Jesús Martín

Irlanda del Norte.
Un futuro complicado para la paz
(Página Abierta, 145, febrero de 2004) 

Los Acuerdos de Stormont o de Viernes Santo están a punto de cumplir seis años. A estas alturas, la autonomía política que establecieron para Irlanda del Norte debería estar funcionando a pleno rendimiento. Por el contrario, las instituciones están suspendidas desde hace más de un año, los acuerdos están siendo revisados y los resultados de las elecciones del pasado 26 de noviembre han complicado enormemente la situación.

El vencedor indiscutible de las elecciones fue el UDP (Partido Democrático Unionista) del reverendo Ian Paisley. Sus treinta escaños (de los 106 de la Asamblea), más los de tres diputados del UUP (Partido Unionista del Ulster) recientemente “fugados”, le convierten en árbitro de una situación difícil que él mismo, con su ronca y enérgica verborrea, se encargó de apuntillar: «Hay algo sobre lo que no negociaremos jamás, y es la posibilidad de ver al IRA-Sinn Fein volver a formar parte del Gobierno de Irlanda del Norte». Y con eso lo dijo todo sobre la viabilidad de un futuro Gobierno, ya que el primer partido más votado entre los proirlandeses fue el Sinn Fein que, con 24 diputados, se había puesto por delante del habitual partido mayoritario entre la población católica, el SDLP (Partido Social Democrático y Laborista).
Teniendo en cuenta la demografía política de la zona, los Acuerdos de Stormont establecieron en 1998 que el primer responsable del Gobierno norirlandés (Ministro Principal) sería un representante del partido más votado, mientras que el número dos tendría que salir del grupo más respaldado de la tradición contraria. Y como la mayoría de la población es protestante, el Ministro Principal tendría que ser un unionista, mientras que el viceministro debería ser un católico. Si se le pone nombres al trasluz de los resultados del 26 de noviembre, tendríamos que el “número uno” sería el propio Paisley, líder indiscutible de su partido, mientras que el “número dos” podría ser, por ejemplo, Martín McGuinnes, que para los unionistas sigue siendo un dirigente del IRA. Es decir, misión imposible.
Así de complicada quedó la situación después de unas elecciones que ya de por sí habían sido problemáticas. La autonomía de Irlanda del Norte había sido suspendida en octubre de 2002 al descubrirse una especie de red de espionaje que, presuntamente, actuaba desde las oficinas del Sinn Fein en la sede de la Asamblea en Stormont, a pocos kilómetros de Belfast, y que, entre otras acciones, habría filtrado al IRA datos sobre algunos funcionarios de prisiones.
La noticia agravó aún más la falta de confianza entre unionistas y proirlandeses, y el Gobierno británico decidió restablecer la gestión directa desde Londres hasta nuevo aviso. Consciente de que una suspensión demasiado larga podría ser peligrosa, Tony Blair y el primer ministro irlandés, Bertie Ahern, buscaron durante un año el momento oportuno para convocar nuevas elecciones con el fin de normalizar la situación. En octubre de 2003 se produjo un hecho favorable, el anuncio de una nueva entrega de armas por parte del IRA, y los dos dirigentes forzaron un principio de acercamiento entre el suspendido ministro principal, David Trimble, y la dirección del Sinn Fein para convocar las elecciones de noviembre. Pero la situación se malogró antes incluso de comenzar la campaña electoral.
Como ya se había hecho habitual, la entrega de armas se produjo ante un comité de desarme elegido a tal efecto y con escasa publicidad sobre la cantidad y calidad de lo decomisado. En consecuencia, los unionistas, muy enfadados, acusaron al Sinn Fein de falta de voluntad negociadora, y las posiciones volvieron a distanciarse. Pero, esta vez, el alejamiento repercutió de tal manera, que el 26 de noviembre los ciudadanos optaron por respaldar las posiciones políticas más alejadas entre sí. Los unionistas votaron mayoritariamente a Paisley y los católicos optaron por el Sinn Fein, los dos polos más opuestos del espectro político norirlandés. 

Revisión de los Acuerdos

No se puede decir que las cosas hayan regresado al lugar anterior a los acuerdos de 1998, pero se acercan bastante. A los impulsores de los acuerdos no les quedaba más remedio, por tanto, que buscar soluciones cuanto antes. Y la primera idea ha sido la convocatoria de un proceso de revisión que comenzó tímidamente a finales de enero y que tiene una apariencia de simple maquillaje más que de solución quirúrgica a una situación que posiblemente la necesite.
Para el Gobierno británico se trata de hacer una revisión «pequeña, pero bien definida». Es decir, que cambie lo menos posible, pero que permita un nuevo encauzamiento del proceso de paz que, aunque sea largo y tortuoso, mantiene alejado el riesgo de una vuelta a los enfrentamientos armados. La fe en los Acuerdos de Viernes Santo la confirmó el ministro de Asuntos Exteriores, Jack Straw, al decir en Dublín a finales del año pasado que siguen siendo la única base viable para el progreso político.
El plazo que se han dado para la revisión es de dos o tres meses, y en el ánimo de los británicos estaría, sin duda, terminar el proceso en Semana Santa y poder concluir una especie de “Viernes Santo 2” seis años después del primero. Pero también es posible que se estire incluso hasta el verano, según algunos analistas, y si lo que se pretende es acercar posturas es posible que necesiten el año entero.
El primer obstáculo lo puso el reverendo Paisley incluso antes de ganar los comicios. En plena campaña electoral hizo público un documento titulado Vision for Devolution, que recogía sus ideas sobre cómo debe ser el futuro de Irlanda del Norte. En primer lugar, como si previera los resultados del 26 de noviembre, decía que no sería necesario tener un Gobierno formal, ya que una coalición de dos o más partidos de la Asamblea podría gobernar la región, e incluso el propio Parlamento podría dotarse de poder para tomar decisiones importantes. Su objetivo declarado era evitar que el Sinn Fein pueda formar parte de un futuro Gobierno norirlandés. Al mismo tiempo, anunciaba que si ganaba las elecciones pondría fin a algunas de las medidas activadas por los Acuerdos de Viernes Santo, como la liberación de presos condenados por delitos de sangre y la reestructuración de la policía del Ulster, en la que está previsto que se incorpore un gran número de católicos para equilibrar la aplastante mayoría, del 90%, de agentes procedentes de la comunidad protestante. Es decir, para Paisley, nada de cambios menores, y si se hacen, deberán ser favorables para los unionistas o no habrá trato.
Por su parte, y en el mismo lado de la valla, David Trimble dijo que cualquier revisión, por amplia que sea, no logrará tapar la falta de confianza que supone para ellos el rechazo del IRA a desarmarse de una manera pública y notoria.

La estrategia británica

Por mucho que el Gobierno británico pretenda mantener a los republicanos vinculados al proceso, en un país como el Reino Unido hay algo que pesa sobre todas las cosas, y son los resultados electorales. En este caso, los ganadores indiscutibles fueron los más “leales” a la Corona, enemigos de cualquier concesión a los católicos por pequeña que sea. Y sin ese señuelo, los partidos proirlandeses no tienen muchas razones para confiar en el proceso de paz.
A Tony Blair le quedaba un margen de maniobra muy escaso, y  su primera reacción fue presionar a los proirlandeses. Les dijo que lo mejor para mitigar la postura de los unionistas sería una declaración inequívoca de que el IRA abandona la violencia para siempre y un informe preciso sobre las armas que se han destruido, a fin de garantizarles la buena voluntad de los que todavía considera “terroristas”. De esta forma se propiciaría un acuerdo entre el Sinn Fein y el UUP de Trimble que podría servir como medio de presión para moderar la postura de Paisley. Si, a pesar de todo, el reverendo se negara a compartir el poder con el Sinn Fein, el Gobierno podría optar por la convocatoria de nuevas elecciones y confiar en un cambio de resultados.
Pero Blair tampoco las tiene todas consigo entre los republicanos. Al fin y al cabo son ellos quienes pretenden unirse a Irlanda y quienes tienen una historia de tres décadas de enfrentamientos armados con el Ejército británico, en las que ha habido muchos episodios de guerra sucia. Varios resquicios de aquellos no tan lejanos tiempos  le estallaron entre las manos a Blair hace pocos meses. Los Gobiernos de Gran Bretaña e Irlanda acordaron poner en manos de los jueces la investigación de algunos sucesos oscuros en los que, posiblemente, estaban implicadas las policías de uno y otro lado de la frontera. El problema fue que el juez que revisó los casos, un independiente de nacionalidad canadiense, decidió pedir una nueva investigación sobre algunos de ellos, cuyos resultados deberían hacerse públicos. El Gobierno irlandés no tuvo ningún problema en admitir el principio de una presunta relación entre la policía de Irlanda y el asesinato por parte del IRA de dos altos oficiales del RUC (Royal Ulster Constabulary, la policía británica en el Ulster) que acababan de cruzar la frontera después de mantener una reunión con sus colegas irlandeses.
Sin embargo, las autoridades británicas decidieron retrasar la publicación de las primeras investigaciones realizadas sobre casos relacionados con sus fuerzas de seguridad. Y varios de ellos pueden resultar explosivos: la abogada Rosemary Nelson, ardiente defensora de los derechos humanos en el lado republicano, fue asesinada en la puerta de su casa después de haber denunciado ante la policía varias amenazas de muerte; el joven Robert Hamill fue pateado hasta la muerte por una banda protestante en Portadown mientras una patrulla policial que estaba a escasos metros del lugar hacía como que no veía nada.
Tanto el Sinn Fein como el SDLP han asegurado que Blair quiere ocultar la verdad, y según la directora del British-Irish Rights Watch, «los británicos corren como pollos sin cabeza sin saber qué hacer, intentando disminuir el daño que pueden hacerles estos informes».  
Con este panorama en la trastienda, es bastante difícil que Blair consiga recuperar la confianza entre las partes y el ánimo de conseguir acuerdos que presidieron las conversaciones de Stormont durante el invierno de 1998.

¿Fin del espíritu de Stormont?

Los acuerdos de paz alcanzados en abril de aquel año fueron posibles por el acercamiento entre las posiciones de los grupos más representativos de las dos tradiciones enfrentadas. Por el lado proirlandés, los socialdemócratas del SDLP, el más representativo y con David Hume a la cabeza, lograron que las entonces minoritarias fuerzas del Sinn Fein se unieran a sus esfuerzos por iniciar el camino de la paz con los unionistas probritánicos. No fue difícil. A principios de los noventa, los republicanos habían llegado a la conclusión de que su guerra con el Reino Unido no tendría nunca un vencedor y que había llegado la hora de buscar una salida política al estancamiento de la situación. Gerry Adams y Martín McGuinnes, especialmente éste como antiguo dirigente del IRA, tenían en sus manos la llave para una primera tregua, que se hizo efectiva en agosto de 1994. Aunque ese alto el fuego se rompió en 1996, ya estaba bastante crecida la semilla de lo que llegaría a ser un acuerdo de paz.
Al mismo tiempo, los unionistas moderados del UUP, duramente instigados por el Gobierno británico, aceptaron entrar en la dinámica de las conversaciones dirigidas a pacificar la región. Para ellos no había nada que cambiar en su relación con el Reino Unido, pero veían con temor el crecimiento demográfico de la comunidad católica y confiaban en la posibilidad de retomar el camino hacia la autonomía que ya había funcionado tímidamente en los años setenta. Eran la fuerza mayoritaria, con David Trimble como dirigente, y estaban en cierto modo enfrentados con las posturas más radicales del UDP del reverendo Ian Paisley.
Los representantes de los que, en aquel momento, eran los grupos mayoritarios de las dos tradiciones decidieron aparcar momentáneamente sus ambiciones finales (la unidad de Irlanda para unos y la lealtad a la Corona británica para los otros). David Hume y Gerry Adams, por un lado, y David Trimble por otro, hicieron posible los Acuerdos de Viernes Santo y trenzaron un camino hacia la normalización de las instituciones norirlandesas.
Los moderados de uno y otro lado pusieron en práctica un acuerdo de mínimos que, por primera vez, hizo posible que hubiera ministros del Sinn Fein con responsabilidades asignadas. El UDP mantuvo desde el principio su oposición a los acuerdos y especialmente a la posibilidad de sentarse junto a los republicanos en una misma mesa.
A pesar de todo, era evidente que no iba a ser un camino de rosas. Los unionistas mantuvieron desde el primer momento una exigencia como condición para mantener ese statu quo: que el IRA fuese entregando sus armas paulatinamente. El propio Trimble hipotecó su credibilidad ante sus aliados de partido apostando firmemente por la buena voluntad de la otra parte. El UUP siempre estuvo dividido en esta cuestión. Más del 40% de los delegados estuvieron desde el principio en contra de extender demasiado esa confianza. A la cabeza estaba Jeffrey Donaldson, diputado destinado a suceder a Trimble como líder del UUP. Como problema añadido para el proceso de paz, a finales del año pasado tiró la toalla y dimitió de sus cargos. En enero, él y otros dos diputados del partido en la Asamblea norirlandesa decidieron adscribirse al grupo de Paisley, reforzando aún más las filas de los unionistas más reacios a negociar con los católicos el futuro de Irlanda del Norte.