Javier Álvarez Dorronsoro

La Carta de América
Razones de una intervención

La Carta de América, razones de un combate, documento refrendado por intelectuales de prestigio (1) en EE UU, ha sido objeto de distintos juicios por su indudable efecto político. Desde tal perspectiva, es, sin duda, una legitimación moral de la guerra emprendida por el Gobierno norteamericano. Éste es, inequívocamente, el propósito de sus autores. Más allá de este aspecto, sin embargo, la carta contiene un conjunto de criterios de filosofía moral y política que merecen una atención más pormenorizada.

La Carta de América, razones de un combate no es una declaración meramente propagandística sino un texto documentado y argumentado. Se atiene a un guión cuyo punto de partida son los principios que han inspirado las Constituciones norteamericanas, principios que, tal como los autores confiesan, aparecen acompañados en la práctica, en Estados Unidos, de valores muy poco "atractivos" como «el consumismo como modo de vida, la libertad concebida como ausencia de reglas y el debilitamiento del matrimonio y la familia». Reconocen que su nación «ha dado prueba en ocasiones de arrogancia y de ignorancia hacia otras sociedades». Tras esta introducción, y en nombre del universalismo, los autores de la carta se declaran incondicionales de la Declaración de los Derechos Humanos. Critican las guerras de civilización y las guerras religiosas, y sitúan la libertad religiosa entre los principios indiscutibles. Finalmente, tras la condena de la política exterior amoral, distinguen entre las guerras justas e injustas y proporcionan argumentos a favor de las primeras.

La declaración se inicia con el siguiente preámbulo: «Algunas veces es necesario para una nación defenderse por las armas. Ya que la guerra es un asunto serio que entraña el sacrificio de vidas humana, es necesario que quien la haga exprese claramente el razonamiento moral que subyace a sus actos, a fin de que las partes en presencia y el mundo entero estén advertidos, sin ambigüedades, de los principios que ellos defienden».

La introducción es desconcertante. Afirman que quien haga la guerra ha de expresar claramente el razonamiento moral que subyace en sus actos. A primera vista podría entenderse que los autores exigen al Gobierno una argumentación moral, pero no es así. De hecho, son ellos quienes van a argumentar en lugar del Gobierno y a favor de la guerra. ¿Son los intelectuales quienes hacen o conducen la guerra? Si en sus manos estuviera la dirección de la contienda, parece evidente que los autores de la carta serían fieles a los principios que formulan. Sin embargo, ¿por qué razón iba a serlo Bush? ¿Se guía su Gobierno por las mismas razones morales que las esgrimidas por este grupo de intelectuales?

A esta presunción se le pueden achacar dos errores: primero, creer que EE UU es una comunidad moral cuyos principios son los que los autores enumeran; y en segundo lugar, pensar que el Gobierno de su nación es el vehículo mediante el cual se expresan estos valores y no lo que en realidad es: una institución encargada de imponer la unidad burocrática al país conciliando los intereses más diversos (función que, por lo demás, cumplen los Gobiernos en los Estados modernos).

Las razones de la guerra

¿Cuáles son los motivos de la guerra? La pregunta, como era de esperar, es contestada desde las primeras líneas de la declaración: «Nos batimos para defendernos y para defender estos principios». Los principios a los que hace referencia la carta son: la igualdad entre todos los seres humanos; el deber del Gobierno de establecer las condiciones del desarrollo humano; la libertad de opinión y la condena del acto de «matar en nombre de Dios».

Si bien no hay nada que objetar a tales principios, no se puede decir lo mismo de los motivos por los que se batalla. Nadie podría negar a nadie el derecho de autodefensa, pero cuando alguien dice combatir para defender unos principios morales, la cosa es más delicada. Paradójicamente, sin embargo, condenan toda guerra inspirada en motivos religiosos. «Estamos unánimemente convencidos de que la invocación de Dios para matar o lesionar a seres humanos es inmoral y contraria a la fe en Dios. Tal actitud, denominada "guerra santa" o "cruzada", no es solamente una violación de los principios fundamentales de la justicia, sino la negación de la fe religiosa, puesto que transforma a Dios en un ídolo al servicio de los designios humanos». Curiosa postura la de los autores de la declaración. No dejan ni un resquicio de duda sobre la reprobación de las guerras por causas religiosas, pero no mantienen la misma actitud cuando los motivos son morales.

«Asesinos organizados, infiltrados en el mundo entero, nos amenazan hoy. En nombre de la moral universal, y plenamente conscientes de las restricciones y exigencias de la guerra justa, sostenemos la decisión de nuestro Gobierno y de nuestra sociedad de utilizar contra ellos la fuerza armada [...]». De esta manera, transformados los principios que dicen que profesa la nación norteamericana en principios morales universales, se convierten en razón para matar. Deslegitimadas por la propia Historia las guerras de religión, cuyo «sectarismo ha desgarrado a Europa durante casi un siglo», parece llegado el momento de las guerras basadas en motivaciones morales. Todavía no queda claro si los móviles morales característicos de una determinada cultura constituyen un buen argumento para la guerra, pero se disipan las dudas cuando se trata de motivos que podemos denominar universales. «Afirmamos solemnemente, con una sola voz, que es crucial para nuestra nación ganar esta guerra. Combatimos para defendernos, pero también para defender los principios del hombre y de la dignidad humana». Justificada de esta manera la guerra, no resulta extraño que tanto el enemigo (¿el terrorismo?, ¿quienes no compartan los principios morales "universales"?) como sus logros, incluida la victoria (¿terminar con el terrorismo internacional?, ¿imponer [2] en el mundo los valores universales?), resulten enormemente confusos y arbitrarios.

¿Por qué nos atacan?

¿Por qué somos el blanco de esos odiosos ataques?, se interrogan los autores del escrito. «Los agresores no dirigen sus quejas fundamentalmente contra nuestro Gobierno sino contra lo que nosotros somos. ¿Qué somos? ¿Cuáles son nuestros valores?». Los firmantes tienen la convicción de que es el pueblo norteamericano el objeto de los ataques, y responden enumerando los valores que definen como sus ideales fundacionales: la convicción de que la dignidad del ser humano es un derecho innato para toda persona y de que, por consiguiente, todo ser humano ha de ser tratado como un fin y no como un medio; la convicción de que existen verdades morales universales; la convicción de que, dado que el conocimiento individual es imperfecto, los desacuerdos sobre esos valores deben ser discutidos civilizadamente y con tolerancia sobre la base de una argumentación racional; y finalmente, el valor de la libertad de culto y de opinión.

Ignoramos qué concepto tienen los autores de la matanza del 11 de septiembre de los norteamericanos, pero a la hora de preguntarnos qué son los norteamericanos o qué son los italianos, o qué somos los españoles, daríamos una visión bastante restringida y probablemente presuntuosa si respondemos sólo enunciando determinados valores (aunque añadamos que van acompañados de algunos poco atractivos). Un pueblo es lo que ha ido haciéndose a través de su historia. Se hace a través de los valores que practica, no sólo a través de los que presiden sus constituciones, y se hace también, y principalmente, a través de sus acciones y conductas individuales y colectivas. Por ello, forzoso es reconocer que la identidad del pueblo norteamericano ha sido forjada por sus actuaciones a lo largo de su historia, por lo que una de sus exigencias morales en la actualidad sería asumir ese pasado y no simplemente un catálogo de selectos principios. Asumir responsablemente esa herencia moral implica también responder por las acciones que los Gobiernos han realizado en su nombre.

Por lo demás, tiene poco fundamento afirmar sin más, cuando alguien es agredido, que lo ha sido por causa de sus valores y no de sus acciones. Resultaría grotesco, por ejemplo, que un buen padre de familia que ha cometido un acto delictivo y es perseguido por ello argumentara que está siendo víctima del amor a sus hijos. En el caso que nos atañe, bien es cierto que no es fácil precisar la causa o conjunto de causas que han motivado la agresión, pero parece arriesgada e improbable la hipótesis de que el odio de los agresores se deba en exclusiva o principalmente a los valores que profesa el pueblo norteamericano. Probablemente, el presunto responsable, Bin Laden, no odiaba tanto a EE UU en los años setenta y ochenta, cuando era su aliado, como más tarde, cuando entrevió que este país no abandonaría tan fácilmente sus bases militares de Arabia Saudí. Los valores de los norteamericanos eran los mismos en un caso y en otro. La actitud de Bin Laden hacia EE UU ya no era la misma. El Gobierno de EE UU había llevado a cabo en este período de tiempo actuaciones que al parecer no habían gustado nada al jefe de Al Qaeda. Estas palabras de ningún modo entrañan la menor justificación del horrendo crimen del 11 de septiembre, pero hay que reconocer que la manera en la que los autores de la carta razonan sobre las causas del atentado no es nada convincente.

Realismo contra guerra justa

La explicación sobre la forma en que EE UU ha de conducirse ante el conflicto ocupa una buena parte del texto (3). Las aproximaciones intelectuales y morales a las guerras, afirman los autores, pueden dividirse en cuatro escuelas de pensamiento: el realismo, «la creencia de que la guerra es fundamentalmente una cuestión de poder, de interés, de necesidad, de supervivencia, lo cual descarta todo análisis moral abstracto; la defensa de la guerra santa; el pacifismo; y la defensa de la guerra justa, la creencia de que la razón moral universal, denominada también ley moral natural, puede aplicarse a la guerra. Aunque algunos de los firmantes están seducidos por la no violencia», en su conjunto se adhieren a la cuarta escuela de pensamiento.

Tras una crítica a la escuela del realismo («la desconsideración de la moral de cara a la guerra es en sí una posición moral: quien rechaza la razón acepta la desregulación de las relaciones internacionales y capitula ante el cinismo»), los autores de la carta formulan cinco criterios para la guerra justa: 1. Las guerras de agresión y de conquista no son nunca aceptables. 2. La guerra justa sólo puede ser guiada por una autoridad legítima responsable del orden público. 3. Una guerra justa sólo puede hacerse contra los combatientes y establece la inmunidad de los no combatientes. 4. No puede declararse legítimamente la guerra cuando el peligro es mínimo, dudoso, de consecuencias inciertas, o puede ser conjurado por la llamada a la razón, la mediación de un tercero o por otros medios violentos. 5. Cuando esto no sucede, el uso proporcional de la fuerza está justificado.

Los autores del texto coinciden en que el peligro es real y cierto, «sobre todo si el agresor está motivado por una hostilidad implacable», y niegan que el criterio de apelar a la guerra justa como último recurso signifique que ésta haya de ser aprobada por una instancia internacional como la ONU. Esta última afirmación no es baladí. Hasta los aliados de EE UU observan con recelo la unilateralidad con la que se está conduciendo el Gobierno de Bush en la contienda, por lo cual los firmantes del escrito se ven obligados a afrontar la objeción: ¿por qué no buscar el acuerdo de las Naciones Unidas? Para superar tal objeción se esgrimen dos razones: en primer lugar, «sería una novedad», dicen, porque históricamente los teóricos de la guerra justa no han considerado la aprobación internacional como una exigencia justa; en segundo lugar, afirman que no existe ninguna prueba de que la ONU esté capacitada para decidir cuándo y en qué condiciones está justificado el recurso a las armas. Además, añaden los autores, «esto comprometería inevitablemente la primera misión de las Naciones Unidas, que es humanitaria (sic)». Los criterios en los que se basa la guerra justa merecen especial atención. En primer lugar, revisemos las razones de la elección de esta escuela de pensamiento sobre la guerra.

La sesgada crítica que los autores de la carta realizan sobre la escuela realista les priva de encontrar en ella un prudente consejo. Tienen razón cuando dicen que la desconsideración moral de la guerra es una posición moral, pero la escuela realista ofrece otros aspectos que no pueden pasar desapercibidos. La visión de la guerra de esta escuela tiene al menos dos dimensiones: una empírica y otra normativa; la segunda está conectada con la primera. Según la primera, se constata que los estadistas actúan y piensan en términos de interés definido como poder, y la evidencia histórica confirma esta suposición. Esta concepción, afirman los teóricos de esta escuela, hace posible la comprensión teórica de la política y la sorprendente continuidad entre las políticas exteriores norteamericana, británica o rusa. La teoría realista de la política internacional, aseguran, nos libra de dos falacias comunes: la consideración de las motivaciones y la consideración de las preferencias ideológicas. En su aspecto normativo, el realismo sostiene que los principios morales no pueden ser aplicados a las acciones de los Estados. El individuo puede decir fiat justitia et pereat mundus (actuar conforme a la justicia, aunque perezca el mundo), pero el Estado no tiene derecho a decirlo en nombre de aquellos a los que debe proteger (4).

El realismo, en su primera tesis, entraña el absoluto de que todas las guerras son fundamentalmente una cuestión de poder, extremo bastante exagerado y unilateral. En su aspecto normativo, parece establecer un nexo lógico entre esa constatación y la idea de que los juicios morales hay que dejarlos para otras actividades distintas a la guerra. Tal pretensión carece de fundamento, máxime cuando cualquiera podría reconocer que casi todas las guerras son cuestión de intereses de poder y, sin embargo, enjuiciar esas misma guerras desde una perspectiva moral.

Los autores de la Carta de América cometen en su crítica al realismo dos errores. En primer lugar, desprecian las evidencias empíricas señaladas por el realismo sobre los motivos que en general arrastran a los estadistas a la guerra, no dejando ningún resquicio a la duda de que la guerra emprendida por EE UU pueda estar inspirada por algún interés de poder. En segundo lugar, caen en el error que podríamos llamar inverso al de la escuela realista: creen que el hecho de que ellos (los autores de la carta) juzguen la guerra a la luz de principios morales, garantiza que ningún interés de hegemonía o de poder va a presidir la contienda.

La ley natural y la guerra justa

La apelación de los autores a la guerra justa como aplicación de la ley moral natural a la contienda abre serios interrogantes. ¿Qué significado tiene para los autores de la carta la ley moral natural? ¿Otorga la ley moral natural una garantía de verdad moral universal a la guerra justa y, más en concreto, a los cinco criterios citados anteriormente?

Los defensores la ley natural en el terreno de la moralidad han creído a lo largo de la Historia que hay unos principios universales o normas trascendentales e inmutables que subyacen, en buena medida, en la ley positiva, y que han permitido calificar esta última de justa o injusta y juzgar la práctica moral. Las fuentes de esta ley, la manera en la que se revelaba o la forma en la que era aprehendida por los seres humanos, ha variado a lo largo de la Historia. En unas épocas era sobre todo un principio teológico: Dios era la fuente de estos valores de referencia. Tras su secularización, se fueron convirtiendo en principios inherentes a la naturaleza humana. ¿Cómo eran captados por el ser humano? En unos casos, la ley se podía encontrar en la tradición; en otros, en la palabra de Dios revelada, y, en general, podía ser percibida por intuición, bien porque Dios así lo quería o bien porque nuestra razón estaba dispuesta de tal manera que percibía o segregaba estas verdades. Para unos se requería una educación moral, para otros no.

Sobre la exactitud o univocidad de esa aprehensión, tampoco existía claridad absoluta. Para Hugo Grocio (1583-1645), por ejemplo, era de una exactitud geométrica, aunque otra cuestión era si todas las personas la percibían con esa pureza. El mismo Grocio proponía, como prueba a posteriori de que existían estos dictados de la recta razón, que los hombres doctos de las naciones civilizadas los consideraban obligatorios para todo el mundo. Para algunos moralistas del siglo XVIII, sin embargo, la percepción de las verdades morales era cosa de "personas sencillas". Por último, ¿cuáles eran esos dictados de la recta razón? Los autores iusnaturalistas han realizado formulaciones distintas de la ley natural e incluso, como a continuación veremos, sobre los principios de la guerra justa.

¿Qué cabe extraer de esta somera síntesis histórica? Que no ha habido acuerdo a lo largo de la Historia sobre lo que los partidarios de la ley natural enunciaban como principios naturales e inmutables, ni sobre su contenido ni sobre cómo encontrarlos. Conviene, por tanto, ser modestos y prudentes al apelar a la razón moral universal, denominada también ley moral natural.

En el caso que nos ocupa, autores pertenecientes a la tradición de la ley natural y a la escuela de la guerra justa como San Agustín (citado por los firmantes de la carta), Francisco de Vitoria, Hugo Grocio y Francisco Suárez comparten algunos principios como los enunciados por los autores del texto, pero difieren en otros, y las diferencias no son precisamente de poca importancia. Hugo Grocio censura explícitamente a los escritores de la guerra justa de los siglos XV y XVI como Francisco de Vitoria, porque habían enseñado que todo el que declara la guerra debe haber padecido daño en su propia persona o en su Estado. Grocio pensaba que los gobernantes pueden castigar a quienes "violen excesivamente la ley de naturaleza", y citaba a Aristóteles (quien, según Grocio, sanciona la guerra contra los bárbaros) para justificar una "guerra de civilización". Grocio, uno de los más prestigiosos autores de la guerra justa, al hacer estas afirmaciones estaba, por supuesto, "aplicando" la ley natural. De la mano de la ley natural, como vemos, se puede hasta legitimar la "guerra de civilizaciones".

Por otra parte, los autores de la carta dan una visión empobrecida de la tradición del pensamiento sobre la guerra justa al no tener en cuenta la innovación que introduce Francisco Suárez (1548-1617). Éste comienza a ver el derecho internacional y su aplicación a las guerras no como una deducción del derecho natural, sino como una combinación de la ley natural, el derecho positivo y, sobre todo, del derecho de gentes (ius gentium). En este sentido, Francisco Suárez manifiesta la opinión de que se necesitan más medios que las intuiciones de la ley natural para reglamentar las relaciones internacionales. Recordemos, además, que el vacío de derecho en esta materia era en aquella época abrumador, hasta tal punto que Thomas Hobbes, para ilustrar el "estado de naturaleza", ese estado de guerra de todos contra todos en el que no existe ley alguna, ponía como ejemplo las relaciones entre los países.

Los firmantes de la declaración, por el contrario, encuentran en su interpretación de la ley natural recursos suficientes para el establecimiento de relaciones racionales en la arena internacional. Esta pretensión aparece en dos puntos de la carta: cuando acusan a la escuela realista de la desregulación de las relaciones internacionales por no aplicar la razón moral universal que inspira la guerra justa, y cuando rechazan todo arbitraje de las Naciones Unidas. Resulta sorprendente, en este sentido, la adjudicación a la ONU de un papel humanitario en exclusiva. ¿Es producto de la ignorancia o un intento de soslayar un problema que pondría en entredicho la suficiencia de los principios de la ley moral universal para reglamentar las desavenencias entre las naciones?

Existen controversias sobre los éxitos o los fracasos de la mediación de la ONU en las relaciones internacionales y sobre la estructura poco democrática que rige su funcionamiento, pero no sobre el papel que desde su fundación ha de desempeñar. Según su Carta de constitución, la ONU, junto a otros fines como «alcanzar una cooperación internacional en la solución de problemas económicos, sociales, culturales y humanitarios», se crea para «mantener la paz y seguridad internacionales». Negar a la ONU capacidad para decidir si está justificado el recurso a las armas y restringir su papel al de labores humanitarias, supone un desprecio considerable hacia todo intento de reglamentación y establecimiento de normas jurídicas internacionales, y el fomento de un ciego aislacionismo enmascarado por la ficción de una ley moral universal capaz de regular las relaciones entre las naciones. Sabido es que las fantasías morales, cuando se visten con el ropaje de razones universales y soslayan sus limitaciones, suelen conducir a resultados desastrosos.

Epílogo

Antes de que los autores de la carta hicieran pública su declaración, el Gobierno norteamericano había establecido serias restricciones sobre algunos derechos constitucionales, como el derecho de expresión y las garantías jurídicas que asisten a los detenidos. Sobre esta violación flagrante de derechos humanos los firmantes, asombrosamente, guardan silencio. Posteriormente, el Gobierno norteamericano ha ido ampliando el blanco de los enemigos declarados en la guerra: primero fue la organización Al Qaeda y todos aquellos que le dieran cobijo; luego ha sido el "eje del mal" encarnado en Irak, Irán y Corea del Norte. Posteriormente, Irak se ha convertido en el objetivo más próximo, y el presidente Bush amenaza incluso con el empleo de armas nucleares para derrocar a Sadam Hussein.

Los principios proclamados por los autores de la guerra justa -motivación defensiva, respuesta proporcional e inmunidad para los no combatientes- se ponen en entredicho. ¿Qué es lo que queda, por tanto, de la declaración de los intelectuales norteamericanos? Un documento que proporciona al Gobierno de Bush un conjunto de argumentos morales defectuosos y una justificación para que adopte unilateralmente cualquier iniciativa, por muy terribles que puedan ser sus efectos.

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(1) Entre los 60 intelectuales firmantes de la carta se encuentran: Michael Walzer, Amitaï Etzioni, Samuel Huntington, Francis Fukuyama, Michael Novak y Theda Skocpol.

(2) La arrogante idea de imponer unos principios morales está muy presente en la declaración, aunque en ciertos momentos vaya acompañada por una autocrítica. «No podemos imponer principios morales a otras sociedades -afirman- si al mismo tiempo no reconocemos nuestras propias insuficiencias respecto a estos mismos principios».

(3) Su extensión quizás se deba a las aportaciones de Michael Walzer, firmante del escrito y autor de varios libros sobre el carácter y la justificación de las guerras.

(4) Escritos sobre política internacional, Hans Morgenthau, Editorial Tecnos, Madrid, 1990.


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