Ion Arregi

La guerra sucia y el narcotráfico en el corazón
del Estado colombiano

(Hika, 148 zka. 2003ko urria)

 

A principios de septiembre, algunas informaciones periodísticas anunciaban la posible desmovilización de 2.500 efectivos paramilitares, de entre los 11.000 y 17.000 que se les adjudican en la actualidad. Las negociaciones habrían dado como resultado el indulto de muy importantes jefes paramilitares acusados de gravísimos delitos de lesa humanidad; serían los primeros terroristas y narcotraficantes en recibir tal beneficio. Además, estaría todo lo concerniente a los títulos de propiedad legal de las inmensas propiedades agrarias e inmobiliarias obtenidas mediante el asesinato, el desplazamiento de sus propietarios y el dinero del narcotráfico.

Diferentes medios y opiniones han venido señalando a las organizaciones paramilitares como el tercer actor de la violencia en Colombia y concediéndoles, por tanto, la legitimidad y la oportunidad de la negociación. Algo sumamente delicado ya que a estas alturas, y según han denunciado con frecuencia las organizaciones humanitarias nacionales e internacionales, son demasiadas las acusaciones contra Ejército y el Estado colombianos que los señalan como los verdaderos artífices de la guerra sucia.

El sacerdote jesuita Javier Giraldo, con un largo historial como defensor de derechos humanos en Colombia, señala que «quienes analizamos el fenómeno actual desde una perspectiva histórica nos negamos a definir el paramilitarismo como un tercer actor en el conflicto. No es un tercer actor. Es el mismo brazo clandestino e ilegal del Estado que ha existido desde hace ya varias décadas. Esa misma perspectiva histórica nos impide considerar al Estado colombiano como un Estado de Derecho».

Desde hace casi 40 años, la Doctrina de Seguridad Nacional inspirada por los EEUU y hecha suya por el Ejército colombiano, adoptó la estrategia del combate contra un enemigo interno dominado por culturas ajenas a la civilización occidental, y dentro de ella las operaciones encubiertas y la creación de grupos clandestinos pasaron a ser una regla básica de su actividad. A lo largo de este tiempo y mediante diferentes fórmulas actualizadas, la voluntad y el esfuerzo del Estado y el Ejército han edificado un verdadero ejército paramilitar perfectamente adiestrado y con los medios militares precisos, que ha dirigido sus esfuerzos básicamente contra la población civil desarmada.

Human Rights Watch calificó a los paramilitares como la VI División del Ejército colombiano. En las dos últimas décadas, las muertes extrajudiciales por motivos políticos han alcanzado la escalofriante cifra de 80.000, y el número de desplazados internos llega a los 2 millones.

La Oficina de DDHH de la ONU ha sido testigo de las declaraciones de altos oficiales del Ejército señalando que los paramilitares no atentan contra el orden constitucional y, por consiguiente, no es función del Ejército combatirlos, en contraste con las grandes ofensivas militares contra las guerrillas, en las que se aplican ingentes recursos humanos y logísticos en campañas que duran semanas.

Según el jefe paramilitar Carlos Castaño, «las presiones de la comunidad internacional pueden influenciar al alto mando militar, pero, sobre el terreno, nadie podrá jamás dividir a los hermanos unidos contra el mismo enemigo».

Castaño, además de reconocer que recibió instrucción de los ejércitos israelí y colombiano, que ha tenido amistosas relaciones con el alto clero católico y buena parte de la dirigencia política colombiana, dice que los americanos han tolerado su organización, así la tengan señalada como terrorista desde el 10 de septiembre del 2001.

La misma ONG Human Rights Watch demostraba que la CIA y el Pentágono habían contribuido a reorganizar los sistemas de inteligencia que desembocaron en la creación de redes asesinas que identifican y matan a civiles sospechosos de ayudar a las guerrillas.

Castaño acepta sin reservas que las AUC no sólo se financian con el tráfico de drogas, sino que manejan muy buena parte del negocio; lo que no ha impedido que haya mantenido relaciones amistosas con la CIA y la DEA (oficina estadounidense de lucha contra el narcotráfico) y colaborado directamente con el grupo de élite de la policía colombiana Bloque de Búsqueda (el mismo que tenía la ayuda de la CIA y la DEA) para perseguir a otros narcotraficantes en operaciones para el control de la producción y el tráfico de narcóticos.

Son tantas las evidencias de esto que Amnistía Internacional pidió al gobierno estadounidense acceso a sus archivos secretos, sin haber obtenido respuesta.

El Plan Colombia, impulsado por Washington, dice tener como objetivo el acabar con el tráfico de drogas. Para ello, se ha centrado en la represión a las guerrillas y a los campesinos pobres productores de coca, pero nada ha hecho para reprimir a los paramilitares. El gobierno estadounidense se ha contentado con tibios pronunciamientos sin llegar a mayores exigencias a su homólogo colombiano.

Frente a tal realidad, Javier Giraldo señala que, «es claro que la estrategia militar y represiva que en el Plan se plantea contra el narcotráfico es una mera ficción. Sirve solo para disfrazar el involucramiento militar de los Estados Unidos en el conflicto político-militar de Colombia. Y dentro de la estrategia contrainsurgente el paramilitarismo debe seguir jugando un papel crucial contra el enemigo interno».

 

LOS PLANES DE URIBE VÉLEZ. El presidente Uribe Vélez, que es un gran terrateniente –su padre tuvo antecedentes como narcotraficante–, fue el principal promotor del paramilitarismo legal de las organizaciones Convivir mientras fue gobernador del departamento de Antioquia. Posteriormente, tras demostrarse sus implicaciones con la guerra sucia y tras innumerables presiones nacionales e internacionales, éstas fueron disueltas. El jefe de las AUC dice de él que es «el hombre más cercano a nuestra filosofía». Antes de ganar las elecciones, diversos medios de prensa, nacionales e internacionales, mencionaron con insistencia sus presuntos vínculos con el cártel de Medellín y los grupos paramilitares.

En el esquema de trabajo del mandatario, el objetivo sería recuperar la confianza del inversionista extranjero en Colombia, para lo cual debería asegurarse el control del orden público al precio que fuere, sin importar el alto costo en muertes que deberá pagar la población civil no combatiente. En ese cuadro de seguridad democrática del presidente Uribe, se reclutarán hasta un millón de colombianos como informantes que están siendo organizados bajo los principios de las Convivir; se conformará un contingente de 25.000 campesinos e indígenas que, tras recibir adiestramiento militar, regresarán a sus comunidades como milicianos campesinos; también se formarán frentes locales de seguridad en los barrios y comercios.

Existe, además, un plan de acuerdos con transportistas y taxistas para vincularlos a la seguridad de ciudades y carreteras, al tiempo que las agencias de seguridad privadas estarán obligadas a entregar información y prestar los servicios que las Fuerzas Armadas les exijan. Además, están en marcha Zonas de Rehabilitación y Consolidación, las cuales se regirán por el poder militar prescindiendo del poder civil. Formarán parte de este esquema de trabajo paramilitares desmovilizados , mientras que otros seguirán como en la actualidad ya que no está en entredicho la utilidad del paramilitarismo y la guerra sucia, sino todo lo contrario: se sigue concibiendo como un elemento de suma importancia para la contención social que, si acaso, requiere algunos retoques para actualizarlo y darle pose.