio éxito, sin fin, sin secreto, sin distancia? ¿Si nuestra sociedad no fuese ya la del espectáculo, como se la conocía en el 68, sino más cínicamente la de la ceremonia? ¿Si el político no fuese más…que la figura misma del intercambio imposible? ¿Si toda esta mutación no revelase, como lo creen algunos, una manipulación de los sujetos y de las opiniones, sino una lógica sin sujeto, en la que la opinión se desvanece en la fascinación…Y si todo eso no fuera ni entusiasmante, ni desesperante, sino fatal?”.
             Pues bien, ante tal fatalidad, y su aceptación como quien acepta el destino, Baudrillard, con tonos cercanos al hermetismo y casi a un críptico gnosticismo, se ha sumido en sus treinta últimos años en un intento por dar cuenta de lo imposible –según sus propias aseveraciones– de ese mar de sinsentido en que se ha convertido el mundo, recurriendo para ello a estrategias fatales que tratarían de pillar desprevenidos a la realidad, al mundo, a los objetos y a los acontecimientos de él. “La teoría no puede ser más que esto: una trampa tendida con la esperanza de que la realidad será suficientemente ingenua para dejarse atrapar…Es preciso rastrear el cielo…”.
             Dedicación desenfadada y tenaz, de este cazador furtivo de sentidos, que no ha dejado indiferente a nadie: ni a sus colegas de profesión, quienes por lo general se han solido enfurecer ante la deriva hacia la falta de rigor y de método del autor de unas autobiográficas Cool Memoires (combinación entrelazada del sujeto que escribe con el objeto sobre el que escribe) que dan cuenta de la simbiosis a la que antes me he referido, ni tampoco a sus abiertos detractores que quemaron alguno de sus libros (América) y propusieron prohibir su entrada en USA; como tampoco ha dejado fríos a sus epígonos (legión entre los artistas de muchos campos).
             Ciertamente –a cada cual lo suyo, y que nadie tire el bebé con el agua del baño– que el fallecido tenía intuiciones ciertamente sagaces y algunas iluminaciones innegables; recuerdo el nombre de unos magníficos poemas de Arthur Rimbaud que se titulaban Iluminations, pero claro éste era poeta… ¿Y Jean Baudrillard…? La muerte ha interrumpido la paciente elaboración del particular Cántico patafísico de este mundo fatal en el que estaba empeñado el pensador francés.