Javier A. Dorronsoro, Antonio Antón y Gabriel Flores
Una huelga general legítima y necesaria
(Página Abierta, 210, septiembre-octubre de 2010).

El pasado 16 de junio, el Gobierno socialista, mediante real decreto ley, aprobó una reforma laboral regresiva que facilita y abarata el despido, reduce los derechos laborales y sociales, debilita la negociación colectiva y aumenta el poder empresarial y la capacidad de acción discrecional de los empresarios en las relaciones laborales.

Esa reforma laboral, ya en vigor, que será aprobada por el Parlamento en breve, y las medidas de ajuste fiscal adoptadas a mediados de mayo (congelación de las pensiones, reducción de los salarios de los empleados públicos, disminución de la inversión pública…) conforman los componentes básicos del giro antisocial adoptado por el Gobierno, reflejan la magnitud del incumplimiento de sus compromisos sociales y certifican la ruptura del diálogo social con los sindicatos.La próxima reforma que pretende aprobar el Gobierno, anunciada a finales de enero y aparcada tras las movilizaciones sindicales, es el recorte de las pensiones públicas, con un incremento de la edad de jubilación y una ampliación de los años para el cálculo de la base reguladora.

Las medidas puestas en marcha o proyectadas por el Gobierno producen un importante descontento social, especialmente en la población que más sufre la crisis. Y en consecuencia, los sindicatos han convocado una huelga general para el próximo 29 de septiembre. Una huelga que puede considerarse legítima y necesaria.


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            Este texto contiene, junto al inicial resumen de este giro señalado y de la respuesta sindical, un análisis de la nueva fase de la crisis económica y una crítica pormenorizada de los argumentos que sostienen las políticas con que se afronta la crisis, en particular por nuestro Gobierno. 

Como es bien conocido, la crisis económica internacional tuvo su origen en unos mercados financieros que contaban con una escasa y mala regulación que propiciaba altos niveles de especulación y la asunción de excesivos riesgos. La colaboración y pasividad de autoridades nacionales e internacionales propiciaron esa situación y facilitaron la obtención de grandes beneficios a las empresas privadas involucradas en los negocios financieros.

            La explosión de la burbuja inmobiliaria estadounidense, la crisis financiera consiguiente y la recesión económica mundial, junto con los altos niveles de especulación y endeudamiento privado de empresas y hogares y la gran fragilidad de las estructuras productiva, fiscal y educativa, han provocado en la economía española una particular y grave crisis económica y de empleo
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            Lejos de delimitar las características específicas de la crisis de la economía española, abordar sus causas y afrontar sus negativos impactos económicos y sociales, las medidas aprobadas por el Gobierno no contribuyen en nada a solucionar la extrema debilidad de la actividad económica y la escasez de empleos ni a resolver los graves problemas que afectan a parados, a una parte significativa de pensionistas y amplios sectores de las clases trabajadoras
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            Los últimos datos sobre el mercado laboral ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE), los correspondientes al segundo trimestre de 2010, revelan la magnitud de la catástrofe objetiva y cuantificable que sufre la economía española. También contribuyen a apreciar claramente los límites de las ensoñaciones que permitieron hace más de un año al Gobierno descubrir signos de recuperación en forma de brotes verdes, reducir los problemas económicos a una cuestión de confianza de los consumidores o identificar la superación de la crisis con el simple restablecimiento de la rentabilidad empresarial mediante nuevos ajustes en los costes laborales y el abaratamiento de los despidos.

            Merece la pena volver a reseñar los datos más significativos proporcionados por el INE. El paro sigue creciendo y la cifra de personas que buscan empleo con suficiente empeño como para ser consideradas paradas alcanza ya los 4.645.500 (20,1% de la población activa). Las situaciones más alarmantes afectan a los parados de larga duración (1.810.800 personas llevan más de un año en paro), jóvenes menores de 25 años (871.100 parados y una tasa de paro del 42,1%) e inmigrantes (1.105.400 parados y una tasa de paro del 30,2%). Territorialmente, Canarias (con una tasa de paro del 29,5%) y Andalucía (con el 27,8%) presentan las situaciones más preocupantes. En situación límite se encuentran 1.308.300 hogares en los que todos sus miembros se encuentran en paro.

            Capítulo aparte merecen las personas que presentan bajos niveles de cualificación laboral y, especialmente, ese elevado porcentaje del 30% de jóvenes que cada año abandona el sistema escolar sin superar los estudios mínimos de carácter obligatorio (ESO). Es más que presumible que una parte significativa de esas personas no puedan en los próximos años encontrar trabajo o recuperar sus antiguos empleos en la construcción o los servicios porque las actividades que ofrecían buena parte de esos puestos de trabajo de baja cualificación tardarán años en recuperarse o han desaparecido de forma irreparable.

            Una encuesta del CIS del pasado 20 de julio expresaba con claridad el malestar de la ciudadanía española. Cerca del 75% de las personas consultadas opinaba que la situación era mala o muy mala. La mayoría consideraba que era peor que la de hace un año y albergaba pocas esperanzas de que pudiera mejorar en los próximos meses: un 32,9% creía que 2011 iba ser igual de malo que 2010 y un 30,8% juzgaba que será peor.

            La desazón de la mayoría no sólo apuntaba a los males que acarrea la crisis económica. Podría haber sido el caso, porque en demasiadas ocasiones se percibe la crisis y sus negativos efectos como calamidades naturales o productos del azar; pero esta vez no era así, una mayoría aplastante de las personas encuestadas centraba su desconfianza en quienes han “gestionado” la crisis: el Gobierno, por las medidas tomadas, y la oposición, por la ausencia total de alternativas. En cifras, el 78% mostraba poca o ninguna confianza en Zapatero y un 84% desconfiaba también de Rajoy.

            El sondeo del CIS presentaba también otro dato de gran interés: el PP alcanzaba su mayor ventaja electoral sobre el PSOE. Sin embargo, observando los resultados y el escaso entusiasmo que despierta Rajoy, no cabe pensar que el retroceso del partido del Gobierno se deba principalmente a los méritos de la oposición, antes bien habría que achacarlo a la decepción que provocan las políticas del Gobierno para superar la crisis entre quienes votaron al PSOE en las últimas elecciones. Un dato apoya esta hipótesis: sólo el 18% de los votantes socialistas de 2008 aprueba la gestión del Gobierno.

Al tiempo que expresan su malestar, buena parte de las izquierdas y la base electoral del PSOE asumen con cierta resignación las medidas de reducción salarial, congelación de pensiones y recorte de derechos laborales aprobadas por el Gobierno. Pasividad y resignación coexisten con un gran malestar en amplios sectores de la ciudadanía, sin que el discurso de la austeridad para las capas populares haya conseguido excesiva credibilidad social.

            Es probable que la confusión creada en torno a las respuestas a la crisis sea una de las causas de ese contradictorio estado de opinión. Los principales medios de comunicación, innumerables artículos de “expertos” en economía y los mensajes de la mayoría de los partidos y líderes políticos han contribuido a aumentar el desconcierto y hacer creíble la peregrina idea de que “la crisis, al fin y al cabo, es una responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos; hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora toca apretarse el cinturón”. Por más que haya algo que reprochar de ese estilo a la cultura social producida en este periodo, en particular con la especulación inmobiliaria y el endeudamiento bancario.
 
            No cabe duda de que la gestión de una crisis económica como la presente no es tarea sencilla que pueda lograrse con ocurrencias y simplezas que poco tienen que ver con la superación de la crisis y mucho con intereses económicos y políticos muy concretos, que ejercen un poder muy superior al de las capas sociales damnificadas por la crisis.

            Así, si durante la primera fase de la crisis el Gobierno hablaba de la necesidad de reactivación de la demanda y de estímulos fiscales, el PP, menos interesado en salir de la crisis que en el fracaso de Zapatero, argüía que el Gobierno no se planteaba como tarea inmediata un programa para construir un nuevo modelo productivo. No se necesita, sin embargo, estar muy versado en economía para entender que hacer frente a los males de la crisis exige medidas urgentes que empiecen a tener resultados a muy corto plazo. En cambio, la consecución de un nuevo modelo productivo, por muy necesario que sea para la economía española, no se improvisa de la noche a la mañana y requiere un proceso de tiempo de no menos de una década.

            En el amplio repertorio de soluciones mágicas se abrió paso la necesidad de la reforma laboral para “salir de la crisis”, propugnada por empresarios, economistas afines, periodistas y tertulianos que, unas veces por desconocimiento de la materia y otras por prestarse a tareas de agitación y propaganda a favor de intereses varios, se mueven como pez en el agua hablando de la “única solución”. Nadie en su sano juicio puede defender que la reforma laboral va a permitir superar la crisis. Y los empresarios son los que mejor lo saben. Mientras no se reactive la demanda no invertirán y, en todo caso, aprovecharán la reforma laboral propuesta para dictar nuevas condiciones en la organización interna de la fuerza de trabajo sin depender de engorrosas negociaciones con los representantes de los trabajadores, abaratar los costes de reducción de plantillas y… esperar tiempos mejores para invertir y, quizás, generar nuevos empleos. Lo malo es que Zapatero acabó por hacer suyo también este milagroso remedio.

            El Gobierno, con la presión internacional sobre él, encontró también, en ese pozo sin fondo de las medidas que todo lo curan, la solución idónea para superar la crisis: la política correcta consiste en apaciguar a los mercados financieros. Los mercados financieros, considerados con mucho acierto los responsables directos de la crisis, se convirtieron de la noche a la mañana en las “instituciones” más capacitadas para discernir cuáles eran los problemas económicos de cada país y qué debían o no debían hacer sus autoridades. Ocurre, sin embargo, que los mercados financieros “dicen” un día una cosa y al día siguiente, otra. Tan pronto “aplauden” los recortes duros y rápidos del gasto público como, una vez adoptados, se “quejan” de que puedan trabar el crecimiento e impidan reducir los desequilibrios fiscales. Eran, al fin y a la postre, instituciones poco fiables para valorar riesgos y políticas. Y siguen siendo muy poco fiables.

            La amenaza de una quiebra fiscal del Estado –agigantada por los mercados de deuda pública– ha servido para que Gobierno socialista, derecha política y poderes económicos coincidan en afirmar que los mercados financieros lo que en realidad están “indicando” es la necesidad imperiosa de hacer la reforma laboral que quiere la patronal y de aceptar la reducción del gasto público impuesta por las instituciones comunitarias y propuesta por Zapatero. No hay mejor argumento que la amenaza de una catástrofe para hacer asumibles medidas impopulares.

            Las últimas reformas y medidas aprobadas por el Gobierno han generado desorientación, confusión y resignación en la ciudadanía, sin ilusionar lo más mínimo –a juzgar por los sondeos de opinión– a sus apoyos sociales y a su propia base electoral. Existe también la creencia de que quizá valga la pena aceptar las medidas gubernamentales, porque una vez satisfechos los empresarios, apaciguados los mercados y unido el Parlamento se podrá superar la crisis y el Gobierno emprenderá de nuevo el camino de las medidas sociales progresivas. Craso error.

            La nueva reforma laboral implica pérdida de derechos. Y con los derechos sociales no se juega. Esos derechos se han ido conquistando con mucho esfuerzo a lo largo de mucho tiempo. Su pérdida no se recuperaría fácilmente. Probablemente haya quien piense que en materia de derechos no se desanda el camino, que siempre se avanza y que la modernización y el progreso consolidan y amplían los derechos conseguidos. No es así.  Los derechos laborales han sufrido a lo largo de los siglos XIX y XX un acoso constante y se han abierto paso en condiciones muy difíciles y a través de luchas y conflictos sinfín que enfrentaban los intereses de patronales y trabajadores. El resultado de cada uno de esos conflictos muestra que, al margen de su mayor o menor dureza, en materia de derechos también se puede perder y retroceder.

            Además, la normativa que concreta la actual reforma laboral y el deterioro de derechos van acompañados de una parafernalia de ideas que justifican y legitiman la pérdida de derechos. Así, se habla de medidas ineludibles para modernizar nuestra economía, aumentar su capacidad de adaptación a los cambios económicos, tecnológicos y sociales, mejorar su flexibilidad ante potenciales choques externos o aumentar su competitividad. Problemas reales convertidos en lugares comunes, que lo mismo se emplean para un roto que para un descosido, se repiten incesantemente sin muchas explicaciones y reciben una cobertura mediática, política y académica merecedora de ideas más productivas.
            En todo caso, la agresión a las condiciones de vida y trabajo de la mayoría requería una respuesta activa, masiva y firme contra las medidas gubernamentales y a favor de un cambio de rumbo de la política económica, laboral y social. Los sindicatos han dado un paso al frente y han asumido una gran responsabilidad: encabezar la oposición y dar cauce a la demanda social de cambio mediante la convocatoria de una huelga general para el 29 de septiembre.

            La peor respuesta a la política regresiva del Gobierno hubiera sido una pasividad sindical que, inevitablemente, habría dejado a la ciudadanía inerme frente a las políticas que propugnan la patronal y la derecha y reforzaría la percepción fatalista de la crisis que abunda en la sociedad. Tal escenario habría implicado la perpetuación y consolidación de la hegemonía política y cultural conservadora.

            La convocatoria de huelga general constituye un reto para el conjunto de la izquierda social y una oportunidad con el fin de ganar apoyos para una alternativa económica y sociopolítica progresista.

            La nueva política regresiva del Gobierno y la firme oposición sindical parecen configurar un nuevo escenario político marcado por la confrontación de ideas y políticas y, como consecuencia, por la conflictividad social. La decisión de este giro antipopular de las políticas gubernamentales ha sido de Zapatero y de su Gobierno y ellos tienen la responsabilidad de afrontar sus consecuencias y extraer las lecciones pertinentes. La derecha, como es obvio, pretenderá  sacar ventaja electoral de este conflicto y convertirlo en trampolín para recuperar el poder; para ello evita mostrar su apoyo a unas políticas gubernamentales que les son muy próximas y esconde las aristas más impopulares de su programa.

            El interés y el deseo que manifiestan amplios sectores del sindicalismo y de la izquierda social por evitar la vuelta al poder del PP son legítimos. Pero sería un error fatal deducir que ese objetivo político va a ser más fácilmente alcanzable si se suavizan las críticas, se rebaja el alcance del rechazo a las medidas gubernamentales o la huelga general recibe unos apoyos limitados. Todo lo contrario: la crítica contundente a las medidas impopulares y erróneas que está aprobando el Gobierno y la movilización masiva de la ciudadanía para manifestar su oposición al giro antisocial que ha adoptado son imprescindibles para cimentar una alternativa progresista que defienda y represente los intereses populares. Una huelga general masiva que contase con amplios apoyos sociales puede forzar al Gobierno del PSOE a iniciar un nuevo rumbo político progresista capaz de retomar el diálogo social, reconstruir el “contrato” con sus bases de izquierdas y restablecer la confianza de sus electores o, en todo caso, a buscar fórmulas que reduzcan el impacto social y económico negativos de las medidas impuestas.

            Para intentar justificar el giro de su política socioeconómica y neutralizar la oposición popular, el Gobierno reelabora el viejo discurso de la necesidad de austeridad, de la aceptación de esos recortes y el empeoramiento de condiciones sociolaborales. Pero estas medidas de austeridad no son equitativas ni justas. Ni siquiera es una austeridad compartida ni equilibrada y el coste adicional de las medidas lo vuelven a pagar los débiles. Así mismo, una vez visto el poco poder de convicción del argumento de la “austeridad”, como discurso justificativo, utilizan el fatalismo de la rendición –prácticamente incondicional– ante el auténtico poder, el de los llamados mercados financieros, avalado por las instituciones de la UE.

            Sectores progubernamentales llegan a reconocer el carácter injusto de la nueva política de ajuste, pero ese paso atrás lo consideran totalmente obligado para evitar un hipotético retroceso superior, expuesto con catastrofismo. Admiten la existencia de cierta conciencia social de descontento, el desapego popular a esta política y a sus gestores, pero insisten en la amenaza y el chantaje de un castigo mayor. Ese fatalismo persigue la pasividad colectiva y pretende que la población se quede en una simple adaptación a esa imposición y en el intento de supervivencia individual.

En definitiva, el nuevo relato justificativo que ensaya el Gobierno y la dirección del PSOE se basa en un reformismo regresivo que pretende ser “eficiente” y que se presenta como un breve paréntesis que no hay más remedio que aceptar como mal menor, a la espera de una recuperación económica que permita retomar el rumbo progresista y social perdido. Puede que esa posición sea aceptada y hasta bien vista por los poderosos, pero es insuficiente para ejercer un liderazgo “social” y conservar sus apoyos electorales.

            En esta situación de giro de la política gubernamental para adaptarse a las exigencias de la patronal y la derecha y a las ambiciones de los mercados, junto con este ambiente ciudadano de malestar por los retrocesos impuestos y debilidad de expectativas de cambio, ha surgido la convocatoria de huelga general para el próximo 29 de septiembre. Es también la fecha elegida por la Confederación Europea de Sindicatos para dar una respuesta a políticas gubernamentales de similar contenido al que se están imponiendo en nuestro país.

            Con la huelga se manifiesta a los gobiernos europeos: “señores, no vayan en esa dirección, por ahí no se sale de la crisis, por ahí se ahonda el sufrimiento de la gente más afectada por ella”. Es lamentable contemplar cómo en apenas tres años se han ido recomponiendo las fuerzas e ideas ultraliberales que en un principio parecían salir malparadas de la crisis. De los lamentos iniciales de unas instituciones financieras al borde del colapso, que suplicaban la ayuda de los poderes públicos, y de las ambiguas formulaciones de corte netamente defensivo que resaltaban la necesidad de “refundar el capitalismo”, en las que se reconocía de una manera indirecta que las políticas de desregulación de los mercados impulsadas en las últimas dos décadas nos habían conducido a la catástrofe actual, se ha pasado a considerar a los mercados financieros como supervisores de la política correcta. Después de tres años de crisis, se vuelve exactamente al mismo predominio de la ideología y las políticas neoliberales que la provocaron. Así de corta es la memoria en estos asuntos.
 
            El Gobierno de Zapatero, por su parte, con el concurso de la oposición de derechas, se ha apresurado a convertir en Ley la reforma laboral. Posiblemente, es su manera de hacer frente a la huelga: confrontar la respuesta popular con la decisión parlamentaria. Quizás un arma de doble filo, porque, si la huelga tiene éxito, saldrán malparados aquellos que ostentan la representación política de la ciudadanía. Y esta última comprenderá que, al menos en lo que se refiere a la política laboral, el Parlamento está muy lejos de defender sus intereses. 

            Del examen de las medidas del Gobierno, que concretan los contenidos antisociales y perjudiciales para la reactivación económica de su viraje hacia políticas neoliberales, se deduce que existen motivos consistentes para oponerse a ellas.

            Hay condiciones suficientes para asegurar una masiva huelga general: profunda agresión a la mayoría de la sociedad, fuerte descontento popular y una voluntad básica de las estructuras sindicales para estimular el rechazo popular. El nuevo rumbo asumido por Zapatero, que no es otro que el que venían defendiendo (en sus componentes básicos o sustantivos) la derecha y la patronal CEOE, nada aporta para superar la crisis y nada ofrece para solucionar los problemas, carencias e inseguridades que sufre el conjunto de las clases trabajadoras. El giro iniciado por Zapatero hace pocos meses puede frenarse con una movilización sindical y ciudadana masiva que ponga de manifiesto el rechazo social a la nueva política gubernamental y a la reducción de rentas salariales, protección social y derechos laborales y sindicales en los que se concreta. Y cuanto antes se cierre ese paréntesis, mejor para todos.

El recorte del gasto público. El viraje hacia una política económica neoliberal

1. La nueva fase de la crisis económica mundial 

Al abrigo de la crisis de la deuda soberana griega y del contagio sufrido por las deudas públicas de otros países periféricos de la eurozona, la crisis económica mundial ha entrado en una nueva fase.

La última inflexión en el curso seguido por una crisis global que dura ya tres años puede situarse en torno al pasado mes de mayo de 2010. Fue entonces cuando la presión que ejercían desde hacía meses los mercados de deuda sobre varios países del euro, entre ellos España, provocó que la UE aprobara un Instrumento de Estabilidad Financiera de 750.000 millones de euros que contaba con la participación del Fondo Monetario Internacional. La grave situación del euro y la aprobación de ese fondo de rescate sirvieron de justificación para que las principales instituciones comunitarias (Consejo Europeo, Comisión Europea y Banco Central Europeo) impusieran un drástico programa de recortes del gasto público a todos los miembros de la UE y rescataran del olvido interesado, al que había sido relegado, el límite establecido por el Pacto de Estabilidad respecto al déficit público (3% del PIB) de cada socio.

            La nueva fase de la crisis global presenta dos características significativas. En primer lugar, Europa ha entronizado como objetivos prioritarios la consolidación fiscal y las políticas de ajuste y austeridad. Y, en segundo lugar, como consecuencia de esa nueva posición europea, los países capitalistas de mayor nivel de renta agrupados en la OCDE se han dividido en torno a dos tesis de política económica y dos concepciones sobre el papel de los Estados en el proceso de superación de la crisis económica mundial.

            Una parte, capitaneada por EE UU, defiende la idea de mantener el activismo fiscal por considerar que una retirada demasiado intensa o apresurada de los estímulos públicos a la recuperación económica podría provocar nuevas recaídas y considera que el objetivo prioritario sigue siendo reforzar la senda de frágil e incipiente crecimiento iniciada a finales de 2009. Sin menospreciar el objetivo de prestar mayor atención a la disminución de los grandes desequilibrios fiscales alcanzados, el Gobierno estadounidense plantea que las políticas de recorte del gasto público se realicen de forma pausada para que sean compatibles con el crecimiento económico, muestra su preocupación por los riesgos excesivos e innecesarios asumidos por Europa y teme que el duro ajuste que se han impuesto los países comunitarios frene su incipiente recuperación y repercuta de forma negativa sobre el crecimiento efectivo del conjunto de las economías del mundo desarrollado.

            La otra parte de la OCDE, liderada por el Gobierno alemán y las más altas instituciones de la UE, considera que los mercados financieros han demostrado su capacidad de poner en jaque la pervivencia del euro como consecuencia de unos desequilibrios presupuestarios que han alcanzado un nivel excesivo. Piensan que es obligado dar satisfacción a estos mercados y aceptar sus exigencias de reconducir urgentemente esos desequilibrios fiscales a los límites marcados por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

            Ningún responsable político europeo o institución comunitaria pueden dejar de considerar que un ajuste fiscal tan rápido e intenso como el que propugnan pone en peligro una reactivación apenas iniciada y multiplica los costes sociales y económicos ocasionados por la crisis. Pero parece que temieran aún más las implicaciones y dificultades de reformar y regular unos mercados financieros y un modelo de crecimiento globalizador o neoliberal que han propiciado la acumulación del capital en el último cuarto de siglo. Les preocupan menos los perjuicios e impactos económicos negativos que puede causar su apoyo a las demandas de los mercados financieros que las consecuencias de los errores que pudieran cometer al aplicar medidas que despierten la animadversión de esos mercados o no cuenten con su aval. Tienen miedo, sobre todo, a provocar la reacción de los grandes grupos económicos y financieros que siguen beneficiándose de una globalización económica mal y poco regulada y del protagonismo de unos mercados financieros que, al tiempo que demostraban su capacidad de cosechar enormes beneficios, han provocado una creciente inseguridad y riesgos sistémicos que durante más de una década y de forma recurrente han interrumpido el crecimiento económico.

            Sólo así puede explicarse la inacción de las instituciones europeas; que hayan hecho tan poco y tan tarde para reformar lo que de forma tan manifiesta ha funcionado mal o no ha funcionado en absoluto. El último ejemplo de esa incapacidad para concretar propuestas y contenidos ha sido el Consejo Europeo del pasado 17 de junio y las evanescentes y tantas veces repetidas declaraciones sobre regulación de los mercados financieros, Gobierno económico, estrategia de crecimiento o creación de empleo de calidad que, en la práctica, no conducen a ninguna parte ni cambian nada.

            Y sólo así puede entenderse por qué no han mostrado la más mínima preocupación por superar las debilidades institucionales de la UE y de la eurozona que la crisis de la deuda soberana ha puesto en evidencia y que han precipitado al euro y al conjunto de la UE en la peor crisis política y económica de su historia.

            La derecha política que domina la gestión de las instituciones comunitarias confía ciegamente en que los mercados (que en su ideología son las únicas instituciones capaces de superar la crisis y de resolver los problemas económicos) logren sanear las estructuras económicas y empresariales y acaben propiciando una nueva etapa de crecimiento. Mientras eso sucede, el rescate y la repetición de sus viejos mantras liberales sobre los automatismos y la eficiencia de los mercados no les distrae de su empeño en intentar desbrozar las restricciones e impedimentos legales, laborales y sindicales que pudieran limitar el despliegue de las decisiones empresariales en la próxima fase de crecimiento y en posteriores crisis. Se ha borrado de la agenda política de los órganos de gobierno de la UE el debate sobre qué tareas corresponden a los Estados, cuáles son sus responsabilidades ante la ciudadanía y qué políticas económicas deben impulsar para minimizar la destrucción de actividad económica y empleos viables que sigue ocasionando la crisis y aliviar los costes sociales y económicos que ésta provoca.

2. Las incertidumbres son muchas y no permiten que el análisis de la crisis desemboque en afirmaciones tajantes o cerradas

Las propuestas de análisis económico que se presentan o afirman como las únicas posibles no merecen demasiada consideración. En lugar de alimentar certezas, convendría propiciar la reflexión crítica de las personas de izquierdas sobre la nueva fase de la crisis económica y el grado de (in)adecuación e (in)eficacia de la nueva orientación de política económica adoptada por el Gobierno de Zapatero.

            Nos encontramos ante una situación de crisis económica preñada de incertidumbres e incógnitas que tienen su origen en factores de gran calado y carácter duradero. Las líneas que siguen tratan de examinar esas incertidumbres, detectar las tendencias principales y animar la reflexión y la movilización popular para impedir que la nueva política de ajuste presupuestario excesivo y dogmático asumida por la UE y avalada por los Gobiernos de los Estados miembros se prolongue en el tiempo.

            La primera de esas incertidumbres o incógnitas está relacionada con los efectos que tendrán las políticas presupuestarias restrictivas que ya se están aplicando (y las que en el futuro se pretenden seguir aprobando) sobre la actividad y el producto de las economías europeas. En cualquier caso, extender las políticas de ajuste presupuestario a socios que, como Alemania, tienen un exceso de ahorro que se plasma en grandes superávits por cuenta corriente no tiene ninguna justificación, no responde a ningún criterio de racionalidad económica y contribuirá poco o nada a la reactivación de la actividad económica y la generación de empleo en la UE. Establecer los mismos objetivos de reducción del déficit presupuestario para Grecia y España, tampoco.   

            La segunda incógnita afecta a EE UU y a la parte de la OCDE que respalda las políticas de mantenimiento (o retirada más lenta) de los estímulos públicos a la economía. No está nada claro que el fuerte crecimiento del PIB de EE UU en el último trimestre de 2009 y el primer trimestre de este año se consolide en el futuro inmediato. De hecho, los datos del segundo trimestre de 2010 indican una notable moderación del crecimiento del producto. El fuerte aumento de las importaciones estadounidenses ha debilitado los impactos positivos provenientes del relativamente favorable desempeño de la inversión productiva empresarial, la demanda de bienes de consumo, las exportaciones y, especialmente, el mantenimiento de un notable nivel de gasto público. La salida de la recesión en EE UU no es tan clara como parecía a primeros de año y podría desembocar también en una recuperación anémica y un prolongado periodo de muy débil crecimiento que reforzarían las tendencias al estancamiento de las economías comunitarias y las posibilidades de nuevas recaídas.

            La tercera incógnita se refiere a cuál es la situación real del sistema bancario en el mundo desarrollado y, especialmente, cuál es el verdadero nivel de solvencia de los grandes bancos europeos y qué capacidad tienen de resistir una segunda desvalorización sustancial de sus activos. El limitado alcance de las pruebas de resistencia del sistema bancario europeo y su interesada publicación a finales del pasado mes de julio (explícitamente orientada a enterrar desconfianzas, sostener el valor bursátil de los grandes bancos e impulsar el restablecimiento de los flujos crediticios) no han disipado las dudas, el escepticismo y los altos riesgos que siguen apreciando mercados y analistas. Dos problemas de gran relevancia van a influir en el posible deterioro, durante los próximos meses, de los ratios de solvencia de los grandes bancos internacionales. Por un lado, la depreciación aún pendiente de los activos relacionados con la burbuja inmobiliaria, tanto en lo que se refiere al valor de mercado de suelo e inmuebles como al deterioro de unos activos crediticios que dependen de empresas del sector inmobiliario y hogares que, de forma creciente, no pueden afrontar sus obligaciones de pago. Por otro, la evolución negativa de las cotizaciones de las deudas soberanas de algunos países del euro y su impacto sobre los resultados y patrimonios de los bancos que, en conjunto, detentan una parte muy significativa de los títulos de deuda pública cuyo valor descomunal sobrepasa el 40% del PIB de la eurozona.

            La cuarta incertidumbre, la de mayor potencial desestabilizador a corto plazo, está vinculada al curso de la crisis de las deudas soberanas mencionado antes y a los costes difícilmente imaginables que podría ocasionar un escenario en el que fuera efectiva la suspensión de pagos de algunos países de la eurozona. Esa hipotética suspensión de pagos tendría efectos devastadores sobre la situación y el funcionamiento del sistema bancario europeo y, por extensión, sobre el conjunto del sistema financiero, con sus inevitables repercusiones sobre la economía productiva. En sentido contrario, las indeseables consecuencias de ese improbable escenario podrían diluirse si lograra afirmarse la necesaria cooperación política de los socios de la eurozona para conseguir, a través de una mejora en la regulación y supervisión de los mercados de deuda o mediante la creación de nuevas instituciones y mecanismos no de mercado, que los Estados volvieran a obtener la financiación que necesitan a costes razonables.

            Y la última de las incertidumbres que aquí se contemplan, la de mayor calado estratégico, está relacionada con la (in)capacidad de las autoridades e instituciones comunitarias para encarar los verdaderos problemas que atenazan el crecimiento económico de la UE, debilitan su tejido industrial y los empleos de calidad anexos, aumentan el desempleo estructural y dificultan la financiación de las políticas de bienestar y protección social. Europa debe resolver graves problemas relacionados con la innovación productiva, la calidad del sistema educativo, el envejecimiento de la población, la eficiencia energética o la desindustrialización asociada a los procesos de deslocalización de actividades y empleos que son claves para mantener su potencial de crecimiento. Pero en lugar de encararlos, las instituciones europeas utilizan esos problemas reales de forma torticera para justificar reformas del mercado laboral o del sistema público de pensiones que nada pueden hacer para resolverlos ni, por tanto, para impulsar la reactivación económica y la creación de empleos.

            En todo caso, que haya que esperar hasta 2011, 2013 o años posteriores para ver en qué quedan las incertidumbres mencionadas, qué escenario acabará predominando y qué costes ocasionarán las medidas de ajuste fiscal sobre el crecimiento económico de la UE y las condiciones de vida de los sectores populares no significa renunciar al análisis crítico de la realidad ni al logro de un futuro mejor para la mayoría de las personas que incluya condiciones de vida más acogedoras y benévolas con los pobres y los sectores más débiles de la sociedad. Tampoco implica dejación alguna en la necesaria tarea de impulsar la movilización popular para tratar de impedir los muy perjudiciales planes con los que la derecha, el poder económico y ahora el Gobierno de Zapatero afrontan la crisis económica.

3. Pese a las incertidumbres que existen, la afirmación de que Europa se equivoca está bien fundamentada

La derecha europea y las instituciones comunitarias se equivocan al imponer un ajuste fiscal demasiado rápido, intenso y generalizado. El ímpetu irreflexivo con el que aprueban drásticos recortes del gasto público que ponen en peligro la reactivación económica contrasta con la despreocupación y la extrema lentitud que muestran a la hora de afrontar los problemas que están en el origen de la crisis global y que determinan su persistencia.

            Son muchos y sólidos los argumentos que permiten afirmar que Europa se equivoca.
            En primer lugar, no se puede alegar ninguna experiencia histórica que avale las posibilidades de éxito de un ajuste fiscal como el que pretende la UE. Las reducciones del déficit público conseguidas por Suecia entre 1993 y 1996 (de similar cuantía que el que ahora se impone a España) o por Canadá y Finlandia entre 1992/1993 y 1996/1997 (que partían de unos déficits algo menores, del 9% y del 8% respectivamente) no son un ejemplo válido porque se consiguieron en una coyuntura totalmente diferente de recuperación económica, tanto de los respectivos países como de la actividad, a la salida de una crisis de menor alcance que la actual. Por el contrario, la coyuntura económica que atraviesa la UE en estos momentos se caracteriza por un débil crecimiento que tenderá a empeorar en el segundo semestre de este año como consecuencia, entre otros factores, de las recientes medidas de reducción del gasto público.

            Va a ser extremadamente difícil que, en una situación de endeble crecimiento, los países con mayores desequilibrios fiscales puedan reducir sus respectivos déficits presupuestarios por debajo del 3% en 2013. Con un crecimiento potencial de la UE deteriorado por la crisis (inferior en todas las estimaciones al 2% anual que alcanzó durante la fase de crecimiento inmediatamente anterior a la eclosión de la crisis mundial), con una inflación tan baja como la que es previsible y agotada la potencial incidencia positiva de una política monetaria expansiva es imposible cumplir ese objetivo de reducción del déficit fiscal.
 
             Europa se equivoca, además, porque difícilmente va a conseguir que los mercados de deuda pública y, no se olvide, de deuda privada aflojen su presión sobre las obligaciones de los países periféricos de la eurozona y sus empresas. Los mercados de deuda seguirán con su juego de enfrentar y diferenciar a los países del euro porque las instituciones comunitarias se lo permiten y porque a través de ese juego consiguen grandes beneficios.

            Las autoridades comunitarias han decidido que los mercados de deuda pueden seguir con su peligroso juego y no parecen tener ninguna intención de cumplir con su obligación de impulsar las reformas necesarias para que esos mercados vuelvan a funcionar de forma eficiente o, como alternativa, creando otros mecanismos institucionales de financiación para solucionar los problemas crediticios que atenazan a la mayoría de las economías comunitarias.

            Yerra también Europa al resucitar unos dogmas ultraliberales que antes de la crisis habían demostrado su inoperancia e ineficacia y que la crisis había amortizado. La crisis ha vuelto a demostrar el carácter imprescindible de la acción reguladora y financiera de los Estados para salvar al sistema bancario, sostener la actividad económica de empresas y sectores claves y garantizar una protección social mínima. Tarde o temprano, los mantras ultraliberales que confunden interesadamente los necesarios y flexibles equilibrios macroeconómicos con un estricto, mecánico y generalizado equilibrio fiscal dejarán de escucharse y volverán a ser desplazados por ideas y políticas más funcionales.

             La reducción de los objetivos de la política económica a la consecución de arbitrarios y dogmáticos ratios cuantitativos o la consideración siempre positiva de toda reducción del gasto público, al que identifican con el despilfarro (sin diferenciar el gasto público inteligente y protector del gasto innecesario, prescindible o, sencillamente, contraproducente), no son razonables. El grave problema es que esas ideas neoliberales alientan políticas injustas e ineficaces que abren un horizonte excesivamente penoso para la mayoría de la sociedad y respaldan recortes del gasto social que deterioran las condiciones de vida de los sectores más vulnerables que cubren sus necesidades básicas gracias a transferencias y bienes públicos proporcionados por las administraciones públicas. De igual forma, la ideología ultraliberal impide la financiación de una inversión pública inteligente que es el sostén imprescindible de las políticas de transformación y modernización del tejido productivo, ahorro energético y sostenibilidad medioambiental de la actividad productiva.

            Y yerra Europa, finalmente, porque sólo parece capaz de ofrecer una vía de ajuste permanente (ya ha anunciado que a partir de 2013 el objetivo prioritario de la consolidación fiscal pasará a ser la reducción de la deuda pública hasta límites inferiores al 60% del PIB) que impide la acción pública a favor del empleo y el desarrollo de los bienes públicos, debilitará las políticas de cohesión social y territorial y erosionará las trasferencias y la atención pública que reciben pensionistas, parados, personas dependientes y sectores en riesgo de exclusión social. Esa vía de ajuste permanente amenaza con deteriorar los pilares del Estado de bienestar, debilitar aún más las políticas comunitarias de cohesión social y territorial y, en último término, poner en peligro el desarrollo de la UE y su propia pervivencia
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            En las actuales circunstancias, las políticas y propuestas que propugnan las instituciones europeas sólo pueden generar desafección entre una ciudadanía que, hasta hace poco tiempo, puso mayoritariamente sus esperanzas en el proyecto de unidad europea.
            La mayor parte de esos errores eran y siguen siendo evitables.

            La situación de los países periféricos de la eurozona y del euro no sería tan delicada si no fuera por las torpezas cometidas por los líderes europeos al afrontar la crisis de la deuda soberana griega. La mayor de todas fue avalar la destructiva hipótesis de salida del euro de Grecia y otros países de la eurozona, aumentando de forma extraordinaria la incertidumbre, la retirada de inversores institucionales de los mercados con mayor nivel de riesgo y los márgenes de juego para la especulación. 

            En el conjunto de los países del euro existía y sigue existiendo ahorro suficiente. Lo que sucede es que los mercados de deuda y, en general, los mercados financieros funcionan mal y no cumplen la tarea de canalizar ese ahorro, en la cuantía suficiente y a costes aceptables, hacia los países y sectores que lo necesitan y ofrecen mayor rentabilidad. Además de ineficaces, los mercados de deuda están generando riesgos innecesarios o los amplifican hasta hacerlos inmanejables y de imprevisibles consecuencias.

            En lugar de intentar reformar ese mal funcionamiento y superar las debilidades institucionales mostradas por la UE y la eurozona (con 16 países que emiten deuda soberana en euros sin contar con una mínima armonización fiscal ni con un presupuesto comunitario que permita transferencias significativas entre los socios), los líderes europeos siguen empeñados en desdeñar salidas cooperativas que impliquen compromisos predefinidos explícitos y permanentes. Como mínimo, si desearan resolver los problemas, la eurozona y el conjunto de la UE necesitaría establecer un acuerdo que incluyese mecanismos compartidos de respaldo a los países que sean atacados por los mercados, mayor supervisión de las políticas presupuestarias, definición razonable de normas presupuestarias aceptables y apoyo a políticas económicas estructurales que impulsen el crecimiento potencial de todos los socios. Pero ese necesario compromiso de cooperación institucional es, en la actual situación de la UE, inviable. Y nada hace pensar que su viabilidad aumente en un futuro más o menos próximo.

            En estos momentos, lo más urgente sería impulsar un crecimiento económico capaz de hacer creíbles unos objetivos de reducción del déficit público que fuesen compatibles con la sostenibilidad del crecimiento y tomasen en consideración las características específicas de los países que conforman la UE. Tampoco, pese a su urgencia, parece posible un acuerdo comunitario en torno a este punto.

            Respecto al objetivo de la reducción del déficit fiscal, conviene señalar algo obvio que no ha sido suficientemente resaltado: un recorte del gasto público no se traduce automáticamente en una reducción de similar cuantía del déficit fiscal. Todo ajuste del gasto público tiene un impacto mayor o menor que ocasiona la eliminación de actividad económica y, como consecuencia, una reducción de la recaudación fiscal. Las políticas presupuestarias restrictivas (sean recortes del gasto público, incrementos de impuestos o ambas medidas a la vez) generan efectos contradictorios sobre la reducción del déficit público cuyo resultado último no está asegurado, pues depende de múltiples circunstancias y factores. Entre esos factores cabe mencionar, por su carácter decisivo, los dos siguientes: en primer lugar, las expectativas y anticipaciones que despierte en los agentes económicos privados la disminución del gasto público; y, en segundo lugar, las políticas monetarias y de tipo de cambio que se apliquen durante el periodo de consolidación fiscal.

            El problema, en el caso del primer factor, es que no todos los agentes económicos tienen las mismas expectativas ni esas expectativas determinan completamente sus decisiones o desembocan indefectiblemente en una disminución de sus niveles de ahorro y un anticipo de sus decisiones de compra. Respecto al segundo factor, es previsible que unas políticas monetarias y de tipo de cambio expansivas contribuyan a sostener la demanda privada mientras se consigue la reducción efectiva del gasto público; pero, en sentido contrario, políticas de carácter restrictivo ocasionarían una debilidad de la demanda que anularía todo incentivo a adelantar inversiones y gastos de consumo.

En definitiva, una reducción del déficit fiscal tan intensa y rápida como la que se ha impuesto no puede lograrse simplemente con un recorte drástico del gasto público ni tal recorte puede sustituir al conjunto de reformas y medidas de política económica orientadas a superar la crisis.

            Sin embargo, las instituciones europeas no hacen nada o casi nada para afrontar los graves problemas que debilitan su potencial de crecimiento y entorpecen las posibilidades de salir de la crisis con una sólida y sostenible reactivación económica. En lugar de considerar esos problemas, Europa se aplica en facilitar unas reformas legales destinadas a reducir los costes laborales, aumentar la capacidad de decisión unilateral de las empresas en temas que correspondían hasta ahora a la negociación colectiva, prolongar unos ajustes que recaen esencialmente sobre el trabajo (tanto sobre los empleos como sobre los salarios) y disminuir la capacidad del Estado para financiar las políticas de protección y bienestar social. Los objetivos y políticas de la UE parecen haber quedado reducidos a dos: contribuir a que las empresas recuperen lo más rápidamente posible las tasas de beneficios que lograban antes de la crisis y asegurar los equilibrios macroeconómicos que dicta el credo ultraliberal y han quedado plasmados en los arbitrarios e inútiles ratios del Pacto de Estabilidad. Poco equipaje de ideas y mal instrumental para superar una crisis global de un calado y complejidad que sólo tienen parangón con la Gran Depresión iniciada en 1929.

            Europa equivoca el análisis, los centros de atención prioritaria, los objetivos y las políticas económicas. Esos errores los van a terminar pagando los sectores más débiles de la sociedad, los países periféricos de la eurozona y el propio proceso de construcción de la unidad europea. 

4. Zapatero se equivoca por partida doble en la política económica que ahora defiende

Zapatero y el Gobierno que preside no sólo han aceptado la política de consolidación fiscal dictada por las instituciones de la UE; han hecho de esa imposición virtud y defienden un drástico recorte del gasto público que recae fundamentalmente sobre las clases trabajadoras y los sectores de menor renta.

            Enumeremos algunas de las razones que permiten rechazar el giro de política económica realizado por Zapatero.

Primera razón. Hace suyos los argumentos y las políticas de consolidación fiscal que imponen las instituciones europeas sin manifestar ninguna reserva ni distanciamiento crítico, a pesar de que una parte significativa de los economistas y especialistas que le habían apoyado hasta ahora se han distanciado, dudan de su eficacia y no ahorran críticas a unos recortes del gasto público que consideran discutibles y, en algunos casos, contraproducentes para afianzar la reactivación económica.

            Segunda razón. Una vez aceptada la necesidad y la cuantía de la consolidación fiscal, no ha planteado medidas que hagan recaer de forma equilibrada los costes sobre el conjunto de la sociedad, en función de la desigual capacidad de los diferentes sectores para encajar los costes asociados a ese ajuste. Ha hecho recaer todo el peso del ajuste sobre los pensionistas y los empleados públicos (congelando pensiones y reduciendo sueldos) y sobre la población de menor renta (subiendo el IVA y encareciendo significativamente el acceso a unos bienes imprescindibles para que la población con menos recursos satisfaga sus necesidades básicas). Por el contrario, la minoría que concentra las rentas del capital, posee los grandes patrimonios y fortunas y percibe mayores ingresos apenas se ha visto afectada.

            Tercera razón. Presenta las políticas de ajuste aprobadas como medidas para salir de la crisis a pesar de que, probablemente, es consciente de que esas medidas van encaminadas exclusivamente a contentar a los mercados financieros, sanear las cuentas públicas a costa de lo que sea (poniendo en peligro el crecimiento económico y su propia credibilidad) y tratar de generar confianza en los agentes económicos para que los mercados hagan cuanto antes el trabajo que se supone deben acabar realizando de impulsar una nueva etapa de acumulación de capital. Confía en que la nueva fase de crecimiento no se retrase demasiado y que en dos años, antes de las próximas elecciones generales, pueda argumentar de forma creíble que los brotes verdes de la reactivación han vuelto a retoñar.

            Cuarta y última razón. Demuestra que no asume o no comprende los problemas e insuficiencias estructurales de la economía española, a pesar de que la crisis económica global los ha puesto en evidencia de forma descarnada. Problemas relacionados, en primer lugar, con una especialización productiva en los sectores de la construcción residencial y una parte muy amplia de los servicios menos especializados que han experimentado durante la última década un crecimiento desmesurado a resguardo de la competencia internacional y que se caracterizan por su bajo valor añadido, escasa productividad, consumo intensivo de materiales y energía y un enorme peso de empleos poco cualificados, temporales y mal remunerados. Y, en segundo lugar, porque el notable crecimiento económico logrado dependía de una financiación exterior insostenible que impulsaba y alentaba decisiones de consumo e inversión muy arriesgadas por parte de unos agentes económicos privados que no percibieron los altos niveles de riesgo asociados al sobreendeudamiento que asumían.

            Hay que resaltar que tampoco los mercados, las agencias de calificación o las instituciones europeas cumplieron con su tarea de detectar, estimar e indicar esos riesgos.

            Enredada la opinión pública en unas reformas del mercado laboral o del sistema público de pensiones que se plantean como ineludibles y urgentes, poca atención reciben los problemas de fondo de un modelo de crecimiento que se basó (entre 1995 y 2007) en un endeudamiento excesivo e insostenible del sector privado y, posteriormente (a partir de 2007), en su sustitución parcial por el endeudamiento público para impedir que la crisis global desembocase en otra Gran Depresión. Tan poca atención como la que se dedica a analizar los graves problemas económicos que desde hace más de una década causa la globalización al conjunto de las economías comunitarias y que deben ser resueltos para iniciar una nueva fase de crecimiento sostenible: desindustrialización y pérdida de actividades y empleos de relativamente alto valor añadido y cualificación laboral; menor peso de las rentas salariales en el PIB; aumento de la desigualdad en la distribución de la renta nacional; disminución del peso porcentual de las exportaciones comunitarias en el comercio mundial; reducido crecimiento del PIB; crisis recurrentes de carácter financiero que generan riesgos sistémicos; gravedad creciente de los problemas medioambientales, energéticos y alimentarios…

            La crisis, al prolongarse en el tiempo, sigue deteriorando y destruyendo capacidades y tejidos productivos, actividades económicas y cualificaciones laborales que ocasionan una pérdida, en parte irreversible, del potencial de crecimiento. Ahora, además, la decisión política de dar prioridad a un drástico ajuste fiscal añade dificultades a una reactivación que ya era muy endeble y, como consecuencia, al mantenimiento de la recaudación de ingresos públicos.

            En tales circunstancias, lo más probable es que la reducción del gasto público debilite la demanda interna (principal componente del PIB), sin lograr una reducción equivalente del déficit público. Podría consolidarse un inquietante círculo vicioso: el recorte del gasto público dificulta el crecimiento; el menor nivel de crecimiento reduce la inversión, deteriora capacidades productivas y añade dificultades a la tarea de mantener el nivel de los ingresos públicos; finalmente, los desequilibrios fiscales persisten y demandan nuevos recortes en el gasto público. 

            Cabe señalar, por último, que al abrazar de forma tan incondicional las políticas de ajuste fiscal impuestas por Europa, Zapatero vincula completamente su prestigio y su crédito a esas políticas y a los resultados económicos que se cosechen. El problema es que las políticas de ajuste fiscal aprobadas no responden a las necesidades de modernización y cambio productivo de la economía española, no pueden propiciar el surgimiento de nuevos sectores y actividades que alienten una nueva fase de crecimiento basada en la sostenibilidad y la innovación, no pueden generar empleo neto ni contribuir a que los sectores populares recuperen las rentas y el bienestar perdidos. Es probable, incluso, que ni siquiera supongan avances significativos en la senda trazada de reducir el déficit público al 3% del PIB en 2013. Si esto fuera así, los errores y el descrédito de Zapatero supondrán una puerta abierta para que la derecha gane las próximas elecciones generales (previstas inicialmente para 2012), constituya el próximo Gobierno y aplique sin trabas ni medias tintas su programa neoliberal y las exigencias íntegras de la patronal que representa la CEOE.

            Algunas de las equivocaciones de Zapatero podrían responder a exigencias externas ineludibles, pero incluso en esos casos la ciudadanía de izquierdas y el propio electorado del PSOE deberían exigir al Gobierno y a su presidente un mayor distanciamiento crítico con las políticas impopulares que se les imponen, más tino al modular los ritmos a los que se aplican esas políticas, cierto interés en exigir sacrificios fiscales a los grandes patrimonios y fortunas, mayor receptividad a los planteamientos y demandas sindicales y un respaldo más efectivo a los sectores sociales más humildes, vulnerables o en riesgo de exclusión.

            En todo caso, una vez consumado el giro de política económica por parte del Gobierno, es muy importante que Zapatero y el PSOE tengan una referencia crítica que les haga conscientes de su alejamiento de los problemas que perciben y sufren las clases populares, entre los que ocupan una posición relevante la creación de nuevos empleos para los parados, mayor estabilidad de los contratos y empleos y protección suficiente para los desempleados y esa parte creciente de la población que sufre pobreza y exclusión. Es necesario impulsar una movilización ciudadana masiva que destaque una nueva jerarquía de prioridades, advierta de la posibilidad de hacer otra política económica y manifieste de forma inequívoca que las medidas que está tomando el Gobierno son, además de inservibles para impulsar cualquier tipo de crecimiento económico, perjudiciales para la mayoría de la sociedad.

La reforma del mercado de trabajo recorta los derechos laborales
Una reforma regresiva

El Gobierno aprobó la reforma laboral el 16 de junio, mediante el Real Decreto 10/2000; está en vigor desde esa fecha y ya ha empezado a ser utilizado por las empresas. Al tiempo, envió el texto al Congreso como Proyecto de Ley para su modificación y aprobación.

            En la Comisión de Trabajo del Congreso se aprobaron 15 enmiendas que, en la mayoría de los casos, empeoraron aún más la normativa original. El texto enmendado fue aprobado el 29 de julio con el único apoyo del PSOE, mientras los grupos de la derecha nacionalista (CiU, PNV y CC) se abstenían, el PP votaba en contra (marcando distancias y reclamando medidas más duras) y los representantes de la izquierda (IU-ICV, ERC, BNG y NaBai) manifestaban su oposición a una reforma que consideran injusta. Tras su paso por el Senado, durante el mes de agosto, y las posibles nuevas modificaciones, su aprobación definitiva por el Pleno del Congreso está prevista para el próximo 9 de septiembre.

Las principales medidas que contempla la ley son las siguientes:


            Se abarata el despido y se recortan los derechos de las personas que son despedidas. La generalización del “contrato indefinido de fomento a la contratación” va a suponer la extinción paulatina de los contratos “fijos” con derecho a una indemnización por despido improcedente de 45 días por año trabajado. La indemnización por despido improcedente pasará de esos 45 días por año trabajado a 33 días y la cuantía máxima a percibir por la persona despedida, de 42 a 24 mensualidades.

            Se facilitan y se hacen más rápidos los despidos. Se amplía la justificación para el despido “objetivo” por causas económicas, productivas y organizativas (con una indemnización de 20 días por año trabajado y un máximo de 12 mensualidades): «Se entiende que concurren causas económicas cuando de los resultados de la empresa se desprenda una situación económica negativa, en casos tales como la existencia de pérdidas actuales o previstas o la disminución persistente de su nivel de ingresos» (enmienda aprobada el 29 de julio en la Comisión del Congreso de los Diputados). Esta fórmula de despido objetivo “procedente” tiende a su “descausalización”. Al ser más barato y de fácil justificación, ya que se puede sustentar en simples “previsiones”, puede convertirse en el de uso más frecuente; a lo que contribuye que se pueda aplicar a todos los contratos indefinidos vigentes (incluso a los empleados laborales de las administraciones públicas), no sólo a los nuevos contratos. Paralelamente, también se amplía la penalización del absentismo, entre otras cosas, posibilitando el despido procedente de las personas con más del 20% de ausencias, aunque estén justificadas.

            Al permitir el despido con la mera previsión de unos resultados negativos o unos beneficios menores que los del ejercicio anterior, se promueve el despido preventivo y se incentiva la subcontratación de las tareas que realizan trabajadores con contrato indefinido, dado que al abaratar su despido resultará más fácil compensar las menores indemnizaciones con el ahorro de costes laborales que suponga la subcontratación.

            Estos retrocesos se suman al ocasionado por el despido “exprés” (aprobado en la reforma laboral del año 2002), que permite al empresario adelantar el importe de la indemnización, evitar los salarios de tramitación, aceptar la improcedencia y no justificar causas. Así mismo, se elimina el despido nulo con derecho a incorporación al puesto de trabajo, salvo atentado a principios fundamentales. Como además se rebaja de 30 a 15 días el tiempo de preaviso, el despido no sólo resulta más fácil y barato sino mucho más rápido.

           Se subvenciona el despido. Para abaratar aún más los costes de todos los despidos, tanto los considerados procedentes como los improcedentes, se generaliza a todas las empresas una subvención pública de 8 días de la indemnización. La persona con contrato indefinido que fuese despedida recibiría el importe total (45 o 33 días por año trabajado si el despido es considerado improcedente y 20 días, si es objetivo), pero la empresa se ahorraría esos 8 días. Esta subvención pública supone un incentivo añadido para seguir eliminando empleos y un obstáculo para ensayar fórmulas de reorganización de la fuerza de trabajo que no presupongan la reducción de la plantilla.             La subvención de las indemnizaciones por despido será financiada provisionalmente con los recursos públicos del Fondo de Garantía Salarial (FOGASA), pero en el futuro se constituirá un fondo de capitalización “individualizado”, del que aún falta concretar su financiación. No obstante, la presión patronal y los proyectos gubernamentales apuntan a evitar nuevos costes y aportaciones para las empresas y se inclinan por retraer recursos de las actuales cuotas sociales (incapacidad, formación o desempleo). El conjunto de estas medidas conduce a una situación muy próxima a la del “contrato único” que pretende la patronal, ya que se igualan por abajo las garantías de indefinidos y temporales a la hora de ser despedidos; aunque en el caso de estos últimos el recurso al despido (improcedente u objetivo) es muy excepcional. En resumen, se rebaja la protección del contrato indefinido pero persiste la flexibilidad para la utilización masiva del contrato temporal con indemnización cero al causar baja en el empleo, por lo que los empresarios tampoco van a prescindir de una contratación temporal que cuenta con muchas ventajas adicionales para ellos.

            Se debilita la capacidad reguladora y garantista de la negociación colectiva y se incrementa el poder empresarial. Se amplía la capacidad de la empresa para no aplicar los acuerdos pactados en un convenio sectorial (sistema retributivo, tiempo de trabajo y organización de la actividad). Las materias vinculantes del convenio sectorial se reducirían al cómputo total de horas anuales, sistema de clasificación profesional y medidas sociales. La empresa podrá soslayar los acuerdos pactados, incluyendo la posibilidad de reducción de los salarios, sin aportar causas, contando únicamente con el visto bueno de los representantes sindicales de la empresa y, prácticamente, sin control judicial; ni los sindicatos más representativos del sector ni la comisión paritaria del convenio colectivo tendrán capacidad de intervención. Se rompe así el criterio de condiciones “mínimas” del convenio sectorial, a partir del cual cada empresa podía ampliar y mejorar las condiciones sociolaborales mediante acuerdo, incorporando sus especificidades, pero nunca empeorar esas condiciones mínimas. Se desarticula de este modo la capacidad de transmitir al conjunto de un sector el mayor poder contractual de los trabajadores de las grandes empresas y se dificulta la generalización de las conquistas de mayores niveles salariales, menores jornadas de trabajo o mejores condiciones sociolaborales.

            Se amplían las funciones de intermediación de las Empresas de Trabajo Temporal (ETT) dirigidas a los segmentos con mayores posibilidades de encontrar empleo y se deterioran los Servicios Públicos de Empleo, con repercusiones especialmente negativas para las personas paradas de baja cualificación.

Junto a todos estos contenidos regresivos, cabe mencionar algún aspecto positivo de carácter muy secundario. Por ejemplo, la promoción de pequeños planes formativos para los jóvenes. Igualmente, respecto a los contratos temporales hay dos mejoras limitadas de escasa aplicación: la primera, el aumento de un día adicional de indemnización por año de trabajo en caso de despido improcedente, hasta alcanzar los 12 días en 2015; y la segunda, un tope de tres años para el contrato de obra y servicio.

            Mejoras muy insuficientes que no contemplan la creación y promoción de empleos de calidad para jóvenes, aspecto crucial para disminuir sus elevadas tasas de paro y sus prolongadas y precarias transiciones laborales, no permiten atajar la alta temporalidad injustificada y fraudulenta ni controlar la subcontratación. La flexibilidad que proporcionan los contratos temporales, la posibilidad de encadenar contratos si las condiciones del mercado lo requieren y el aliciente de finalizar el contrato sin coste alguno, constituyen un poderoso incentivo, pese al abaratamiento de costes en los contratos indefinidos, para que las empresas sigan utilizando de forma masiva la contratación temporal y se mantenga la actual dualidad del mercado laboral.



            En el texto de la Comisión parlamentaria se ha añadido la petición de una reforma complementaria. Se plantea un plazo de seis meses para, si no hay acuerdo entre organizaciones empresariales y sindicatos, «reformar el sistema de negociación colectiva vía parlamentaria». Es una amenaza que pretende debilitar la capacidad contractual del sindicalismo y desarticular los convenios colectivos sectoriales, estatales y provinciales. Igualmente, se anuncia la reforma de las prestaciones de desempleo, que estarían condicionadas a la realización de una actividad de formación o a la aceptación de cualquier empleo de inferior cualificación o remuneración. No obstante, el Senado ya ha introducido una enmienda en esa dirección: la reducción desde los 100 días actuales a 30 días el tiempo para que el desempleado acepte la realización del curso formativo propuesto por el Inem si no quiere ver penalizado su derecho a la prestación. El planteamiento es muy similar al que recogía la reforma del PP de 2002 y que se logró paralizar con otra huelga general: reducir la protección al desempleo e individualizar la responsabilidad de la condición de parado y su “empleabilidad”, sin abordar un plan consistente y prolongado de creación de empleos de calidad ni una mejora sustancial de la cualificación profesional.

            La última amenaza sobre las prestaciones por desempleo se anuncia cuando hay más de 1,8 millones de parados de larga duración, siguen aumentando los parados que agotan sus prestaciones por desempleo y el subsidio de 426 euros mensuales que se ofrece, durante seis meses, a los que hayan agotado sus prestaciones contributivas se administra y prorroga con cicatería para que el número de beneficiarios, hasta ahora poco más de 600.000 personas, no aumente en demasía. Es precisamente en tan preocupante situación de inseguridad y mínimos ingresos (que afecta a millones de personas sin ningún tipo de cobertura y a 1,3 millones de hogares que tienen a todos sus miembros activos en paro), el momento elegido para  escatimar unos recursos para la protección de los parados que son ya hoy muy insuficientes e imponer nuevas exigencias y restricciones para percibir prestaciones y subsidios.

            De más está añadir que las políticas activas de empleo y la responsabilidad que compete a las autoridades públicas en generar y promover una oferta suficiente de puestos de trabajo brillan por su ausencia en el texto de esta ley, al igual que en los programas de la mayoría de los partidos políticos y en los debates parlamentarios a propósito de la reforma del mercado de trabajo.

Una reforma laboral injustificable

Con esta reforma laboral, el despido se convierte en “libre” para el empresario, sin derecho a readmisión, sin causa y más barato. Se rebaja la protección jurídica de trabajadores y trabajadoras frente a la arbitrariedad empresarial. Se reducen drásticamente la estabilidad en el empleo y los derechos y garantías laborales, y se somete a la población trabajadora a una mayor subordinación e inseguridad. La nueva normativa favorece el poder discrecional del empresario y debilita las garantías laborales del asalariado, a quien deja más indefenso. Incentiva a las empresas a seguir con los ajustes de plantillas, al proporcionar nuevas facilidades y menores costes para los despidos. Disminuye la capacidad defensiva y negociadora de los asalariados y su representación sindical. Y diluye el amparo de las garantías jurídicas que proporciona el derecho laboral.

            En definitiva, representa un claro retroceso de los derechos laborales, el de mayor alcance de las últimas décadas que, acumulado al de las anteriores reformas laborales, va a consolidar, si no se reconsidera, un mercado de trabajo frágil y más desprotegido.

             Las medidas aprobadas profundizan la vía de abaratar costes laborales y doblegar la fuerza de trabajo en lugar de incentivar las mejoras en la organización del trabajo, la tecnología y la cualificación. Utiliza la flexibilidad interna para empeorar las condiciones laborales y debilitar la capacidad contractual de los sindicatos. No es una vía sustitutoria de la destrucción de puestos de trabajo sino que la complementa, dada la alta flexibilidad externa derivada de la elevada contratación temporal y el impulso que recibe el abaratamiento y la “descausalización” del despido.

            Se refuerza la doble vía de la flexibilidad externa, salida y entrada en el empleo, y la flexibilidad interna, poder empresarial para modificar y empeorar las condiciones de trabajo. La flexibilidad aprobada no favorece la adecuación de las condiciones laborales y el tiempo y la jornada de trabajo a los intereses y necesidades de trabajadores y trabajadoras (como, por ejemplo, para facilitar la conciliación con la vida familiar y el desarrollo personal) ni aumenta la voluntariedad en su elección.

            Por tanto, es una reforma que impulsa una menor seguridad para la población trabajadora y una mayor inestabilidad y fragmentación laborales, mantiene la dualidad de la contratación laboral, consolida la segmentación y precariedad laboral y no promueve la creación de empleo.

            Además de injusta, tiene difícil defensa. Para justificar esta reforma laboral, fuentes gubernamentales, académicos afines, grupos de interés financiados por las patronales y los medios de comunicación más permeables a estas influencias han ensayado diversos argumentos y discursos.

            En un primer momento, invocaron la retórica tradicional de que la reforma es un instrumento imprescindible para reducir el paro y la temporalidad. Dada las numerosas evidencias disponibles en contra de tal argumento, hasta las máximas autoridades del Ministerio de Trabajo han terminado por admitir que no eran ésas las misiones principales de reforma laboral.

            Agotado el argumento anterior, instrumentalizaron un discurso de apariencia progresista: el de la “igualdad” frente a la segmentación. El sindicalismo y la izquierda han basado en la igualdad la lucha para homogeneizar condiciones y derechos laborales, evitar la fragmentación laboral y defender un “empleo de calidad”: empleo estable, salario digno y plenos derechos sociales y laborales. Esos objetivos se asientan en valores fundamentales de la sociedad y la izquierda y permiten mejorar la situación de los sectores más vulnerables.

            Esa idea de igualdad como mejora impregnó la retórica que intentaba justificar anteriores reformas laborales (temporalidad mejor que paro; contrato de fomento mejor que temporal).

            Ahora, en cambio, se le da la vuelta a la idea de la igualdad y se asocia a la reducción de derechos. La igualación se hace hacia abajo, supone pérdida y disminución de garantías.

            No hay ninguna intención de reducir los privilegios de todo tipo de las elites directivas o gestoras; lo que se pretende es eliminar las mejoras relativas de una parte sustancial de las capas trabajadoras con contrato indefinido que todavía estaban relativamente amparadas por la normativa y la protección conseguidas con la negociación colectiva.

            No tienen credibilidad los argumentos de los poderes económicos, dirigentes políticos y académicos que intentan aparecer como defensores de los “débiles” frente a la rigidez del mercado y los privilegios de los trabajadores “fijos”. Su retórica “igualitaria” no les permite esconder los verdaderos objetivos de la reforma: equiparar derechos a la baja, aumentar el poder discrecional de la empresa, extender la precariedad e impulsar la fragmentación y la división de las clases trabajadoras.

            No obstante, ante la falta de credibilidad social de la supuesta “bondad” de los ajustes y retrocesos de derechos laborales, así como la poca legitimidad del discurso de la “austeridad” (para las capas populares) se hace evidente en sectores amplios de la sociedad el carácter regresivo de esa política.

Las pensiones, el próximo objetivo de las reformas antisociales

El giro antisocial del Gobierno no culmina con la reforma laboral. El próximo paso es la reforma del sistema público de pensiones. El Gobierno ha vuelto a plantear que es urgente e imprescindible. Las medidas fundamentales que ya se han anunciado son el incremento de la edad de jubilación de 65 a 67 años (con la posibilidad de jubilación anticipada a los 65 años con la correspondiente penalización) y la ampliación de 15 a 25 años para el cálculo de la base reguladora. En el caso de que la ampliación sea a 25 años, el efecto fundamental de la propuesta gubernamental consistirá en un recorte que podría suponer hasta un 20% del total de ingresos que perciben los pensionistas y un ahorro del gasto público en pensiones del 4% del PIB (aproximadamente, un 30% del gasto público que actualmente financia las pensiones).

            La prolongación obligatoria de la edad legal de jubilación afecta al conjunto de los trabajadores, pero es especialmente penosa en los trabajos que exigen un mayor esfuerzo físico o mental. Y es especialmente contraproducente para facilitar la ocupación de los jóvenes.

            Nada garantiza, por otro lado, que la prolongación obligatoria del trabajo hasta los 67 años asegure un puesto de trabajo hasta esa edad. Antes bien, la perspectiva que se ofrece realmente a buena parte de los trabajadores es de dos años más en situación de paro y, como consecuencia, una disminución de la base reguladora que desembocará en una menor pensión. 
 
            La idea de unas pensiones públicas “generosas” es completamente falsa; la realidad es que la inmensa mayoría de las pensiones son muy bajas: el gasto público en pensiones apenas supone (en paridad de poder adquisitivo) el 61% del que alcanza en la UE-15 y la financiación del sistema público de pensiones (9% de PIB en España frente al 12% de la UE-15) y del conjunto del gasto social (20% del PIB en España y 27%, en la UE-15) es muy escasa. La mayoría de los pensionistas (cerca del 70%) cobra menos de 1.000 euros mensuales de jubilación y, como consecuencia, los mayores de 65 años están amenazados por altas tasas de riesgo de pobreza (28% del total de personas jubiladas), respecto a la media de la UE-15 en ese grupo de edad de 65 años y más en relación al conjunto de la población española (20% en ambos casos).

            La reforma perjudica a las clases trabajadoras y favorece la consolidación de unos sistemas privados complementarios, como inversión previsora de los sectores de renta media y alta, que ampliarán el negocio financiero y resultarán particularmente beneficiosos para los grandes bancos.

            La justificación gubernamental de la reforma se basa en un determinismo que sobrevalora la estimación de las variables demográficas y utiliza hipotéticas tendencias poblacionales para aprobar medidas que no tienen ningún sostén social o económico en la realidad actual. Se sigue instrumentalizando, como se viene haciendo desde hace dos décadas, un discurso catastrofista y pseudocientífico de envejecimiento poblacional para empeorar los sistemas públicos de protección social, profundizar la reestructuración del Estado de bienestar y presentar como “natural” e incuestionable el recorte de derechos sociales.

            Detrás de tan débiles justificaciones no es demasiado difícil encontrar la firme voluntad del Gobierno de contentar a los mercados financieros y mostrar aplicación en el cumplimiento de sus exigencias.

            No hay razones válidas para la reforma de un sistema público de pensiones que ha seguido consiguiendo superávit, incluso en estos dos últimos años de decrecimiento del PIB.

            Es posible que a largo plazo (dentro de dos décadas, según las estimaciones gubernamentales) haya dificultades de financiación, pero esos futuros problemas de insuficiencia financiera se pueden abordar por el lado de los ingresos directos del sistema –incrementando las tasas de ocupación y empleo y mejorando la formación de los trabajadores, la calidad del empleo y los salarios– o por la vía de promover una fiscalidad progresiva.

            El actual sistema público de pensiones es sostenible, es mejorable y puede ofrecer unas pensiones más dignas. Hace falta para ello voluntad política, firmeza en la defensa de los intereses de la mayoría y decisión para aplicar una política socioeconómica progresista que responda a las necesidades de esa mayoría.

La movilización ciudadana puede impedir unas reformas injustas que sólo interesan a la patronal y los mercados financieros

Hay razones consistentes y suficientes para rechazar el giro antisocial del Gobierno y las reformas que concretan ese cambio de rumbo y deterioran los derechos y las condiciones de vida de la mayoría. El proceso emprendido y el alcance regresivo de las medidas aprobadas tienen consecuencias profundas y duraderas. Van a condicionar la intensidad de la recesión, el tipo de salida de la crisis, el modelo socioeconómico resultante, las futuras relaciones laborales y la solidez del Estado de bienestar.

            Si estas reformas llegan a aprobarse y a aplicarse sin una fuerte oposición social facilitarán el paso a nuevas agresiones sociales, debilitarán las dinámicas progresistas y desarticularán el sentido de justicia social y la cultura democrática que siguen vigentes, particularmente, en la izquierda social y el tejido asociativo popular. 

            Las reformas gubernamentales entroncan con un interés inmediato de la patronal y los mercados financieros: disciplinamiento de la fuerza de trabajo e incremento del poder empresarial. Ello no obsta para que el poder económico y la derecha exijan y propugnen todavía más dureza para conseguir unos beneficios complementarios derivados de una mano de obra barata e indefensa.

            La reforma laboral y la prevista reforma del sistema público de pensiones chocan con los intereses inmediatos de la mayoría de la sociedad, con la exigencia de responsabilidades a los culpables de la crisis y con la más mínima conciencia de justicia social y protección de los sectores vulnerables.

            Las reformas no van destinadas a generar empleos más seguros o estables ni a asegurar unas pensiones dignas. Por el contrario, facilitan la sustitución de empleo cualificado fijo por otro precario y de menor calidad y generan mayor vulnerabilidad e inseguridad que afectan especialmente a las personas mayores y los parados. Amplían las incertidumbres y disminuyen las transferencias públicas a parados y pensionistas, reduciendo su capacidad de compra y la demanda de productos y servicios necesarios para mantener unas condiciones de vida dignas.

            La reforma laboral no se justifica en la supuesta rigidez o la poca productividad de la mano de obra ni tampoco en la solidaridad con los parados o precarios. Al abaratar y facilitar los procesos de ajuste de plantillas en empresas y administraciones públicas deja en una posición más indefensa a los asalariados y dificulta una vía alternativa de reestructuración y salida de la crisis, basada en el impulso de la formación y cualificación laboral, con más y mejores puestos de trabajo, la redistribución de la renta nacional a favor de los salarios, mayor capacidad adquisitiva de las clases trabajadoras y extensión y mejora de la protección y el bienestar social.

            La huelga general del 29 de septiembre tiene unos objetivos inmediatos: expresar la oposición popular al giro antisocial de las políticas gubernamentales; rechazar la reforma laboral y evitar la anunciada reforma del sistema público de pensiones; defender los derechos laborales y sociales; y exigir un cambio de la política socioeconómica. Pero tiene también, al mismo tiempo, un objetivo de más alcance: reforzar la legitimidad y consistencia del sindicalismo, la izquierda social y los sectores populares para promover un proceso social que permita una salida progresiva de la crisis, apueste por el cambio de las estructuras sociales y promueva un modelo socioeconómico y de empleo más justo y sostenible.

Javier Álvarez Dorronsoro es ingeniero; Antonio Antón, sociólogo, y Gabriel Flores, economista.