Javier de Lucas

La crisis y la política de inmigración y asilo.Tiempos (más) difíciles
(Página Abierta, 201, marzo-abril de 2009).

            Hoy, la omnipresencia de la crisis hace rememorar aquel profético e irónico Crisis, what crisis? de Supertramp. Es tal la utilización de la crisis como argumento que justifica todos los rotos y descosidos, que ya nadie parece esforzarse en tratar de justificar medidas que apelan al trágala como única actitud de los ciudadanos ante lo que está cayendo. Y en esa generalización del ver, oír y, sobre todo, callar que se impone para que los de siempre paguen los platos rotos que han dejado los antaño másters del universo, toca el turno al socorrido chivo expiatorio de la inmigración. Así, en los últimos meses y al socaire de la crisis, se multiplican los discursos acerca de la urgencia de ofrecer respuestas adecuadas –véase contundentes, eficaces– frente al escenario de presión insoportable de los movimientos migratorios que pretenden llegar y aun instalarse en el privilegiado territorio de la Unión Europea, tanto los inmigrantes en sentido estricto como los refugiados. La propia UE ha dado muestras evidentes de la necesidad de avanzar en esa vía en el segundo semestre de 2008 (1). Y el Gobierno español parecería seguir un camino similar con sus recientes propuestas de reforma de la Ley de Asilo y de la mal llamada Ley de Extranjería (2).

            El caso es que lo más preocupante, si se me permite enunciarlo así, no es –no es sólo– el daño que se causa a la población inmigrante, estigmatizada y aun perseguida de forma indiscriminada y vergonzosa, como lo acaba de ilustrar en España el bochornoso episodio de las redadas a la carta impuestas a la policía en aras de mostrar que se lucha denodadamente contra la inmigración ilegal, presentando irresponsablemente a los irregulares, una vez más, como ejército de reserva de la delincuencia, cuando no su vanguardia. Lo peor es el daño que se causa al Estado de Derecho, a la democracia y sí, también, a la cohesión social y a la capacidad de aunar esfuerzos para salir de la crisis.

            Por eso es tan difícil resistirse a evocar la actualidad de la alternativa propuesta por la jurista francesa Danièle Lochak ante los desafíos de la inmigración: Face aux migrations, Etat de Droit ou état de siége (3). De suyo, tal alternativa no es una novedad y subyace a un reiterado enfoque del pretendido dilema entre libertad y seguridad, que aflora sobre todo ante amenazas graves como el terrorismo o la delincuencia organizada. Se trata de la tentación de optar por una lógica jurídica de la excepcionalidad, de la derogación o al menos suspensión de alguno de los principios y reglas del Estado de Derecho cuando se trata de regular el estatus jurídico de quienes son identificados como amenaza. En el caso que nos ocupa, no necesariamente presentados de forma expresa como agentes de un grave riesgo (4) sino, al menos de partida, sólo como manifiestamente diferentes qua extranjeros.

            De eso se trata, de afirmar o, lo que es más grave, de construir mediante el Derecho una visión de ajenidad radical que recupera la argumentación clásica –predemocrática– acerca del estatus demediado que corresponde al extranjero. Un trato discriminatorio, desigualitario, cuya justificación radicaría en el hecho de la diferencia y en la provisionalidad de su presencia. En efecto, esa presencia es concebida, si no como una sorpresa o como un riesgo sujeto a sospecha, sí como un fenómeno coyuntural, provisional, estrictamente dependiente de unas circunstancias (la necesidad de acudir a trabajadores que desempeñen tareas no cubiertas por la mano de obra nacional) que, al cambiar, modifican necesariamente la aceptación de esa presencia. Y los hacen manifiestamente no deseables, o, por decirlo de otra forma, retornables, expulsables.

            Eso parece subyacer a las tres iniciativas más significativas emprendidas por el Gobierno en esta segunda legislatura presidida por Rodríguez Zapatero. Ya casi desde la toma de posesión del nuevo ministro de Trabajo e Inmigración, el señor Corbacho, se lanzó la primera de ellas, el denominado “plan de retorno (voluntario)” presentado al comienzo del verano de 2008. Posteriormente, en Consejos de Ministros del 12 y el 19 de diciembre de 2008, se presentaron los dos proyectos de reforma legislativa, la reforma de la Ley de Asilo de 1984 y la reforma de la conocida popularmente como Ley de Extranjería (Ley Orgánica de Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y su Integración Social). Es a estas dos propuestas a las que quiero referirme en lo que sigue.

            Desde luego, podríamos referirnos a otras, que cabría calificar como “positivas”: por ejemplo, la adopción de convenios bilaterales con diferentes países emisores de inmigrantes en aras al reconocimiento de mecanismos de reciprocidad que permitan el ejercicio del derecho al sufragio en el ámbito municipal por parte de los inmigrantes, el establecimiento de acuerdos de cooperación con países africanos emisores de inmigración, o el Fondo de Ayudas para la integración de los inmigrantes, aunque respecto a esto último acabamos de asistir a una paradoja, a la que me referiré más tarde. Sin embargo, lo cierto es que son sobre todo las tres medidas que he mencionado las que se relacionan directamente con el modo en que se van a gestionar los efectos de la crisis en relación con la presencia de los inmigrantes, y en particular la segunda, porque es la de incidencia más general y porque en su propia exposición de motivos se aduce ese argumento.

            Como decía, en lo que sigue quiero presentar una aproximación a esas dos iniciativas de reforma legislativa con el objetivo de poner de manifiesto el riesgo de que, en caso de no ser objeto de serias modificaciones, se conviertan en instrumentos de la opción por el segundo término de la alternativa. Pues lo que me preocupa es que esos dos proyectos de reforma terminen siendo la prueba de la debilidad de nuestro Estado de Derecho, que, ante dificultades objetivas pero no parangonables en sus características a las amenazas dirigidas contra su supervivencia, reaccionaría renunciando a su propia aplicación, en aras de la lógica de la excepcionalidad. A mi juicio, de aprobarse en los términos en los que han sido presentados, se enviaría precisamente un mensaje de debilidad que desnudaría la pretensión de campeones de la lucha por los derechos y por la legalidad que tantas veces nos arrogamos.

            Aún más. Conviene advertir de que las consecuencias desbordan el ámbito de lo jurídico, pues los riesgos alcanzan dimensiones más amplias. Como ha argumentado de forma tan clara como contundente Sami Naïr (5), la perspectiva de nacionalismo económico propia de la lógica de la preferencia nacional que inspira en buena medida este repliegue no sólo pone en entredicho el proyecto mismo de la UE, sino que siembra las semillas de una fronda de xenofobia social que, sin temor a la exageración, evoca el contexto del auge de los fascismos en el siglo XX, indudablemente conectado a las respuestas a la gran crisis del 29.

            En la vanguardia europea de esa toma de posición se encuentra el Gobierno italiano de Berlusconi, cuya penúltima iniciativa resulta particularmente elocuente: el Senado italiano aprobó el 5 de febrero de 2009 la Ley de Seguridad, que aplica el ideario represivo y xenófobo de la Liga Norte sobre inmigración ilegal. El texto, que en el momento de redactar estas páginas debe ser refrendado por la Cámara, prevé tasar el permiso de residencia con un impuesto de entre 80 y 200 euros, fichar a todos los sin techo, permitir a los médicos que denuncien a los irregulares. Como explicaba la senadora y portavoz parlamentaria del Partido Demócrata, Anna Finocchiaro, Italia ha pasado de regular la inmigración a lisa y llanamente perseguirla (6). Pero esa fronda no parece que se detenga en Italia. Y alcanza a todos los otros visibles, inmigrantes y también refugiados. Comencemos por los segundos.

Un derecho en franco retroceso: la reforma del asilo

            La primera consideración que se impone es recordar que, pese a cierta demagogia imperante, el derecho al asilo es una institución en franco retroceso. Los datos estadísticos ofrecidos por ACNUR son contundentes (7). Y todavía más si atendemos al reconocimiento efectivo de ese derecho en España (8). Y es que cada vez es más difícil que quienes huyen de persecución y buscan refugio puedan llegar hasta nosotros y, lo que es peor, obtengan el reconocimiento del asilo. La externalización de las fronteras (la adopción por la UE  de la estrategia de Schengen de círculos concéntricos para el control policial de los movimientos migratorios y de refugiados) crea espacios de contención cada vez más difíciles de superar. Eso obliga en buena medida a los refugiados a adoptar la estrategia de seguir a los inmigrantes irregulares, con los que se confunden. Y una de las consecuencias es que son tratados como ellos y ni siquiera se les da la posibilidad de demandar asilo.

            En lo que se refiere al proyecto de reforma de la ley que regula el derecho de asilo, que acaba de comenzar su discusión parlamentaria, los argumentos justificativos siguen dos líneas. Así, de un lado, se aduce que el proyecto sería un avance en el estándar de protección internacional de este derecho, y ello porque, al decir de la exposición de motivos, «equipara los dos estatutos en que ésta se traduce, el estatuto de refugiado y la protección subsidiaria» (9), «recoge de forma expresa las características de género y de orientación sexual como causas que pueden dar lugar al reconocimiento del estatuto de refugiado», y «facilita el reasentamiento a un número de refugiados establecidos en países limítrofes al de su origen y donde, pese a ser refugiados, no tienen garantizada la no devolución a éste» mediante la fijación de un cupo anual y con la intervención del ACNUR, además de regular con precisión el papel de este organismo. En la segunda línea argumentativa, la armonización con el modelo europeo, se señala ante todo la contribución de esta reforma al objetivo prioritario de distinguir con claridad los ámbitos del asilo y la extranjería, y se aduce la conveniencia de recoger las últimas orientaciones de la normativa europea, la exigencia de ajustar la legislación española a las directivas europeas y a los postulados expresados en el referido Pacto europeo de asilo e inmigración, encaminados a crear un Sistema Europeo Común de Asilo (SECA).
 
            Pero las críticas son evidentes. De un lado, como argumento de principio, es preciso clarificar de qué se habla cuando se invoca la necesidad de armonizar nuestro ordenamiento con la normativa europea. Y así, respecto al asilo, conviene recordar, como ha advertido el ECRE (Consejo Europeo para los Refugiados y los Exiliados) [10], que las directivas de la UE son normas mínimas, es decir, que  no justifican de suyo regresiones o recortes. En materia de interpretación y aplicación del derecho comunitario, el criterio básico es siempre el de la prioridad de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, y por eso la cláusula reiterada que recuerda que los Estados tienen competencia para aplicar la norma más favorable, es decir, que la aplicación de las directivas europeas (por ejemplo, la tristemente célebre directiva de retorno) se supedita siempre a aplicar la norma vigente más favorable a los derechos.

            Dicho de otra forma, como ha insistido CEAR, los cambios legales deben recoger lo que es considerado como mínimo en las directivas cuando sea necesario y no exista norma nacional mejor que sea aplicable, y no afecten a aquellas materias en las cuales la protección, las garantías y los derechos reconocidos superan el contenido de aquéllas. Por tanto, la política de la UE no obliga a ningún recorte; si se apuesta por esta opción se hará desde la responsabilidad de cada Gobierno (11). Lo que nos conduce al segundo test. En efecto, no basta con afirmar como argumento justificativo que se trata de reformas progresistas que amplían derechos. Hay que examinar si los derechos en concreto se ven ampliados en su reconocimiento y garantía. Y aquí el balance es mucho menos positivo de lo que se pretende e incluso resulta seriamente preocupante.

            Quizá la objeción de fondo es la supeditación de la regulación del asilo a lo que parece constituir la prioridad de prioridades del Pacto europeo mencionado, la obsesión por “dominar” los flujos migratorios en propio beneficio y la fijación en el objetivo de controlar la inmigración ilegal y adecuar todos esos movimientos de personas a las necesidades del mercado de trabajo europeo y de su economía productiva. Por eso, concretamente, el principal riesgo del Pacto europeo en materia de asilo es que derive en una coartada que justifique que los Estados miembros sacrifiquen el asilo en aras de la eficacia en la lucha contra la inmigración clandestina.

            Sin duda, el proyecto de reforma tiene aportaciones positivas. Entre ellas, hay que reconocer el esfuerzo por sistematizar la normativa, el avance en la protección subsidiaria, el compromiso de abrir un cupo anual de reasentamiento de refugiados y el tratamiento de la dimensión de género.

            Pero es imposible ignorar los riesgos que el proyecto introduce precisamente en punto a garantizar de forma más amplia y eficaz el derecho de asilo. En el exhaustivo informe presentado por CEAR acerca de este proyecto de ley se argumentan esos retrocesos, comenzando por la definición misma de la protección internacional en que debe consistir el asilo, y que debería ampliarse en lugar de estrecharse, siguiendo por las reglas y condiciones de reconocimiento, los riesgos que afectan a la unidad familiar (algo que se aprecia también en la propuesta de reforma de la Ley de Extranjería, uno de cuyos defectos fundamentales es el vaciamiento del derecho a la unidad familiar, al introducir un modelo hiperrestrictivo del reagrupamiento familiar), y el trato a menores y otras personas vulnerables.

            Pero baste con tres ejemplos: de entrada, resulta preocupante el recurso –que se ha demostrado restrictivo e incluso pernicioso– a la noción de listas de “países seguros”  que excluirían la posibilidad de plantear la demanda de asilo, al no existir oficialmente “persecución”. Además, debería corregirse el recorte del papel y de las atribuciones del ACNUR. Y, finalmente, es inaceptable la eliminación de la posibilidad de solicitar el estatuto de refugiado en las misiones diplomáticas españolas.

            La primera de las objeciones supone una incoherencia con el espíritu mismo de la Convención de Ginebra de 1951, al incorporar ese concepto de terceros países seguros y, de forma implícita, el de países de tránsito seguros. Esto permite ignorar precisamente lo que es decisivo en un derecho como el de asilo, el examen de las circunstancias personales de los solicitantes de asilo y, por el contrario, supone generalizar una práctica de rechazo automático de determinados tipos de solicitudes. La “mecanización” del procedimiento se refuerza por la decisión de mantener el actual procedimiento de inadmisión a trámite y su aplicación en frontera. Aún más, se refuerza este modelo procedimental y se introduce un nuevo “procedimiento acelerado”, que supondría, de hecho, una nueva variedad de esta práctica tan generalizada. Además, no se contempla el acceso al recurso con efecto suspensivo de la salida obligatoria o procedimiento de expulsión.

            En segundo lugar, aunque se crea un capítulo que sistematiza y da relevancia teóricamente a la función del ACNUR, desaparece la mención a éste en el procedimiento en frontera y la garantía adicional de la suspensión del retorno cuando exista su informe favorable. Asimismo, se debilita la función de las organizaciones sociales en el procedimiento, omitiendo cualquier referencia a su papel en el estudio de los casos en la Comisión Interministerial de Asilo y Refugio o, al menos, la posibilidad de remitir informes de apoyo. Es grave, además, el debilitamiento  de la asistencia letrada en una referencia genérica a la formalización de la solicitud de asilo. Por último, resulta particularmente difícil de aceptar, si se trata de una ley que quiere reforzar el derecho, la medida que supone la desaparición de la posibilidad de solicitar asilo en España por vía diplomática. En un contexto de creciente dificultad en el ejercicio de este derecho, esta desaparición desvirtúa la institución del asilo y la transforma, en la práctica, en una figura decorativa sin incidencia real en una situación mundial en la que no cesan de incrementarse los motivos que obligan a millones de personas a huir de su país para buscar refugio seguro.

            Creo que, como ha propuesto CEAR en sus observaciones al proyecto de ley, convendría partir de un concepto de derecho de asilo más amplio, más adecuado a los cambios que ha experimentado la sociedad internacional, tal y como se evidenció en los debates en torno al 50 aniversario de la Convención, hace casi diez años. CEAR sostiene que debe eliminarse la diferenciación entre el derecho de asilo, la condición de refugiado y la protección subsidiaria y superar el marco estrecho de la definición de la Convención de Ginebra de 1951 y del Protocolo de Nueva York del 67.

            El punto de partida de una reforma realmente progresista debiera ser este nuevo concepto del derecho de asilo que, en los términos de esa propuesta, se definiría así: «El derecho de asilo es la protección otorgada a las personas a quienes se reconozca la condición de refugiado en los términos definidos en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, hecha en Ginebra el 21 de julio de 1951, y su Protocolo, suscrito en Nueva York el 31 de enero de 1967, o a las personas de otros países y a los apátridas que, sin reunir los requisitos para obtener el asilo o ser reconocidas como refugiadas, se den motivos fundados para creer que si regresasen a su país de origen en el caso de los nacionales o, al de su anterior residencia habitual en el caso de los apátridas, se enfrentarían a un riesgo real de sufrir alguno de los daños graves previstos en esta ley en virtud de compromisos regionales e internacionales y que no pueden o, a causa de dicho riesgo, no quieren, acogerse a la protección del país del que se trate».

            Por otra parte, la interpretación restrictiva del temor a la “persecución”, clave para identificar a los demandantes de asilo, debería ampliarse, de acuerdo con las recomendaciones de ACNUR: como señala el apartado 51 del Manual de Procedimientos y Criterios para Determinar la Condición de Refugiado en virtud de la Convención de 1951 y el Protocolo de 1967 sobre el Estatuto de los Refugiados, publicado por el ACNUR, no existe una definición universalmente aceptada del concepto de persecución, y los diversos intentos de formularla han tenido escaso éxito, por lo que se debería mantener una redacción con la suficiente amplitud que descarte prácticas restrictivas injustificadas: «Toda amenaza contra la vida o la libertad de una persona por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas es siempre persecución».

Por qué y para qué reformar la Ley de Extranjería

            Veamos ahora el anteproyecto de reforma de la Ley de Extranjería. La primera pregunta que debemos formular acerca de este proyecto de reforma atañe a su necesidad y oportunidad. Dicho de otra manera, ¿está justificada?, ¿es esta situación de crisis el momento y el procedimiento oportunos para llevarla a cabo?

            Como decía, estas dos propuestas de reforma legislativa parecieran responder a la pregunta de cómo gestionar la inmigración en período de vacas famélicas. El problema es que, más que ofrecer un modelo que muestre cuál debe ser la política de inmigración adecuada a tiempos difíciles, quizá se trata de cómo hacer política con la inmigración en tiempos difíciles. A la hora de justificar esa cuarta  reforma se aducen tres tipos de argumentos. El primero, la loable pretensión de mejorar el estándar de derechos de la actual ley reguladora; además, la necesidad de adecuar nuestra legislación al marco europeo –a partir del programa que se enuncia en el Pacto europeo sobre inmigración y asilo, aprobado en la cumbre de París de los pasados 16 y 17 de octubre de 2008–. Finalmente, los cambios en la situación económica y en las características de la inmigración.

            Como anticipé, las razones justificativas aducidas son de tres órdenes. Ante todo, (a) ampliar el reconocimiento de derechos, aunque, en realidad, no es tanto una libre decisión política, sino la ejecución del mandato del Tribunal Constitucional que, en diferentes sentencias en noviembre y diciembre de 2007 –especialmente las STC 236/2007 de 7 de noviembre y la STC 259/2007 de 19 de diciembre– relativas a recursos interpuestos sobre todo (no sólo) por algunos Parlamentos autonómicos, declaró inconstitucionales disposiciones de la Ley 8/2000 que negaban derechos fundamentales a los inmigrantes irregulares (mal llamados sin papeles). Además, (b) la exigencia de ajustar la legislación española a las directivas europeas y a los postulados expresados en el referido Pacto europeo de asilo e inmigración, encaminados a crear un Sistema Europeo Común de Asilo (SECA). Finalmente, (c) los cambios en el fenómeno migratorio y las condiciones actuales del mercado de trabajo, en medio de una profunda crisis. Se trataría de una reforma positiva, pues extendería derechos y nos homologaría con lo que postula la UE, sin hacer de los inmigrantes el chivo expiatorio de nuestros problemas.

            Pero las críticas son evidentes. A mi juicio, y como han advertido ya no pocos especialistas y numerosas ONG, comenzando por CEAR, en realidad la reforma de la ley, pese a que incorpora, como era obligado, el reconocimiento de derechos exigido por las sentencias de noviembre y diciembre de 2007 del Tribunal Constitucional, supone un recorte más que preocupante que afecta a derechos básicos –fundamentales– de los inmigrantes y envía a la ciudadanía española un mensaje que puede tener efectos estigmatizadores. Conviene recordar que las sentencias del Tribunal Constitucional obligan a reconocer esos derechos, luego su incorporación no supone voluntad extensiva de reconocimiento, sino –faltaba más– acatamiento de un imperativo. Luego la prueba de una voluntad política de igualdad en derechos está en cómo se incorporan e interpretan. Y aquí el reagrupamiento familiar constituye, como veremos, un argumento que pone en entredicho tal voluntad.

            Respecto al segundo argumento, es preciso clarificar de qué se habla cuando se invoca la necesidad de armonizar nuestro ordenamiento con la normativa europea. Lo cierto es que, en materia de interpretación y aplicación del derecho comunitario, el criterio básico es siempre el de la prioridad de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, y por eso la cláusula reiterada que recuerda que los Estados tienen competencia para aplicar la norma más favorable, es decir, que la aplicación de las directivas europeas (por ejemplo, la tristemente célebre Directiva de retorno) se supedita siempre a aplicar la norma vigente más favorable a los derechos. Dicho de otra forma, como ha insistido CEAR a propósito de la otra reforma en curso, la del asilo, los cambios legales deben recoger lo que es considerado como mínimo en las directivas, cuando sea necesario y no exista norma nacional mejor que sea aplicable, y no afecte a aquellas materias en las cuales la protección, las garantías y los derechos reconocidos superan el contenido de la misma. Por tanto, la política de la UE no obliga a ningún recorte; si se apuesta por esta opción se hará desde la responsabilidad de cada Gobierno. Lo que nos conduce al segundo test.

            En efecto, como ya señalé, no basta con afirmar como argumento justificativo que se trata de reformas progresistas que amplían derechos. Hay que examinar si los derechos en concreto se ven ampliados en su reconocimiento y garantía. Y aquí el balance es mucho menos positivo de lo que se pretende e incluso resulta seriamente preocupante. Quizá la objeción de fondo es la supeditación del marco de la inmigración a lo que parece constituir la prioridad de prioridades del Pacto europeo mencionado, la obsesión por “dominar” los flujos migratorios en propio beneficio y la fijación en el objetivo de “controlar la inmigración ilegal y adecuar todos esos movimientos de personas a las necesidades del mercado de trabajo europeo y de su economía productiva”. Así se refleja en la justificación oficial de la reforma que literalmente sostiene que los poderes públicos «deben ordenar y canalizar legalmente los flujos migratorios de tal manera que los mismos se ajusten a nuestra capacidad de acogida y a las necesidades de nuestro mercado de trabajo» (dos criterios considerablemente indeterminados) y, en particular, en un nuevo precepto en el articulado, el artículo 2 bis, apartado 2.b), que señala como objetivo de política de inmigración fomentar «la inmigración legal y ordenada, orientada al ejercicio de una actividad productiva».

            Hablar de extensión de derechos choca con la regulación que hace el proyecto de, por ejemplo, el derecho a la educación, tanto infantil como de naturaleza no obligatoria (artículo 9) [12], del derecho de reagrupación familiar (artículos 17 y siguientes) [13], de la situación de los menores no acompañados (artículos 35 y 57.2) y, por terminar, del catálogo de sanciones graves (cuyo número se incrementa en el artículo 53), así como del plazo de internamiento en los CIE, que pasa de 40 a 60 días (artículos 53 y 62, sin que se justifique ante la actual realidad migratoria en España) [14] y que posibilita plazos más amplios cuando el extranjero internado solicite asilo, pues el período de tramitación de solicitud suspende el plazo anterior (15). No se trata sólo de la más que discutible naturaleza de esos centros y de la justificación de una situación de privación de libertad (y de restricción efectiva de derechos fundamentales) como respuesta a una conducta que sólo podría tacharse de falta administrativa (no tener documentación en regla), sino que, además, la ausencia de una reglamentación detallada y garantista de esos centros y las dificultades –la imposibilidad– de acceso a ellos por parte de ONG y agentes sociales que trabajan en la defensa de los derechos de los inmigrantes extiende la sospecha sobre el recurso a los CIE como instrumento de política de control de inmigración.

            Particularmente llamativo es lo que sucede con el derecho al reagrupamiento familiar, un derecho fundamental reconocido como tal tanto a nivel nacional como internacional (16). Es difícilmente aceptable que una reforma de ley que se emprende para extender los derechos no reconocidos y de acuerdo con el mandato imperativo del Tribunal Constitucional, se aproveche, paradójicamente, para restringir el ámbito de los beneficiarios de ese derecho –básico es el derecho a la unidad familiar– y someterlo a condiciones más gravosas. Los ascendientes no podrán ser reagrupados hasta que no sean mayores de 65 años, y además se exige que el reagrupante tenga una residencia de larga duración, esto es, lleve 5 años de residente legal en España, cuando en la normativa vigente sólo se requiere una autorización de residencia renovada. No se entiende que la reforma hable del objetivo de integración cuando un requisito elemental como el respeto a la unidad familiar es deteriorado.

            Podríamos añadir otros dos elementos de juicio. De un lado, sorprende una vez más que la reforma de la ley no se aproveche para adecuarla al estándar internacional básico que es la Convención de la ONU de 1990 sobre derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias (17), un Tratado en vigor que el Estado español no ha ratificado ni muestra voluntad de ratificar (ninguno de los de la UE, pese a las continuas llamadas del Parlamento Europeo o del Consejo de Europa). Si ese instrumento jurídico se hubiera ratificado, no habría dificultades como las que nacen de la malhadada Directiva de retorno.  Y este es el segundo argumento: ¿Por qué no es igualmente prioritario para el Gobierno tal ratificación? ¿Cuáles son las razones, si resulta evidente que dicho estándar es superior al que hoy ofrecemos, por ejemplo, en materia de reunificación familiar?

            La reforma no parece, por último, una barrera eficaz frente al discurso xenófobo. Al contrario, posibilita la vía de estigmatización de la inmigración irregular, o, por decirlo mejor, de la culpabilización de los migrantes en situación irregular, como puede sugerir cuando se sostiene que «la inmigración irregular atenta contra la cohesión social y contra la dignidad de las personas y distorsiona y precariza el mercado de trabajo». No son los inmigrantes irregulares la amenaza para la cohesión, sino quienes les explotan y trafican con ellos.

            Además, aunque no se puede negar que en la actual redacción del anteproyecto hay un cuidado por evitar los sesgos de la cortada de criminalización de las particularidades etnoculturales, determinados elementos del articulado parecen sugerir que la integración es una tarea unilateral, un deber impuesto a los inmigrantes, y no un proceso bidireccional que exige medidas dirigidas a la población autóctona, tal y como se admite hoy no sólo en la discusión científica, sino en los instrumentos normativos de la propia UE e incluso en nuestro país: baste pensar en el Plan Estratégico de Ciudadanía e Inmigración aprobado por el Gobierno en febrero de 2007. Preceptos como el artículo 9, en su apartado 4, en la actual redacción del anteproyecto, ofrecen esa interpretación asimilacionista, propia de otros modelos.

            Razones para el pesimismo derivan también de la reciente decisión del Gobierno de recortar los fondos de ayuda a las comunidades autónomas para la acogida e integración de los inmigrantes (18), que supone una minoración cercana al 30%: 141 millones de euros en 2009, y que se integra en el capítulo de reducción de gasto (plan de ahorro presupuestario de 1.500 millones de euros para hacer frente a la crisis) que en el Ministerio de Trabajo e Inmigración supone un recorte de 70 millones de euros. Pues bien: de ese recorte, la mayor parte ha recaído precisamente en estos fondos (se bajan 59 millones de euros). La lógica es criticable porque precisamente en momentos de crisis el esfuerzo se ha de centrar en los más vulnerables, entre ellos los inmigrantes, y no a costa de ellos como ahora propone el Gobierno, traicionando lo anunciado: un Gobierno de izquierda no puede orientar la reacción de la crisis cargando sobre los costes de protección social.

            Es cierto que la reforma se produce en tiempos difíciles, de pérdida vertiginosa de empleo, de dificultades que afectan a todo el sistema productivo y que sitúan a los ciudadanos españoles ante un horizonte de restricciones y dificultades en sus economías y en sus perspectivas de mantenimiento de la “sociedad de bienestar” que creíamos garantizada. Pero precisamente en ese contexto es evocado de forma a mi juicio ambigua, si no errónea, en el punto c) del apartado cuarto de la exposición de motivos, que hace referencia a «la necesidad de adaptar la referida ley orgánica a la nueva realidad migratoria en España que presenta unas características y plantea nuevos problemas respecto de los que existían cuando se aprobó la última reforma de la Ley». Si con ello se envía, como parece lógico interpretar, el mensaje de que en momentos en los que hay que apretarse el cinturón se impone la preferencia nacional, éste es un mensaje, insisto, erróneo y, aún peor, incoherente con los principios de los que no debemos abdicar si no queremos perder legitimidad.
 
            Debe quedar claro en primer lugar que algo tan importante como el marco jurídico básico de la política de inmigración no puede ser decidido al albur de circunstancias coyunturales, por más que el derecho deba prestar atención a la situación social inmediata. Pero no se puede ni se debe legislar con la vista puesta sólo en lo inmediato, como pretexto para modificar, para restringir lo que es condición de legitimidad de ese marco.

            En efecto, es precisamente ahora, en este momento de crisis, cuando se impone la prioridad del esfuerzo por mantener el reconocimiento y garantía de los derechos de los más vulnerables, entre los que se encuentran los inmigrantes, derechos que no son privilegios o gracias otorgadas al socaire de las vacas gordas, sino la justa respuesta, la lógica y legal consecuencia de su contribución. Desde el derecho al paro, a la seguridad social, a la escolarización, a la vivienda, no se trata de que no podamos mantener una disposición altruista, virtuosa, que habíamos adoptado cuando no teníamos dificultades, sino de respetar la ley, que es, que debe ser, igual para todos. No es momento para cambiar la normativa, a la baja, en lo que se refiere a la garantía de derechos fundamentales, como el derecho a la unidad familiar, que es el núcleo protegido en el reagrupamiento familiar. Para incrementar sanciones que afectan a personas vulnerables y, en un ejercicio de incomprensible dureza y aun de perversión, equiparar a quienes altruista y solidariamente ayudan a personas en dificultades con quienes trafican y explotan a esas personas.

            Por eso, una reforma como ésta es una oportunidad para lanzar un mensaje contundente sobre el modelo de integración. Nuestra prioridad ahora (más aún cuando los movimientos migratorios se reducen por efecto de la crisis) debe ser cómo gestionar la presencia de quienes viven con nosotros, de los que están aquí, y considerar a los inmigrantes ante todo como sujetos de derechos, no como mercancías sujetas a los altibajos del mercado, ni como amenazas para la seguridad que exigen medidas más que restrictivas de control, basadas sobre todo en una lógica policial. Y en ese sentido el anteproyecto envía un mensaje erróneo. Por ejemplo, cuando sostiene que el objetivo prioritario es «ordenar y canalizar legalmente los flujos migratorios de tal manera que los mismos se ajusten a nuestra capacidad de acogida y a las necesidades de nuestro mercado de trabajo» (dos criterios considerablemente indeterminados) y, en particular, en un nuevo precepto en el articulado, el artículo 2 bis, apartado 2.b), que señala como objetivo de política de inmigración fomentar «la inmigración legal y ordenada, orientada al ejercicio de una actividad productiva». Como tampoco apuesta por la integración cuando introduce modelos asimilacionistas, como la propuesta del artículo 9.3 en lo relativo a la educación.

            Y todo esto para no hablar de una condición básica de la integración, la integración política (19), porque, como escribiera Sayad, «existir es existir políticamente». Esto significa hacer viable el reconocimiento pleno de los derechos políticos y del acceso a la ciudadanía, sin imponer condiciones etnoculturales ni plazos desmesurados. Indudablemente, en nuestro país este propósito choca con una interpretación literal del principio de reciprocidad del artículo 13 de la Constitución. El Gobierno, para probar su voluntad de integración al respecto, nombró un embajador especial encargado de concluir acuerdos de reciprocidad con los países que generan inmigrantes que se establecen en España. Con independencia del balance que se pueda establecer (20), lo cierto es que el mecanismo de reciprocidad choca con la igualdad de forma inaceptable, de modo que la única vía coherente es la de la reforma constitucional.

            Es de esperar que el esfuerzo que realizan en este momento buena parte de los representantes de la sociedad civil permita que, por vía de enmiendas en el proceso de tramitación parlamentaria, se corrijan al menos estas deficiencias para acercarnos a uno de los elementos que definen una sociedad decente, que podríamos definir en los términos propuestos por Péguy, como una “ciudad sin exilio”. Y sobre todo, es de desear que se aproveche esta oportunidad de reforma para enviar el mensaje en positivo que pueda significar una apelación a recuperar en el ámbito de la UE el espíritu de Tampere o, para ser más exactos, la fidelidad a los principios proclamados por la propia UE como constitutivos, tanto en la frustrada Constitución europea, como en el farragoso Tratado de Lisboa: la primacía de los derechos y el respeto a los instrumentos internacionales de derechos humanos, entre los que se encuentran, de un lado, los Convenios de Ginebra y los Protocolos de Nueva York y, de otro, la Convención de 1990 de la ONU sobre derechos de los trabajadores inmigrantes y sus familias. Sería un buen prólogo para la inminente presidencia española de la UE en 2010, una oportunidad para mostrar una imagen de la UE diferente, comprometida con la legalidad internacional, un buen argumento para recuperar la presencia fuerte de la UE como agente en las relaciones internacionales.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política (Instituto de Derechos Humanos, Universitat de Valencia) y presidente de CEAR.

(1) Me refiero, como botón de muestra, a tres instrumentos de política de inmigración, la Directiva de retorno, la Directiva Blue Card y el Pacto Europeo de Asilo e Inmigración.
(2) Se trata del proyecto de ley de reforma de la Ley de Asilo de 1984 (modificada en 1994) y del anteproyecto de ley de reforma de la Ley Orgánica 4/2000 de Derechos y Obligaciones de los Extranjeros en España y su Integración Social, que supone la cuarta reforma –en ocho años– de la LO 4/2000 de 11 de enero de 2000, modificada por la LO 8/2000, que introdujo importantes restricciones de derechos y luego por la ley 11/2003 y la LO 14/2003.
(3) Cfr. Face aux migrations, Etat de Droit ou état de siége, Textuel, 2007.
(4) Aunque hay cierta zona gris argumentativa que asimila unos y otros supuestos:  véase la aplicación del discurso sobre la lógica penal del enemigo al ámbito de la inmigración (sobre ello, permítase la remisión a De Lucas, 2005).
(5) Cfr. su “Xenofobia o Europa social”, El País, 7 de febrero de 2009.
(6) Pero el penosísimo episodio de la circular policial sobre cupos de irregulares a detener en cada comisaría en Madrid, denunciado el lunes 16 de febrero de 2009 y primero desmentido y luego corregido por el ministro español de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, es un síntoma de que esa patología de la razón –por parafrasear un reciente libro de Axel Honneth– se extiende.
(7) ACNUR cifra en 37,5 millones de personas los refugiados en todo el mundo. De ellos, sólo una ínfima parte accede a la UE, aproximadamente 223.000 en 2008. Y a su vez, los que llegan a España son los menos: frente a los 35.164 solicitantes en Francia, 24.353 en Suecia, 22.530 en el Reino Unido, 21.371 en Alemania, 19.884 en Grecia, en España fueron tan sólo 4.516.
(8) En 2008, el número de solicitantes de asilo en España fue de 4.516 (frente a 7.662 en 2007, es decir, un 41,06% inferior). De ellos, sólo el 49,22% fueron admitidos a trámite y, a su vez, sólo obtuvieron el estatuto 151 personas, un 2,91% del total de resoluciones (frente a 204 en 2007, es decir, un 25,98% menos). Habría que añadir 126 resoluciones favorables de protección complementaria (en todo caso, también inferiores en un 62% a las 340 otorgadas en 2007), un 2,43% del total de resoluciones. En resumen: sólo el 5,34% de las solicitudes han obtenido una respuesta favorable, frente al 8,38 en 2007, es decir, un descenso del 3,04%.
(9) Se llama protección subsidiaria a la que se otorga a personas que no son reconocidas como refugiadas, pero que están necesitadas de una protección internacional por otros motivos.
(10) www.ecre.org . Cfr. asimismo www.cear.es.
(11) Por otra parte, conviene llamar la atención sobre las observaciones formuladas en el Dictamen del Comité Económico y Social Europeo (CESE) sobre la “Comunicación de la Comisión al Consejo y al Parlamento Europeo. Un sistema europeo común de asilo más eficaz: el procedimiento único como próxima fase”. El CESE subraya la conveniencia de un procedimiento único para garantizar la integridad de la Convención de Ginebra de 1951. Y recomienda la prioridad del examen de la condición de refugiado sobre el de la protección subsidiaria, la necesidad de hacer efectivo un derecho de recurso jurídico suspensivo de conformidad con las convenciones internacionales y europeas de derechos humanos o el libre acceso a los solicitantes y a los expedientes que hayan presentado con vistas a facilitar el acceso y el uso de ese derecho de apelación ante un tribunal.
(12) Así, se elimina la obligación de las Administraciones públicas de garantizar «la existencia de un número de plazas suficientes para asegurar la escolarización de la población que lo solicite». En el apartado 9.3, el derecho a la educación no obligatoria se restringe únicamente a los “extranjeros residentes”.
(13) Como se ha criticado, sólo se habla del interés superior del menor para decir que se respetará cuando se repatríe al menor, bien a su familia, bien a los servicios de protección de menores del país de origen. Y se desprecia por completo ese interés prioritario cuando se trata de un menor que haya cometido un delito (artículo 57.2).
(14) Nota informativa de CEAR, “CEAR rechaza la ampliación del plazo de internamiento de extranjeros y el deterioro del derecho de asilo”, de 9 de mayo de 2008.
(15) Puesto que el plazo para la admisión a trámite de una solicitud de asilo asciende a 60 días, tal como se aplica ahora en los CIE, un demandante de asilo podría en la práctica estar internado hasta 120 días. En la práctica supone una medida disuasoria ante el ya difícil acceso al derecho de asilo.
(16) Artículo 18 de la Constitución española vigente, artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y artículo 10 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
(17) Sobre esa cuestión me permito remitir al Informe sobre la necesidad y conveniencia de ratificar la Convención, elaborado por tres profesores del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia (J. de Lucas, C. Ramón y A. Solanes) para el Institut Catala de Drets Humans y la Secretaria d’Inmigració de la Generalitat de Catalunya.
(18) Una medida aprobada en el Consejo de Ministros de 13 de marzo de 2009.
(19) Cfr., por ejemplo, De Lucas, 2008.
(20) El acuerdo del Consejo de Ministros del 11 de enero de 2009 para que, de acuerdo con el principio de reciprocidad, puedan votar en las elecciones municipales los inmigrantes colombianos (casi 214.000) y peruanos (casi 113.000) legalmente residentes en España es un paso importante hacia ese objetivo: eso implicaría a casi 340.000 inmigrantes. Habría que sumarles los bolivianos (casi 65.000), ecuatorianos (más de 365.000) y argentinos (51.000). Pero esta vía excluye a Marruecos (más de 654.000), China (casi 130.000), Argelia (más de 44.000), Cuba (casi 26.000). Y, en cambio, se pacta reciprocidad con Trinidad y Tobago, que no llega a 500.