Iosu Perales
Nicaragua en la memoria

Introducción del libro Los buenos años: Nicaragua en la memoria, Barcelona, Icaria, 2005.

(Hika 169 zka. 2005ko iraila)

Si todo es corazón y rienda suelta
y en las caras hay luz de mediodía
si en una selva de armas juegan niños
y cada calle la ganó la vida,
no estás en Asunción ni en Buenos Aires
no te has equivocado de aeropuerto (...)
ya ves, viajero, está su puerta abierta,
todo el país es una inmensa casa.
No, no te equivocaste de aeropuerto:
entrá no más, estás en Nicaragua.
(Julio Cortázar)


Una tarde de verano de 2004 decidí escribir este libro. Acababa de regresar de Nicaragua y todavía guardaba en la memoria los gritos y los cantos de la multitud en la gran plaza junto al lago Managua, sus rostros rojinegros sudorosos y sonrientes, en buna parte ajenos a los discursos de los jefes sandinistas instalados en una gran tribuna inaccesible para la gente, como si representara un mundo aparte, una burbuja llena de retórica a punto de ser pinchada por el creciente desapego de decenas de miles de hombres y mujeres que estaban en la misma plaza por sus propias razones y sentimientos. La celebración del 25 aniversario del triunfo de la revolución sandinista convocó a pobres llegados de todo el país en buses desvencijados, entre ellos a los pobladores de los barrios de una Managua siempre surrealista. Llegaron a su fiesta. La que nadie les puede arrebatar. La que cada año llena sus vidas de recuerdos hermosos y épicos, de hechos luctuosos y tragedias, de historias contadas, de fidelidad a familiares y amigos muertos en algún lugar remoto junto a la frontera o mucho antes en la ofensiva contra la dictadura de Somoza. Había en la plaza hombres y mujeres que hicieron la revolución, la defendieron y la vieron derrotada, sobrevivientes de un ciclo de luces y sombras. Estaban quienes lo habían dado todo y ahora sólo les queda no ceder al olvido. También sobrevivientes que participaron en todas las batallas, alfabetizando, recolectando cosechas y combatiendo a la contra. Vimos a muchos jóvenes para quienes el sandinismo es una cultura de su familia, una esperanza no muy bien razonada pero que actúa vivamente en su imaginario. Toda esa multitud estaba en la plaza para soñar despierta un sueño colectivo que no volverá pero que sigue inspirando nuevas batallas. Compartían el espacio de la plaza con líderes y caudillos demasiado ocupados en pactar con los liberales un bipartidismo para repartirse el Estado, en atender sus negocios y en pedir reiteradamente perdón al cardenal Obando y Bravo, ese hombre astuto.
Dos días antes, el 17 de julio, fui con mi mujer Mariví y un grupo de amigos a la Loma de Tiscapa. El lugar que fue el bunker de Somoza, sede de su guardia más aguerrida y de las más horribles torturas, es ahora un espacio público desde el que se obtiene la mejor vista de Managua, ciudad de pie entre ruinas, bella en sus baldíos. Fuimos para escuchar a Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy acompañados por los Palacagüina. En Tiscapa había mucho managua, celebrando el día en que huyó Somoza, sobre todo gente joven deseosa de bailar a los sones de cantos de lucha. Junto al escenario vimos a Henry Ruiz, en la clandestinidad Modesto. Modesto es un tipo que años atrás lo fue todo. No por haber sido comandante de la revolución y uno de los nueve divinos de la Dirección Nacional del Frente Sandinista, sino por su legendario pasado en la montaña mediocomido por los gusanos. Él es el gran mito que Omar Cabezas retratara en “La montaña es algo más que una inmensa estepa verde” un libro traducido a varios idiomas y que llegó a ser un bet seller entre los millones de solidarios con Nicaragua. Henry Ruiz que siempre ha tenido fama de hombre honesto, austero, reservado, alejado de tentaciones materialistas, no pudo soportar la llamada piñata, aquel reparto de propiedades entre cuadros sandinistas tras la derrota electoral de 1990, hecha bajo el pretexto de que el partido no podía dejar el poder sin fortalecerse con recursos que serían necesarios para trabajar desde la oposición. Ocurrió que la teórica transferencia de propiedades al partido se cumplió tan solo en una pequeña medida; los cuadros beneficiados debieron pensar que el bienestar empieza por uno mismo y se quedaron con su cuota. Lo demás lo hizo el corporativismo que aconsejaba un apoyo mutuo en el seno del ejército de beneficiarios. Algunos conocidos comandantes se hicieron socios de grandes negocios hoteleros, de camaroneras, de explotaciones madereras, de actividades agroindustriales y hasta bancarias. Pero Henry Ruiz, como otros muchos sandinistas, tomaron esta metamorfosis como la señal de que había llegado la hora de cambiar el partido o desaparecer de la vida política. Se fue del partido discretamente, sir armar ruido, después de atreverse a desafiar a Daniel Ortega en las elecciones para secretario general del Frente Sandinista en 1994. El ex guerrillero pasó después a una especie de clandestinidad siguiéndole un halo de misterio, lo que le sería reprochado por aquellos que esperaban su regreso para liderar un nuevo sandinismo. Y ahora lo veíamos junto al escenario de los Mejía Godoy, saludando a Gioconda Belli, gran poeta, notable novelista y mujer con un poderoso pensamiento crítico. Gioconda se hizo famosa con su novela “La mujer habitada” una obra que recoge renglones de su propia vida. Pero nada tan bueno en su literatura como su poesía en “Sobre la grama” o en “Trueno y arcos iris”. Tras la derrota electoral se fue para Estados Unidos sin dejar nunca Nicaragua ni de ser sandinista. Sus escritos críticos contra Daniel Ortega, Tomás Borge, Bayardo Arce y otros altos cargos sandinistas de tanto éxito empresarial, fueron los primeros en poner el dedo en la llaga. Gioconda, a diferencia de Henry Ruiz, decidió escribir sobre cómo un grupo de dirigentes habían roto con el código moral que la revolución sandinista había jurado no romper jamás. Sus textos denuncian la traición a los pobres de Nicaragua por aquellos que durante años gobernaron gritando que antes caerían las estrellas del firmamento a renunciar a los principios de la revolución. Hoy las estrellas siguen flotando en lo alto y la revolución es traicionada cada día por una cúpula amante del poder.
Estaban Henry Ruiz y Gioconda Belli dando apoyo a los hermanos Mejía Godoy en un acto popular, sin la presencia de dirigentes del partido sandinista. Las canciones de los años ochenta, las que cantamos recorriendo el país de Norte a Sur, de la mar a la selva, surcando los lagos y ascendiendo volcanes, en las largas y entusiastas reuniones de la solidaridad, en las comunidades y en los barrios, en los mercados, en las universidades, e incluso en algunas iglesias, sonaban otra vez limpias, deseadas, en las voces de Carlos y Luis Enrique. Y fue precisamente este concierto casi improvisado, sin más apoyo que el de la propia gente acudiendo de los barrios de la capital, lo que animó en mí la necesidad de escribir estos capítulos. Ocurrió que una buena parte de nuestras amigas y amigos expresaron allí mismo sus cariñosas críticas, escamados por la larga ausencia del cancionero revolucionario en los conciertos de Carlos Mejía Godoy, quien hace unos años decidió cantar solamente mazurcas segovianas, sones nicas, valsecitos chapiollos y cantos tradicionales como “El Almendro de onde la Tere” y “El solar de Monimbó”, en un gesto de distanciamiento del partido sandinista que muchos interpretan como una adaptación a los nuevos tiempos liberales. Las críticas despertaron en mí un lado de tristeza. Recordé los buenos tiempos, aquellos años en que cantamos cientos de veces canciones que nos parecían al mismo tiempo combativas y risueñas, y pensé en todo lo extraordinario que nos tocó vivir años atrás siempre con aquellas canciones que nos ayudaban a imaginar despiertos y dormidos, y en ese instante di las gracias a Carlos, y a su hermano Luis Enrique, y a los Palacagüina, y a aquel trío llamado Los Girasoles, a Norma Helena Gadea, y me dije que lo que Carlos me había dado era muy superior a su repliegue personal, seguramente decidido en medio de la depresión en la que entró el pueblo sandinista tras las derrotas del 90 y del 96. En la Loma de Tiscapa retrocedí por unos instantes en el tiempo y volví a los años ochenta.
En esa década fuimos cientos de miles, de todas las partes del mundo, los que acudimos a cosechar, a vacunar, a construir escuelas y clínicas en los confines rurales, a enseñar y a aprender, a participar en una experiencia única, subir a ese tren que pasa una vez en la vida. Fueron años difíciles, sobre todo para quienes iban a la guerra y quienes rezaban por su regreso. Lo fueron para los nicaragüenses sometidos a una agresión obscena de parte de una potencia que no quiso dar oportunidad alguna a la justa rebelión de un pobrecito país. Pero en medio de la dificultad en la que también las mujeres y hombres internacionalistas pagaron su cuota en mártires, tuvimos la gran suerte de estar allí, en la Nicaragua que asaltaba los cielos también para nosotros, dándonos un gran regalo. Y no importa si fuimos desencantados por las derrotas en nuestro país, si fuimos huyendo de algo, si fuimos para curarnos, si fuimos cegados de una ingenuidad que nos tapó los ojos para no ver los defectos de aquella revolución, lo que importa es que fuimos, entusiastas y generosos estábamos allí, recorriendo los pueblos, buscando hablar con mujeres del Cuá y de Ticuantepe, conversar con los jóvenes del popular barrio Riguero donde los domingos se cantaba la Misa Campesina, hacer amistad con los pobladores de León y Chinandega deambulando por sus calles calurosas, buscando siempre cómo ayudar, qué hacer, pues vivíamos una gran obra colectiva, esta vez no sólo para resistir sino también para construir.
Veinticinco años después quien llegue a Managua sin la referencia de aquellos años puede que se pregunte si alguna vez hubo una revolución. En apariencia no la hubo. La piel de la ciudad apenas la refleja, tal vez la enorme silueta de Sandino ideada por el padre Ernesto Cardenal presidiendo la Loma de Tiscapa, tal vez la descollante imagen del guerrillero metálico que fusil en alto sigue luciendo frente al cine González en la avenida Bolívar, tal vez el mausoleo de Carlos Fonseca en la ahora Plaza de la República que los gobiernos postsandinistas no se han atrevido a profanar, tal vez algunos pequeños recuerdos de cemento en los barrios populares, poco más. Pero basta con bucear en la geografía humana para darse cuenta que aún la sociedad está atravesada de arriba abajo por el filo del sandinismo. Se es o no se es con la misma intensidad. Precisamente porque hoy no sobreviven notables conquistas de la revolución en las esferas de la educación, de la salud, de la tierra, los años ochenta siguen formando parte de la memoria de la mitad de la gente.
Pensaba en todo esto en la Loma de Tiscapa, mientras Carlos y Luis Enrique cantaban “Nicaragua nicaragüita”. ¡Cuántas manos tendidas esperándote!
Una vez más miramos Managua, ahora sin aquellas hileras de internacionalistas con pañoletas rojinegras al cuello caminando bajo su sol de justicia en horas de imprudencia, sin tantos cafetines y centros culturales desaparecidos, sin la estatua de Omar Torrijos en la Plaza de los No Alineados que tampoco existe, sin los murales pintados por artistas de toda América Latina junto al Ranchón de palma de Los Salvadoreños que ya no esta, Managua sin aquel paisaje de la montañita con las siglas enormes FSLN.