Javier Álvarez Dorronsoro

La campaña y el déficit democrático de la Unión
18 de febrero de 2005
(Página Abierta, 157, marzo de 2005)

En las últimas décadas se ha venido hablando de la existencia de un notable déficit democrático en la Comunidad Europea. ¿En qué consistía? No se trataba tanto de la distribución de competencias entre las instituciones de la Unión y del papel secundario que el Parlamento ocupaba en este reparto, como de la brecha que se ha venido abriendo entre sus organismos de poder y las ciudadanías de los Estados miembros.
Progresivamente, los Estados han ido delegando sus competencias, aunque todavía conserven un considerable poder en los organismos de la Unión. Este proceso no ha ido acompañado por una transformación del espacio de formación de la voluntad democrática. La ciudadanía participa en la creación de las leyes de sus respectivos Estados, formando corrientes de opinión y de interés, generando debates, etc., que, a su vez, influyen sobre sus representantes y sobre la norma legislativa instituida en última instancia por éstos. No ocurre lo mismo en el espacio europeo. El seguimiento ciudadano de lo que hacen los organismos de la Unión es imperceptible; el control sobre esas instituciones, mínimo; las corrientes de opinión interestatales, casi inexistentes. Esa situación ocasiona, por lo menos, dos efectos.
Por una parte, el desinterés ciudadano por el Gobierno de la Unión Europea. Los países que llevan años en ella tienen experiencia de los bajos porcentajes de participación en las elecciones europeas. Pero no es un problema de acomodación. En los nuevos países que han accedido a la Comunidad, si bien su integración se aprobaba con una participación bastante consistente, la participación se reducía a mínimos en torno al 20% a la hora de elegir representantes al Parlamento Europeo.
El otro efecto es el peligro de burocratización de las instituciones supranacionales ante la ausencia de control y tensión democrática ciudadanas. Este riesgo ha venido justificando una de las corrientes de “euroescepticismo”: mientras que no haya un demos común, un espacio político único, afirmaban los escépticos, el desarrollo de las instituciones de la Unión, y con él el Derecho comunitario, tendrán resultados nefastos. Tal visión les ha llevado a postular el atrincheramiento en las fronteras de los Estados.
La visión euroescéptica no parece, sin embargo, obtener resultado alguno. La dinámica de asunción de competencias por los organismos de la Unión parece imparable. En ella participan las más diversas aspiraciones: las de los que desean la casi desaparición de los Estados para que no haya frenos al desarrollo de un mercado mundial y al libre movimiento de las empresas transnacionales; y las de los que consideran, con bastante acierto, que existen problemas cuya resolución rebasa la capacidad de los Estados, problemas de medio ambiente, de emigración, de cooperación para el desarrollo, de gobierno de la economía, del capital transnacional y de las desigualdades que originan las estrategias de liberalización, de conveniencia de crear un contrapoder a nivel mundial que frene el poder incontrolado de la primera potencia mundial, etc.
La concentración de competencias va unida a la extensión del Derecho comunitario, no hay vuelta de hoja. Por otra parte, este Derecho puede favorecer, a la larga, la mayor integración de las ciudadanías europeas. Sin embargo, hay que presentar ya dos objeciones que entorpecen el logro de este futuro deseable. En primer lugar, el desarrollo del Derecho no puede ocultar que el problema de la brecha entre instituciones y ciudadanía es el principal problema que tiene la democracia en la Unión, y lo seguirá siendo durante años mientras no transcurra un tiempo y no se apliquen políticas específicas para remediarlo. En segundo lugar, cualquier extensión del Derecho no favorece una buena integración. ¡Qué poco sentido tiene a este respecto, como hemos oído decir durante la campaña, que el Tratado Constitucional es aceptable porque mejora el Tratado anterior! ¿Y si es casi tan malo como el anterior, por qué merece ser aprobado?

Los falsos argumentos en la campaña

¿Qué relación hay entre este problema que apuntamos y la campaña que se ha realizado en torno a él?
Conscientes o inconscientes, los mandatarios de la Unión, Gobiernos incluidos, han dado un paso más en el sentido de agudizar el desinterés ciudadano por las leyes de la Unión. La complejidad del texto ayudaba bien poco. ¿Por qué el Gobierno del partido socialista se negó a hacer una consulta popular sobre el Tratado de Maastricht alegando que textos tan complicados no se podían someter a referéndum y ahora la ha hecho sin dar explicación alguna sobre tal inconveniente? Nunca lo sabremos.
Un texto de tal calibre tenía por fuerza que favorecer un debate en el que lo de menos era el análisis del Tratado y lo de más la invocación de postulados y generalidades en la mayor parte de los casos falsos, actitud de la que no se han librado muchos de los detractores del Tratado.
Se ha dicho del Tratado que creaba la ciudadanía de la Unión. Pero ¿cuántas veces se va a crear la ciudadanía de la Unión?, porque en realidad esta fórmula figuraba ya, negro sobre blanco, en el Tratado de Maastricht en 1993, cosa lógica desde el momento en que en dicho texto se reconocían derechos comunitarios como la libre circulación o el derecho a votar en las elecciones municipales allí donde se encontrasen los ciudadanos.
Se ha afirmado también que el Tratado constitucional, ¡por fin!, garantizaba nuestros derechos. Pero ¿no estaban garantizados nuestros derechos por partida doble, en nuestra Constitución y en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, suscrito por nuestro país y los miembros viejos y nuevos de la Unión, donde el Tribunal de Estrasburgo tutelaba esa garantía?
Uno de los argumentos más socorridos para convencer a los pacifistas y a los izquierdistas era que con este Tratado no hubiera tenido lugar la guerra de Irak o que Europa hubiera hablado en contra con voz única, o que el apoyo a la invasión hubiera sido considerado una flagrante violación de la Constitución europea. No hay que poseer virtudes proféticas para vaticinar que Europa se habría quedado callada, por la sencilla razón de que no habría habido acuerdo entre los países miembros. Y en cuanto a la violación de los principios de la Unión en materia de defensa y política exterior, cabe recordar aquella idea de un célebre pragmatista estadounidense nacido en el siglo XIX, Oliver W. Holmes: «El Derecho son las sentencias de los jueces». Holmes no era ningún ignorante en Derecho, pues llegó a ser miembro del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, y tampoco menospreciaba los principios y las leyes, pero insistía en que su interpretación, diversa y conflictiva, constituye el momento clave en el Derecho. En el ejemplo que nos ocupa, los Gobiernos europeos desempeñan el papel de los jueces. En el pasado conflicto hubo ocho países de la Unión que se pronunciaron a favor de la invasión de Irak, «conforme al Derecho internacional y a favor de la paz en el mundo». En la Europa de los Veinticinco me temo que habrían pasado de la docena.
En cuanto a la prolija, pesadísima y preñada de liberalismo económico III parte del Tratado, que habla de la política social y económica, y a cuya luz deberían leerse muchos de los principios de la primera y segunda parte, se resumía diciendo que por fin, después de tantos años de mercado, se reconocían los derechos sociales. ¿Ignoraban quienes así se pronunciaban que existía ya en el bagaje legislativo de la Unión una Carta de Derechos Sociales y Económicos, y que si en dicha carta no estaban bien estipulados y garantizados, ahora siguen en parecidas circunstancias?
Y por fin, el penoso argumento del miedo: “si gana el no nos excluyen de la Unión”. ¿No recordaba esto al “si sale no a la OTAN nos echan de la Comunidad Europea”?
También hemos oído entre los defensores del rechazo (un rechazo que, en realidad, se podía defender con muchas mejores razones) disparates como que el Tratado nos amarraba a la política de Bush, o que nos hacía perder los derechos sociales conquistados, etc. 
En resumen, el hecho de someter a referéndum un texto semejante y la campaña consiguiente poco han contribuido a aumentar el conocimiento de la Unión Europea y la capacidad de raciocinio de la ciudadanía. Con prácticas democráticas como ésta el déficit democrático seguirá en el nivel en el que se encontraba.
Por otra parte, los resultados del referéndum no van a resolver, evidentemente, los problemas suscitados por la Constitución. Vamos a convivir con ella. Y mejor lo haremos si no depositamos en ella excesiva confianza, máxime teniendo en cuenta que el texto y sus ambigüedades van a constituir a partir de ahora un auténtico campo de batalla.