Javier de Lucas

El Derecho, la política y la vida después de la guerra
(Página Abierta, nº 137, mayo de 2003)

Lo ha proclamado el presidente Aznar con su habitual falta de sentido común y de la oportunidad: «Hay política, hay vida, después de la guerra». Dejemos de lado el error terrible de afirmar esto con los cuerpos calientes de aquellos para quienes ya no habrá vida (entre ellos dos ciudadanos españoles) y los de los mutilados o heridos o desprovistos de sus familias, allá en Irak. Vayamos a lo que disciplinadamente ha ejecutado el partido una vez que el oráculo se pronunció.
En efecto, el catecismo electoral del PP asegura que, una vez desarmado y cautivo el Ejército del mal, puede procederse a recuperar la vida y la política. Llegan las elecciones municipales y autonómicas, en las que hay que hablar de los problemas que interesan de verdad a los ciudadanos. Y en ellas, Sadam no debe ser “el gran elector”, porque eso sería una perversión de la normalidad democrática. Hablemos de lo que nos preocupa de verdad. De la política que interesa a los ciudadanos. De eso irán estas elecciones municipales y autonómicas, en las que se verá cómo hay gente que no tiene nada que proponer en serio, salvo repetir como un mantra su aburrido “No a la guerra”. Es hora de que recuperemos el tono: España va bien, y mejor que irá, una vez que repita victoria el PP en municipales y autonómicas y que recojamos los pingües beneficios en Europa y en el mundo (Irak en reconstrucción incluido) a los que nos hemos hecho acreedores gracias a la valiente y responsable actitud del Gobierno, que ha resistido numantinamente en medio de terribles ataques y conspiraciones, inéditos en la historia de la democracia española y quizá universal.
Asegura también ese catecismo que es hora de reparar los terribles daños sufridos por las víctimas de esta guerra, que, por si no lo saben, son las sedes del PP y el propio partido, que ha tenido que enfrentarse con la ola de crispación y odio atizados por algunos radicales, con el pretexto de que había una guerra por ahí lejos, cuando lo único que ha habido es una extraordinaria y valerosa intervención de los aliados que España ha sabido propiciar, aunque no ha querido participar directamente, si bien se ha sumado con fuerzas humanitarias.
Y finalmente se nos propone que recuperemos la “democracia sin ira”, tal y como sostiene una pléyade de intelectuales objetivos (que no tienen nada que ver con el PP ni con cargos concedidos por el Gobierno) en el manifiesto pagado por la FAES e insertado como publicidad en algunos medios de gran difusión. Que recuperemos las formas y el consenso en torno a la Constitución, que tanto nos ha servido para convivir y que algunos, según se ve, están poniendo en peligro.
¿Será verdad que las víctimas de la guerra han sido los miembros del PP, que lo han pasado muy mal, los pobres? ¿Será verdad que, pese a la valerosa defensa de la Constitución y del patriotismo constitucional que ha hecho el Gobierno, hay rencorosos extremistas que quieren romper el consenso constitucional y regresar a la guerra civil? ¿Será verdad que la política que nos interesa a los ciudadanos no tiene nada que ver con esta guerra?
No lo creo así. Más bien parece que este catecismo es, como tantas veces, un cuento para reconfortar a la parroquia y asustar a los infieles. Veamos.

La política, después de la guerra

Antes de plantearse la cuestión clave, esto es, de qué política nos habla el PP, habría que hacerles algunas preguntas.
Por ejemplo, ¿de qué respeto a la vida, de qué prioridad de la paz y del Derecho, de los derechos humanos, nos habla este Gobierno? Es un Gobierno que se indigna con quien no condena la violencia, las violaciones de la paz y los derechos humanos en Euskadi, en el Congo o en Cuba, donde el patético Castro acaba de clavar otro clavo de su semejanza a Franco con estas penas de muerte –todas son repugnantes– que tanto evocan los momentos finales del franquismo. Y tienen razón en esa indignación. Pero no podemos creerles cuando se niegan a condenar el paroxismo de violencia que ha arrasado Irak, y ha dejado centenares de Alís mutilados y sin familia, porque lo que es allí, en Irak, después de la guerra hay bastante menos vida y para muchos la vida es ahora un infierno.
Tampoco podemos creerles cuando elogian a sus aliados y supuestos defensores de la paz, que se afanan por conseguir que los iraquíes puedan ver por televisión las imágenes de Bush, mientras la gente muere en los hospitales sin medicinas ni algodón. Ni cuando les parece complicado pedir explicaciones por el asesinato de un ciudadano español al que tenían la obligación de proteger, y por ello, exigir responsabilidades a EE UU. En lugar de esto, el Gobierno del PP recurre a la muy contundente fórmula de “error incalificable”, por la que Rumsfeld debe de estar temblando. Pero tampoco podemos creerles cuando están tan preocupados por la libertad de expresión, que si alguien lee un poema levemente antibélico de Gloria Fuertes en un acto público tiene que pedir perdón entre sus abucheos; y eso por no hablar del despliegue de la televisión pública, para la que la guerra de Irak es una especie de hazañas bélicas.
¿Pueden hablar de crispación, de ira, de alterar la normalidad democrática quienes nos embarcan en la defensa de una guerra sin consultar al Parlamento, no digamos ya haciendo oídos sordos o minimizando el clamor de la ciudadanía? ¿Pueden hablar de consenso constitucional quienes desoyen lo que les proponen unánimemente todos los demás partidos en el Parlamento? Sin duda, todo ataque a la libertad y a la integridad física es condenable, pero ¿pueden atribuirse la condición de víctimas quienes han puesto todo su esfuerzo en justificar una campaña militar que sí ha causado y causa miles de víctimas reales, inocentes, en Irak, y decirlo sin que se les caiga la cara de vergüenza ante la desproporción?
Es verdad, la política ha de seguir. Pero esto de la política no consiste sólo en elegir el reparto de los puestos de administración de la vida cotidiana. Creo que las preguntas que acabo de formular son condición sine qua non de cualquier política que aspire a merecer un mínimo de respeto y de credibilidad. Y por eso, creo que a una gran parte de la ciudadanía sí le parece que esta guerra tiene que ver con la política municipal y con la autonómica, porque tiene que ver con la política en el sentido más serio, lo que nos afecta a todos, empezando por la confianza en el otro. Porque, a ver, ¿cómo nos fiamos de que se gestionen bien los impuestos, las escuelas, los hospitales, el alumbrado, las comunicaciones por tierra, mar y aire y la basura aquellos de cuyo criterio no nos podemos fiar en lo más elemental, el respeto a los seres humanos, a la vida, a la veracidad? ¿Cómo fiarnos de ellos si no quieren contar con nuestra opinión en lo más importante, la decisión sobre cómo mantener la paz? ¿Cómo votarles si quieren reducir la ciudadanía a una especie de incapacitados mentales transitorios que sólo somos lúcidos cuando vamos a las urnas y el resto del tiempo debemos dejarles hacer?
Pero da la sensación de que este Gobierno y su partido no entienden así la ciudadanía. Que no comparten este modo de ver la política. Siguen pensando que es un asunto de marketing electoral, de maquinaria engrasada y estrategias de campaña, de partidos y medios de comunicación. Lo que les preocupa no es la política, sino las elecciones: cómo ganarlas. Pues bien, eso no es sino una parte pequeña, instrumental, de la política. Es, seguramente, su política. Pero no es la política, lo que de verdad nos interesa a todos. La nuestra. Una política en la que los ciudadanos son soberanos y agentes. Una política que no pueden entender los mercaderes de la asamblea.

El imperio del Derecho, en el mundo del imperio

Y si se abre este abismo entre la forma caduca de entender la política que pretende el PP y la que proponen millones de ciudadanos en todo el mundo, no lo es menos el que surge detrás del reiterado argumento que tanto agrada al PP, ese de «actuar con firmeza, en defensa de la legalidad, del Derecho».
Una de las constantes invocaciones de la política desplegada por el PP en esta última legislatura ha sido un mensaje con el que, en principio, resulta difícil discrepar: me refiero a su afirmación de la necesidad de «actuar con firmeza, en defensa de la legalidad, del Derecho». Esa autopresentación como “paladines del Derecho” tiene objetivos más palpables, electorales: el PP se presenta así como baluarte del orden, de la cohesión, de la estabilidad. Y nada más lejos de lo cierto. En los aspectos más relevantes en que se ha “aplicado” la receta, empezando por el terrorismo, la lucha contra el narcotráfico, la libertad de empresa en los medios de comunicación y la telefonía, en la inmigración y muy recientemente a propósito de la guerra en Irak, la supuesta defensa del Derecho tiende a traducirse en el más rancio y reaccionario “prietas las filas”, un mensaje schmittiano del tipo “el que no está conmigo está contra el Estado, el Derecho, la Constitución, la democracia, España, Europa”, etc. Un mensaje que revela una concepción que es la antítesis del pluralismo, pues criminaliza la diferencia y la disidencia y no digiere la libertad de expresión y crítica.
A lo largo de estas semanas, y más intensamente ahora que “se ha ganado la guerra”, hemos tenido que escuchar de labios de los jerifaltes del PP una cantinela acerca de la falta de visión internacional de quienes se oponían a la guerra. Esa posición, nos dicen, sólo podía responder a actitudes de irresponsabilidad (en el mejor de los casos, el de los “verdaderos pacifistas”, a ingenuidad, utopismo, o fácil moralismo), propias de quienes no saben más que criticar sin proponer nada, de quienes no quieren hacer de España un país respetado en el concierto de las naciones. Serían concepciones aislacionistas, viejas (de la “vieja Europa”, se supone). Esos mismos juicios los hemos visto formulados desde las trincheras de serios y concienzudos técnicos y –no pocas veces– de soi-dissants expertos en relaciones internacionales, supuestamente fieles a la ortodoxia weberiana de responsabilidad y realismo, dogmas reducidos por buena parte de ellos a un pragmatismo de corto alcance que a duras penas esconde la motivación pro domo sua, esto es, la de quien paga. Por eso –a mi juicio– buena parte de esos alegatos “técnicos” eran retórica en defensa de la guerra, de los intereses del imperio: pro domo belli, pro domo Imperii, que es su verdadera casa.
Lo chocante es que, muchas veces, tales críticas venían enunciadas por los mismos apocalípticos profetas (también a veces travestidos de plañideras) del fin del Derecho internacional público y del sistema de las Naciones Unidas, descalificadas por su ineficacia frente al peligro terrorista. Ahora, aunque insistan en presentarse como defensores de la legalidad internacional, ha quedado bien claro que son sus enterradores, y en los momentos de euforia por la victoria, se atreven a sugerir que los países aliados en la guerra contra Irak –siempre bajo la guía de EE UU– deben componer el núcleo del nuevo sistema internacional que se edificará sobre las ruinas del viejo. Sobre todo en la medida en que el negocio de la reconstrucción de todo lo destruido es su coto vedado.
Es la mentalidad del nuevo gurú Robert Kegan, que se aviene a aconsejarnos a los europeos (o, al menos, a la vieja Europa) que reconozcamos de una vez aquello que nos obstinamos en olvidar, la realidad constitutiva y terca del poder, y abandonemos ese mundo posthistórico y paradisíaco, el de la realización de la paz perpetua, en el que, a fuerza de wishfull thinking, creemos vivir. Porque el exitoso ensayo de Kegan, bajo el discurso de la necesidad de otra “cultura estratégica”, es en realidad otro eslabón de esa cadena en la que algunos tratan de convertir el lazo trasatlántico, que cada vez se parece menos a la idea de una asociación por la defensa de las libertades, como lo proclamaran Rooselvelt y Churchill, y más a una longa manus del Pentágono, servidumbre que a duras penas se oculta tras esa permanente invocación del vínculo con EE UU. Pero una cosa son los lazos y valores comunes entre Europa, Canadá y EE UU, y otra la sujeción a la estrategia de la Administración de Bush II, que, como han denunciado algunos intelectuales norteamericanos –N. Birnbaum, G. Vidal, N. Chomsky, E. Said, R. Falk– y europeos –T. Negri, L. Ferrajoli, S. Naïr, T. Garston-Ash y tantos otros–, es sólo una reedición del viejo modelo imperial.

La paradójica eficacia del Derecho internacional, hoy

Creo que, frente a esos apocalípticos “realistas”, tiene razón Luigi Ferrajoli cuando defiende la prioridad del viejo Derecho internacional. Así lo ha escrito en su contribución al libro colectivo Guerra e Diritto. Not in my Name, donde subraya que, por paradójico que pueda parecer, es el Derecho internacional el que ha triunfado, incluso renacido, entre las cenizas de esta guerra.
Porque si algo significa el hecho incontestable de una opinión pública mundial que reclama la prioridad de principios como la paz, la cooperación y el imperio del Derecho, lo que muestra a las claras es la efectividad de esos valores, su constatación. Precisamente porque es así, las violaciones de tales principios han sido percibidas como actos ilícitos por millones de personas en todo el mundo, que proclaman la ilegitimidad de la guerra y hacen pública de ese modo su creencia en el Derecho internacional, aunque sean legos en ciencia jurídica. Los propios agresores tienen que insistir una y otra vez en que defienden la legalidad internacional y la invocan en cuanto pueden, incluso a riesgo de hacer patente la contradicción, como cuando Bush reclamaba para sus prisioneros de guerra el respeto a unas reglas de Derecho internacional humanitario que ignora en Guantánamo.
Pues bien, según admite hoy la teoría del Derecho, la efectividad del Derecho descansa sobre todo en esto: en la conciencia social de su obligatoriedad, mejor, en el efecto performativo de esa creencia, que hace que las conductas se sientan vinculadas por el Derecho. Y es obvio que la opinión pública internacional hoy cree en ese vínculo y lo defiende, hasta manifestarse por él, aunque desgraciadamente no es así para algunos de los gobernantes de esa inmensa mayoría de ciudadanos. En todo caso, como nos dijera La Rochefoucauld, la hipocresía es el homenaje que el vicio hace a la virtud, y así también esos mismos gobernantes se ven en la constante obligación de proclamar que creen en ese Derecho y que su actuación es por eso justa. Nunca en toda la historia ha habido un consenso semejante. Baste pensar en lo que hubiera respondido la opinión pública cuando los ilustrados comienzan a defender la libertad de conciencia.
De nuevo con Ferrajoli, vale la pena recordar que el Derecho y, muy claramente, las modernas Constituciones son sobre todo un pacto de convivencia. Un contrato que no refleja tanto la homogeneidad cuanto la necesidad de garantizar los derechos de todos, la decisión de convivir, de traducir el conflicto en negociación y respeto mutuo, de hacer compatibles las diferencias. En cierto modo, como sostiene también el filósofo y jurista italiano, es la Constitución la que crea el pueblo como demos, y no al revés. Nunca como hoy ha sido tan evidente el grito de la opinión pública que exige el imperio universal del Derecho, un nuevo constitucionalismo mundial, que haga posible ese demos internacional, el ideal cosmopolita, cuyo embrión efectivo es esa opinión pública que, gracias también a Internet, a los medios de la globalización, se ha erigido en el contrapoder del imperio. Por eso se ha podido decir que, como ya advirtiera Hölderlin, en los momentos de desolación –los de esta guerra– nace la esperanza, la consolidación de este verdadero contrapoder mundial del imperio, que permite albergar la confianza en que se asiente otra política.

Otra cultura política: que no nos llamen ilusos

Porque nunca como hoy ha sido tan patente que la vieja política ha caducado doblemente: como han insistido entre nosotros un buen número de internacionalistas –recordaré a Falk, o Remiro Brotons–, es vieja la política de las fronteras estatal-nacionales que pretende oponer el escudo y el límite de la soberanía a bienes y a necesidades que exceden con mucho ese corsé, cuando no exigen precisamente superarlo para poder ser garantizados (los derechos humanos, la lucha contra el hambre y la enfermedad, la paz, el desarrollo, el medio ambiente, los flujos migratorios, la biotecnología, la telemática…).
Y, como ha recordado M. Bovero en su muy aconsejable libro Gramática de la democracia, una lúcida crítica de las tendencias degenerativas y potencialmente autocratizantes de la democracia contemporánea, también es vieja la política –la concepción estrechamente representativa de la democracia– basada en la creencia de que el gobernante que tiene los votos es dueño de la soberanía y de la legitimidad, en términos que acercan mucho la legitimidad de origen a una suerte de garantía de impunidad, al cheque en blanco. Nada menos que Rousseau ya criticaba esos riesgos al referirse a la ilusión que padecían los ingleses al presumir de libertad por su derecho al voto, cuando en realidad, mediante ese único acto de libertad consentido a ellos –votar al Parlamento–, hacían dejación de toda su libertad hasta la próxima ocasión.
Esa cultura política que necesitamos se basa, en buena medida, en una vieja cultura jurídica, la nuestra, la de los europeos, pero también la de los padres fundadores de la gran democracia norteamericana. Es la de todos los pueblos del mundo que comparten esos ideales. Es, ante todo, la cultura del Derecho y del Estado de derecho. Porque, como enseñaran nuestros clásicos –y, contemporáneamente, Kelsen y Bobbio–, querer la paz significa en primer lugar luchar por el imperio del Derecho frente a quienes pretenden un imperio sin ley, o, más claramente, frente a quienes sostienen la ley del imperio, un imperio legibus solutus, esto es, absoluto.
Quizá tenga razón Steiner, y vivimos el tantas veces anunciado anochecer de Occidente, porque son tiempos duros éstos en los que defender, frente a la razón de la fuerza, el primado del Derecho, es decir, de la negociación, de la cooperación, de la razón, parece motivo suficiente para que te tilden de iluso. Pero creo que está a nuestro alcance demostrar a tantos pragmáticos de cortas miras que lo nuestro no es una ilusión, sino el único realismo que merece la pena. Que no nos llamen ilusos porque esos principios nos ilusionen. No es ilusión, sino una certeza que ha costado siglos de lucha y sufrimiento adquirir.