Javier Martín
La guerra en Siria y el Estado Islámico.
La trampa de Viena

(Página Abierta, 243, marzo-abril de 2016).

29 de enero de 2016.

Acomodado sobre el tapiz marrón de una de las numerosas mezquitas que salpican los barrios depauperados del norte de Túnez capital, el jeque Abu Marwan inclina la mirada, acelera el manoseo de las cuentas del rosario y observa con detenimiento un deslustrado ejemplar de El Corán que reposa a sus pies cuando se le inquiere por Houssam Abdelli, el suicida de 26 años que en noviembre de 2015 perpetró el atentado más grave jamás sufrido por las Fuerzas de Seguridad tunecinas. Después, eleva la mirada y estira su reflexión apenas unos segundos más antes de decidirse a acometer la respuesta.

“Esos chicos son almas en pena. Peces fuera del agua en busca de oxígeno”, dice Abu Marwan sobre un joven corriente, pero que, en apenas un año, pasó de jugar al fútbol con sus amigos a frecuentar clérigos wahabíes y mezquitas salafistas, donde se aprende una versión herética y retrógrada del Islam. “Y los radicales le dan aquello que necesita. Consuelo espiritual y un objetivo vital envuelto en un lenguaje atractivo que conoce, el de internet y las redes sociales”, abunda. “La guerra está en la propaganda, y ahí tienen ventaja. Ese es el campo de batalla en el que debemos luchar”, subraya.

Apenas una semana antes, y en pleno arrebato de visceralidad por el impactante atentado de París, el autoproclamado “Grupo Internacional de Apoyo a Siria” se comprometió a acelerar el proceso de paz en ese país, falsamente convencido de que allí están enterradas las raíces del fanatismo que desde hace décadas atormenta a árabes y musulmanes, y que ahora tanto dice asustar a los líderes de Europa.

Un proceso sostenido en premisas con cierto hedor finisecular que entroncan con una forma obsoleta de entender la geoestrategia mundial: aquella que apuesta por imponer transiciones políticas al estilo occidental a sociedades con un alto déficit de madurez democrática. Y atado a una vetusta concepción de Oriente Medio: aquella que quedó dibujada tras el triunfo de la revolución islámica en Irán, y que tanto dolor y sangre ha causado.

Países de larga tradición democrática, como Estados Unidos o Francia, aliados con otros, como Arabia Saudí o Qatar, que ni siquiera han sentido el impulso de asomarse a ella, sentados a la mesa con imperios nostálgicos ávidos por recuperar su antigua grandeza, como Rusia, Irán y Turquía. El objetivo declarado, derrotar al nuevo (y útil) enemigo: el Estado Islámico. El oculto, quizá, garantizar sus intereses particulares en el nuevo Oriente Medio del siglo XXI que parece esbozarse. Al margen de todo –y como error iterado– quedan una vez más los anhelos de las poblaciones locales, que en 2011 se levantaron con la ilusión –ahora casi desvanecida– de alcanzar al fin libertad, derechos y justicia social.

“El hecho es que el Estado Islámico, como doctrina y práctica, se ha convertido en un modelo imbatible para aquellos que en el mundo musulmán suní buscan una combinación de religión, poder y modernidad”, argumenta el periodista árabe Ali Hashem.

Antiguo corresponsal de la famosa televisión qatarí Al Yazira, el reportero insiste en subrayar un factor que considera crucial, un elemento esencial para entender la coyuntura actual que las desmemoriadas sociedades occidentales parecen haber querido olvidar: que la amenaza del yihadismo no es un problema de hoy, sino una rémora del ayer. Un desafío que, nacido en la aciaga década de los ochenta, hunde su rizoma en la historia del medioevo europeo. Está ligado al colonialismo y a la fatídica política de bloques que presidió el siglo XX, y que se nutrió de las dictaduras árabes de tinte socialista a las que Occidente apoyó –en mayor o menor medida– en las tres décadas precedentes.

“Suníes y chiíes compartían similares aspiraciones hasta que la revolución islámica en Irán en 1979 logró derrotar al Sha”, recuerda Hashem. “En ese tiempo, hasta islamistas sunníes como el jeque Abdula Azzam (uno de los fundadores ideológicos de Al Qaeda) celebraron en las mezquitas de Jordania la victoria del Imam Rujola Jomeini”, añade. “Después, se evidenció que la revolución (iraní) era más una respuesta a las ambiciones de los islamistas chiíes que de los suníes; así que la siguiente parada para Azzam y sus camaradas fue Afganistán, y lo que luego fue conocido como los árabes afganos”, concluye.

El triunfo de Jomeini y su interpretación fundamentalista de la sociedad islámica causó un impacto similar –aunque de inquietud– en Arabia Saudí, hasta entonces indiscutible caudillo del islam suní. El mismo año que las huestes del avieso ayatola se apropiaban de la indignación popular en Irán y la barnizaban de trascendencia religiosa, un grupo de radicales saudíes, adscritos al movimiento purista ijwan, asaltó la gran mezquita de La Meca, la más sagrada del islam. Liderados por Juhayman al Otaibi, un antiguo miembro de la Guardia Nacional wahabí, pretendían derrocar la tiranía de la familia Al Saud, a la que tildaban de hereje y corrupta.

Al Otaibi y sus seguidores creían que la autocracia fundada en el siglo XVIII había traicionado los principios establecidos por Mahoma, y aspiraban a constituir una sociedad igual a la que, según su lectura literal de las escrituras, habitó el Profeta. Su sueño acabó en pesadilla. Amanecida la mañana del 4 de diciembre de 1979, soldados saudíes, secundados por fuerzas de elite francesas y aconsejados por expertos militares estadounidenses, recuperaron el control del templo tras tintar de rojo sus albos mármoles. Unas 240 personas –entre militares y asaltantes– murieron y más de 400 resultaron heridas durante la batalla, que duró dos semanas. Miles más fueron arrestadas y encarceladas los días siguientes. Al Otaibi y 63 cabecillas fueron decapitados.

Avanzado 1980, recién estrenada la guerra entre Irán e Irak, muchos de esos ijwan comenzaron a abandonar las prisiones y a aterrizar en Afganistán, previa escala en Pakistán. En Islamabad, y en particular en la vecina Rawalpindi, eran recibidos por jeques como el propio Azzam y miembros de los servicios secretos saudíes, estadounidenses y pakistaníes, que los instruían en el combate y les facilitaban armas.

Conocido como “el puente de los muyahidín”, su primer objetivo era acorralar a las tropas soviéticas que ocupaban Afganistán. Hasta que estas se retiraron, los guerreros de la yihad fueron “combatientes por la libertad” para los Gobiernos de Occidente y un alivio para las dictaduras árabes amigas. Casi todas ellas aprovecharon la citada pasarela para desembarazarse de la oposición religiosa que crecía a la sombra de su puño de hierro.

Sin embargo, apenas nueve años después, el muro de Berlín cayó y la guerra fría que domeñaba la geopolítica mundial comenzó a perder el sentido que nunca tuvo. Los muyahidines dejaron de ser útiles, y la mayoría de ellos optaron por regresar, convencidos de que en su país serían recibidos como héroes. Poco tardarían en percibir la realidad. En agosto de 1990, tanques del Ejército de Sadam Husein cruzaron la frontera y tomaron Kuwait. Asustado ante la posibilidad cierta de que siguieran su arrollador avance hacia el sur, Riad exigió a Washington que cumpliera con el pacto secreto suscrito en 1945 y protegiera su territorio. Una defensa que el después odiado Osama bin Laden y sus árabes afganos también ofrecieron a la casa de Saud.

Rechazados y marginados, “los guerreros de Alá” retornaron a las agrestes tierras de Asia Central en las que tanta sangre habían derramado. Allí se terminó de gestar una idea que el llamado islam político había contribuido a cimentar. La de lanzar una yihad global contra los infieles –incluidos entre ellos los corruptos líderes musulmanes– que pusiera las bases para la concreción futura del único de sus anhelos: crear un Estado islámico según su ancestral interpretación de los textos religiosos. Había nacido Al Qaeda, la organización terrorista más grande que la historia moderna haya conocido.  

Expertos y periodistas contemporáneos insisten en colgar esta misma etiqueta a la amenaza de moda, el Estado Islámico. Pero entender y conocer a esta organización yihadista exige, en primer lugar, desprenderse de ese erróneo concepto y admitir una realidad: se trata de un sistema sofisticado, un proto-Estado fruto de la evolución lógica de la quimera radical que explotó en la década de los pasados ochenta.

Mientras que “el puente de los muyahidín” fue una ambición hábilmente manipulada, Al Qaeda supuso una idea fruto de la frustración y la experiencia. El Estado Islámico es, ahora, esa idea llevada a la práctica gracias a un error mayúsculo cometido por aquellos que hace cuarenta años comenzaron a experimentar con el fuego de la intolerancia religiosa.

La forzada e interesada decisión estadounidense de invadir Irak en 2003, y en particular la posterior desarticulación del corrupto régimen baazista tejido por Sadam Husein dejó un vacío de poder en las provincias suníes, aprovechado al principio por Al Qaeda, y explotado ahora por las huestes del dictador derrocado para reconstruir desde la clandestinidad las redes mafiosas en las que la satrapía iraquí se sostuvo durante la década larga que duró el embargo de la ONU.

La mezcla de ambas alumbró en 2006 el Estado Islámico de Irak (ISI), al que EE. UU. combatió con efectividad gracias a una alianza pecuniaria con movimientos suníes iraquíes considerados moderados. En 2010, la decisión del Gobierno chií de Bagdad de no integrar a esas tribus en la estructura del Estado facilitó al ISI la recuperación del terreno perdido. Y en 2011, la revolución en Siria le permitió ampliar sus huestes y su extensión territorial, clave de su desconcertante poder. El denominado Estado Islámico para Irak y el Levante (ISIS) ya presentaba las características que tiene el actual EI, declarado por el autoproclamado califa, Abu Bakr al Bagdadi, el 29 de junio de 2014.

Arraigado en un área de cientos de kilómetros que abarca de Siria a Irak, replicado por decenas de grupos armados que le han jurado lealtad, desde las montañas de Argelia a las costas de Indonesia, y dotado de un poderoso efecto llamada, que atrae tanto a jóvenes de países islámicos como a musulmanes y conversos nacidos y crecidos en Europa, el EI es una estructura estatal basada en una interpretación herética del islam, con rasgos del totalitarismo y vicios de la ultraderecha, capaz de autofinanciarse con métodos mafiosos –pero también con herramientas estatales–, que gestiona un amplio tejido social, se alimenta de la frustración y se sostiene en una estructura militar que aúna, con eficacia, estructuras de Ejército regular, tácticas de guerrilla maoísta y acciones de cruel y elemental terrorismo. Es ahí donde reside su fuerza, pero también su principal debilidad. Al contrario que Al Qaeda, el EI necesita un territorio que gestionar para tener sentido, para pervivir.

“Para derrotar al EI, el mundo necesita golpear el corazón del grupo, y eso significa desatar la maraña de nudos que le rodean y cortar el flujo de sangre que llega a su corazón”, argumenta Hashem. “Se necesita un modelo alternativo que combata el modelo EI, un modelo que sea poderoso, moderno y que muestre un aprecio y un respeto real al islam. Con este modelo sería mucho más fácil privar a la entidad terrorista de simpatizantes que se pueden convertir en el futuro en sus miembros”, razona.

La solución que las potencias mundiales y el resto de países implicados proponen para la poliédrica guerra siria obvia este camino. Más allá de los estériles bombardeos –que causan muertes civiles y abonan el terreno a la movilización y el combate en las poblaciones que los padecen–, este plan de tres puntos reedita políticas que se han probado ineficaces y contraproducentes en el pasado en escenarios similares. Y supone un episodio más de la guerra fría autóctona que sacude desde hace cuatro décadas la región: la que enfrenta al eje chií –Siria, Irán y el grupo libanés Hezbolá– y al frente suní, liderado por Arabia Saudí, principal apoyo de la oposición islamista al régimen de Bachar al Asad.

El primero de esos puntos se establecerá en el arranque de 2016, pero en el paréntesis previo ya habrá multiplicado el dolor de un pueblo sometido a la tortura diaria de la muerte. Antes de que entre en vigor el pretendido alto el fuego, todas las partes en conflicto han redoblado sus bombardeos y ataques con el objeto de apropiarse de la mayor parte de territorio posible. En especial, las mejor armadas y más cohesionadas fuerzas del régimen, que, con ayuda de Rusia y de las milicias del citado eje chií, no solo han obligado a retroceder a las huestes del EI en el frente Este, sino a la propia oposición, tanto laica como islamista.

En este contexto se enmarca el derribo en octubre de 2015 de un avión de combate ruso por la artillería turca. Desde que se intensificara la intervención rusa, uno de los principales objetivos del régimen ha sido recuperar el territorio que se extiende desde la ciudad portuaria de Latakia a la frontera de Turquía. Una agreste zona en manos de la oposición turkemana (apoyada por radicales chechenos) casi desde el inicio del conflicto y que posee un enorme valor estratégico. No solo abre el pasillo hacia Idlib y las regiones del oeste de Alepo, bajo dominio opositor, si no que garantiza la seguridad para la base militar que Moscú tiene en el área, la única en el Mediterráneo. Además, impide que las fuerzas turcas creen una entidad autónoma entre ambos países, y que rebeldes y turcos compartan frontera.

En el albor de diciembre de 2015, las tropas de Bachar al Asad –secundadas desde el aire por cazabombarderos rusos, y reforzadas en tierra por infantes de la “Brigada Zulfikar” chií– ya se habían asegurado el control de las colinas de  Bayirbucak, a escasos 15 kilómetros de Turquía. Similar situación vivió Homs, lugar en el que estalló la revolución de 2011, recuperado por el régimen este diciembre.

Estos avances dibujan un escenario de fuerza para la satrapía alauí de cara a la segunda fase de “la trampa de Viena”: la formación de un Gobierno de unidad nacional transitorio –negociado por el régimen y la oposición– que convoque elecciones en un plazo de 18 meses. Solo las regiones del este, dominadas por el EI, y las zonas del noreste, donde los peshemergas iraquíes roban territorio al Califato gracias a la cobertura aérea que le brinda Washington, quedan lejos del control de Damasco y de la oposición. Una coyuntura que parece no preocuparle en demasía.

La dictadura de Al Asad confía en Turquía para frenar las aspiraciones independentistas de los kurdos, pese a que estos se hayan ganado la confianza de EE. UU. –el presidente turco, Recep Tayeb Erdogan, ha equiparado públicamente a las milicias kurdas sirias (Unión Patriótica de Siria, PYD en su siglas en inglés) con el EI–. Y en la comunidad internacional para debilitar a los seguidores del califa. 

Una fase que aún está en el aire, víctima de cuatro innecesarios años de un conflicto armado que ha sido manipulado por las potencias y desprendido de las inocentes ansias de un pueblo traicionado. Y de dos preguntas sin aparente respuesta: ¿quién debe sentarse en la mesa de diálogo?, ¿quién representa, a día de hoy, al pueblo sirio? Algunos actores parecen tener butaca asegurada–-aunque su grado de respaldo popular sea cuestionable–, caso de la Coalición Nacional Siria, principal grupo de la oposición en el exilio. Y otros, garantías de que no serán convocados, caso del propio EI o del Frente al Nusra, filial de Al Qaeda en el país y uno de los grupos armados más poderosos en litigio. En medio, se abre una gran paleta de grises de difícil encaje.

La compleja tarea de espigar los comensales fue encomendada a Jordania, país que recibió múltiples presiones por parte de las petromonarquías del Pérsico. Tantas, que la decisión final se adoptó en Riad y se ajustó a las ambiciones saudíes. A la cabeza del llamado “Alto Comité Negociador” se colocó al antiguo primer ministro sirio, Riad Hijab. Y como jefe negociador a Mohamad Alloush, un conocido líder radical suní, defensor de la idea del califato, que contribuyó a fundar Jaish al Islam, uno de los múltiples grupos wahabíes financiados desde la península Arábiga que se sumaron a la dispar oposición siria.

Considerado terrorista por el régimen sirio y sus aliados internacionales, su ideología se aproxima en exceso a la que defienden el Estado Islámico y Al Qaeda, grupo este último con el que ha colaborado. En 2013, Alloush divulgó un vídeo en el que anunciaba el restablecimiento del histórico califato Omeya en las regiones de las actuales Siria e Irak y atizaba la retórica sectaria antichií tan arraigada en el wahabismo. El ahora jefe negociador apostaba por “decapitar a los impuros chiíes” y aprovechar el actual conflicto armado en la región para “recuperar la gloria (suní) en tiempos de los Omeya”.

Un elogio al odio de difícil ensamblaje cuando está previsto que los interlocutores sean regímenes chiíes (el Gobierno de Damasco y sus aliados, Irán y el grupo libanés Hizbulá), y cuando la meta es formar un eventual Ejecutivo de unidad que, según el comunicado salido de Viena, debe ser “secular, inclusivo y no sectario”.

Alloush, junto a otros grupos similares, son la cuota que impone Arabia Saudí y los países del Pérsico para defender sus intereses en Siria”, explica un diplomático árabe en la zona. “Son lobos con piel de cordero. Su objetivo es el mismo que el Daesh [acrónimo usado en árabe para referirse al Estado Islámico], lo único que cambia es la táctica para lograrlo. Su aparente moderación responde a esta estrategia”, advierte.

En la misma categoría colocan los expertos al grupo radical Ahrar al-Shams, vinculado a Arabia Saudí y Qatar, países miembros de la alianza internacional forjada por Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, entre otros. Asentado en la región central de Idlib, Ahrar al-Shams fue formado en 2011 por un grupo de salafistas sirios, enlazados con movimientos wahabíes del golfo Pérsico, que fueron liberados por el régimen de Bachar al Asad al inicio de la revolución.

Desde un primer momento, se alineó con las fuerzas opositoras más reaccionarias, e incluso combatió junto a sus entonces socios de Al Nusra. En 2012 y 2013 fue, junto a este último, el principal impulsor de la conocida como alianza rebelde islamista. Y desde un principio abogó por el establecimiento de un Estado islámico en Siria, aunque moderó y amoldó a los tímpanos de Occidente su ideología al insistir en que la naturaleza de la futura nación debería emanar de la voluntad del pueblo sirio. Aun así, reitera que todo quedará supeditado a la interpretación wahabí de la sharía o ley islámica (similar a la que aplican Arabia Saudí o el EI). 

Frente a este bloque radical wahabí, aliado de Occidente, Rusia ha forzado la presencia de una tercera vía, integrada por varios de los grupos laicos que fueron apartados de la conferencia opositora de Riad. La autocracia que preside Vladimir Putin ha estado extremadamente activa en el campo de la diplomacia desde que en verano decidiera defender sin tapujos al régimen sirio, sumándose a los bombardeos.

Desde entonces, el antiguo agente de los servicios secretos soviéticos convertido en moderno zar se ha reunido con los presidentes de la propia Siria, Irán y Egipto, con el emir de Kuwait, el rey de Jordania y el príncipe heredero de Emiratos Árabes Unidos. Ha departido con los primeros ministros de Irak e Israel y recibido al ministro saudí de Defensa. Y el pasado 18 de enero negoció con el emir de Qatar, país con el que comparte el título de poseedor de las mayores reservas de gas del mundo, y al que el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Seguei Lavrov, había definido semanas antes como “el gran escollo” para la paz en Siria.

Putin, al que parece no interesarle una larga guerra en Oriente Medio, ha formado su propio bloque, y forzado su presencia en la próxima reunión de Ginebra, ante el enfado de la delegación opositora tutelada por Arabia Saudí. En él están presentes Haytham Manna, un profesor exiliado en Francia que fue elegido en diciembre jefe del Consejo Democrático Sirio –oposición laica–, y Saleh al Muslim, representante de la Unión Patriótica del Pueblo Sirio. Este último, de ascendencia kurda, ha sido rechazado por Turquía. En una estrategia en la que el uso interesado e iterado ha desposeído a la expresión de su verdadero significado, Ankara ha argumentado que también “es un terrorista”.

La tercera añagaza, en caso de producirse, sería, quizá, casi la más dramática para un pueblo que confió en el sueño de libertad. Según los expertos, la formación del Gobierno de transición y la celebración de los comicios en el plazo y las condiciones ahora esbozadas servirían para legitimar, con toda probabilidad, a un régimen que durante décadas ha violado sistemáticamente los derechos de los sirios y bombardeado a su pueblo con barriles de pólvora.

Con más territorio conquistado, y con una maquinaria administrativa casi inalterada (durante los años de la guerra, Bachar al Asad se ha obstinado en seguir pagando salarios, pensiones y otras ayudas a los funcionarios y ciudadanos atrapados en zonas de la oposición, pese a que no pudieran trabajar, para mantener lazos y cultivar fidelidades), el antiguo régimen seguramente batiría en las urnas a una oposición atomizada y diversa. Y cinco años de horror, muerte y sangre habrían conducido entonces a una situación similar a la que precipitó el regreso de la dictadura a Egipto.

Queda aún mucha senda por recorrer. Según los expertos, Ginebra III caminará por el mismo derrotero que la intentona fracasada de 2014. Atrapada en las tácticas dilatorias del régimen, empeñado en repartir las culpas, y alargar la bizantina discusión sobre terrorismo y terroristas, antes de permitir que se aborde cualquier discusión que entierre las viejas políticas del siglo XX y despeje la vereda hacia la creación de una alternativa política cimentada en el respeto a los derechos humanos, único antídoto al veneno sectario que inocula el Estado Islámico.

El tiempo apremia. Tiempo de escuchar las voces de un pueblo ahogado en sangre y no el hosco estruendo de las armas. Ya que, mientras los diferentes actores discuten en las mullidas y limpias alfombras de Riad, Nueva York o Ginebra, el Ejército sirio parece avanzar imparable en un territorio sembrado de cadáveres.

“Las discusiones sobre qué partidos o qué individuos de la oposición deben estar presentes en las conversaciones de paz puede que sea, al final, algo secundario frente al verdadera tendencia en Siria, que es el progreso del Ejército sirio –apoyado por Rusia e Irán– a la hora de robar territorio al Estado Islámico, el Frente al Nusra y otros grupos armados”, explicaba en un reciente editorial el diario digital Al Monitor.

Quién está ganando la batalla tiene más importancia que quién se sienta en las sillas de Viena o Génova, aunque eso no ensombrezca las muchas contribuciones positivas que el Grupo Internacional de Apoyo a Siria (ISSG) puede y quiere hacer para ayudar a la transición siria. Pero es muy posible que el final de la partida en Siria se halle en Alepo antes que en las bienintencionadas reuniones del ISSG en ciudades europeas”, concluía este diario.
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Javier Martín Rodríguez es en la actualidad delegado de la Agencia Efe en el norte de África, con sede en Túnez, y uno de los periodistas con mayor experiencia sobre el terreno en Oriente Medio, donde vive desde 1996. Ha publicado varios ensayos, entre ellos El Estado Islámico (2015).