F. Javier Vitoria Cormenzana

Claves para comprender mejor una nota de los obispos
(Hika, 197zka. 2008ko martxoa)

            El 30 de enero la Comisión Permanente del Episcopado publicó una nota ante las elecciones de marzo. Su contenido ha suscitado un gran revuelo mediático, su rechazo por parte de los partidos políticos, con excepción del PP, y un gran malestar en un número importante de ciudadanos convocados a las urnas. Incluso numerosos grupos y miembros de la feligresía católica han manifestado su rechazo a la nota.
            Si prescindimos ahora de las críticas de quienes consideran que las iglesias no deben emitir opinión pública sobre las cuestiones políticas, las del resto podrían resumirse de la siguiente manera: la nota señala implícitamente al PP como la única opción política para los católicos españoles. Si se contempla la nota con las luces cortas de la proximidad electoral, cualquiera podría preguntarme: ¿el texto de los obispos es fruto de la torpeza de unos prelados políticos? Seguramente contestaría afirmativamente sin temor a equivocarse, aunque sospeche que algunos de los firmantes lo han hecho inconscientemente; lo cual no les exime de responsabilidad sino todo lo contrario. Sin embargo para comprender su alcance real debemos situarla en un doble contexto más amplio que el de la contienda electoral.

LA Iglesia Católica en Europa. Su quehacer en el S. XXI

           
Los más lúcidos analistas sociales están de acuerdo en que nuestro tiempo padece un malestar cultural. Desde las más diversas perspectivas se intenta describir sus síntomas, esclarecer su diagnóstico y ofrecer remedios terapéuticos que ayuden a salir de esta situación de opacidad cultural. Las tendencias predominantes de comprensión, diagnóstico y tratamiento de la crisis son la neoconservadora, la postmoderna, la teórico-crítica y la de la cultura alternativa protagonizada por la nueva izquierda y por los Nuevos Movimientos Sociales
            También la Iglesia católica necesita el subsidio de los análisis sociales para comprender el mundo en que vivimos y cumplir con su misión. En el interior de la comunidad católica coexisten todas esas visiones socio-culturales coexisten y se reflejan en el interior de la comunidad cristiana, y condicionan la suya propia. Pero, ¿cuál es la interpretación predominante de la Iglesia? ¿Qué recetas terapéuticas ofrece? ¿Desde qué estrategias se trata de responder oficialmente a las aporías y riesgos del presente?
            En el fondo de esta cuestión está en juego la redefinición histórica del ser y del quehacer de la Iglesia católica en Tercer milenio. Este proyecto muestra síntomas cada vez más claros de convergencia con el proyecto de los neoconservadores americanos. En resumidas cuentas, mientras se postula su continuidad con las líneas maestras del Vaticano II, se trata de un diseño alternativo al del concilio. Y de todo ello hay indicios sobrados en la fisonomía y el talante tanto de los grupos católicos a los que se confía la eficiencia del proyecto como de la mayoría de los obispos, nombrados en los últimos treinta años.
            Ciñéndose a Europa el diagnóstico oficial de la Iglesia considera que camina hacia el fracaso y hacia el caos. No me extenderé en su descripción de los síntomas de esta decadencia europea, que van desde la injusticia mundial hasta el aborto, desde el desempleo hasta las dedocracias sin valores, etc. Me detendré en su diagnóstico de la situación.
            El origen de los males que aquejan a Europa se aloja en su sistema ético-cultural. El indiferentismo, el secularismo y el ateísmo constituyen las causas profundas de los males que aquejan a la sociedad europea. La bondad o la corrupción de una cultura depende de si asume o no la pregunta por el misterio de Dios. El ateísmo con sus socios, el indiferentismo y el secularismo, se encuentra en la raíz del error antropológico que aliena a nuestra sociedad en sus formas de organización social, política y económica y a los hombres y mujeres que la componen. Desde esta matriz original el mal extiende sus metástasis tanto al sistema económico y como al político, alienando tanto las formas de organización social como a las personas. Una cultura con un perfil materialista, que inspira y sostiene una existencia vivida prácticamente como si no hubiera Dios, ha producido un progreso falto de alma. Consecuentemente el primer problema con el que hay que enfrentarse es la indiferencia religiosa y moral. El problema, tan grave de la injusticia y la pobreza es consecuencia del anterior. Y no podrá abordarse con éxito sino desde una conciencia religiosa y moral recobrada.
            A partir de este diagnóstico la Iglesia determina la terapia que necesita Europa: la refundación de una cultura abierta a la Trascendencia, que supere la ruptura entre Evangelio y cultura Aquí nos encontramos con el argumento clave de todo el discurso eclesial: un apriorismo teológico-cultural que considera que la bondad o la corrupción de una cultura depende de si asume o no la pregunta por el misterio de Dios. Desde este presupuesto la Iglesia no se contenta con criticar la cultura moderna, va mucho más lejos: la descalifica. La cultura actual, nacida del error antropológico que origina el ateísmo y el indiferentismo, es considerada sin paliativos como una cultura de muerte. No sólo resulta culpable de la actual situación europea, sino que además es irreformable. Se la declara incapaz de hacer suyo el espíritu del Evangelio, ya que resulta incompatible con él. De fondo resuena la idea agustiniana de que no pueden existir virtudes humanas verdaderas donde falta la verdadera religión. Esta convicción le señala una prioridad a la Iglesia: producir otra cultura, cuya matriz sea como antaño la fe. La Iglesia reclama para sí la gestación de una cultura abierta a la trascendencia, proveniente de la fe cristiana. Ella aportará esa dimensión teologal que la sociedad necesita para interpretar correctamente y resolver eficazmente sus problemas actuales. Esta cultura de la trascendencia permitirá el rearme moral. La sociedad europea que busca afanosa un alma y un soplo capaz de asegurar su cohesión espiritual, se reencontrará otra vez con una Iglesia llamada a ser el alma de la sociedad moderna y el corazón de la humanidad.
            Todo este planteamiento condiciona finalmente el talante de relación de la Iglesia con la sociedad. La hora presente es la del juicio y la del testimonio valiente de lo propio. La Iglesia ha de configurarse desde el paradigma de un cristianismo al ataque para ofrecerle una especie de terapia de choque. Todas las estrategias intraeclesiales están encaminadas a este fin y pasan, como dijo el cardenal Ratzinger, “por la búsqueda de un nuevo equilibrio después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después de las interpretaciones demasiado positivistas de un mundo agnóstico y ateo”. La traducción práctica de este giro restaurador se resume en la vuelta a la gran disciplina. Además de su sospecha frente a la cultura moderna, el adoctrinamiento ideológico y moral y la creciente clericalización y verticalización de las relaciones intraeclesiales son sus características más acusadas. Sus perfiles y rostros son bien conocidos: la elaboración del catecismo de la Iglesia católica, la pretensión de unanimismo teológico y la creciente dificultad de diálogo con los teólogos, control doctrinal de facultades y seminarios, falta de libertad expresión en el interior de la Iglesia, poder absoluto del Papa, cuerpo episcopal totalmente dócil a Roma, negativa a pensar nuevos ministerios y a dar paso al sacerdocio de unas personas excluidas hasta ahora (hombres casados y mujeres), control de las Iglesias locales, retorno al espíritu y a los métodos de la Iglesia tridentina que logró enderezar el catolicismo tras la borrasca de la reforma protestante.

Los obispos españoles tentados por el Nacional Catolicismo

            España hace treinta años que ha abandonado el nacional-catolicismo. Un sistema político amenazado de descohesión cultural y social por la forma en que sobre él inciden las secuelas de la modernización industrial y política, y un sistema eclesial amenazado de perder el liderazgo cultural ante el desafío del laicismo, se unieron para hacer posible el nacional-catolicismo. De este modo se consagró de forma anacrónica la pervivencia de un imaginario antilaico y alérgico a la secularización, que puso enormes dificultades a la recuperación de la tradición liberal en sus diferentes versiones. Su resquebrajamiento en el tardofranquismo estuvo posibilitado también por la Iglesia católica que abandona poco a poco su organicismo reaccionario tradicional y adopta, por primera vez en su historia moderna, una estrategia racional hacia el futuro orientada a su adaptación a las nuevas y cambiantes circunstancias socio-culturales. Solamente con la promulgación de la Constitución española de 1978 podemos hablar de laicidad del Estado, a pesar de su indudable ambigüedad. Muy pronto se detectaron los primeros síntomas del malestar de la Iglesia en la sociedad democrática y la aparición de tendencias internas funcionalmente análogas al nacional-catolicismo.
            El paso de los años ha confirmado estos presagios. Lo que al comienzo de los 80 del siglo pasado se veía -quizás con un poco de benevolencia- como una tentación de la (jerarquía de la) Iglesia es hoy una realidad contumaz en la batalla de valores que está jugando en la sociedad española, con el fin de sacar tajada en favor de la influencia social del catolicismo. Contamos hoy con suficientes prácticas eclesiales -principalmente de la jerarquía, aunque no sea una realidad monolítica, y de los católicos conservadores- como para poder afirmar, sin el riesgo de la imprudencia, que están cumpliendo en el contexto democrático las funciones que cumplió la ideología nacionalcatólica. Me voy a limitar a enunciar algunas de esas prácticas:

La Iglesia jerárquica española:

            1º) Confunde habitualmente laicismo y laicidad. Unas veces de forma directa. Sus críticas a un laicismo supuestamente excluyente se tornan condenas, más o menos veladas, del laicismo incluyente, como consecuencia de las generalizaciones y de las confusiones con las que se emite el juicio crítico. Otras indirectamente, cuando persiste en reservarse, aunque solo sea de hecho, el monopolio público de las definiciones éticas de la realidad humana y pretende conseguir, por la vía fáctica, que los contenidos específicos de la ética cristiana (p.e., sobre el matrimonio) deban seguir siendo los contenidos de la moral y el derecho públicos.
            2º) No evita el pragmatismo de procurar eficazmente que sus intereses institucionales sean protegidos por quienes tengan la fuerza política precisa para hacerlo. Aunque, como contraprestación, tenga que favorecer tan eficaz como indirectamente el clientelismo político para esas fuerzas.
            3º) La defensa de los intereses institucionales a costa del secuestro de su inspiración cristiana. Esto ocurre, por ejemplo, con determinadas defensas de la libertad de enseñanza a través de la protección de los intereses institucionales de la Escuela Cristiana, que no conducen de hecho al crecimiento cualitativo y extensivo de la libertad de enseñanza para todos y en todas las ubicaciones de la estructura social.
            Resulta llamativamente esclarecedor al respecto que el año 2005 el Secretario general de la Conferencia Episcopal y su portavoz, en entrevista concedida a un diario nacional de gran difusión, acepte que un partido político tiene la obligación ética de cumplir el programa con el que ha ganado unas elecciones, para a continuación –no se sabe en virtud de qué autoridad divina o humana– eximirle de tal imperativo moral y conminarle a hacer lo que los obispos digan, si algún asunto no responde a lo que ellos interpretan ser la moral evangélica. El propio portavoz del episcopado no tiene ningún rubor en afirmar en la misma entrevista que, si se llega a un acuerdo en el asunto del estatus académico de la enseñanza de la religión, promete el apoyo pleno de la Iglesia al gobierno socialista. No creo que se puede decir de forma más clara que la enseñanza de la religión es lo único que interesa al episcopado; por tanto, lo que en el fondo se debate no es un problema de diferencias morales en ciertos asuntos, sino una voluntad descarada de poder espiritual, de supervivencia de la organización eclesiástica y de influencia a largo plazo, al considerar que la escuela va siendo el único reducto en que se tiene a los niños a mano de forma garantizada.

Punto Final

           
La nota de los obispos me resulta más inteligible en este doble contexto. La batalla de los valores va más allá de las próximas elecciones y se juega en más campos que el de la piel de toro y con más protagonistas que obispos e iglesias. En España enconan el rifirrafe algunos obispos y cardenales a los que les va la marcha y parece no preocuparles demasiado despertar la bicha de las dos españas. ¡Que Dios les perdone porque no saben lo que hacen! O, ¿sí...?