Javier Villanueva

Crítica al plan de Ibarretxe
(Hika, nº 137, noviembre de 2002; Página Abierta, nº 131, noviembre de 2002)

1. Entraré en harina directamente. El plan-propuesta de cambio presentado hace un mes por el lehendakari Ibarretxe me ha producido, de entrada, una sensación ambivalente. Tal cual está ahora mismo, sin tocarle una letra, no podría apoyarlo sin más, porque no comparto aspectos importantes de él, o me siento excluido incluso ante ciertas formulaciones u opciones. Pero tampoco podría rechazarlo, porque contiene valores, ideas y propuestas con las que me he identificado desde mi más tierna juventud.

2. El plan de Ibarretxe ha sorprendido a la clase política y a los creadores de opinión pública, a mi juicio sin demasiado motivo. Reconozco que su presentación formal desde la máxima figura institucional vasca, el lehendakari, o el que descanse en unos pilares propios y particulares de la ideología del nacionalismo vasco, y, sobre todo, esa inquietante combinación entre la amenaza latente y persistente de ETA y unos plazos de tiempo perentorios, motiva sobradamente la sorpresa de muchos. Pero, para mi gusto, lo único realmente nuevo y sorprendente es que ha puesto un plazo de consecución (en los dos próximos años) y unas ruedas (un procedimiento concreto para la reforma legal del Estatuto) a un mensaje ideológico reiteradamente presente en todas las manifestaciones públicas del PNV en los últimos años.
Basta seguir la pista del PNV en los últimos cuatro años para toparse un día sí y otro también con los mismos fundamentos que sirven de cimiento al plan de Ibarretxe: a) que ya han pasado 25 años desde la transición y ya es hora de un cambio hacia un marco político de más autogobierno y de un autogobierno más “garantista” y “soberanista”; b) que la clave principal de ese cambio es el reconocimiento, de una u otra forma, del derecho de la sociedad vasca a definir su futuro; c) que todo ello debe encuadrarse dentro un plan ambicioso de pacificación y normalización de la sociedad vasca. Estas mismas ideas u otras muy similares se encuentran en el programa electoral de 2001, y antes en el manifiesto “Ser para decidir”, y antes en el plan Ardanza, por citar tres documentos relevantes.
Por otra parte, tampoco creo que debería haber sorprendido la exigencia de un nuevo pacto con el Estado español basado en el estatus de libre asociación y en la soberanía compartida. En los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, ambos conceptos se encuentran, tal cual, en los escritos y en la actuación política de líderes del PNV como José Antonio Aguirre, Manuel Irujo o Javier Landáburu. Mientras que si se va hasta los orígenes, el plan-propuesta de Ibarretxe viene a ser una síntesis de las dos interpretaciones principales del foralismo por parte del nacionalismo vasco, aunque está más próxima a la versión de Arturo Campión que a la de Sabino Arana. Para Campión, más bilateral y pactista, el fuero es autogobierno y pacto federal con España, mientras que Arana acentúa el carácter separatista y unilateral de aquél.

3. El de Ibarretxe no es un plan de poca monta. Todo lo contrario. Se ha dicho que es un programa de máximos, y es verdad. A mi juicio, es un programa ambicioso que cubre prácticamente todas las aspiraciones del nacionalismo vasco. Más allá de lo planteado ahora por Ibarretxe, no queda más que la utopía del Zazpiak bat! (*), o la independencia estatal a la vieja usanza, o el acceso a una Europa federada de los pueblos “sin pasar por Madrid” (1).
El plan de Ibarretxe situaría el autogobierno en el techo máximo posible dentro del mundo real en que vivimos, más o menos entre un sistema político de federalismo plural o multinacional y los sistemas confederativos. De poder llevarse a cabo, tal cual lo enunció el lehendakari, habría más autogobierno en campos tan importantes como la presencia en los órganos de la Unión Europea o contar con una administración de justicia “propia”. En segundo lugar, se blindaría el autogobierno con un sistema bilateral de garantías, como en los sistemas federativos. Tercero, el autogobierno se insertaría en un marco estatal distinto al actual, expresamente plurinacional. Cuarto, y lo más importante acaso para muchos, el autogobierno adquiriría un estatus de reconocimiento que no se da ahora, con elementos político-simbólicos como el derecho de la sociedad vasca a ser consultada o la posibilidad de contar con sus propias selecciones deportivas, por ejemplo.

4. No es este tipo de aspiraciones políticas ni el estatus de libre asociación o la demanda de soberanía compartida lo que le achaco al plan de Ibarretxe. No sólo no me causan ninguna zozobra, sino que las comparto y también las tengo por mías, matiz arriba matiz abajo. Es más, si Ibarretxe opta por adentrarse en el camino de la “Declaración de Barcelona” (de acumular la fuerza necesaria para transformar el Estado español y la cultura pública española en un sentido netamente plurinacional) más que en el de Quebec (2), o se inspira en el fuerismo federalista de Arturo Campión más que en el primer Sabino Arana, como así parece por algunos guiños del texto, creo que habrá elegido un itinerario más atinado para satisfacer al máximo posible todo lo que hay de justo y conveniente en las aspiraciones abertzales, habida cuenta de la sociedad vasca realmente existente.
Más allá de mis sentimientos y opciones, entiendo que esas aspiraciones están muy arraigadas en todo el mundo del nacionalismo vasco, tras un siglo de recorrido. No es fácil establecer cuál es su representatividad real, pero ha de reconocerse al menos que es bastante representativa del aire predominante en este momento en las élites del nacionalismo vasco, y que éstas a su vez son una referencia fundamental en las opiniones y opciones de una parte importante de la población, digamos que la mitad de ella más o menos si nos atenemos al voto a partidos abertzales en la Comunidad Autónoma Vasca (CAV). Al margen de mis discrepancias con su plan-propuesta, creo que se debe reconocer a Ibarretxe su indiscutible legitimación democrática para hacerlo, tras los resultados del 13 de mayo del año pasado, y que se merece una respuesta cuando menos respetuosa y razonada.

5. No comparto en absoluto una de las premisas fundamentales del plan de Ibarretxe, el meollo de su por qué y para qué. Me refiero al concepto de “normalización política” de la sociedad vasca y a la unión obligatoria de ese concepto de “normalización” y lo que todo el mundo entiende por “pacificación”. No estoy de acuerdo con el contenido que asigna a esos términos y mucho menos con su encadenamiento lógico.
En el discurso de Ibarretxe, el primer paso es una amalgama dramatizada [1] que junta churras y merinas: «Así no podemos seguir», «no es posible que no tengamos salida como pueblo», «estoy convencido de que hay salida al problema de terrorismo y normalización que padece Euskadi», «lo que crea incertidumbre es no hacer nada». En el siguiente paso, como si sacara el conejo de la chistera, introduce un concepto de normalización política [2] que equivale a la solución del contencioso político vasco («La normalización política no vendrá hasta que no se negocie con profundidad y garantías un modelo de relación entre Euskadi y el Estado») y lo asocia [3] obligatoriamente a la pacificación. De modo que la cosa desemboca en la advertencia de que no habrá pacificación si no se da esa normalización. Cuyo alcance se detalla minuciosamente en dos apartados del plan de Ibarretxe: a) el apartado 4, en el que se concretan las medidas propuestas –en 19 diferentes materias– para «profundizar el compromiso democrático por el cumplimiento íntegro del Estatuto»; b) el apartado 5, en el que se expone propiamente el proyecto de un nuevo pacto de relación con el Estado.
Entender por normalizar lo que entiende el lehendakari es abusivo y falsea de raíz la realidad actual de la sociedad vasca. Dicho con todos los respetos, me parece una distorsión absoluta del lenguaje y poner el mundo del revés.
Es verdad que hay un conflicto político por resolver y que el nacionalismo vasco no está cómodo ni satisfecho en el régimen actual de las autonomías, o en que “Madrid” le represente en la Unión Europea. Pero, no es menos cierto que ese conflicto político no encaja bien, a mi juicio, en el concepto de normalización. Creo que no casa bien hablar de un asunto de normalización cuando nos referimos a cualquiera de las facetas de ese conflicto político, como la congelación de algunas transferencias pendientes o el asunto del cumplimiento íntegro del Estatuto (3) o la insatisfacción del nacionalismo vasco por los límites intrínsecos del Estatuto y de la Constitución en relación con sus aspiraciones, etc. Estos aspectos del conflicto político pueden generar cabreo, insatisfacción, frustración... pero hay que violentar mucho el lenguaje para concebirlos como un ejemplo de la falta de normalización política. Mientras que, por el contrario, el concepto de normalización política tiene hoy pleno sentido si lo referimos estrictamente al fenómeno de la persistencia de ETA y, en relación con ello, a la plena integración del llamado Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV) en el sistema político. Eso es lo único que queda por “normalizar”, tras 25 años desde la transición posfranquista en los que, si se mira bien, se ha dado la vuelta a la tortilla completamente en la CAV.
Con la restauración del autogobierno vasco por el nuevo régimen democrático español empezó a recuperarse la normalidad. Luego, con el paso del tiempo y en la medida en que se fueron asentando tanto la democracia española como el autogobierno vasco, todo se fue “normalizando” y fue aflorando el cambio que se había producido en algo más de 20 años en toda su dimensión; un cambio espectacular si se tiene en cuenta el punto de partida: la situación de sojuzgamiento y exclusión bajo el régimen franquista.
Hoy día no tiene sentido tachar de anormalidad una situación caracterizada por la hegemonía de los partidos abertzales en casi todas las instituciones, con todo lo que ello supone: un cambio profundo en la composición de las élites o en la generalización de la enseñanza en euskera para la gran mayoría de la población escolarizada; una Hacienda y un sistema financiero propios de un nivel casi estatal; una policía propia, la Ertzaintza; potentes medios de comunicación públicos, etc. De modo, que hoy día, por tanto, ya sólo queda lo de ETA por normalizar, si es que queremos darle un sentido inteligible a las palabras. A partir de ahí, lo de menos es el nombre de la cosa, si normalización o pacificación, y lo importante es que definamos bien su contenido. A mi juicio, su contenido debe referirse a ese proceso seguramente complejo y poliédrico que incluye en un lote único: abandonar las armas, aceptar plenamente las vías políticas y democráticas, reparar a las víctimas, resolver la situación personal y la integración laboral y social de los miembros de ETA...

6. No comparto tampoco la angustiosa dramatización del conflicto político entre el nacionalismo vasco y el Estado español, otra clave fundamental del plan-propuesta de Ibarretxe: «Así no podemos seguir», «no es posible que no tengamos salida como pueblo», etc.
En mi opinión, también es una distorsión grave respecto a la realidad actual de la sociedad vasca dramatizar de esa forma el contencioso político. Francamente, esa angustiada dramatización del conflicto político está fuera de lugar y es como poner las cosas del revés si nos atenemos estrictamente al conflicto político y separamos todo lo que está directamente relacionado con las acciones de ETA y sus trágicas consecuencias o con el choque entre ETA y los diversos aparatos de seguridad. Sin ETA y todas sus múltiples secuelas directa e indirectas (torturas o maltrato a sus miembros, ilegalidades y vulneración de sus derechos fundamentales, etc., vinculadas por lo general a la ilícita e inmoral regla del “todo vale” en el combate antiterrorista), el drama vasco suena a puro teatro político, siempre legítimo, pero teatro al fin y al cabo, en el actual estado de autogobierno y nivel de bienestar de las élites nacionalistas.

7. La amalgama de pacificación y normalización que hace Ibarretxe es una vuelta en toda regla al planteamiento del precio de la paz, tasado en una mayor satisfacción de las aspiraciones y demandas del nacionalismo vasco. Como ya lo he expuesto en múltiples ocasiones en esta revista, no estoy de acuerdo con ese planteamiento, que, dicho sea de paso, me parece un retroceso muy negativo respecto a lo afirmado por los obispos vascos («Nadie debe jugar con la paz ofreciéndola a cambio de un determinado modelo de país») en su controvertida carta pastoral.
Desde el punto de vista político-moral me parece un planteamiento muy dudoso y problemático. Tanto más si no hay un acuerdo generalizado, prácticamente unánime, respecto al precio tasado. A más desacuerdo, y en especial por parte de las víctimas, parece más “ventajista”, aumenta su carácter de chantaje y resulta menos aceptable.
Por otra parte, no se puede dejar de lado que la virtud principal que se le supone, su eficacia en producir una tregua o el abandono de las armas, está en entredicho a la luz de lo que ha pasado en estos años. Su supuesta eficacia a ese respecto no tiene un soporte empírico en el que apoyarse, mientras que sí se puede decir, con los hechos en la mano, que ETA se revaloriza de una u otra forma mientras se plantea así, en términos políticos, el precio de su desaparición. Pero aun en el caso de máxima eficiencia, esto es, de que ETA lo dejase, no acabo de verle la gracia al asunto. Si eso sucede, será, piensa uno, porque habrá tenido todas las garantías de que el PNV va a quemar las naves a lo Hernán Cortés y se compromete a no rebajar el enfrentamiento nacional(ista) con España y Francia. Si bien esta hipótesis es poco razonable y se me antoja un imposible, el mero hecho de especular con que las cosas pudieran ir por ahí ya pone los pelos de punta.

8. Comparto la preocupación del lehendakari por renovar el pacto de convivencia entre vascos (4), pero a propósito de eso se me ocurre una objeción de fondo a lo que plantea Ibarretxe.
Reconozco y respeto las creencias del nacionalismo vasco. Pero me parece fatal que se consagren tales creencias como un patrimonio común y natural de toda la sociedad vasca. Es lo que hace el plan de Ibarretxe, sobre todo en su punto 5.2.1, cuando afirma “con toda naturalidad” sus pilares siguiendo una lógica netamente mononacionalista, o “monoteísta”, para decirlo de otro modo. Desde el respeto a la libertad de creencias, exijo respeto para sus creencias, pero le hago saber al mismo tiempo que no son las mías. Mi idea del ámbito cultural y antropológico vasco y de los pueblos vascos de ayer y de hoy, de sus identidades y territorios, por no hablar de la autodeterminación o de los derechos históricos, no concuerda con el canon ideológico nacionalista-aberzale asumido por el lehendakari en la exposición de su plan.
La gracia del pacto de convivencia entre toda la ciudadanía vasca reside, precisamente, en reconocer la diversidad de creencias. Una diversidad que, en el caso vasco, no sólo alcanza a ámbitos como el religioso, el político-ideológico, el lingüístico-cultural o la estructura social, sino que se extiende también a la identidad y a la concepción nacional, así como al sentido íntimo y afectivo de pertenencia.
El plan de Ibarretxe no se detiene en un ejemplo relevante de esa verdad: desde hace muchos años todas las encuestas que se hacen, vengan de donde vengan, ilustran que la identidad más extendida entre los vascos es la identidad mestiza vasco-española (o navarro-española o franco-vasca) de quienes se sienten a la vez ambas cosas (“me siento tan vasco como español o igual de vasco que español”), sin que les salgan granos en la cara. Lejos de apoyarse en esta verdad social, en el texto de Ibarretxe, por el contrario, se presentan la identidad vasca y la identidad española como si fueran dos realidades perfectamente separadas entre sí e irreductibles, ateniéndose así estrictamente al canon doctrinal del nacionalismo vasco. Y de acuerdo con ese canon doctrinal, toda la lógica del texto de Ibarretxe queda prisionera de la disputa Euskadi-España contemplada a la manera aberzale, como si Euskadi fuera algo unívoco y ambas cosas fueran intrínseca y obligatoriamente distintas. Es más, como el texto se atiene estrictamente al universo simbólico aberzale e ignora a la parte de la sociedad vasca que se identifica con valores, lógicas y pilares distintos a los de la propuesta, todo el conjunto queda contaminado por ello y resulta escandalosamente unilateral, parcial, meramente representativo de los puntos de vista propios del nacionalismo vasco.
Así las cosas, parece razonable exigirle a Ibarretxe que retire cuanto antes toda la fundamentación ideológica particular del nacionalismo vasco presente en el apartado 5.2.1. de su plan, en el que se expone cuáles son sus pilares. Este apartado, dicho con toda claridad, no concuerda demasiado con una tendencia positiva del tiempo presente en nuestro ámbito liberal-occidental que valora el reconocimiento y respeto de la diversidad realmente existente (ideológica, cultural, lingüística, etnonacional, etc.), esto es, el pluralismo, como un bien fundamental de la sociedad moderna.
Pero matizo, para que no se coja el rábano por las hojas, que no se trata de que el nacionalismo vasco reniegue de sus creencias. Se trata simplemente de que entienda que si me quiere incluir no ha de endosarme unas creencias que no comparto. Y, en un plano más colectivo, se trata simplemente de que entienda que sus creencias no son compartidas por “la otra mitad” de la sociedad vasca y que, por tanto, mal pueden ser el pilar fundamental de un pacto de convivencia entre toda la ciudadanía vasca. Si quiere un pacto de convivencia, habrá de pensar que la mesa no se sostiene sólo con una pata, o su propuesta de convivencia carecerá de toda credibilidad fuera del mundo aberzale.

9. He dicho antes que no objetaba lo que pide Ibarretxe para el autogobierno vasco, y en particular aquellas cosas que exigen a su vez una reforma profunda de la Constitución española. Ahora debo añadir que, en su propuesta de un nuevo pacto de relación con el Estado, Ibarretxe ha elegido la peor manera de abordar este asunto, la más antipática y unilateral, la más osada para las magras fuerzas con que dispone inicialmente, la más apta para llevar su proyecto al fracaso.
Ibarretxe, al menos en su lanzamiento inicial, ha ignorado que un pacto de esa naturaleza siempre es cosa de dos. Y que presupone, además de la libertad de poder hacerlo por ambas partes –porque si no, estaríamos ante un chantaje y no ante un pacto–, una convergencia de intereses y de percepciones de ambas partes acerca de su oportunidad e idoneidad, y, en consecuencia, de sus ventajas, tanto para unos como para otros. Máxime si se tiene en cuenta que propone un conjunto de cambios de bastante envergadura que exigen a su vez una reforma importante de la Constitución, cosa que modifica el statu quo existente y afecta finalmente al interés vital del conjunto de la ciudadanía española.
No es serio abordar un asunto de tal envergadura en unos plazos tan perentorios –en dos años–, con el chantaje emocional de vincularlo a la política de acabar con ETA, con un aire plebiscitario-populista, con la expresa amenaza de enfrentar una («legítima») mayoría vasca a una mayoría española (legal-constitucional, pero «ilegítima»), con un clamoroso escaqueo de la parte procedimental del Estatuto (artículo 46 AE), que remite a la regla constitucional (artículos 166 y 167 CE) que exige un acuerdo muy amplio con el sentido de los cambios por parte de las fuerzas políticas y del conjunto de la sociedad española, sin hacer nada, sino todo lo contrario, para ganarse el favor de quienes tienen la llave para aprobar la reforma, con un talante tan unilateral que roza el autismo político...

10. Las actuales circunstancias de la vida política vasca [bajo la sombra del terrorismo de ETA y de su proyecto político autoritario y antipluralista; con la incertidumbre política y social generada por el proceso de ilegalización de Batasuna; con un impulso defensivo antiterrorista que tiende a lindar peligrosamente con la ley del “todo vale”; con el PP y el PNV desbocados a un enfrentamiento que no tiene límite ni fin; con un clima político de crispación y enfrentamiento en el que no hay ni siquiera condiciones para el diálogo y mucho menos para acuerdos y consensos; sin mayorías políticas sólidas y estables, por mencionar algunas] no son las más indicadas, por decirlo en plan suave, para afrontar una discusión y una decisión como las propuestas por el lehendakari.
El más elemental sentido político exige un clima de paz, de reconciliación con las víctimas, de una aceptación previa y bastante generalizada de la necesidad de un impulso reformista (como se dio en cierto modo en la transición posfranquista), para que las sociedades vasca y española puedan deliberar sobre la bondad y la conveniencia de acometer un cambio de tanta envergadura.
Y puesto que es obvio que este clima no se da, no tiene sentido apelar a la consulta directa a la sociedad vasca cuando la amenaza y el temor no permiten una libre formación y expresión de la voluntad de buena parte de ella.

11. Si bien ya he mencionado antes de pasada este asunto, creo que es una agravante el que el lehendakari haya presentado esta propuesta, tan ambiciosa y con tantos claroscuros, de la forma en que lo ha hecho. Esto es, confundiendo su figura institucional con la del líder de una corriente particular y confundiendo su ideología particular con los fundamentos comunes de una sociedad plural (y que por ello mismo no pueden ser los de una ideología, cualquiera que sea); en unos plazos perentorios y además, inevitablemente, atravesados por la inmediatez del próximo ciclo electoral; bajo la amenaza de ETA; pasando por alto que no hay un clima apropiado para discutir una propuesta de tanta envergadura, y mucho menos aún en medio de una campaña electoral; ninguneando a todos los partidos políticos que no están en el Gobierno vasco; blandiendo la consulta popular frente a todo aquel que no esté con su proyecto...

12. Dejo ahora el plano de la crítica para dar paso a tres notas u observaciones.
Conviene no despistarse sobre el verdadero significado práctico que tiene ahora mismo el plan propuesto por Ibarretxe. Le ha dado una salida al PNV y le ha devuelto la iniciativa, cuando se encontraba en una situación muy difícil, en medio de una sensación prolongada de parálisis, frustración y cansancio, tras la amarga digestión del fracaso del Pacto de Lizarra y de la ruptura de la tregua, tras un año y pico del triunfo electoral del 13 de mayo, y tras haber comprobado que no había servido para nada hasta la fecha, cuando estaba viviendo con angustiosa preocupación los efectos políticos y sociales del proceso de ilegalización de Batasuna a raíz de la aprobación de la Ley de Partidos y de los autos de Garzón.
Pero hay otro dato no menos relevante acerca de su verdadero significado práctico. Estamos en vísperas de un nuevo ciclo electoral, y esta iniciativa de Ibarretxe le permite afrontarlo con un as en la manga. Con un proyecto que tiene un aire ambicioso, capaz de suscitar ilusión en el mundo aberzale y de animarle a un sobreesfuerzo. Desde una posición que afirma el liderazgo del PNV en todo el mundo nacionalista-aberzale y achica el espacio a la competencia independentista y más “soberanista”, incluido su socio EA, por no hablar de ETA, a la que deja prácticamente sin programa. Desde un argumento que permite operar en el nicho electoral de Batasuna y seguir atrayendo a una buena parte de su voto. Con un cebo electoral, como la bandera de paz y de solución, del que espera que funcione ahora a su favor igual que benefició a las candidaturas de Euskal Herritarrok con la tregua y el Pacto de Lizarra. Desde un planteamiento que puede atraer incluso a los votantes de izquierda tradicionalmente sensibles a la música de la libre asociación y de un Estado plurinacional.
En segundo lugar, frente al empeño del lehendakari de insistir en el alto riesgo de esta operación, me parece una apuesta más bien de bajo riesgo. No sólo no es un salto al vacío y sin red, sino que no sé si habrá salto siquiera, y si lo hay, será con paracaídas y con un buen colchón. Antes de tomar cualquier decisión habrá una primera toma de temperatura de cómo está el patio, tras las elecciones municipales; luego se verá si Ibarretxe cuenta o no con la mayoría absoluta parlamentaria exigida para llevar adelante el proceso de reforma del Estatuto; y si para entonces no tiene esa mayoría, habrá que ver si adelanta o no las elecciones autonómicas y cuáles son sus resultados, lo que supondría ya una tercera toma de temperatura. De modo que todo está dispuesto para que no haya un batacazo. Si no hay mimbres para llevar a cabo el plan, la cosa se limitará a levantar acta de que no se puede hacer el cesto.
En cuanto a su viabilidad desde el punto de vista legal-constitucional, pienso que no será un problema si hay un acuerdo de fondo con los partidos de ámbito estatal para modificar la Constitución. Pero será un obstáculo insalvable si se quiere llevar hasta el final una modificación del autogobierno que exija una reforma constitucional sin contar con una mayoría suficiente en las Cortes Generales. La invocación de los derechos históricos y de las disposiciones adicionales para salvar estos obstáculos es un brindis al sol que no arregla nada de nada si no hay una voluntad política concordante.

13. Concluyendo, veo que Ibarretxe tiene ahora el mismo problema que el asno de Buridán, esto es, aquel asno que se encontraba en medio de dos capazos de pienso, uno a cada lado, pero se murió de hambre por indecisión, por no optar por uno o por otro.
Leo las críticas del mundo de Batasuna al plan de Ibarretxe y deduzco que van en dirección contraria a las preocupaciones que he expuesto en los puntos 5 a 11 de este artículo. Leo otras críticas “soberanistas” y llego a una conclusión similar.
Le toca elegir al lehendakari. Y tiene que elegir entre tres opciones, con la particularidad de que, como se trata de ir en una dirección o en otra, ni él ni nadie pueden ir a la vez hacia el este y hacia el oeste o hacia el norte y hacia el sur.
Una, buscar el diálogo entre identidades distintas y dirigir la gran negociación pendiente sobre el suelo común de identificación que podamos compartir toda la ciudadanía vasca. Dos, asegurarse la mayoría parlamentaria e ir hacia el capazo “soberanista”, lo que lleva a tropezar por segunda vez en la piedra de Lizarra y a no despegarse de una práctica sectaria. La tercera es la opción de ganar tiempo, con la esperanza de poder ir reforzando su propia posición mientras tanto, hasta que lleguen tiempos mejores. Si bien deseo ardientemente que opte por la primera, me temo que esa fruta todavía no está suficientemente madura y que se va a quedar con la tercera. Pero a diferencia del pobre asno de Buridán, dicho con todos los respetos, anticipo que ni él ni su partido se van a morir de hambre.
Si es así, como pronostico, cuando se desinfle este globo lanzado ahora por el lehendakari será el momento de recuperar el hilo de algunos argumentos francamente positivos que hay en su propuesta, sobre todo la necesidad de un doble pacto de convivencia: entre la ciudadanía vasca y de ésta con el Estado español, pues si no tratamos de desarrollar ambas cosas seguiremos siendo una comunidad política demasiado escindida en las cuestiones más básicas. Pero no parece que ese tiempo pueda ser siquiera posible mientras persista la violencia de ETA. Una violencia que corrompe todo lo que toca y en particular lo que tiene más próximo: todo lo que hay de justo y conveniente en los sueños del nacionalismo vasco.

__________________
(*) Esta expresión significa “Las siete en una”, las cuatro situadas en el Estado español (Álava, Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra) y las tres de Francia (nota de Página Abierta).
(1) Utilizo en este caso el término utopía en su sentido etimológico, lo que no tiene lugar ahora, esto es, en las circunstancias actuales, para las generaciones actuales, porque ahora no existe una sociedad vasca mayoritaria ni en Vizcaya ni en Álava que considere esas tres cosas un bien incuestionable y esté dispuesta a conseguirlas con todas sus consecuencias, aunque sí hay una masa crítica suficiente en el conjunto de la CAV como para poder plantearlas como aspiración de una parte significativa de la población. Mucho menos, claro está, en Navarra o Iparralde, donde su representatividad es tan escasa que se acentúa de forma más que evidente su imposibilidad. Desde el punto de vista de su viabilidad, la última de las tres (la posibilidad europea) será menos “utópica” que las otras dos a medida en que avance en el plano político la integración europea. Pero ese tiempo no se vislumbra como posible hasta dentro de una o dos generaciones; ahora, habrán de pasar unos cuantos años para que se digiera la ampliación prevista a 25 miembros.
(2) Dicho sea de paso, a propósito de estas metáforas, que el camino “soberanista” del nacionalismo quebequés ni siquiera ha resultado viable en un país incomparablemente más homogéneo que el nuestro. En su caso, la comunidad francófona que comparte lengua, cultura, identidad y un mismo origen alcanza al 80% de su población.
(3) Este asunto es lo suficientemente enrevesado como para que no se pueda despachar en una simple nota. Ahora quiero fijarme tan sólo en dos aspectos. Uno, la extrema vulnerabilidad de la autonomía ante el capricho o la arbitrariedad de la autoridad central de turno. Creo esa fragilidad es un ejemplo del problema tal vez más importante del actual estatuto. Pero no puedo obviar que este déficit real de garantías suficientes de la autonomía se ha complicado extraordinariamente a partir de la identificación del centro con lo estatal y de los gestores principales de la autoridad autonómica vasca (estoy pensando en el PNV y EA) con lo no estatal o muy alejado del Estado e incluso a veces con lo antiespañol o antiestado. A mi juicio, el asunto del cumplimiento y desarrollo del estatuto no se puede separar de la dinámica de desconfianza mutua y de deslealtad recíproca que ha primado de hecho en la relación entre instituciones y otras, salvo en el momento inicial de la transición, y que ninguna de las dos partes ha sabido cómo frenar hasta ahora.
(4) Empleo el género neutro, incumpliendo la moda actual, y no digo “entre los vascos y las vascas”, porque va de suyo que no se trata en este caso de un pacto entre el sexo masculino y el femenino.

Libros Publicaciones Anteriores Inicio