Javier de Lucas

Cal y arena de la UE ante la inmigración
(Página Abierta, 195, septiembre de 2008)

            En las últimas semanas de junio y julio hemos asistido a anuncios contradictorios en materia de política europea de inmigración. Lo más llamativo, sin duda, es la decisión del Parlamento Europeo de adoptar la directiva de retorno, el pasado 18 de junio de 2008, pese al casi unánime rechazo de parte de los agentes sociales que trabajan en este ámbito (más de 300 ONG, asociaciones profesionales del derecho y del trabajo e intervención social con inmigrantes, asociaciones de inmigrantes en Europa...), y que hicieron llegar sus protestas al propio Parlamento y  a la opinión pública. De otro lado, es necesario reconocer que –como veremos más adelante–  las propuestas de la presidencia francesa de la UE para sentar las bases  de una política europea de inmigración parecen experimentar un cambio notable –positivo– respecto a las peores expectativas. A ello se une, en el caso español, un intento por parte del PSOE y del Gobierno de reequilibrar las críticas recibidas por el apoyo a la directiva, mediante la reasunción del reconocimiento del derecho al voto en el ámbito municipal para los inmigrantes (residentes permanentes), una iniciativa tantas veces pospuesta pero a la que ahora se pone fecha de las próximas elecciones municipales, junto a algunas medidas que tratan de poner el énfasis en la prioridad de la integración.
Claroscurso, pues. Pero sigue dominando la preocupación por el endurecimiento que preside las orientaciones de la UE en la gestión de la inmigración. Por eso, hoy parece necesario insistir sobre todo en la denuncia de algunos prejuicios que abonan esas respuestas europeas, que parecen dominadas por el mensaje de emergencia, ante la “amenaza migratoria” procedente de los países pobres. Me referiré a tres.
            El primero de ellos afecta a la percepción misma de “estado de sitio”, a la entidad de la amenaza, es decir, a la situación de inseguridad. Como han subrayado R. Castel o Z. Bauman (cfr. su Miedo líquido), es paradójico que el incremento de esa percepción de inseguridad, el aumento del miedo, se produzca precisamente en sociedades como las europeas que son, sin duda alguna, las más seguras jamás conocidas en la Historia, y no digamos si establecemos comparación en términos del concepto de seguridad humana (que no es sólo la seguridad en términos de orden público) con el resto del mundo. La adicción securitaria, la obsesión por el miedo, parecen más bien problemas-obstáculo, preocupaciones en gran medida inducidas y explotadas para obtener adhesión, para relegitimar el poder –sobre todo en contextos de crisis– y para beneficiarse con la mercancía de la seguridad. Un mecanismo que, al mismo tiempo, es una herramienta eficaz para desactivar la ciudadanía crítica y controlar a las “clases peligrosas”.
            El segundo prejuicio es el que se refiere a la identificación de los agentes de la amenaza, a las causas de los conflictos. Porque se produce una paradoja de “revisibilización recíproca”: los que no veían a los invisibles –los inmigrantes como presencia ausente, según la fórmula de Sayad y Bourdieu– los visualizan ahora como riesgo de invasión, de amenaza para la pervivencia del estándar de vida, de la cohesión social, y lo hacen en gran medida como consecuencia de mensajes institucionales que inducen irresponsablemente a la xenofobia, al utilizar el argumento de los inmigrantes como bouc émissaire de las dificultades, de la crisis.
            De su parte, los que vivían aislados han descubierto, gracias a la globalización de las comunicaciones, la existencia de El Dorado y, sobre todo, perciben las enormes diferencias, las desigualdades. Lo ejemplifican quienes viven al otro lado de la mayor falla demográfica del planeta, el Mediterráneo, que no pueden dejar de experimentar así un efecto de expulsión/atracción. Pero no hay datos objetivos que justifiquen la identificación de los inmigrantes como la amenaza, cuando los países del centro siguen demandando mano de obra (y, para nuestra vergüenza, mano de obra en condición irregular). El balance de su presencia es de beneficio para los países europeos que los reciben. Y el mensaje de la gran amenaza invasora se revela como demagogia.
Ése es el terreno abonado para un tercer prejuicio que podríamos denominar  la “ceguera de los tácticos”, según la denuncia formulada por A. Izquierdo en un reciente y excelente trabajo publicado en el número 45/2008 de Política y Sociedad. Ese prejuicio –juicio previo–  tacticista hace de la inmigración un problema a gestionar para consumo interno, partidista, y presenta el conflicto de la inmigración como un asunto básicamente ligado a lo que podríamos llamar, como sugiere L. Cachón siguiendo a Cassetto, el paso previo al ciclo migratorio. Se trata de dominar los movimientos migratorios para supeditarlos al interés del mercado interno de los países de recepción, y eso desemboca en el mensaje de la prioridad del control de las fronteras, incluso externalizando ese control. La lucha contra la inmigración “ilegal” se convierte así en la prioridad de la política migratoria, cuando no en su único objetivo real.
            Todo esto desemboca, como bien sabemos, en una mirada parcial y demagógica acerca de la inmigración. Me gustaría que se me entendiera bien. No pretendo negar la evidencia de que el fenómeno migratorio, en sus actuales dimensiones y en esta fase del proceso de globalización, por su entidad y complejidad, constituye un enorme desafío al que no es nada fácil dar respuesta. Y puede entrañar riesgos de la misma entidad. No trato de abonar ninguna irresponsable apelación supuestamente progresista al arcadismo ingenuo, a la abolición de fronteras. Creo que la prioridad en nuestra respuesta ha de ser someter los movimientos migratorios a reglas, las del imperio de la ley, las del derecho. Pero con coherencia, es decir, fieles ante todo a los valores y principios del Estado de derecho. Y se trata de entender que la inmigración no es sólo un asunto de economía laboral, que puede resolverse en términos de cálculo de beneficio. Es una cuestión que no abordaremos de forma eficaz si no entendemos su carácter global, y si no entendemos que hunde sus raíces, de un lado, en la desigualdad y, de otro, en la libertad, en el derecho a vivir mejor, a elegir el propio plan de vida. Si no entendemos que el ius migrandi es un derecho fundamental y que tiene tres dimensiones: el derecho a no emigrar, el derecho a emigrar y el derecho a asentarse. Todos esos derechos han de regularse. Pero regular no es eliminar: no es vaciar de contenido el derecho en cuestión, como sucede en realidad con ese derecho de libertad de circulación sólo parcialmente reconocido en el artículo 13 de la Declaración Universal, de la que tanto se habla en este 60 aniversario. Hacer posible la libertad de circulación –regularla– es la clave para hacer de la inmigración un beneficio para todas las partes implicadas.

La vuelta de tuerca de la política de inmigración de la UE

            Pero, como decía antes, hay muchas razones para considerar más que nunca vigente la alternativa que da título a un reciente libro de entrevistas con la jurista francesa D. Lochak,  “frente a los inmigrantes, Estado de derecho o estado de sitio”, y para pensar que las políticas europeas de inmigración parecen orientarse hacia el segundo de los términos de la alternativa, que correspondería con los prejuicios relativos a la inmigración como amenaza.
            A nadie se le escapa que los europeos vivimos hoy en medio de una fronda de reformas legales sobre la inmigración que han adquirido tintes dramáticos en Italia, donde se ha llegado a hablar sin exageración de una auténtica “caza a los sin papeles” desatada por el ministro Maroni, bajo el impulso de las posiciones xenófobas de Bossi y Fini, los socios de Berlusconi en su Gobierno. Tampoco podemos olvidar que Francia –pionera en la visión securitaria de la inmigración bajo el mandato del entonces ministro del Interior Sarkozy– pretende hacer de la lucha contra la inmigración ilegal el estandarte de su presidencia europea recién estrenada.
            La utilización de la inmigración como un problema-obstáculo que sirve para obtener réditos en la contienda partidista, electoral, es un recurso tan indeseable como recurrente. Por ejemplo, el presidente Sarkozy, un experto en operaciones de construcción social de la realidad, en sus recientes declaraciones tras el resultado negativo del referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa, explicaba que ese fracaso se debe sobre todo a que «muchos europeos no entienden la forma en que se construye Europa... que fue concebida para proteger a sus ciudadanos y ahora inquieta a muchos europeos». Por eso son necesarias, a su juicio, iniciativas «para ser más eficaces al servicio de la vida cotidiana de los europeos». Y en ese punto señalaba el argumento que nos interesa: el mejor ejemplo de esas propuestas que sirven en realidad a lo que a los europeos les importa serían políticas de inmigración europeas como las que pretende implantar la presidencia francesa de la UE, según se desprendía del documento del Elíseo filtrado a la opinión pública en junio, relativo al Pacto Europeo de Inmigración, en el que se ha trabajado en colaboración con el Gobierno español y el alemán. En él se reconocía que Europa necesita inmigrantes por «razones económicas y demográficas», pero ello no quiere decir que se tenga que dar «la bienvenida a todos aquellos que ven Europa como El Dorado». «Europa está más abierta a la inmigración que América del Norte, aunque no dispone de los medios para acoger con dignidad a todos», se asegura (ver recuadro).
            Es cierto que, finalmente, el pacto europeo presentado por el ministro Birice Hortefeux en el Consejo informal de Ministros de Inmigración e Interior, celebrado en Cannes el 7 de julio, ha experimentado algunas relevantes modificaciones, para llegar a un acuerdo que deberá ser ratificado por los jefes de Estado y de Gobierno de la UE en la cumbre del próximo 15 de octubre en Bruselas. Se han eliminado o suavizado los elementos más criticados, al menos en tres aspectos relevantes. Así, desaparece la prohibición de las regularizaciones masivas y se admiten «regularizaciones caso por caso», y no sólo por razones humanitarias, como estaba inicialmente previsto, sino también económicas. En segundo término, se ha suprimido la alusión del borrador al «contrato de integración», sustituida por una recomendación para que las políticas de los Estados de la UE favorezcan la integración de los inmigrantes que tengan la perspectiva de permanecer de manera duradera, basándose «en el equilibrio entre los derechos de los inmigrantes (acceso a la educación, al trabajo, a la seguridad y a los servicios públicos y sociales) y sus deberes (respeto a las leyes de los países de acogida)». Además, los Estados tomarán medidas específicas «para favorecer el aprendizaje de la lengua y el acceso al empleo, factores esenciales de la integración» y «pondrán el acento en el respeto a las identidades de los Estados miembros de la UE y de sus valores fundamentales tales como los derechos del hombre, la libertad de opinión, la tolerancia, la igualdad entre hombres y mujeres y la obligación de escolarizar a los niños». 
            Respecto al reagrupamiento familiar, aunque sigue la lógica restrictiva, se hace referencia a la obligación de los Estados miembros de tener en cuenta en sus legislaciones el «respeto a la Convención Europea de los Derechos del Hombre», que incluye el derecho a la vida familiar. Pero se mantiene como condición del ejercicio del reagrupamiento la capacidad del inmigrante para integrar a sus familias (medios económicos y alojamiento), así como, «por ejemplo, su conocimiento de la lengua del país».
            En todo caso, es en este contexto de claroscuro en el que debe situarse la adopción por el Parlamento Europeo de la eufemísticamente denominada “directiva de retorno” (rebautizada por buena parte de las ONG europeas que se ocupan de derechos humanos y de los inmigrantes como “directiva de la vergüenza”), un instrumento de política migratoria que se presenta en cierto modo como símbolo de las prioridades de la política comunitaria y que adquiere el carácter de test para juzgar hacia dónde se orienta la UE en su modelo de gestión de la inmigración. Su adopción obliga a reflexionar sobre qué desafíos supone una política de migraciones que no cesa de reconfigurarse en una lógica progresivamente reductiva, instrumental, fiel al fundamentalismo del mercado. Un discurso que implica una mirada miope, lastrada bajo un prejuicio dogmático, el del dominio unilateral de los movimientos migratorios, centrado obsesivamente en la identificación de las fronteras como muros infranqueables, un objetivo al que se supedita cualquier otra consideración y que entraña consecuencias negativas para los derechos humanos y para el Estado de derecho, cuyos principios y reglas contamina y aun compromete. Sobre todo, porque mediante la capacidad de comunicación de mensajes, que es una de las funciones que desempeña el derecho, estos instrumentos jurídicos de políticas migratorias construyen una categoría de sujetos para los que –éste es el mensaje que se transmite a la opinión pública– vale una lógica jurídica diferente, opuesta a la del Estado de derecho: la del estado de excepción, un mensaje que, como veremos, acaba contaminándolo todo y por ello nos perjudica a todos, no sólo a los inmigrantes. Aunque son ellos los más afectados, los identificados como esa nueva categoría de sujetos desechables, sustituibles, que se puede usar y tirar una vez aprovechado el beneficio.

Claves de la “directiva de retorno”

            La Directiva sobre los procedimientos y normas comunes en los Estados miembros para el retorno de nacionales de terceros países que se encuentren ilegalmente en su territorio había sido presentada por la Comisión en septiembre de 2005, y tiene como antecedente un Libro Verde, una comunicación de la Comisión y un Plan de Acción del Consejo que preveía el desarrollo de normas vinculantes y de operaciones comunes. Esta es la primera vez que se ha seguido el procedimiento de codecisión en materia de inmigración, lo que supone que en esta oportunidad la decisión del Parlamento es vinculante, al igual que la del Consejo. Muchas veces el Parlamento había hecho explicito su desacuerdo con el camino que estaba tomando la construcción de la política migratoria comunitaria y con los posicionamientos del Consejo. En esta ocasión no ha sido así: fue aprobada por 369 votos a favor, 197 votos en contra y 106 abstenciones (1).
            El objetivo –la función manifiesta (por utilizar términos de sociología jurídica)– de la nueva norma es armonizar los procedimientos que siguen los Estados miembros en la repatriación de inmigrantes irregulares, ya que en la actualidad cada país puede hacer lo que quiera y aplicar los plazos que considere oportunos. Por ejemplo, en estos momentos, un total de nueve países –Reino Unido, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Grecia, Irlanda, Malta, Países Bajos y Suecia– no contemplan en su legislación ningún límite para la retención de inmigrantes. Otros, como España o Francia, tienen plazos muy inferiores a los que marca la nueva directiva. Sin embargo, la función latente de este instrumento desborda con mucho ese objetivo técnico presentado sofísticamente como justificación garantista por sus defensores. Es un mensaje dirigido a la opinión pública europea, a los ciudadanos europeos, para explicar qué inmigración queremos, o, dicho más claramente, para convencer a los ciudadanos de que se trata de protegerlos frente a la creciente amenaza de la inmigración descontrolada, más en el actual contexto de crisis económica. Tras los acuerdos de los ministros del Interior, adoptados el 5 de junio de 2008, la directiva fue matizada mínimamente y es ese texto el que se adoptó por el Parlamento el 18 de junio.
Sus principales medidas son las siguientes:
            1. La directiva prevé la repatriación –retorno– al país de origen del inmigrante, a un país de tránsito con el que la UE tenga acuerdo de repatriación, o a otro país al que el inmigrante decida ir, siempre que sea admitido (artículo 3). A todas luces, no se trata de una repatriación o retorno en sentido estricto, sino de una expulsión.
            2. Una vez emitida una orden de expulsión, se establece un periodo para el retorno voluntario del inmigrante de entre 7 y 30 días. El periodo puede extenderse en función de algunas circunstancias (hijos escolarizados en el país, lazos familiares, entre otras).
            3. Transcurrido ese período, se prevé (artículo 14) el internamiento de los inmigrantes irregulares hasta 6 meses, que se pueden extender 12 meses más (un total de 18 meses) en caso de falta de cooperación del inmigrante para su repatriación o problemas en el proceso (obtención del permiso del país implicado u otros). El internamiento, en realidad, significa la detención, la privación de libertad, y ello es posible no necesariamente por decisión judicial sino mediante una orden administrativa. En efecto, el texto establece que el «internamiento podrá ser decidido por las autoridades administrativas o judiciales»: las detenciones podrán ser decididas por orden administrativa, aunque se exige un «control judicial lo más rápidamente posible».
            4. La norma también permite (artículo 15) la detención de menores no acompañados, aunque esta medida se tomará «sólo como último recurso y por el menor tiempo posible». No obstante, los menores no acompañados podrán ser expulsados a países donde no tengan un tutor o una familia siempre que haya estructuras adecuadas de acogida (artículos 3 y 8). Mientras estén internados, se les garantiza el acceso a la educación.
            5. Aunque no se garantiza la asistencia jurídica gratuita, una condición sine qua non de la justiciabilidad, y por tanto del derecho a tener derechos, empezando por el derecho al debido proceso, los ministros de Interior introdujeron la posibilidad de la defensa gratuita de los inmigrantes detenidos, algo a lo que se negaban, entre otros, Alemania, pero no la convirtieron en obligatoria: la solución de compromiso es que se admite la posibilidad de la asistencia gratuita, pero con una serie de salvaguardas que ya aparecen en la directiva sobre refugiados. Además, este principio entrará en vigor un año más tarde que el resto de la directiva. Asimismo, la Comisión se compromete a facilitar ayudas comunitarias para cubrir estos gastos.
            6. Finalmente, se establece (artículo 9) que cuando una persona en situación irregular sea expulsada, tendrá prohibida su entrada en territorio comunitario durante un periodo de cinco años.

Los riesgos de la directiva

            Lo cierto es que, como han denunciado la mayor parte de los agentes de la sociedad civil implicados en la defensa de los derechos humanos y en particular en el ámbito de la inmigración, la directiva es rechazable. Sobre todo por lo que antes he llamado funciones latentes, pues se trata de un instrumento de política migratoria comunitaria que envía un mensaje criminalizador de la inmigración. La directiva, además, contradice principios básicos del estándar europeo e internacional de derechos humanos e incluso entraría en contradicción con elementos clave del Estado de derecho. Y lo que es más grave, la directiva es un torpedo en la línea de flotación del propio proyecto europeo, un proyecto cuyos cimientos son la protección de las libertades y el primado del Derecho y de la razón, y que parecía erigirse como un faro frente al fundamentalismo de cualquier signo, frente a la demagogia y el populismo. Podemos resumir esas críticas en tres apartados: sus consecuencias estigmatizadoras, el perjuicio al Estado de derecho y los riesgos para los derechos humanos.

1. La criminalización de los inmigrantes. Una oportunidad histórica desperdiciada.

            En los días que precedieron a la discusión en el Parlamento asistimos a una campaña tan intensa como desesperada, llevada a cabo por buena parte de los movimientos sociales, ONG y actores de la sociedad civil de defensa de los derechos humanos y de trabajo con los inmigrantes, que multiplicaron los manifiestos y declaraciones en los que se pedía al Parlamento que impidiese la adopción de esta directiva (2). En buena parte de esas apelaciones se insistía en que ésta era una ocasión histórica. Y lo cierto es que el calificativo no resultaba exagerado.
            Lo era, porque se trataba de sentar algunas de las bases mínimas de armonización de las políticas migratorias y, por primera vez, el Parlamento ejercía su competencia de colegislador en un procedimiento de codecisión. El Parlamento podía aprovechar esta ocasión  para  apostar por unas políticas migratorias tan equilibradas como ejemplares, en las que la prioridad debe darse a la adopción de normas particularmente respetuosas con los derechos humanos, y muy especialmente cuando se trata de normas dirigidas a luchar contra la lacra del tráfico y de la explotación de seres humanos, como debe ser el  caso de la lucha contra la inmigración clandestina.
Era una oportunidad histórica, además, para enviar un mensaje en positivo sobre la inmigración, dirigido a los destinatarios directos (los inmigrantes), pero sobre todo a los indirectos, los propios ciudadanos europeos. Pues bien, con esta directiva el Parlamento Europeo envía un contundente y negativo mensaje no sólo para los inmigrantes que ven en Europa su El Dorado, ni aun para los propios ciudadanos europeos, sino para todos los que creen firmemente en lo que se supone que constituye el núcleo del proyecto europeo, la prioridad de la defensa de los derechos humanos universales. Además, comporta graves riesgos de violación de los derechos humanos de los inmigrantes, hace posible restricciones injustificadas de sus derechos fundamentales y de sus garantías y pone en entredicho principios básicos del Estado de derecho. Por eso no es una exageración denominarla “directiva de la vergüenza”.
            La directiva será un poderoso instrumento para afianzar una visión simplificadora y parcial del fenómeno migratorio, puesto que contribuye a identificar  los conceptos de inmigrante y delincuente. Es la coartada para legitimar un giro antisocial, excluyente, que castiga precisamente a los más vulnerables. Una lógica que, como se ha denunciado reiteradamente, según hemos visto en la estrategia de guerra antiterrorista pero también en la caza a los gitanos a la que hemos asistido en las últimas semanas en Italia, recurre a la denuncia del peligro que supuestamente representa una minoría, como coartada que justificaría medidas que violan principios elementales en el Estado de derecho.
            Por descontado, si hablamos de criminalización no es desde la perspectiva de un ingenuo buenismo progresista que pretende ignorar la complejidad del fenómeno migratorio, sus desafíos –los riesgos, además de las oportunidades–, apostando por una imposible abolición de las fronteras. Se trata de apoyar el imperio de la ley y del derecho también en el ámbito de la inmigración, lo que exige establecer reglas, controlar. Pero eso no significa imponer un dominio unilateral y arbitrario, y menos a costa de los derechos humanos, como sucede a propósito de los indocumentados o irregulares, mal llamados ilegales, que siguen siendo personas y por tanto titulares de derechos, por más que carezcan de papeles en regla.

2. La contaminación del Estado de derecho.

            Quizá lo más grave de entre los riesgos de la directiva es su capacidad contaminadora de principios básicos del Estado de derecho, como el de garantía jurisdiccional de los derechos, la presunción de inocencia y, con ello, el principio de favor libertatis, y la posible quiebra del derecho a la justiciabilidad, a ejercer los derechos ante una instancia independiente, en la medida en que no se garantiza el acceso a la defensa de sus derechos mediante el reconocimiento del derecho a la defensa gratuita, que la directiva configura como “posible” y sujeto a restricciones, y no como un derecho fundamental, en contravención, entre otros, del Convenio Europeo de Derechos Humanos.
            En segundo lugar, repugna al Estado de derecho la creación de una categoría de sujetos para los que vale otra lógica jurídica, que no es la del Estado de derecho, sino la de la excepcionalidad. Esta directiva ahonda en la lógica de la vulnerabilidad e inseguridad en el estatus de quienes son estigmatizados como delincuentes cuando sólo son indocumentados, y hace posible la precariedad en la titularidad de derechos y en su garantía, la arbitrariedad administrativa frente al control judicial: menos aún que infraciudadanos, son seres humanos demediados cuya situación administrativa –irregulares– les estigmatiza/criminaliza y se aduce para justificar un trato jurídico discriminatorio y opresivo. No existen, son invisibles: la suya es una presencia ausente, una presencia sin pertenencia, como han explicado Sayad o Balibar.
            Pero repugna particularmente al Estado de derecho la existencia de un limbo jurídico al que van destinados los reos de este procedimiento de retorno. Me refiero a los centros de internamiento, un tertium genus que no es prisión, pero tampoco centro de acogida o integración, pues suponen un régimen de privación de libertad y con débiles garantías. La contradicción flagrante reside en el hecho de que el propio Parlamento Europeo se pronunció hace escasamente dos años en sentido contrario a lo que ahora propicia, a propósito de la situación en Malta. En efecto, el pleno de la eurocámara, tras conocer la situación en que se encontraban los centros de detención de la isla, después de una visita de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior (3) aprobó el 6 de abril de 2006 una resolución en la que lamentaba «las condiciones de vida inaceptables de los inmigrantes y solicitantes de asilo en los centros de detención administrativa de Malta» y pedía a las autoridades de Malta que redujeran «considerablemente los plazos de detención de los emigrantes», puesto que «en la práctica administrativa maltesa se establece un periodo máximo de detención de 18 meses para los inmigrantes y de 12 meses para los solicitantes de asilo».
            Esto resulta aún más preocupante cuando se conoce la dura denuncia del rapport 2007 del Steps Consulting Social, un minucioso estudio encargado precisamente por el Parlamento Europeo (4), que pone al descubierto las duras condiciones existentes en 132 centros visitados (sobre un total de 174) en la UE en 2007, en los que permanecen “retenidos” aproximadamente unos 20.000 inmigrantes durante largos periodos y en condiciones a veces peores que en las cárceles, sólo por carecer de papeles. El estudio subraya su preocupación por los regímenes de detención «de tipo carcelario en la gran mayoría de los casos». «Son condiciones que criminalizan a personas que no han cometido ninguna infracción penal». El informe califica de “patógenas” las situaciones que padecen los detenidos, especialmente las personas vulnerables como ancianos, menores y embarazadas. Los autores recomiendan que la UE priorice la dimensión de acogida respecto a la represiva y que «la detención debería ser una excepción absoluta y sólo como último recurso». Y propugnan que debería limitarse la duración de la retención «a días o semanas y no meses». Los autores de la investigación muestran especial preocupación por la presencia de menores acompañados en los centros de detención cerrados en la gran mayoría de Estados. En todo caso, el concepto de internamiento es cuestionado, a pesar de ser legal, desde Amnistía Internacional. Son presos sin delito: sólo cometieron una falta administrativa. La privación de libertad debe ser el último recurso. Se deberían tomar otras medidas, como la presentación periódica en alguna oficina o impulsar el retorno voluntario. No puede haber ciudadanos en el limbo, detenidos de manera administrativa.

3. La puesta en entredicho de derechos fundamentales.

Finalmente, la directiva comporta el riesgo de lesionar gravemente derechos fundamentales reconocidos en instrumentos internacionales de derechos humanos ratificados por los Estados miembros. En efecto, esta directiva pone en marcha procedimientos de privación de libertad que se dictan por una falta administrativa. Son procedimientos potencialmente arbitrarios, puesto que pueden ser adoptados sin control jurisdiccional por autoridades administrativas. Una detención que equipara a quienes son sujetos de una irregularidad administrativa con los autores de delitos. Una detención que se pretende justificar por razones administrativas, las de agilizar un procedimiento de expulsión, aunque, contradictoriamente con ello, se habilitan plazos escandalosamente amplios para el procedimiento.
            Autoriza plazos de detención desproporcionados, que pueden llegar hasta 18 meses y que, además de vulnerar principios de habeas corpus, contradicen el propósito de la directiva de agilizar los procedimientos de retorno. A ese respecto la denuncia de la sección de extranjería del Consejo General de la Abogacía de España es contundente. Así, se subraya que contraviene el Convenio Europeo de Extradición, que fija en 40 días el máximo de prisión preventiva para extranjeros, un plazo “suficiente” y “prudente” (5). Este Convenio, de 13 de diciembre de 1957, ha sido ratificado por todos los miembros de la UE. Si el plazo máximo de retención de un “sin papeles” fuera superior al tiempo máximo de prisión preventiva de 40 días fijado por el Convenio Europeo de Extradición, se daría la circunstancia de que estaríamos tratando peor a un inmigrante que no ha cometido ningún delito frente a un extranjero que sí ha delinquido y al que van a extraditar.
            Las condiciones del internamiento se asemejan más a las de una prisión. No se garantiza suficientemente el derecho de comunicación. Además, afecta a la tutela judicial efectiva, al derecho a la defensa, al principio de presunción de inocencia y otras garantías jurídicas imprescindibles en los procedimientos administrativos sancionadores.
            Impone un doble castigo a los inmigrantes afectados, pues, además de la privación de libertad y tras su expulsión, prohíbe el regreso al territorio europeo durante 5 años, un castigo que, además de antiproductivo, es casi irrecurrible.
            Habilita la detención de menores no acompañados, que son ingresados en los mismos centros, y su expulsión sin garantía de reagrupamiento familiar, en manifiesta contravención de los derechos reconocidos en la Convención de Naciones Unidas de derechos del niño.
            Permite que se realicen expulsiones a países terceros, y no al país de origen, lo que es doblemente lesivo para los inmigrantes afectados.
            Hace posible que quienes hayan sido detenidos a lo largo de los siete días posteriores a su entrada en territorio europeo sean expulsados sin siquiera disfrutar de las escasas garantías de la directiva.
            Si es necesaria una directiva de retorno, ésta  debería priorizar las propuestas positivas que, además de salvaguardar los derechos fundamentales de las personas implicadas en el retorno, hagan posible el retorno auténticamente voluntario y contribuya a gestionar la inmigración en términos del beneficio de todas las partes implicadas y en el respeto de los derechos humanos de quienes son, por su condición de inmigrantes, sujetos particularmente vulnerables.

Las reformas de Sarkozy

            El presidente francés Sarkozy quería abrir reformas en cinco frentes, donde se incluyen nuevas iniciativas más agresivas para los extranjeros que entran en la UE de forma ilegal. El primero es el desarrollo de una acción concertada de control de fronteras mediante el refuerzo de FRONTEX, objetivo al que se asignan la inmensa mayoría de los recursos económicos. En una lógica, además de progresiva externalización de ese control, que pretende involucrar a los países de tránsito y origen, también mediante una utilización ya no novedosa de las ayudas al desarrollo vinculadas al éxito en esos objetivos. Se proponen medidas como los visados biométricos, que entrarían en vigor en 2010. El segundo, asegurar el “alejamiento efectivo” de los irregulares. Un objetivo al que se vinculan los eufemismos de retorno o repatriación, que en realidad quieren decir expulsión. Las medidas en este bloque incluyen la prohibición de regularizaciones masivas, las políticas de expulsión conjunta (vuelos colectivos), los acuerdos de readmisión con países terceros (Pakistán, Turquía, Marruecos) y, desde luego, la directiva de retorno. El tercer apartado sería la adecuación de los flujos migratorios a las necesidades del mercado, la famosa migration choisie, pas subie. Se trata de seleccionar a los inmigrantes deseables. Para ello, además de la puesta en marcha de la blue card, se trataría de reducir el reagrupamiento familiar y de garantizar la “integración” mediante el polémico contrato de integración que el propio Sarkozy puso en marcha como ministro del Interior en Francia, lo que incluye la imposición del aprendizaje de la lengua y el compromiso de «aprender las identidades y valores nacionales y europeos». En el cuarto bloque se trataría de poner en marcha una política europea armonizada de asilo. Finalmente, el quinto comportaría políticas de codesarrollo y ayuda al desarrollo dirigidas a los países de origen y tránsito para que colaboren en el control de las salidas y acepten los retornos.
            En el momento de redactar estas líneas, el ministro francés Brice Hortefeux  presenta en Cannes (7 de julio de 2008) el documento fruto de una negociación con el Gobierno español (y en menor medida con el alemán), que corrige algunos aspectos relevantes: se elimina la referencia al contrato de integración, sustituido por la remisión a la igualdad de derechos y deberes y por la recomendación de que los Estados proporcionen los medios para el aprendizaje de la lengua y de los valores europeos y nacionales, aunque dejando claro que sólo se puede exigir adhesión a lo que el derecho impone y prohíbe. Además, se elimina la referencia expresa  a la  prohibición de regularizaciones.

 

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Valencia.

(1) Los votos favorables fueron de 217 del PPE, 57 liberales, 40 de Europa de las Naciones, 34 socialistas –la mayoría de los españoles salvo tres– y otros 21 no inscritos e independientes.
(2) Entre otros, puede verse los de la FIDH, PICUM, Caritas, Amnistía Internacional, ECRE, CIMADE, GISTI, o la REDI (Red Europea para los Derechos de los Inmigrantes), que reúne a 240 ONG. En España, por ejemplo, la APDHA, la Red Acoge, CEAR y SOS Racismo se han pronunciado con contundencia. A título de ejemplo pueden consultarse las propuestas enunciadas en la declaración de la FIDH de 11 de febrero de 2008 “Directiva retorno: 10 exigencias para una armonización protectora y conforme con los derechos humanos”, en www.fidh.org. Cfr. también www.aedh.eu. En el mismo sentido se han pronunciado organizaciones de profesionales del derecho como el CCBA (Consejo Europeo de la Abogacía), el  CGAE (Consejo General de la Abogacía de España),  Jueces para la Democracia, el Grupo de Estudios de Política Criminal, etc.
(3) La delegación de eurodiputados estaba integrada por Stefano Zappalà, jefe de la expedición, Simon Busuttil, David Casa y Patrick Gaubert (PPE); Giusto Catania y Kyiriakos Triantaphyllides (Izquierda Unitaria Europea); Martine Roure y Louis Grech (Partido Socialista Europeo) y Romano Maria La Russa, de Unión de Europa de las Naciones. Los parlamentarios visitaron los cuatro centros donde se encontraban 1.017 personas, la mayoría del Cuerno de África y Darfur. Según Catania, el centro Safi, situado en un cuartel, tenía «todas las características para ser definido como una cárcel». Las habitaciones presentaban un estado de abandono, con camas sin sábanas y colchones sucios y deteriorados.
(4) El informe sobre las condiciones de los extranjeros en los centros de detención responde al deseo del Parlamento Europeo de conocer y mejorar las condiciones de los nacionales de terceros países detenidos en la UE. El trabajo, de 300 páginas, ha sido realizado por nueve especialistas de Steps Consulting Social junto a organizaciones humanitarias de cada país. Esta entidad está vinculada a Handicap Internacional, premio Nobel de la Paz en 1997.
(5) En España, infringiría la doctrina del Tribunal Constitucional,  fijada en una sentencia del Constitucional de 1987 en la que se recuerda que «el carácter restringido y excepcional de la medida de internamiento [de inmigrantes] se refleja también en la existencia de una duración máxima, de modo que la medida de internamiento no puede exceder, en ningún caso, de 40 días, que es también la duración máxima de la prisión preventiva de los extranjeros prevista en el artículo 16.4 del Convenio Europeo de Extradición». España lo hizo el 21 abril de 1982 y actualmente sigue vigente.