Javier Villanueva

La autodeterminación de Montenegro
desde nuestras coordenadas

(Página Abierta, 174, octubre de 2006)

            El pasado 21 de mayo se celebró en Montenegro un referéndum en el que se preguntaba a la población con derecho a voto si quería o no que Montenegro fuese un Estado independiente. El resultado a favor del sí cumplió las exigencias mínimas consensuadas para su validez, y Montenegro y Serbia han quedado separados en dos Estados distintos.

I. Historia e identidad

            Montenegro era la más pequeña (el 5,4% de la superficie total) y la de menor población (el 2,7%) de las seis repúblicas federadas de la antigua Yugoslavia. A tenor de los indicadores económico-sociales conocidos, Montenegro formaba parte de la Yugoslavia más pobre, junto a Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Kosovo; su producto social por habitante (78), casi la mitad del de Croacia (123) y casi un tercio del de Eslovenia (212), estaba en 1989 por debajo de la media yugoslava (100). Ese año se estimó en un 1,9% su participación en la producción yugoslava. Desde este punto de vista, Montenegro no tiene nada que ver con las sociedades de nuestro ámbito eurooccidental. El periodista vasco Manu Leguineche lo describió hace unos años (Yugoslavia kaputt, 1992) en estos términos: «Un país apocalíptico, lunar, una tierra grisácea, de rocas desbaratadas, anatólicas, aldeas de piedra de tejas rojas o amarillas, poca vegetación, los montenegrinos se aferran a lo poco que tienen, miran pasar la vida, el mundo, a lomos de sus pollinos, o arrancan a un suelo ingrato lo poco que éste puede proporcionarles».
            El núcleo primitivo de Montenegro –menos de un tercio de su territorio actual y sin acceso al mar– coincide con la zona denominada la “Zeta”, al norte del lago Shkodër (o Scutari), ya en tiempos alto-medievales. A lo largo del siglo XIX, y especialmente durante las guerras balcánicas al comienzo del siglo XX, Montenegro triplicó su espacio territorial en todas las direcciones, incluido un centenar de kilómetros en la costa adriática, hasta alcanzar las dimensiones actuales de unos 13.000 kilómetros cuadrados. Esta expansión modificó su composición humana, haciéndola una sociedad más plural: de montenegrinos (serboortodoxos), musulmanes y albaneses, pero todos ellos hablando la misma lengua.
            Bajo una teocracia. El estatus internacional de Montenegro entre los siglos XVI y XIX ha sido contemplado de manera diferente por unas u otras fuentes. Según la versión montenegrina, nunca fueron súbditos del Sultán turco, y esto llegó a reconocerlo la propia diplomacia de Estambul en algún momento. Según la versión turca, Montenegro fue siempre parte integrante del imperio otomano. Está claro, en todo caso, que el reconocimiento internacional expreso de su estatus de independencia se da en 1878, en el Congreso de Berlín. También se suele decir, dando la razón a unos y otros, que en los siglos anteriores coexistieron dos Montenegros: el Montenegro independiente de las montañas, alrededor de Cetinje, y el Montenegro sometido a los turcos e islamizado de las llanuras y de las riberas del lago Shkodër y de la costa adriática. La razón de esta dualidad tal vez se encuentra en una mezcla de necesidad y desinterés: el Montenegro más montañoso no se prestaba a una ocupación permanente, pues allí «un ejército pequeño es vencido –como señala Darby– y uno grande muere de hambre». De hecho, los ejércitos turcos tomaron varias veces la antigua capital, Cetinje, pero no pudieron mantenerse mucho tiempo.
            H. C. Darby (Breve historia de Yugoslavia, 1972) define el Montenegro medieval como «una sociedad homérica de caudillos montañeses» y sitúa sus orígenes en los tiempos finales del imperio serbio de Dusan, a finales del siglo XIV, cuando se convierte en un refugio de los fugitivos cristianos. Montenegro fue el único rincón de los Balcanes que se escapó al dominio de los turcos. Las dos primeras dinastías montenegrinas, los Balsas, que se extinguen hacia 1422, y la siguiente, los Crnojevic, que permanecen hasta 1516, verán caer en manos de los turcos todos los territorios colindantes: Bosnia, Herzegovina, Albania, Belgrado... Debido a este rasgo de últimos resistentes, Montenegro se convirtió en un tópico de la literatura épica serbia: un pueblo de fieros montañeses orgullosos de cortar cabezas de turcos y de engalanar con ellas las entradas de sus aldeas. En 1702, bajo el obispo-príncipe Danilo Petrovic, se dio allí una versión local, las “vísperas montenegrinas”, de la noche francesa de San Bartolomé y fueron asesinados todos cuantos se habían islamizado.
            En 1516, la máxima autoridad montenegrina pasa del último descendiente de la dinastía Crnojevic, Iván el Negro, a una nueva institución: un obispo-príncipe, que une en su persona el poder civil y el religioso y que es elegido entre los monjes de Cetinje porque debía ser célibe obligatoriamente. Con el tiempo, esta institución del príncipe-obispo-célibe se convierte en patrimonio hereditario de una familia, los Petrovic de la aldea de Njegos, que se transmitieron la jefatura de tío a sobrino hasta mediado el siglo XIX. Todos los historiadores asignan a esta nueva institución un papel clave, por su fanatismo religioso, en la preservación de la fe (cristiana-ortodoxa) y en la persistencia de la lucha contra los turcos. No obstante, Georges Castellan matiza (Histoire des Balkans, 1991) que la autoridad real pertenecía de hecho a los jefes de unas treinta tribus, asistidos de sus consejos de ancianos, que eran quienes disponían de hombres armados y quienes tenían la capacidad de recaudar impuestos y de impartir una justicia basada en la moral del clan y en la regla de la vendetta. Según Castellan, al comienzo del siglo XIX, Montenegro contaba con 120.000 habitantes divididos en treinta y seis tribus y 240 poblaciones o aldeas. Fue en ese momento, a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando los príncipes-obispos Petar I y Petar II iniciaron la transformación de sus instituciones tribales y la conversión de Montenegro en un Estado moderno.
            El último eslabón de esta saga de príncipes-obispos, Petar II, autor de la epopeya Gorka Vijenac (La guirnalda de las montañas), que narra las luchas del pueblo montenegrino contra los turcos, fue también su poeta nacional. Paul Garde (Vie et mort de la Yougoslavie, 1992) dice que es el único caso europeo en el que el poeta más significativo de un país haya sido al mismo tiempo su soberano. A partir de 1852, con Danilo II, el poder civil se separó del religioso. Su último representante, Nicolás I (1860-1918), llegó a proclamarse rey de Montenegro en 1910. Se le llamó el “suegro de Europa” (y en versión de Leguineche, el “rey del braguetazo”), ya que consiguió casar a nueve de sus hijas con las casas reales europeas, en particular con las de Serbia, Italia, Rusia y Alemania. El aire de opereta de su corte lo llevó al cine la industria de Hollywood en El prisionero de Zenda.
            Cambio de identidad. Manu Leguineche ha dicho de los montenegrinos: «Tienen algo del clan escocés, del guerrero afgano, del samurai japonés, del monje tibetano». Pero esa descripción, u otras que también idealizan algunos rasgos del pasado, es ya difícilmente reconocible en la actualidad. La identidad montenegrina ha variado notablemente en las últimas décadas.
            En el momento de forjarse las identidades nacionales modernas en esta zona balcánica, en la población montenegrina prevaleció la conciencia de formar parte de una misma nación serbia en torno a la fe ortodoxa y a la Nacertanje, aquel “gran proyecto” de unión de los yugo-eslavos elaborado por las élites serbias a mediados del siglo XIX para liberarse de los turcos y conseguir una salida al mar. Luego, una vez reconocido como un Estado propio en 1878, Montenegro se alineó junto a Serbia en las guerras balcánicas y en la Primera Guerra Mundial. En 1918, tras la renuncia al trono de su soberano Nicolás I, Montenegro entró a formar parte del nuevo Estado yugoslavo de los serbios, croatas y eslovenos. Así pues, durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, prevaleció la idea de una común identidad nacional sudeslava, tal como era concebida por las élites serbias, y ninguna corriente montenegrina llegó a pensarse como un nacionalismo diferente.
            Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el nuevo Estado yugoslavo socialista, bajo la jefatura de Tito, impulsó oficialmente una identidad nacional montenegrina diferente de la serbia. La representación montenegrina en las principales instituciones de aquel régimen, el Partido Comunista y el Ejército, fue muy superior al porcentaje que le correspondía en proporción a su población. Pero, por decirlo todo, también fue muy elevado su tributo a la barbarie de la Segunda Guerra Mundial: unos 50.000 muertos, el 10% de su población, el porcentaje más alto de toda Yugoslavia.
            Dada la opacidad y la falta de libertad de esta época en este tipo de cosas, es difícil de saber hasta qué punto tal identidad oficial montenegrina se entendía como una identidad distinta y alternativa a la nacional serbia. El censo de 1991, por ejemplo, ya en plena transición post-socialista, constataba la autoadscripción de los ciudadanos de la República Federada de Montenegro en los siguientes porcentajes: 65% de montenegrinos, 16,5% de musulmanes, un 10,5% de serbios y el 8% de albaneses. Otra pista curiosa: en dicho censo ya no quedaba ni rastro del 5,3% que se habían declarado “yugoslavos” en el censo de 1981.
            Los datos cruzados del censo de 1991 y del reciente referéndum celebrado en el pasado mes de mayo permiten imaginar dos claves del resultado de este último: 1) que las minorías se han decantado, previsiblemente, o bien por el sí a la separación (el grueso de ese 24,5% de la población que se declara musulmanes y albaneses), o bien han votado en contra (ese 10,5% de ciudadanos de identidad serbia); 2) que la población de identidad montenegrina (65%) se ha dividido entre una u otra opción, pudiendo ser incluso algo mayor la parte que ha votado no a la separación, para que casen las cifras del referéndum con las del censo de 1991. 
            Tras la descomposición del régimen socialista yugoslavo, las primeras elecciones democráticas celebradas en Montenegro, en diciembre de 1990, las ganó el Partido Democrático de los Socialistas (PDSM), bajo la batuta de Momir Bulatovic. En los primeros años de la década de los noventa, el Gobierno montenegrino se alineó como un aliado incondicional de la Serbia poscomunista de Milosevic y de sus aventuras belicistas. Posteriormente, ya en la segunda mitad de los años noventa, un ala del PDSM liderada por Milo Djukanovic, el actual jefe del Gobierno, se divorció de Milosevic y se orientó hacia la independencia de Montenegro. De manera que, tras la caída de Milosevic y el fracaso estrepitoso de todo lo que éste emprendió, se fue formando una mayoría política cuyo norte no ha sido otro que librarse de Serbia, con la esperanza de tener así más expedito el camino de acceso a la UE. Sólo las presiones de la UE han podido evitar que ese movimiento centrífugo “de huida” no consumara ya hace cuatro o cinco años su propósito separatista.
            Pero, bien mirado, no deja de ser muy significativo el porcentaje que se opuso a la separación en el referéndum del pasado 21 de mayo, casi un 45%, en circunstancias francamente adversas para una opción a contracorriente de lo políticamente correcto. Tras ese porcentaje asoma sin duda el arraigo de una identidad común serbia que ha perdido ciertamente la condición mayoritaria que ha podido tener en otras épocas, pero que todavía mantiene raíces profundas en una buena parte de la población montenegrina. Lo cual, en sentido contrario, es un buen ejemplo de que las identidades colectivas no son eternas.
            Es conocido que las relaciones entre las sociedades serbia y montenegrina no estaban envenenadas por odios y querellas nacionales. Es notorio asimismo que ni siquiera en los últimos tiempos se habían enconado las relaciones dentro de Montenegro entre quienes manifestaban una identidad serbia y quienes se identificaban como únicamente montenegrinos. Pero no es menos cierto que la afinidad de otros tiempos (lingüística, cultural, religiosa, histórica y política) de montenegrinos y serbios, condensada asimismo en estrechísimos lazos consanguíneos, no ha servido como freno a la voluntad de separación que ahora ha prevalecido.
            De una identidad como parte nuclear del pueblo serbio, predeterminada por el legado heredado de los ascendientes (religión, historia, lengua), se ha pasado a una nueva identidad más abierta a los aires y demandas del tiempo presente. La importancia del sueño europeo en la identidad actual montenegrina es el indicador más importante de este cambio. Pero también parece claro que las expresiones musulmana y albanesa de la población empujan hacia una identidad más plural y, por tanto, más despegada de la vieja identificación de los montenegrinos como serbios de pura cepa. Y, además, todo ello se compatibiliza con una recreación del pasado que realza los símbolos distintivos de las viejas instituciones montenegrinas y con un deliberado “olvido” de las estrechas afinidades con los serbios de lengua, historia, religión, etc. Ya se verá con el tiempo la consistencia de este cambio. Pero, sea como fuere, reclama la atención de quienes, basándose en ciertos datos de la Historia, decretan que las identidades son eternas (sea la española, sea la navarra-vascona, por ejemplo) y las sacralizan. Para desvelar la futilidad de tal pretensión historicista vale el viejo refrán: “Agua pasada no mueve molino”.

II. Montenegro: un caso excepcional

            Un referéndum claro y limpio. El referéndum celebrado en Montenegro ha enardecido a unos y ha preocupado a otros. Ha sido una ocasión excelente para que algunos se saquen la espina del mal trago que les hizo pasar la explosión de aquel nacionalismo etnicista y belicista que sucedió al socialismo real en buena parte de su ámbito territorial en el centro y este de Europa al comienzo de los años noventa del siglo XX. Pero ha incomodado a quienes hubieran preferido que se diese otro resultado y, por supuesto, a quienes hubieran deseado que ni siquiera hubiese una demanda separatista.
            Más allá de estas querencias encontradas, ha tenido un reconocimiento unánime la dimensión pacífica y democrática de un proceso que ha concluido con la separación de Montenegro y su constitución como un Estado independiente en el referéndum del pasado 21 de mayo. Podrá haber gustado más o menos, pero es obligado reconocerle al menos estas tres virtudes: a) ha sido un triunfo de la democracia en un área (balcánica) nada habituada a ello; b) ha tenido un fundamento jurídico claro y ha discurrido dentro de la legalidad en todo momento; c) ha estado presidido por el mutuo consentimiento, sea entre Montenegro y Serbia, sea entre los partidarios y los contrarios a la separación: las partes han negociado y consensuado todo el procedimiento, si bien es verdad que la Unión Europea les ha presionado fuertemente en este sentido.
            Además, todo el procedimiento se ha atenido a la exigencia de claridad (en la pregunta, en las reglas, en los resultados) que demandó en su día la Corte Suprema de Canadá en su célebre dictamen sobre la secesión de Québec. La pregunta ha sido clara: ¿Quiere usted que Montenegro sea un Estado independiente con una total legitimidad internacional y legal? Las reglas del referéndum negociadas con la Unión Europea han sido claras, en particular la exigencia de una participación de más del 50% del censo y de un apoyo de más del 55% de los votos emitidos. Y ha sido claro que la opción independentista de Montenegro ha superado ambas reglas: a) sobre un censo de 484.718 electores, la participación (415.888 electores y el 85,8% del censo) ha superado el listón del 50% ampliamente y ha vencido a la abstención (68.830 electores y el 14,20% del censo); b) el sí (230.818 votos, el 47,62% del censo y el 55,5% de los votos emitidos) ha superado en cinco décimas el porcentaje de votos que se le exigía, y el no se ha quedado en unas cifras respetables (185.070 votos, el 38,18% del censo y el 44,5% de los votos emitidos), aunque haya perdido.
            Bajo condiciones consensuadas y razonables. Las condiciones de participación y apoyo exigidas por la Unión Europea han sido duramente objetadas en los ámbitos más nacionalistas. Desde los nacionalismos “periféricos” (sin Estado) se han tachado de “abusivas”, “injustas”, “desestabilizadoras”, “antidemocráticas”..., y se ha argumentado que permiten que “una minoría pueda imponer su opinión a la mayoría” o que “pervierten el principio de la democracia” basado en la regla de mayorías y minorías. En los medios más afines a esta clase de nacionalismos ha habido un cierre de filas prácticamente unánime contra cualquier exigencia de mayoría cualificada, incluyendo un tirón de orejas, de paso, a gentes como el presidente del PNV, Josu Jon Imaz, que defienden la necesidad de que cualquier proyecto de cambio tenga que sobrepasar el apoyo que obtuvo en su día el actual Estatuto (el 54% del censo). Desde la identificación con la nación “central” (o con Estado) se les ha echado en cara, por el contrario, la “insensatez” de exigir que «baste una pequeña diferencia de votos –apenas 45.000– para romper un Estado».
            A mi juicio, unos y otros incurren en el mismo error de desconsiderar el sentido de tales condiciones. Quienes se oponen a esta exigencia de mayorías cualificadas desconsideran que esas dos condiciones del referéndum de Montenegro han sido de hecho claves, tras haber sido consensuadas en una negociación previa, para la aceptación del referéndum por parte tanto de la oposición montenegrina a la separación como de Serbia, y, en consecuencia, para la aceptación de su resultado sea cual fuere, esto es, para la eficacia y viabilidad del propio referéndum. Asimismo, desconsideran la abundante doctrina existente acerca de la conveniencia de que los cambios políticos trascendentes como el que se ventilaba en el referéndum de Montenegro sean ratificados por la ciudadanía mediante mecanismos de democracia directa y mayorías cualificadas.
            Un ejemplo reciente de dicha doctrina es el dictamen (agosto de 1998) de la Corte Suprema de Canadá, tan tajante a este respecto: «La exigencia de un vasto apoyo bajo la forma de una “mayoría alargada” (en nuestro lenguaje amplia o cualificada) para introducir una modificación constitucional garantiza que los intereses de las minorías serán tenidos en cuenta antes de la adopción de los cambios que les afecten».
            Otro ejemplo, el acuerdo irlandés de Viernes Santo (abril de 1998): basado en el compromiso de todas las partes en aquellas cuestiones de mayor alcance constituyente y, por tanto, en la búsqueda de mayorías en las que estuvieran ampliamente involucradas las dos comunidades norirlandesas principales.
            En el ámbito intelectual vasco, se ha identificado con esta doctrina, al menos en el plano teórico, el obispo Setién (De la ética y el nacionalismo, 2003): «La profundidad de las diferencias existentes en el Pueblo Vasco hace muy difícil llegar a alcanzar una clara comprensión de lo que han de ser las referencias fundamentales comunes de su vida política. Pero es precisamente en estas situaciones cuando se hace imprescindible el esfuerzo de todos por superar los planteamientos meramente jurídicos propios de las democracias estabilizadas y normalizadas, en las que las cuestiones se resuelven mediante el recurso a los números y a las combinaciones que con ellos se puedan hacer (...) El criterio de las mayorías y las minorías cuantitativas no puede ser el criterio último en una sociedad pluralista que pretenda ser “democrática” (...) Las mayorías y minorías deben contarse en referencia no solamente a los números de España sino también a los del País Vasco».
            ¿Proseguirá la balcanización? Un editorial del Wall Street Jornal New York (23 de mayo de 2006) inspirado en el revival de “lo pequeño es hermoso” ha teorizado sobre la bondad de la emergencia de los pequeños Estados que, como Montenegro, nazcan de decisiones libres, pacíficas y constitucionales. Pero, loas aparte, no es ningún despropósito dudar de la viabilidad de un Estado tan pequeño y con tan pobres recursos, incluso demográficos, que venía siendo de hecho una colonia de la UE en los últimos tiempos, como ha dicho Michael Keating (El Correo, 30 de mayo de 2006). Sus autoridades ya han anunciado que van a poner en pie sólo 26 embajadas; y tienen motivos sobrados de preocupación. Entre otras cosas, temen por su economía, que no genera un nivel suficiente de empleo ni garantiza los servicios básicos del Estado de bienestar, y temen que la negociación con la Unión Europea –cuyo ritmo de integración se ha ralentizado mientras tiene que digerir su reciente ampliación a veinticinco socios– se retrase más allá de su deseo.
            En el Montenegro actual, que ha sido capaz de organizar este referéndum, es difícil de reconocer los rasgos que Josep Ramoneda (El País, 14 de marzo de 2006) asigna a la balcanización: «Un mosaico de nichos étnicos en que los ciudadanos viven sometidos al virus nacionalista y con licencia para odiar al vecino». Si se entiende como la condena a una continua división del territorio de los Balcanes entre las diversas identidades nacionales existentes, siempre mediante medios violentos, hay que concluir que tal cosa se ha detenido de momento en Montenegro. Es verdad que donde antes había un Estado (Yugoslavia) ahora ya hay seis (Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Macedonia y Montenegro) y está en ciernes, al parecer, la próxima constitución del séptimo: Kosovo. Pero, en su caso, el parto del nuevo Estado ya no es fruto de la imposición del más fuerte mediante el uso y abuso de la violencia.
            La reciente constitución de Montenegro como un nuevo Estado rompe la tradición que parecía haberse apoderado irremisiblemente de aquellos territorios desde hace unos cuantos siglos: de estar casi siempre en guerra y de tratar de zanjar los problemas con nuevas guerras. Por eso se está hablando de que allí se ha producido ahora una “balcanización de terciopelo”, esto es, sin violencia, pero tal expresión ya no es sino un mero oxímoron. Como cuando hablamos de un silencio estruendoso, o de una cruel amabilidad, o de una increíble verdad, según dicen los diccionarios.
            ¿Cómo influirá esta “balcanización de terciopelo” en los asuntos pendientes de la zona: Kosovo, Bosnia, Sandzac (1), Macedonia? Algunos predicen que perjudicará la estabilidad de la zona y que alimentará por un nuevo efecto dominó: a) la definitiva partición de Bosnia –para que pueda juntarse con Serbia la actual república serbo-bosnia–; b) empujará a los musulmanes del Sandzac a unirse a los bosnio-musulmanes; c) animará las soluciones menos integradoras en Kosovo: su independencia de Serbia y la salida de la minoría serbia de dicho territorio; según ha contado Luis Sanzo en un esclarecedor artículo (El Correo, 30 de junio de 2006), por ahí van las cosas desgraciadamente en este momento... frente a la doctrina establecida por la Comisión Badinter, en contra del principio del uti possidetis (2) –que ha sido utilizado en el Derecho internacional para establecer las fronteras de los nuevos Estados tras un proceso de independencia o descolonización, con el fin de asegurar que mantuvieran los límites de los viejos territorios de los cuales emergieron– y no ateniéndose tampoco al principio de la igualdad de trato de todas las identidades nacionales; d) enardecerá el irredentismo albanés en Macedonia.
            Puede que en toda esta región de la Península balcánica, tan castigada en las últimas décadas y tan hastiada de sufrir, se afiancen en el futuro otros aires, algo más civilizados. Aunque sólo sea porque nadie esté en condiciones de embarcarse en una nueva guerra abierta. Pero por eso mismo es razonable el diagnóstico de Luis Sanzo cuando dice que el mal precedente para esa área y para el Derecho internacional no es el caso de Montenegro sino la mala salida que la llamada comunidad internacional está fraguando para Kosovo.
            Un caso excepcional. Por sus fundamentos jurídicos y por su fundamento político, el hecho autodeterminativo montenegrino que ha culminado con su separación de Serbia en el reciente referéndum es francamente excepcional. Dicho brevemente: Montenegro es titular de un derecho de separación reconocido en la Constitución del Estado del que formaba parte, y por tanto por el Derecho internacional, y además ha sido capaz de llevar a cabo un impecable proceso autodeterminativo: pacífico, democrático, dentro de la legalidad y ampliamente consensuado.
            Montenegro dispone de un argumento claro para ostentar un derecho de autodeterminación desde que la Unión Europea, a primeros de los años noventa, en el dictamen de la Comisión Badinter, les reconoció a cada una de las seis repúblicas federadas yugoslavas –Eslovenia, Croacia, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia y Montenegro– la condición de titulares de tal derecho en tanto que legítimas herederas de la ex Federación de Yugoslavia. La clave de ese título autodeterminativo reconocido por la Unión Europea fue la crisis, descomposición y desmembramiento del Estado socialista yugoslavo. Sin tal crisis, que también se dio en la ex URSS y en la ex Federación de Checoslovaquia, no habría habido tal título autodeterminativo, pues su fundamento jurídico es la desintegración del Estado existente. En su caso, por tanto, hubo un claro vacío de legitimidad que la Unión Europea pretendió evitar mediante el reconocimiento de las que eran las legítimas titulares de la herencia estatal: las seis Repúblicas federales (Montenegro, Macedonia, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Serbia y Eslovenia), reconocidas como tales en la Constitución del año 1946 y en sus posteriores reformas de 1953, 1971 y 1974.
            A comienzos de 1992, en un clima bélico, apoyándose en este título de legítimo heredero del Estado yugoslavo desaparecido, las autoridades poscomunistas de la República Federada de Montenegro realizaron un referéndum, boicoteado por la oposición, cuyo resultado confirmó su apoyo a Serbia y dio continuidad a la permanencia de la República Federal de Yugoslavia frente a la opción separatista de croatas, eslovenios, bosnio-musulmanes y macedonios. Ahora, dieciséis años más tarde, y en otro clima político bien distinto, una mayoría montenegrina se ha apoyado en ese mismo título para legitimar el movimiento contrario: su separación de Serbia y la vuelta a constituirse en un Estado independiente como lo fue al comienzo del siglo XX.
            Montenegro revalidó dicho título autodeterminativo en 2002-2003, cuando se formalizó –bajo la bendición de la UE– la Confederación de Serbia y Montenegro, en cuya nueva Constitución (artículo 60) se estableció el derecho de cualquiera de las dos repúblicas confederadas (Serbia y Montenegro) a promover un referéndum para cambiar de estatuto y constituirse en un Estado propio, legalizando así no un derecho unilateral de autodeterminación sino el reconocimiento bilateral de la posibilidad de separación mutua.
            Desde el punto de vista socio-político, el motor del hecho autodeterminativo montenegrino ha sido una voluntad política separatista, alimentada con un doble combustible. Por un lado, se ha nutrido de lo que podríamos llamar el sueño europeo, la ilusión de que la separación de Serbia le aproximaría más a la UE, ilusión que ha ido prendiendo con la fuerza de un mito en una mayoría suficiente y clara de la población. Los corresponsales de prensa nos han contado que la parte de la población identificada con esta ilusión la vivía como la espera de un maná para todos en un país tan pequeño, o como la posibilidad de convertirse inminentemente en un segundo Mónaco.
            Pero difícilmente hubiera sido posible que fraguase esa voluntad independentista si antes no se hubiera descalabrado el proyecto nacionalista de la Gran Serbia de Slobodan Milosevic. Y si antes no se hubiera dado la implicación de Montenegro en acompañar a Milosevic y a los criminales de guerra Mladic y Karadzic, con el desgaste que esa opción tuvo en toda la década de los noventa. Y si al calor de todo ello no hubiera germinado una corriente opositora de Milosevic, proindependentista, dentro del partido hegemónico, el PDSM, encabezada por Milo Djukanovic, quien ganó las elecciones presidenciales de 1997 y se convirtió en presidente de la República Federada de Montenegro, y quien más tarde, en las elecciones legislativas de 2002, ganó por mayoría absoluta, al frente de la Lista Democrática para un Montenegro Europeo, y asumió la jefatura del Gobierno.
            Así las cosas, en poco más de diez años se ha ido conformando una voluntad política montenegrina de separarse de Serbia, impulsada desde la mayoría representada en el actual Gobierno, y, finalmente, dicha voluntad se ha concretado en la iniciativa política de realizar un referéndum de separación en el año 2006. Mientras que en todo este tiempo, el otro socio de la confederación –Serbia– no estaba en situación de dictar condiciones a nadie: era percibido por una amplia parte de la sociedad montenegrina como una rémora para aproximarse a la Unión Europea, se encontraba totalmente aislado en el plano internacional y estaba absorbido en lograr su propia recuperación tras la aventura belicista de Milosevic en los años noventa.
            A todo ello se añade, además, que Montenegro y Serbia habían puesto en pie un Estado común muy débil: con dos bancos centrales, doble sistema monetario y aduanero, doble sistema judicial, símbolos nacionales diferentes... Montenegro ya era prácticamente un país independiente de Serbia y casi un Estado de hecho, pues salvo la diplomacia y la defensa, tenía en sus manos todo lo demás. Se ha dicho, con razón, que el acuerdo de 2003 entre Serbia y Montenegro no fue sino una moratoria que evitó de momento la ruptura, pero no pudo eludir el carácter eminentemente transitorio de su unidad al ponerle una fecha de caducidad marcada por la posibilidad de un referéndum de separación, en aplicación del mencionado artículo 60, a partir de que transcurrieran tres años desde la promulgación de la Constitución (esto es, desde enero de 2006).
          Comparaciones. José Ramón Recalde (Crisis y descomposición de la política, 1995) sostiene que los hechos autodeterminativos están sujetos a una triple circunstancia: a) la quiebra del poder existente; b) la guerra con el poder existente, y c) desde la circunstancia del poder existente. Montenegro responde a una singular combinación de los tipos (a) y (c) de esta clasificación, mientras que los hechos autodeterminativos de los países del Este y centroeuropeos –incluida la reunificación de Alemania– encajan en la primera circunstancia (a), y los procesos de independencia surgidos de la descolonización, en la segunda (b). El caso vasco se encuentra en la situación (c), por evidente exclusión de las otras dos, e igualmente ocurre con las referencias a la autodeterminación irlandesa presentes en los acuerdos de Viernes Santo de 1998. 
            En Montenegro ha habido un punto de partida excepcional: la quiebra del poder existente. Y, además, han concurrido otros hechos no menos significativos: que una parte relevante de la población haya cuestionado su pertenencia al Estado común y haya respaldado un proyecto político concreto para salirse a corto plazo de él, que se tuviera la certeza de que la separación no iba a suponer un costo excesivamente alto en forma de fracturas políticas y sociales de difícil sutura –previsión ya fundamentada por la actitud de la oposición que ha permitido el clima tan “civilizado” y democrático del proceso autodeterminativo–, que estuviera muy generalizada la intuición colectiva de que el Estado común no podía impedir la secesión. En el caso de Montenegro, una mayoría de la población ha llegado a todas estas certezas. De modo que, en su caso, se podría decir, siguiendo al poeta: la independencia ha venido y todo el mundo sabe cómo ha sido.
            La separación de Montenegro, aunque con ciertas singularidades, es el último eslabón, de momento, de la cadena de hechos autodeterminativos que tiene su origen en la descomposición del imperio soviético y del socialismo realmente existente.
            Montenegro comparte con los tres Países Bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) no sólo un mismo punto de partida de sus respectivos procesos autodeterminativos, la quiebra del poder existente, sino también la plena aceptación del resultado final de dicho proceso (la independencia) por lo que podríamos llamar la otra parte, es decir, por Rusia, pese a que el procedimiento seguido en los Países Bálticos, y en todos los demás países ex soviéticos (como Bielorrusia, Ucrania, Georgia, Armenia, etc.), fue diferente al de Montenegro y estuvo teñido de unilateralidad. En los Países Bálticos el fundamento de su independencia no fue el ejercicio del derecho de autodeterminación de los pueblos sino la recuperación o el restablecimiento de la estatalidad que la URSS de Stalin les arrebató por la fuerza en 1940.
            En cuanto a Chequia y Eslovaquia, no hay que olvidarse de que ambos países se separaron por decisión de sus élites dirigentes y sin que tuviera lugar consulta popular alguna, de manera que el procedimiento seguido fue muy diferente al de Montenegro. Empero, el punto de partida y el fundamento de esa decisión autodeterminativa de Chequia y de Eslovaquia fue el mismo que el de Montenegro o los Países Bálticos: la quiebra del poder existente. Ante dicha quiebra, las instituciones de ambos países, autoerigidas en poder constituyente, se limitaron a abrir la puerta a su separación por mutuo acuerdo.
            Habida cuenta estas comparaciones, en todos estos casos no puede hablarse estrictamente de un ejercicio del derecho de autodeterminación. Es verdad que los tres casos mencionados del poder existente que entró en quiebra (la URSS, Yugoslavia, Checoslovaquia) reconocían en sus constituciones el derecho de autodeterminación de los pueblos. Pero también es cierto que ese reconocimiento no era universal, valía para unos pueblos y no para otros (en Yugoslavia y Checoslovaquia no valía para los pueblos que no eran eslavos de origen y de lengua, y en la URSS sólo valía para los pueblos mayoritarios de las 16 Repúblicas federales y no para decenas de minorías nacionales que había dentro de ellas), aparte de que su significado real, más bien retórico, era estrictamente nulo desde el punto de vista autodeterminativo. Un ejemplo es la literalidad confusa y contradictoria del artículo de la Constitución checoslovaca de 1968, que «reconoce la inalienabilidad del derecho de autodeterminación, excluida la secesión, respeta la soberanía de cada nación y su derecho a configurar libremente el modo y forma de su vida nacional y estatal». Decía que era un derecho inalienable pero excluía de él la secesión.

III. Reflexiones para Euskadi y el resto de España


            Las entrevistas, páginas de opinión, editoriales y reportajes que se han ocupado del asunto montenegrino en la prensa (sobre todo en la vasca y en la editada en Madrid) permiten extraer un par de conclusiones. Una, que han abordado la siguiente cuestión principal desde diferentes perspectivas y querencias: ¿lo ocurrido en Montenegro es un precedente para estas latitudes ibéricas y, en particular, para el caso vasco, que es donde de forma más patente y amplia se manifiesta una voluntad proindependentista? Por otra parte, unos y otros le han dedicado un espacio similar a esta cuestión y también se han quedado más o menos a la par en intentar sacarle algún rédito político al hecho autodeterminativo montenegrino, sea en un sentido, sea en otro.
            Aparte de redundar en la moraleja de que Montenegro es “un ejemplo de cómo se deben hacer las cosas en el siglo XXI” y de que hay que “copiar ese método de resolución de un conflicto político”, desde el mundo nacionalista vasco y su entorno se ha reiterado hasta la saciedad una idea: que la Unión Europea, al implicarse tanto en la regulación de la posibilidad de separación de Montenegro y al ampararla expresamente, está confirmando que la autodeterminación no se puede restringir a las colonias y da la razón a quienes defienden que es un derecho válido aquí y ahora. Esta idea se ha repetido de muy diversas formas. Han dicho que “Montenegro es la prueba fehaciente de que hoy por hoy se puede ejercitar el derecho de autodeterminación en la Europa del siglo XXI”, que “el ejercicio por Montenegro del derecho de autodeterminación bajo el amparo de la UE interrumpe una interpretación restrictiva de la autodeterminación que la confina a los pueblos coloniales o países sojuzgados”, “que hay una larga lista de países europeos en los que la autodeterminación se ha ejercido en los últimos quince años: Alemania, Países Bálticos, Chequia y Eslovaquia, Irlanda del Norte, Eslovenia, Croacia, Bosnia, Macedonia, Chipre”, “que se trata de un caso de reconocimiento no restrictivo sino expansivo de derechos de los pueblos por parte de la Unión Europea”.
            A mi juicio, el inconveniente de expresar así esta idea es que trata como si fuera una realidad lo que no es más que un vehemente deseo del mundo nacionalista vasco: el deseo de que se abra camino una interpretación más abierta y expansiva del derecho a la autodeterminación de los pueblos desbordando la doctrina tan restrictiva hoy vigente. Es muy lógico y comprensible que albergue tal deseo, pues casa mejor con su doctrina tradicional y además le daría más juego político. Pero, aparte de ser un punto de vista discutible desde concepciones no nacionalistas, todo apunta a que tal interpretación expansiva no tiene visos de convertirse en realidad jurídica a corto y medio plazo.
            La ONU y el Derecho internacional. Se pueden alegar por lo menos dos razones, a mi juicio bastante convincentes y en absoluto arbitrarias, sobre la mirada restrictiva hoy vigente en la ONU y en el Derecho internacional.
            1. La actual interpretación predominante del derecho de autodeterminación de los pueblos en el Derecho internacional es deliberadamente restrictiva: como un derecho que sólo puede reclamar el amparo de la comunidad internacional en tres situaciones de verdadera excepción en las que se da una grave y sistemática vulneración de los derechos fundamentales: en las antiguas colonias, en los países sometidos a una ocupación militar extranjera, y donde haya una imposibilidad manifiesta de acceso a la autodeterminación interna (y de constituir instituciones propias de autogobierno). Esta doctrina de la ONU y el Derecho internacional, que da la primacía a la integridad territorial de los Estados y a la no intervención, tiene un respaldo abrumador, dicho sea de paso, en los medios académicos y jurídicos.
            El porqué de esta restricción a unas pocas circunstancias especificadas es, a mi juicio, razonable. Por un lado, el Derecho internacional considera que el derecho a la autodeterminación de los pueblos se desarrolla bajo la forma de autodeterminación interna, esto es, mediante el autogobierno ejercido dentro del Estado, mientras que reserva el derecho a la autodeterminación externa para aquellos casos en que no tienen otra salida por estarles negada toda posibilidad de autogobierno. Dentro de tales casos excepcionales no están incluidos aquellos territorios creados artificialmente por las potencias coloniales, como Gibraltar.
            La clave de este argumento es que la autodeterminación interna a través de las diversas formas de autogobierno, cuando es posible ejercerla dentro del Estado, permite conciliar mejor los diferentes derechos de las partes, incluido el derecho del Estado –en que su Gobierno representa al conjunto de la población que reside en su territorio, con igualdad y sin discriminación– a mantener su integridad territorial.
            Por otra parte, la lógica de la restricción responde a una prudente cautela ante los arduos problemas de interpretación que presenta el derecho a la autodeterminación de los pueblos y que el Derecho internacional no ha resuelto o no puede resolver (porque son extrajurídicos). Sobre el propio concepto de pueblo o sujeto-titular del derecho (el pueblo nacional adscrito a una identidad concreta o el pueblo territorial, es decir, toda la población residente de un determinado territorio); sobre su ámbito de aplicación; sobre la materia que se determina o contenido específico de la autodeterminación (ilimitado/parcial, incondicionado/condicionado); sobre la forma de ejercerlo (instantáneo/gradual); sobre la contraposición de sujetos, y de ámbitos, y de contenidos, y de intereses según quién lo reclame dentro de una misma sociedad... La clave, por tanto, de este argumento es la dificultad con que tropieza la “juridificación” de la autodeterminación externa en el mundo real en que vivimos, por su intrínseca pluralidad.
            Es verdad que la respuesta a estas dificultades del Derecho internacional ha sido un tanto conservadora, limitándose a “positivizar” únicamente aquellas situaciones más seguras e indiscutibles. Es verdad que todo lo referido a la autodeterminación externa (procedimiento, sujeto, objeto o contenido, etc.) debería aclararse mucho más, como ha señalado entre otros Xabier Etxeberria (Derecho de autodeterminación y realidad vasca, 2002). Pero no pocas opiniones sobre este déficit actual del Derecho internacional en lo que hace a la regulación de un derecho de autodeterminación externa lo explican, a mi juicio, de un modo excesivamente reduccionista y maniqueo: como fruto del interés estrecho y egoísta de los Estados miembros de la ONU y de su tibia conciencia proautodeterminativa. Creo que en esas opiniones hay una excesiva desconsideración de que dicho déficit tiene mucho que ver con las dificultades de definir la sustancia de ese derecho –cuál es el sujeto del derecho, cuál es su ámbito territorial, qué es lo que hay que determinar– en un mundo moderno eminentemente plural y entremezclado.
            2. Más allá de estas necesarias restricciones del derecho a la autodeterminación bajo el amparo del Derecho internacional, hay que decir que el sistema democrático tiene otros recursos para dar una salida efectiva a aquellas situaciones en que una parte importante de la población no se encuentra a gusto en el Estado existente y, o bien quiere cambiar sustancialmente su modo de permanencia en dicho Estado, o bien tiene la firme voluntad de dejar de pertenecer a él. Son básicamente tres: a) el reconocimiento de la autodeterminación y su regulación en la propia Constitución; b) la negociación con el resto del país de la fórmula constitucional que posibilite la separación y concrete sus términos; c) la secesión unilateral de hecho, cuya viabilidad dependería exclusivamente del reconocimiento que obtuviera o no de la comunidad internacional y de su capacidad real para imponerse como soberano legítimo ante su propia población y dentro de su propio territorio. Es obvio que los dos primeros se realizan mediante una negociación y, por tanto, no se pueden entender nunca de forma unilateral.
            Estos tres recursos ordinarios del sistema democrático los menciona por cierto, expresamente, el dictamen de la Corte Suprema de Canadá (equivalente a nuestro Tribunal Constitucional) que trata de establecer una doctrina válida para situaciones socio-políticas autodeterminativas abiertamente secesionistas.
            Una doctrina clara y afinada. El dictamen de la Corte Suprema de Canadá a propósito de Quebec emitido el 20 de agosto de 1998 contiene, entre otras consideraciones, la respuesta a tres preguntas que le hizo el Gobierno Federal de Canadá tras haberse celebrado el referéndum de 1995: 1) ¿Pueden la Asamblea Nacional o el Gobierno de Quebec, en virtud de la Constitución de Canadá, proceder unilateralmente a la secesión de Quebec de Canadá? 2) ¿La Asamblea Nacional o el Gobierno de Quebec poseen, en virtud del Derecho internacional, el derecho a proceder unilateralmente a la secesión de Quebec de Canadá? ¿Existe a este respecto, en virtud del Derecho internacional, un derecho de autodeterminación que otorgaría a la Asamblea Nacional o al Gobierno de Quebec el derecho a proceder unilateralmente a la secesión de Quebec de Canadá? 3) ¿Qué derecho tendría prioridad en Canadá ante un conflicto entre el Derecho interno y el Derecho internacional respecto al derecho de la Asamblea Nacional o del Gobierno de Quebec a proceder unilateralmente a la separación de Quebec de Canadá?
            En la respuesta a la primera pregunta, la Corte Suprema reconoce que la Constitución no autoriza ni prohíbe expresamente la secesión de alguna de sus partes, de modo que si Quebec quisiera separarse habría que modificar la Constitución.
            Ante ese vacío, Quebec no podría invocar un derecho de secesión basado en la legitimidad democrática de un referéndum a su favor para dictar las condiciones de su separación al resto de Canadá. «No hay unas verdaderas negociaciones si el resultado buscado, en este caso la secesión, es concebido como un derecho absoluto (…) Tal a priori anularía la obligación de negociar y la vaciaría de sentido».
            La Corte Suprema enfatiza a ese respecto que no es válida tal invocación a la legitimidad democrática de un derecho de secesión basado en un referéndum, y que esta valoración no depende de la amplitud del resultado del referéndum sino de una concepción de la democracia que no se reduce a la regla de las mayorías. La secesión de una parte del Estado, cualquiera que sea, no puede ignorar la Constitución y sus principios ni puede ignorar que concierne además a terceros cuyos derechos deben ser atendidos: el Gobierno federal, el resto de Canadá, los derechos de todos los canadienses dentro y fuera de la parte que pretende separarse, las primeras naciones autóctonas, etc.
            En sentido contrario, la Corte Suprema afirma que la democracia no puede mirar para otro lado ante la voluntad democrática de Quebec de dejar de pertenecer a Canadá. Si se diera tal caso, el Gobierno canadiense tendría que negociar la viabilidad de esa propuesta secesionista. «El rechazo del orden constitucional existente, claramente expresado por el pueblo de Quebec, legitimaría claramente las reivindicaciones secesionistas e impondría a las otras provincias y al Gobierno federal la obligación de tomar en consideración y de respetar esta expresión de la voluntad democrática comprometiéndose en las negociaciones y afrontándolas conforme a los principios constitucionales». No le obliga a decir amén ni a tener que zanjar la negociación con éxito, pues esto último forma parte del juego político democrático, que es siempre intrínsecamente abierto e incierto si es tal. Pero sí le obliga a negociar lealmente, esto es, de acuerdo con los principios constitucionales canadienses: el federalismo, la democracia, el constitucionalismo y la primacía del Derecho, el respeto de las minorías.
            Respecto a la segunda pregunta, la Corte Suprema afirma que Quebec no puede reclamar el amparo de un derecho de autodeterminación nacional reconocido por el Derecho internacional, ya que no está dentro de las circunstancias de excepcionalidad exigidas para ello: «Esas circunstancias excepcionales (cuidadosamente definidas) no se aplican, manifiestamente, al caso de Quebec en las condiciones actuales. El pueblo de Quebec no constituye un pueblo colonizado u oprimido ni un pueblo al que se le niegue un acceso real al Gobierno para asegurar su desarrollo  político, económico, cultural y social. En consecuencia, ni la población de Quebec, calificada como “pueblo” o como suma de distintos “pueblos” -asunto que no se pretende dilucidar en este dictamen-, ni sus instituciones representativas, poseen el derecho a separarse de Canadá unilateralmente en virtud del Derecho internacional».
            En cuanto a la tercera, afirma que carece de sentido la cuestión de cuál de ambos derechos prevalece cuando no hay un derecho a proceder unilateralmente a la secesión de Quebec ni en virtud de la Constitución de Canadá ni en el Derecho internacional.
            Más allá de estas respuestas, el dictamen de la Corte Suprema es un alegato a favor de la claridad. La exigencia de claridad se condensa preferentemente en dos asuntos. Primero, en cuanto a la expresión de la voluntad democrática de la población: la demanda secesionista ha de ser clara y ello debe quedar patente, sin ninguna ambigüedad, en la pregunta de un referéndum. Segundo, en cuanto al apoyo que ha de obtener tal demanda: ha de representar una mayoría clara. La Corte Suprema no especifica cuál sería esa mayoría clara, pero sí afirma al respecto un par de criterios: que habrían de tenerse en cuenta las circunstancias en que se celebrara el tal referéndum y que su concreción pertenece al ámbito de la política y no al judicial, de manera que se establecería, en cualquier caso, en una negociación entre los agentes políticos concernidos. 
            En mi opinión, lo más valioso de este dictamen se encuentra en la persistente retranca contra las concepciones y prácticas unilateralistas presente en casi todas sus páginas. Se ha dicho en alguna ocasión que este dictamen de la Corte Suprema tuvo la virtud de no dejar “ni vencedores ni vencidos” y que permitió que unos y otros pudieran decir que era una victoria suya. No estoy de acuerdo. A mi juicio, resultó vencido de forma clara y neta el unilateralismo en sus diversas expresiones: sea el del lado procanadiense (que desconsidera la parte de legitimidad democrática de una clara demanda secesionista y que cuente con un apoyo claro, que concibe la Constitución como “un collar de hierro”, que se niega a una negociación, que no es leal a los principios constitucionales, etc.), sea el del lado pronacionalista quebequés (que se desentiende de los vínculos de interdependencia tejidos entre toda la población de Canadá basados en valores comunes, que ignora sus obligaciones constitucionales, que comete el error de asimilar la legitimidad a la voluntad soberana o a la regla de la mayoría disociándola de otros valores constitucionales, etc.). Por analogía, no creo que sea difícil hacer una lista de quienes aquí entre nosotros, en la política celtibérica, van a contracorriente de esta doctrina, así como de quienes la tienen en cuenta y se inspiran en ella.
            Válida para el caso vasco. No es necesario insistir en las diferencias existentes entre Canadá y España en lo que hace a sus respectivas tradiciones políticas. Saltan a la vista. Pero entre muchas otras son relevantes estas tres: a) la naturalidad con que la Corte Suprema de Canadá concibe la reforma de la Constitución como una cuestión siempre abierta a la negociación; aquí, por el contrario, una y otra vez sobrevuela la idea antípoda del cierre y del blindaje; b) la naturalidad con que la Corte Suprema de Canadá concibe el mecanismo del referéndum para expresar la voluntad democrática de un territorio de la federación, incluida por supuesto la de manifestar su deseo de dejar de formar parte de ella; aquí prima la dramatización y sacralización tanto de su prohibición como de su realización; c) la naturalidad con que la Corte Suprema de Canadá concibe como un rasgo sustancial del federalismo canadiense la posibilidad de mayorías diferentes (entre una parte y otras o entre una parte y el conjunto) y, por tanto, de realizar políticas diferentes (en su ámbito de competencias respectivamente) y de desarrollar diferentes objetivos e intereses en los diferentes niveles de gobierno (en las partes, en el conjunto, etc.). Pero, pese a estas y otras diferencias, es de esperar que más pronto que tarde nuestro Tribunal Constitucional diga algo parecido de la situación vasca, cambiando solamente el sujeto de cada frase, si se le plantean unas preguntas similares a las que hubo de contestar la Corte Suprema canadiense.
            De la misma forma que en Quebec, en el caso vasco tampoco se da una negación de la autodeterminación interna. Sobre esto no se puede obviar la dimensión real de las cosas: tanto aquí como allí hay un sistema político democrático que es fruto de un poder constituyente único; aquí el conjunto del pueblo español, allí el conjunto del pueblo canadiense. Ambos, relacionados a su vez con un complejo entramado de fenómenos históricos, lingüístico-culturales, políticos, económicos, sociales, etc., que lo han hecho posible.
            En nuestro caso, no se ajusta a la realidad de las cosas pensar ese hecho común constituyente, el conjunto español en el que reside la soberanía, como algo únicamente condicionado por las presiones de las fuerzas fácticas posfranquistas durante la transición (presiones que dieron lugar a los artículos 2.1 y 8 de la Constitución) y excluyendo, por tanto, muchísimos otros episodios que expresaron en aquel tiempo un anhelo de justicia, libertad y prosperidad estrechamente compartido por amplios sectores de toda la población de las “Españas”.
            Lo menos que se puede decir al respecto son tres precisiones. Una, que el sujeto político que se expresa en la transición como un poder constituyente representativo del conjunto español no es un invento del franquismo ni de los militares posfranquistas: llevaba ya expresándose como tal desde las Cortes de Cádiz (1812), y esa primera manifestación constitucional fue fruto a su vez de un largo destilado histórico de los siglos anteriores. Segunda, que en la transición no hubo sólo una presión de las fuerzas franquistas: también hubo una poderosísima presión contrapuesta de las fuerzas antifranquistas (y del sistema político europeo de Estados, que empujaba en el mismo sentido). Tercera, que en el tiempo posterior transcurrido desde entonces la presión franquista se ha ido apagando paulatinamente mientras la presión democrática (incluyendo en ella la de los nacionalismos periféricos) ha ido reforzándose día a día.
            Hoy día, lo que queda de aquella pugna de influencias es un sistema político compuesto y complejo impulsado por dos principios: el de unidad (representativo de un conjunto: la ciudadanía española, en la que reside el poder constituyente que le ha quedado tras haber traspasado buena parte de sus competencias a la UE) y el de autonomía o autogobierno (representativo de la ciudadanía de las comunidades autónomas, en las que reside un poder también constituyente o de decisión pero limitado a sus competencias propias).
            Si se pretende desmontar ese hecho constituyente del conjunto español, o bien para reformularlo (en términos más federalizantes), o bien para anularlo (mediante la secesión), o bien para hacer otra cosa (una confederación que reduce el espacio del poder constituyente del conjunto a la mínima expresión), habrá que decirlo claramente en cada caso. Y si tal cosa sucede, se manifestará expresamente un choque o una confrontación de perspectivas y de intereses que llevará las cosas a un terreno complicado de negociación y de diálogo político. Terreno donde puede haber acuerdos o no, y donde la interpretación de la responsabilidad por los desacuerdos es bastante enrevesada.
            En otro sentido, si se pretende un acomodo más satisfactorio dentro de España, no hay que simplificar las dificultades de un hipotético reconocimiento del derecho a la autodeterminación.
            En el caso de Canadá lo han discutido a fondo y se ha llegado a un tope hoy por hoy insuperable: la propuesta del “soberanismo” quebequés (sometida a referéndum en 1995) no fue bien vista ni por las otras nueve provincias, ni por las “primeras naciones” (indígenas autóctonos), ni tampoco por los federalistas quebequeses, ni por la otra mitad del electorado quebequés, todo lo cual da una poderosa suma de gentes que se encuentran relativamente cómodas en la actual federación canadiense. Por tanto, es un caso de manifiesta divergencia o incompatibilidad de perspectivas que no tiene nada que ver con deficiencias democráticas sino con diferentes maneras de concebir la democracia. El caso vasco, o cualquier otro caso dentro de España, cada vez se va pareciendo más, en ese sentido, al canadiense y se va alejando más de un supuesto “déficit democrático arrastrado desde la transición posfranquista”.
            El ejemplo irlandés es no menos ilustrativo de lo problemático que resulta la “constitucionalización” del derecho a la autodeterminación incluso allí donde cuenta con la voluntad política más favorable a tal pretensión. En su caso, porque –para satisfacer a todas las partes– tenían que “constitucionalizar” los tres planos autodeterminativos que estaban en liza: incluir la dimensión irlandesa de toda la isla, más el principio del consentimiento del Ulster sobre cualquier cambio de su actual marco jurídico-político, más la dimensión británica de buena parte de la ciudadanía del Ulster. Lo cual es como pretender hacer un círculo cuadrado. Es verdad que es una forma inteligente de cambiar el marco jurídico-político y a la vez de mantener el existente. Pero no es menos cierto que se trata de algo imposible: esos tres planos se neutralizan entre sí y su desarrollo simultáneo es incompatible.
            Acotar y clarificar el debate pendiente. Dado el alto nivel de autogobierno que ya tienen la Comunidad Autónoma Vasca y la Comunidad Foral Navarra, y dado que dicho autogobierno es una de las formas de desarrollo de la autodeterminación interna según la ONU y el Derecho internacional, conviene precisar al máximo de qué se habla cuando se habla del derecho a decidir de Euskal Herria. Habida cuenta de que ya lo ejercemos de diversas formas indirectas y que además lo podemos ejercer también directamente si nos lo proponemos (por ejemplo, mediante la posibilidad de elaborar y refrendar la reforma estatutaria o de llevar a cabo la Transitoria 4ª en el caso de Navarra), estaría bien que cuando se hable del derecho a decidir o derecho a la autodeterminación se precise de qué se está hablando.
            A mi juicio, se equivocan los líderes vascos, incluido el lehendakari, que insisten una y otra vez en que únicamente se puede pactar el ejercicio del derecho a la autodeterminación y que el derecho como tal es innegociable. Nominalismos dialécticos aparte, lo que está sin clarificar en el caso vasco, a partir de su manifiesta pluralidad nacional, es la propia concepción del derecho a la autodeterminación de los pueblos, incluyendo, por supuesto, su propia fundamentación.
            Para que se entienda esto pondré un ejemplo de un par de ideas muy distintas de la autodeterminación sostenidas recientemente por dos personas de expresa confesión nacionalista. Julen Zabalo, ex preso de ETA, ahora sociólogo, ha escrito que el reciente referéndum celebrado en Cataluña «no es un referéndum de autodeterminación, sino una pregunta puntual sobre si se acepta o no un determinado proyecto de autonomía», a la vez que en el mismo artículo considera que sí lo ha sido en cambio el referéndum de separación de Montenegro (Gara, 21 de mayo de 2006). Esta distinción no es congruente, y mucho menos si en el mismo artículo también se afirma: «De la autodeterminación puede resultar la independencia, puede resultar más autonomía, o puede resultar menos autonomía». Pocos días antes, el actual vicepresidente de la Xunta de Galicia, Anxo Quintana, afirmaba lo siguiente en una entrevista (El Correo, 22 de mayo de 2006): «Mi idea de autodeterminación no se refiere nunca al hecho concreto de una consulta en referéndum. Es un proceso evolutivo y constante en el que las naciones tienen que pelear y trabajar por su pleno autogobierno. ¿Aplicaría en Galicia el derecho de autodeterminación? Lo que el BNG propone no es un Estado gallego independiente, sino que, como nación, participe dentro del Estado español».
            Si entre estas dos concepciones hay una distancia casi galáctica, pese a la filiación conocida de ambos a formaciones nacionalistas como Batasuna y el BNG, va de suyo que aún pueden ser más acusadas las diferencias si se contrastan con una concepción no nacionalista de la autodeterminación.
            La cuestión clave, de entrada, es cómo se valora la diversidad de concepciones sobre la autodeterminación que atraviesa de arriba a abajo la vida política vasca: más bien como un déficit de conciencia nacional vasca que habrá de remediarse de una forma u otra mediante planes de concienciación nacional hasta restablecer la normalidad; o más bien como un hecho intrínseco a la sociedad moderna, vinculado a las diferentes maneras de concebir su buena organización.
            Para quienes rechazamos que se trate de un déficit de conciencia nacional(ista), es posible establecer, por tanto, un punto de partida sólido: sin exigir a nadie que renuncie a sus concepciones o principios ideológicos, se trata de encontrar unas ideas fundamentales que puedan ser realmente integradoras y que, por tanto, podamos compartir todos. El mundo nacionalista vasco podría sostener este punto de partida por razones pragmáticas, aun sin apearse en el fondo de sus sueños sobre la expansión de la conciencia nacional.
            Otra premisa con clara vocación integradora podría ser esta: que en una sociedad plural en sus sentimientos de pertenencia como la vasca, su ciudadanía sólo podría compartir, sin forzar sus convicciones, un fundamento únicamente democrático del derecho a la autodeterminación y, por tanto, de cualquier proceso autodeterminativo. A cualquiera se le alcanza, dicho en negativo, que la sociedad vasca actual no podría compartir un fundamento nacionalista de la autodeterminación, como hace, por cierto, el proyecto de nuevo Estatuto aprobado por el Parlamento vasco conocido como plan Ibarretxe, que ningunea a quienes tienen una identidad no nacionalista o a quienes se identifican con otra conciencia nacional distinta a la nacionalista vasca.
            La tercera condición previa, derivada de la anterior, es que el fundamento democrático de la autodeterminación delimita su ámbito territorial de aplicación y su sujeto-titular, de modo que sólo se podría compartir que es un derecho de las sociedades constituidas democráticamente como comunidades autónomas y en su ámbito territorial estricto. Es decir, como lo son la Comunidad Autónoma Vasca y la Comunidad Foral Navarra. O como Cataluña y Galicia. O como lo es también Andalucía, que refrendó a lo grande su autonomía. O como lo son las Islas Canarias, Aragón, el País Valenciano, las Islas Baleares, etc.
            Otra premisa, la cuarta, también integradora y confirmada en la reciente experiencia de Montenegro, es la conveniencia de afrontar cualquier proceso de autodeterminación externa con un doble compromiso: de claridad de dicho proceso y de pactar sus reglas. La expresión de la voluntad democrática de quien pretenda ejercer su autodeterminación ha de ser clara, lo que afecta tanto a la pregunta que se haga a la población en un referéndum como al porcentaje del apoyo requerido para su validez. De otro lado, ha de haber un amplio consenso, de modo que todas las partes concernidas se comprometan a aceptar su resultado sea cual fuere.
            Por último, una quinta proposición, en este caso dicha en negativo. No podríamos compartir una concepción del derecho a la autodeterminación de los pueblos como derecho universal, incondicionado, ilimitado, absoluto, imprescriptible, irrenunciable, auténtico punto cero de la democracia que precede a los derechos individuales y los fundamenta. Esa idea primordialista de la autodeterminación es un imposible para quienes pensamos que no hay derechos incondicionados e ilimitados, sea porque el derecho limita con otro derecho, sea porque el carácter incondicionado e ilimitado está fuera de la realidad de un mundo tan interrelacionado como el presente, sea porque no es conveniente ni es justo un derecho unilateral de decisión que comporte decidir en ámbitos que también competen a otros, sea porque en nuestras circunstancias es un despropósito pretender un punto cero de arranque de la democracia.
            Más allá de estos ejemplos, quiero insistir en que está pendiente un debate sobre la necesidad de rescatar la autodeterminación del espacio sagrado en que la hemos situado. Ahora mismo, unos no cesan de mitificarla, mientras que otros la están convirtiendo en un auténtico tabú o cosa prohibida. Y unos y otros se mantienen rígidos en esa dialéctica por razones similares, es decir, por interés retórico electoralista o por imperativo de la lucha por la hegemonía en sus respectivos nichos políticos electorales (sea el nicho nacionalista vasco, en el que compiten entre sí todas las formaciones abertzales; sea el nicho de los no nacionalistas, donde compiten entre sí los partidos de ámbito español). De modo que hay que desacralizarla antes en ambos sentidos, frente al mito y el tabú, para poder acotar cuál es su sentido específico y para poder clarificar toda su sustancia concreta: su por qué y su para qué, en qué consiste exactamente, cuál es su fundamento, su sujeto político, su ámbito territorial de aplicación, su objeto y contenidos, etc.
            Si la desacralizamos, podremos discutir las diferencias sustanciales que tenemos y podremos llegar a compartir unas premisas claras. Añadiré otra más a las ya dichas antes: las cosas que son fundamentales para regular la convivencia entre gentes de ideas y sentimientos nacionales diferentes no se pueden dirimir a votos. Pretender imponerse por “ser más” y pretender sacar ventaja de ello en este tipo de asuntos, en vez de negociar y pactar concesiones recíprocas, es como hacerse trampas en el solitario.

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(1) Sandzac. Región montañosa situada a caballo entre Montenegro y Serbia, que pertenece a ambos Estados. Tiene fronteras con Bosnia (o mejor, de momento, con la República serbia de Bosnia), Serbia, Kosovo, Montenegro y Albania. Su población actual (compuesta por una mayoría de eslavo-musulmanes y tres minorías: montenegrinos, serbios y albaneses) no llega a los 300.000 habitantes. Hace un milenio, en ese espacio y en las tierras colindantes de la Metohija (en Kosovo), ubican los historiadores el núcleo originario del reino serbio: la Raska. El nombre de esta región –Sandzac– proviene del término turco que designaba una unidad administrativa –la provincia– en el imperio otomano. Estuvo sometida al imperio turco hasta 1912. Fue conquistada por Serbia y Montenegro y repartida entre ambos Estados como resultado de las guerras balcánicas. Su capital es Novi Pazar. Esta región no tenía ningún estatuto jurídico-político singular en la antigua Federación yugoslava, ni lo ha tenido tampoco en el nuevo Estado yugoslavo que han mantenido, desde su desaparición, Serbia y Montenegro. En el año 1991, cuando estalló el conflicto yugoslavo, la comunidad musulmana también realizó a su manera un referéndum autodeterminativo que nadie reconoció ni tuvo en cuenta. Durante los años noventa, el Sandzac se ha visto sometido a un doble desplazamiento de personas: primero, ha sido refugio de musulmanes bosnios que huían del conflicto, pero que declaran ser bosníacos y que su madre-paria es Bosnia (se habla de unos 100.000); luego, ha habido el movimiento contrario de musulmanes del Sandzac que huían a Bosnia para escapar del servicio militar y del control serbio. Los informes de Amnistía Internacional acreditan, tanto en la parte serbia como en la montenegrina, hechos de discriminación y de vulneración de derechos humanos de la comunidad musulmana (que se dieron sobre todo en los años noventa) o bien una impunidad total de los autores de los mismos en la actualidad.
(2) Uti possidetis: Principio de derecho internacional derivado de la expresión latina uti possidetis, ita possideatis (“como poseías, así poseerás”). En el Derecho romano facultaba a la parte beligerante a reclamar el territorio que había adquirido tras una guerra. En los procesos de descolonización del siglo pasado se apeló a este principio para establecer las fronteras de nuevos Estados surgidos tras su independencia, a fin de asegurar que sus fronteras mantuvieran los límites de los viejos territorios coloniales de los que emergieron. Se utilizó en un sentido similar en la desintegración de Yugoslavia y de URSS: “Las fronteras de los nuevos Estados que quisieran constituirse como tales en dichos ámbitos serán las mismas de las antiguas repúblicas federadas que habían constituido la Federación de Yugoslavia y la URSS”.

La Comisión Badinter


Se llamó Comisión Badinter a una comisión de arbitraje para el conflicto yugoslavo constituida por la Comunidad Europea en el verano de 1991. Compuesta por cinco miembros, cuatro varones y una mujer, todos ellos presidentes de Tribunales Constitucionales de los doce países miembros de la CE, uno de los cuales fue Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA unos años más tarde. La presidió el jurista francés Robert Badinter, ex ministro de Justicia del Gobierno socialista de Pierre Mauroy entre 1981 y 1986. Cuando se constituyó ya había estallado plenamente el conflicto: Eslovenia y Croacia habían propuesto transformar la federación yugoslava en una confederación y los dirigentes de Serbia habían rechazado dicha propuesta. Croacia y Eslovenia ya habían solicitado a la CE su reconocimiento como nuevos Estados, tras haber realizado sendos referendos a favor de su independencia (diciembre de 1990) y tras declarar, unilateral y solemnemente, su independencia (el 25 de junio de 1991, pero demoraron su vigencia durante tres meses para favorecer las negociaciones con Serbia auspiciadas por la CE). Serbia había solicitado a la CE un pronunciamiento sobre quiénes habían de ser en el espacio yugoslavo los sujetos del derecho a la autodeterminación de los pueblos. La CE, por su parte, estaba dividida al respecto: Alemania alentaba las expectativas independentistas de Croacia y Eslovenia, mientras que Francia y el Reino Unido se inclinaban por mantener el Estado yugoslavo.
Los trabajos de la Comisión de Arbitraje sirvieron de base para que los doce miembros de la CE unificaran criterios e hicieran una doble declaración el 16 de diciembre de 1991: una sobre el proceso del reconocimiento de nuevos Estados en Europa del Este y Unión Soviética, la otra sobre el reconocimiento de las Repúblicas yugoslavas. En esta segunda declaración, la CE solicitaba a las Repúblicas yugoslavas que le manifestasen si deseaban ser reconocidas como Estados independientes y si aceptaban los criterios y compromisos establecidos al respecto por la Conferencia sobre Yugoslavia y por la Comisión de Arbitraje, amén de comunicarles que sus respuestas –en caso afirmativo– serían sometidas a la Comisión de Arbitraje.
Según Luis Sanzo (El pueblo vasco y la autodeterminación, 2001, págs. 52-54), estos fueron los criterios principales de la Unión Europea para el reconocimiento de nuevos Estados: 1) Que se constituyan sobre una base democrática y la voluntad mayoritaria de crear un nuevo Estado; 2) La aceptación de las obligaciones internacionales habituales; 3) El acceso a la independencia por un proceso pacífico y negociado; 4) El respeto a la inviolabilidad de todas las fronteras; 5) Que garanticen los derechos de los grupos étnicos y nacionales y de las minorías; 6) La ausencia de reclamaciones respecto a Estados vecinos. Cualquier modificación de fronteras debía realizarse por vía negociada. Según Sanzo, primó la consideración de que el Estado previo estaba en proceso de disolución y que los procesos de creación de nuevos Estados no suponían iniciativas secesionistas respecto a un Estado constituido.
En lo que hace al conflicto yugoslavo, las principales conclusiones del dictamen emitido por la Comisión Badinter fueron cinco según dicho autor (págs. 57-58): 1) El pueblo “territorial” (de Bosnia, Croacia, Macedonia, Serbia, etc.) es el sujeto central de la libre determinación, al margen de la existencia o no de más de un pueblo étnico en el territorio; 2) Niega a los serbios de Bosnia y Croacia cualquier posibilidad de formar un Estado propio separado o de confluir con Serbia. 3) No reconoce la validez de los referendos desarrollados en Kosovo en 1991, ni el de la República Serbia de Krajina (1991), ni en 1992 el de la República Serbia de Bosnia y Herzegovina; 4) Reconoce la utilidad del derecho de libre determinación para salvaguardar derechos humanos, y entre ellos, el derecho a elegir su nacionalidad (en el caso de los serbios de Bosnia y de Croacia, pero a costa, probablemente, de perder la ciudadanía bosnia); 5) El fundamento del acceso a la estatalidad no es fruto de la autodeterminación sino de una circunstancia extraordinaria: la disolución de la anterior estructura política y de una decisión favorable del “pueblo” territorial.
A mi juicio, este dictamen apostó por la solución pragmática de buscar el mal menor. Y en virtud de ello sacrificó o relegó a las minorías nacionales eslavas (principalmente a serbios o croatas dispersos fuera del territorio matriz) y a las minorías nacionales no eslavas (principalmente a los albaneses de Kosovo, muy mayoritarios  en el territorio de la Región Autónoma de Kosovo).