Javier Villanueva

Proyectos para un país demediado
(Hermes, Fundación Sabino Arana, nº 8, marzo de 2003)

Han pasado ya cuatro meses, desde que el lehendakari Ibarretxe expuso su propuesta desde la tribuna de oradores del Parlamento Vasco, lo que es un tiempo suficiente para medir su impacto en el debate político y para evaluar sus efectos. En este balance me fijaré especialmente en su adecuación a los dos fines con los que la ha relacionado el lehendakari de manera insistente y reiterada: sellar un nuevo pacto de convivencia de la sociedad vasca y plantear un nuevo pacto de convivencia con el estado español. Dejo de lado el tercer fin de su propuesta, según sus propias palabras: acabar con ETA. Pero quede claro que orillo con esta omisión un aspecto crítico fundamental acerca del plan-propuesta de Ibarretxe.

Por decirlo de manera breve y clara, ETA es la realidad presente más opuesta al pacto de convivencia entre la ciudadanía vasca y al pacto de convivencia de ésta con el resto de la sociedad española. Por eso, no me parece oportuno embarcar a la sociedad vasca y aún menos al conjunto de la sociedad española en la discusión de una propuesta como la del lehendakari, cuya trascendencia es innegable, mientras ETA continúa y a la sombra de su amenaza; creo que le da a ETA demasiada cancha. Tampoco me parece bien mezclar en un mismo lote la dramatización de las insatisfacciones relacionadas con el ejercicio del autogobierno con la tragedia que genera ETA y con el chantaje de ETA a toda la sociedad vasca; no me parece una mezcla limpia sino que me suena a ventajista. Soy escéptico, en fin, ante el argumento contrario de que es un órdago a ETA que le achica todo el espacio político y que la pone contra las cuerdas. Y me apoyo en esto en el hecho cierto y más que comprobado de que ETA ha persistido tanto a la persecución penal y policial como a la teoría del incentivo político para favorecer el que lo deje, teoría que no es un invento reciente, sea del plan Ardanza o del pacto de Lizarra, sino que lleva fracasando desde hace ya más de veinticinco años, desde la transición, y en particular desde la negociación del estatuto de Gernika. No es razonable pensar que esta vez vaya a funcionar un incentivo como el del plan Ibarretxe que ETA ha rechazado en estos meses varias veces de manera expresa y clara. Por el contrario, lo lógico es pensar que ETA va a intentar su fracaso y que sea inviable en los plazos previstos por el lehendakari.

Dicho esto, y sabiendo por tanto que entro en otra discusión, de proyectos de país, más teórica e intemporal mientras persista ETA, vuelvo al hilo central de este artículo con la intención de subrayar una idea en la que merece la pena ahondar: la ambivalencia de la propuesta de Ibarretxe respecto a los otros dos fines, el pacto de convivencia de la sociedad vasca y el pacto de convivencia con el estado español.

Creo que lo mejor del plan de Ibarretxe reside en que se trata de una oferta que refleja el alma y las aspiraciones de aquella parte de la población vasca que vota al nacionalismo-vasco y lo considera una referencia importante de sus vidas. Pero, al mismo tiempo, creo también que la propuesta de Ibarretxe no se ocupa ni preocupa de la otra mitad de la sociedad vasca.

A no pocos esta parcialidad les parece normal ya que resulta intrínseca al sistema político de partidos. A mí, en cambio, no me convence nada ese argumento, puede que por haberme educado en valores fuertes universalistas ahora al parecer en desuso. Creo que esa otra mitad de la sociedad vasca que no vota al nacionalismo-vasco y que no lo mira como una guía de sus vidas también tiene alma e insatisfacciones pero por más que lo rebusco no la encuentro en la propuesta de Ibarretxe y me pregunto si se trata de seres invisibles e incorpóreos e insensibles. Por eso la tacho de demediada. Porque acepta que seamos un país dividido en dos mitades, como aquel vizconde Medardo de Italo Calvino. Porque se queda en la mitad de la cosa. Porque ha tomado la parte por el todo.

La propuesta de Ibarretxe se dirige primordialmente hacia el propio mundo nacionalista-vasco, a cuyas circunstancias, necesidades y problemas más acuciantes se ajusta como un guante. De manera que se puede decir, por consiguiente, que la fuerza de la propuesta de Ibarretxe reposa en la fuerza de tales necesidades y problemas.

Contrarrestar la incertidumbre y la sensación de estar al pie de un abismo y la amenaza de desestabilización del nacionalismo-vasco que produjo el proceso de ilegalización de Batasuna desde su inicio, afrontar con un as en la manga el próximo ciclo político-electoral, resistir el asalto al poder de los “no-nacionalistas” y mantener la supremacía en las instituciones de la CAV, reforzar la posición del PNV en la lucha por la hegemonía dentro del nacionalismo-vasco, son un ejemplo de las necesidades con las que está estrechamente relacionada en lo inmediato. Reconstruir la esperanza y el suelo común de la mayoría abertzale tras el fracaso de Lizarra, propiciar el final definitivo de ETA con el menor desgaste posible para el conjunto del nacionalismo-vasco, achicarle el espacio a ETA y a la izquierda abertzale que no rompe con ETA mientras no llegue el final de ETA, llevar lo más lejos posible la afirmación nacional(ista) vasca allí donde se puede aspirar a apoyarla democráticamente en una mayoría político-social (esto es, en la CAV), son ejemplos, entre otras, de las necesidades a medio plazo con las que conecta la propuesta de Ibarretxe.

Por resumirlo en un par de ideas: a) Ibarretxe ha sintetizado en su propuesta cual es el horizonte máximo abertzale al que es posible aspirar verosímilmente a medio plazo, esto es, para los próximos quince o veinte años, b) gracias a ello su propuesta se ha convertido en el principal combustible del mundo nacionalista-vasco para acometer la travesía por ese complicado viaje. Dejo de lado los réditos más circunstanciales que está reportando a sus promotores, en particular al PNV, porque son de otro orden y porque ya estarán descontados para cuando el lehendakari tenga que decidir si continúa o no con su propuesta y en qué términos más precisos la concreta.

Así las cosas, la propuesta de Ibarretxe ha plasmado en una oferta política concreta la nueva correlación de fuerzas existente en el nacionalismo-vasco, cuya característica principal es que el PNV cubre todo el campo nacionalista y apenas deja espacio -y casi puramente retórico- a un nacionalismo abertzale más radical. Esa nueva relación de fuerzas ya se había revelado en el resultado electoral de las últimas elecciones autonómicas, en mayo de 2001. El plan de Ibarretxe no sólo la confirma sino que la traduce en un horizonte político a su medida y con vocación de serlo para toda una generación al menos. De modo que este es uno de los aspectos más relevantes de su propuesta.

El grueso del mundo abertzale ha sabido captar que más allá de la oferta de Ibarretxe sólo queda la independencia a la vieja usanza decimonónica o la ruptura con España y el acceso a Europa sin pasar por España, cosas ambas que a muchas gentes abertzales les gustaría ver realizadas si estuvieran a su alcance y si su coste fuera bajo. Sin embargo, sin negar la evidencia de este deseo, cualquiera sabe de sobra en su fuero interno estas dos cosas: 1) que el grueso de la sociedad vasca no las percibe hoy por hoy como un bien necesario e indispensable que vaya a mejorar ostensiblemente su status de vida, y 2) que el grueso de la sociedad vasca tampoco está seguro de que los beneficios de la ruptura vayan a ser superiores a sus costes negativos.

En otro orden de cosas, el plan-propuesta de Ibarretxe ha precisado básicamente cual es el umbral de satisfacción del nacionalismo-vasco en su encaje con el estado español. Cosa tanto más relevante si se examina la trayectoria secular del nacionalismo-vasco, más propenso a la indeterminación y ambigüedad que a la concreción y claridad. No es que se haya despejado toda incertidumbre, pero debe admitirse que ahora se conoce qué es lo que pide, al menos para el tiempo de una generación, esto es, para los próximos quince o veinte años, y, en consecuencia, todo el mundo puede saber a qué atenerse.

A esta ventaja, de aportar claridad al respecto, le acompaña una virtud todavía superior. Me refiero a la decisión de asentar el encaje del País Vasco en el estado español en principios barajados por los federalismos plurinacionales como la libre asociación, la soberanía compartida, la reivindicación de un estado plurinacional, una distribución de competencias y un sistema de garantías frente al incumplimiento unilateral.

Creo que es un acierto optar por estos principios que, además de satisfacer las demandas del nacionalismo vasco razonablemente, pueden ser reconocidos y asumidos al mismo tiempo por otras gentes también vascas y también sensibles al reconocimiento del hecho diferencial cultural vasco y de la tradición vasca de autogobierno pero desde una lógica respetuosa del pluralismo político no estrictamente nacionalista.

Y creo asimismo, por otra parte, que al fijar estos principios, el nacionalismo-vasco está anticipando de alguna manera su predisposición a una nueva alianza política, de convergencia entre fuerzas progresistas españolas y nacionalismos periféricos, que se proponga una seria revisión del marco constitucional. Este es otro gran acierto potencial de la propuesta a mi juicio. Frente a la presión de los Jagi-Jagi actuales que le dicen que ese viaje hacia un estado común plurinacional se desvía de los fines nacionalistas-abertzales y no conduce a ninguna parte, Ibarretxe ha dicho a su modo que prefiere explorar lo que da de sí esta vía de un nuevo contrato estatal plurinacional.

¿Es posible compartir un proyecto común?

El lehendakari Ibarretxe ha aclarado cuáles son las exigencias del nacionalismo-vasco para sentirse cómodo en un proyecto estatal común de convivencia: una propuesta de soberanía compartida y de libre asociación en un estado plurinacional, exigencias que a mi juicio son lógicas, razonables y atinadas. Ahora queda por conocer su capacidad de digerir otros puntos de vista y otras perspectivas. Por ejemplo, sobre estos asuntos que atañen sustancialmente a cualquier proyecto compartido: 1) la definición de España y lo español, 2) la definición de nación vasca o pueblo vasco, 3) la concepción de la autodeterminación.

En su propuesta, el lehendakari se atiene estrictamente al esquema tradicional vigente en el mundo nacionalista-vasco de no mencionar nunca el término España y de apoyarse en una distinción que identifica las naciones o pueblos con el orden natural de las cosas mientras que concibe los estados como construcciones humanas meramente artificiales y arbitrarias. Según este esquema, se presenta al estado español como una construcción exterior al “Pueblo Vasco” y a lo vasco y lo español como dos realidades “vecinas” naturalmente separables y extrañas entre sí.

No voy a negar la evidencia de que este esquema expresa la creencia nacionalista-vasca, que es la creencia de muchísimas gentes vascas. Me limito a señalar la evidencia de que tampoco es la creencia de otras muchísimas gentes vascas.

En lo que a mí respecta no me convence el recurso de encubrir o ignorar una realidad a base de no mencionarla y de decirse a sí mismo que no existe. Creo que lo innombrable: España, es algo más que sólo un estado o algo más que sólo un “vecino”, al menos en estos tres aspectos relevantes: a) como ámbito territorial en el que se han desarrollado lazos comunes (familiares, lingüísticos, culturales, económicos, políticos, de costumbres y tradiciones, etc.) que han operado en el largo tiempo; b) como hecho político, una comunidad política, producto de una historia común de larga duración y de un fenómeno de integración nacional relativamente fracasado y relativamente exitoso; c) como sentido de pertenencia o sentimiento de identificación nacional que también está muy arraigado en Cataluña, País Vasco y Galicia, además de ser sin duda muy mayoritario en el resto del ámbito estatal.

Lo que achaco a la propuesta de Ibarretxe, por consiguiente, es que no tenga presente el que España y lo español son una parte consustancial de la definición de lo vasco y que ignore lo que piensa, siente y dice una parte importante de la propia sociedad vasca.

Ocurre algo muy parecido con la definición de nación vasca. En el texto del discurso leído por lo lehendakari se afirma que el sentimiento de identidad vasco “es compatible en muchos casos con el sentimiento de pertenencia a otras realidades nacionales o estatales”; y, un poco más adelante, que “...los sentimientos de identidad nacional no se pueden imponer ni se pueden prohibir por decreto, ley o constitución alguna. Hay que aceptar con toda naturalidad el que cada persona pueda tener el sentimiento de pertenencia y de identidad que desee, tal y como se recoge expresamente en la Carta de los Derechos Humanos”. Sin embargo, contradictoriamente con estas afirmaciones, antes y después de ambos pasajes se da una definición de la identidad colectiva que se parece a la creencia nacionalista-vasca como dos gotas de agua: un Pueblo Vasco con mayúscula, cuyo ámbito geográfico es el de los siete territorios del lema Zazpiak bat!, depositario de un patrimonio cultural milenario desarrollado en ese ámbito, heredero de una soberanía originaria y de unos derechos históricos preexistentes a las leyes actuales -los Fueros- que siguen siendo su verdadera constitución, con identidad propia entre los pueblos de Europa, con derecho a decidir su futuro...

Así las cosas, al ciudadano o ciudadana que piensa su sociedad vasca de otra manera se encuentra ante el dilema de tragarse esa rueda de molino o de expresar su insumisión y correr el riesgo bien de que se le encasille entre los antinacionalistas o bien de algo peor e irreversible. Pero más allá de las implicaciones individuales, es la concepción y el lugar del pluralismo en nuestra sociedad vasca lo que está en juego. ¿El pluralismo es un tópico políticamente correcto y más bien vacío de contenidos o se concibe como un valor fundamental de las complejas sociedades modernas y como una muestra de la calidad de su sistema político, en especial en sociedades como la vasca marcadas por la diversidad profunda de su población? ¿Se ve la diversidad de la sociedad como un engorro o como una realidad molesta y que debe desaparecer al plazo que sea posible? ¿Se entiende el pluralismo como un deber de reconocimiento y respeto del otro y de sus creencias? ¿Se entiende como un deber que obliga mucho y en todas las direcciones?

En mi opinión, la mejor forma de solventar esta clase de problemas es definir las cosas colectivas de otra manera, exquisitamente neutra, y reservar las definiciones ideológicas al ámbito de lo particular, en lo que incluyo a los partidos políticos u otro tipo de asociaciones, o al ámbito privado de las creencias. Por decirlo de otra forma, en el proyecto de país con el que un servidor se identifica lo que vale para el batzoki o la herriko-taberna o el programa particular de cada partido no vale sin embargo para la res pública ni para las leyes o normas colectivas de una sociedad tan diversa como la vasca.

De acuerdo con esta distinción entre lo público-privado y lo público-colectivo, creo que es difícil que alguien rechace una definición de la identidad colectiva en los siguientes términos: 1) identificación ciudadana con un territorio: el País Vasco, caracterizado a su vez por un conjunto de rasgos singulares, 2) identificación ciudadana con un hecho diferencial lingüístico-cultural y con una tradición histórico-foral de autogobierno que se ha traducido en las instituciones comunes de la CAV, 3) reconocimiento de su singularidad política, marcada por la existencia de un sistema diferente de partidos y por la representatividad del nacionalismo-vasco, 4) reconocimiento y respeto de su acentuada pluralidad en todos los órdenes incluidos los sentimientos de pertenencia o de identidad colectiva, 5) reconocimiento de la conveniencia de crear algún tipo de marco institucional común con los otros dos territorios de cultura vasca, Navarra y el País Vasco-francés, para el tratamiento de los asuntos comunes derivados de su afinidad cultural.

La ventaja de esta definición, neutra pero inequívocamente vasquista, es que ya está conseguida en gran parte y desde hace tiempo. Los tres primeros puntos son un logro expresamente confirmado por el estatuto de autonomía desde hace un cuarto de siglo. El último, así planteado, no es un problema para nadie; por ejemplo, fue uno de los puntos expresamente recogidos en el manifiesto del ¡Basta ya! leído por Savater en San Sebastián, en octubre del año pasado. En cuanto al penúltimo, también se acepta formalmente, puesto que es un valor fundamental de la constitución, pero falta afinar más algunas implicaciones que aún no están suficientemente asumidas. Un ejemplo significativo: el mundo nacionalista-vasco no tiene la certeza de que pueda ser viable legalmente un proyecto pro-independentista que tenga el respaldo democrático de una mayoría clara de la población, mientras que el mundo de los “no-nacionalistas” no tiene la certeza de que se reconoce y respeta a todos los efectos su otra manera de ver y sentir lo vasco. Otro ejemplo un poco más picante: la exclusión por ley de la identidad vasquista o vasca en la regulación de los símbolos oficiales de Navarra apoyándose en la representatividad del sentimiento mayoritario difiere en la forma pero no en la esencia de la cosa ni en su lógica de fondo de la pertinaz exclusión de hecho por las autoridades de los símbolos españoles en la CAV.

El planteamiento de la autodeterminación en la propuesta de Ibarretxe no entra en la guerra nominalista, por el nombre de la cosa, pero se atiene realmente a la sustancia de la lógica autodeterminativa: el derecho de la sociedad vasca a decidir su futuro, el derecho a ser consultada. Es verdad que se enreda en la definición del sujeto: presentado como un derecho de un Pueblo Vasco milenario y con mayúscula asentado en los siete territorios históricos. Pero no es menos cierto, que esa definición se queda en un tributo simbólico al especificar que su ejercicio se limita al ámbito de la Comunidad Autónoma Vasca. En cuanto a su lógica de fondo, es netamente nacionalista-vasca: 1) se justifica en un Pueblo Vasco, con mayúscula, con identidad propia y que no admite ser una parte subordinada del estado, 2) está asociada a una percepción de heterodeterminación por una mayoría exterior (española), 3) se interpreta como la decisión trascendente de un día D, 4) se entiende como una garantía o derecho de salida, algo así como un aviso de que podrá irse si no es tratado bien, 5) se plantea como un bien irrenunciable y como condición mínima para que el nacionalismo-vasco participe de buen grado en el sistema político y lo legitime, 6) se pretende que sirva para que quede claro que hay una mayoría político-social.

Así pues, en esto de la autodeterminación, concretada ahora en la consulta anunciada sobre la propuesta, volvemos a encontrarnos con el tope de su carácter demediado. A partir de este planteamiento queda claro sin duda cual es el punto de vista del nacionalismo-vasco al respecto. Pero al mismo tiempo, y en la medida en que se atiene a esa lógica de fondo netamente nacionalista-vasca, se levanta un poderoso muro al que difícilmente pueden acceder las gentes vascas “no-nacionalistas”. Desde una mentalidad no sujeta a la disciplina doctrinal del nacionalismo-vasco no hay manera de entender ese concepto autodeterminativo ni de conectar con su lógica de fondo: el ciudadano vasco o la ciudadana vasca arquetípicos que se definen como “no nacionalistas” no creen en un día D, no se ven heterodeterminados, no se sienten subordinados, consideran que ya están viviendo en un ámbito de decisión y que ya están decidiendo continuamente de manera directa o indirecta... En suma, creo que el discurso de la autodeterminación es extraño al sentimiento y a la razón de las gentes no adscritas al nacionalismo-vasco, sin que haya mala fé en esto por su parte necesariamente. Y, creo que tan sólo resultan inteligibles dos cosas en el discurso autodeterminativo. Una: que es cosa de los nacionalistas-vascos, una percepción neutra y realista. La otra: que provoca inquietud y se asocia a un mundo descontrolado de temores e incertidumbres.

Tenemos por tanto un empate de temores. Por un lado, el temor a la subordinación y a la heterodeterminación, que se apoya en la memoria antifranquista. De otro lado, el temor a ser ciudadanos “invisibles” o de segunda categoría, que adquiere verosimilitud y tintes trágicos con la persistencia de ETA. No hay forma de hacer un país mientras vivamos bajo esta dinámica.

¿Se puede plantear la autodeterminación o la capacidad de decidir como punto de partida con estos mimbres como se hace en la propuesta de Ibarretxe? Francamente, creo que la sociedad vasca actual no da para eso. Hoy día no es un bien común para el grueso de la sociedad vasca sino que tan sólo es un bien para una parte de ella; cualquiera sabe eso pese al empeño de ciertas encuestas en demostrar lo contrario.

Así las cosas, ¿tiene sentido que una parte imponga su bien a la otra en nombre de que es una mayoría y de que la minoría no tiene derecho a frenarle? La historia del siglo XX ha ilustrado de sobra que esa manera de entender la autodeterminación no tiene sentido ni funciona eficazmente ni dirime nada ni resuelve nada, tanto menos si esta parte tiene una dimensión relevante. Y ha demostrado también que la autodeterminación sólo es eficaz y sirve para algo positivo cuando es aceptada por la otra parte, cosa que depende básicamente de las satisfacciones que haya recibido a sus demandas. De modo que el terreno real de la autodeterminación está en la reciprocidad, en el intercambio de bienes y contrapartidas. Lo que la sitúa por consiguiente en otro planteamiento: como resultado de un acuerdo sobre el país que queremos unos y otros, como fruto de la reciprocidad. Es decir, como punto de llegada.

Una consulta en estos términos, de ratificación de una reciprocidad a la que se haya llegado a través del diálogo y la negociación entre las partes, realizada allí donde pueda hacerse hoy, es decir, en la sociedad de la Comunidad Autónoma Vasca, consagraría a esta sociedad como una comunidad política autodeterminada. Mientras que una consulta en términos de quién es más o de quién vale más no serviría para gran cosa salvo para confirmar una sociedad profundamente demediada.