Jesús Martín Tapias
Reflexiones sobre yihadismo. El viaje a ningún lugar
(Página Abierta, 237, marzo-abril de 2015)

 

Se ha convertido en un problema global. Es el sueño de miles de jóvenes desnortados y la pesadilla de los Gobiernos occidentales. Expertos, políticos y analistas admiten su perplejidad ante el yihadismo y confiesan que no saben cómo afrontarlo.

La muerte de 20 personas el pasado enero en París y de otras dos en Copenhague en febrero en ataques yihadistas han sido las últimas manifestaciones de un fenómeno que, según los expertos, constituye la mayor amenaza terrorista para Occidente en más de una década.

Más allá del gran simbolismo que conlleva el ataque contra la redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo, que provocó una oleada de protestas ciudadanas en defensa de la libertad de expresión, hay que recordar que el yihadismo no es algo nuevo. El islamismo radical y violento lleva más de medio siglo intentando abrirse paso en el mundo musulmán, mayoritariamente moderado y pacífico. Aunque el ataque más brutal, mediático y mortífero fue el perpetrado en septiembre de 2001 en Estados Unidos, los atentados contra intereses occidentales habían empezado mucho antes, y también los motivos que empujaron a sus autores a realizarlos.

Por eso resulta difícil de entender que la única respuesta de Occidente, o la más visible y contundente al menos, a un fenómeno tan temible haya sido fundamentalmente militar o policial. Craso error. La historia reciente ha demostrado que la mano dura solo ha servido para apagar momentáneamente el fuego mientras las brasas permanecían latentes a la espera de un mejor momento para  arder. Así lo puso de manifiesto una menor actividad de Al Qaeda después de la muerte de Osama Bin Laden, a la que siguió la reactivación de sucursales en la península arábiga y el Magreb, entre otras, y la eclosión después, en Siria e Irak, del llamado Estado Islámico, cuya crueldad y extremismo espanta incluso a los actuales dirigentes del movimiento fundado por Bin Laden.

Antes de describir brevemente la situación actual del yihadismo, dividido entre las huestes de Al Qaeda y las del mencionado Estado Islámico, conviene recordar que ambos se nutren de esa pequeña porción de musulmanes que han transformado su indignación contra Occidente en motivos para justificar una lucha despiadada en pos de la creación de un califato islámico, una especie de tierra prometida cuya consecución justifica todos los medios posibles. 

El arabista libanés Fawaz A. Gerges lo describió de manera certera en su libro El viaje del yihadista. Dentro de la militancia musulmana (2007), producto de un viaje de un año y medio por Oriente Próximo concluido poco antes de los ataques contra las Torres Gemelas.

Aseguraba Gerges que «esta es una época terrible para ser musulmán y joven. La mayoría de ellos se sienten profundamente deprimidos, incapaces de hacer realidad ni la más simple de sus aspiraciones. En sus países de origen están política y socialmente oprimidos, sin posibilidad de encontrar empleos que les permitan alquilar un apartamento e incluso casarse. En el extranjero se les encasilla en términos raciales, son vistos como mensajeros de una plaga de nihilismo que hace aconsejable su aislamiento. A la mayoría se le deniega el visado para estudiar o trabajar en los países occidentales, en particular en Estados Unidos. Bienvenidos a ninguna parte, se han convertido en los parias del siglo XXI».

Pero Gerges describe solo a una parte de los candidatos a ser reclutados. Conviene recordar que los autores de los atentados contra las Torres Gemelas, por ejemplo, procedían de familias saudíes adineradas y su intención de aprender a pilotar aviones no provocó ninguna sospecha, incluso cuando manifestaban que su principal interés era el despegue y no el aterrizaje. Tampoco procedían de familias desfavorecidas los jóvenes médicos o estudiantes de medicina de origen pakistaní que intentaron llevar a cabo atentados en el Reino Unido en el verano de 2007.

Hay que concluir, por tanto, que no se trata simplemente de un episodio de lucha de clases y que las raíces del problema son mucho más complejas. El hecho indiscutible es que jóvenes musulmanes de distintos orígenes constituyeron la vanguardia de Al Qaeda a principios de este siglo, y los continuos errores cometidos por Estados Unidos, especialmente en Irak, han contribuido desde entonces al desarrollo de dos ramas del yihadismo dispuestas, como se ha visto en Francia y más recientemente en Dinamarca, a trasladar su guerra a ciudades europeas que conocen muy bien porque, en algunos casos, se han criado en ellas.  

Al Qaeda y Daesh

Ese “bienvenidos a ninguna parte” de finales del siglo XX que mencionaba el arabista Gerges puede equipararse, por tanto, al viaje a ningún lugar que han emprendido en el siglo XXI miles de jóvenes musulmanes de todo el mundo. Para entender su comportamiento hay que conocer primero las dos principales marcas con las que actúan.

Distintos expertos en yihadismo coinciden en una descripción de su desarrollo reciente que se puede resumir de la siguiente manera: Desmantelado el feudo afgano amparado  por el régimen talibán,  la Al Qaeda de Bin Laden encontró un caldo de cultivo especial en un Irak en guerra. Compuesta también de radicales suníes, en 2004 se constituyó Al Qaeda en Mesopotamia, liderada por Abu Musab al Zarqaui, que combinó su lucha contra la invasión norteamericana con otra de raíces más antiguas, pero igualmente cruenta, contra los musulmanes chiíes.

Como cuenta Fernando Reinares, investigador del Real Instituto Elcano, a partir de 2006 esa rama de Al Qaeda empezó a utilizar el apelativo de Estado Islámico de Irak. La guerra de Siria, desde enero de 2011, ofreció a sus militantes la oportunidad de ampliar su campo de operaciones y desde abril de 2013 ejerce con las siglas de Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIL o ISIS). Muestran una crueldad tan extrema que el sucesor de Bin Laden en Al Qaeda, el médico egipcio Ayman Al Zawahiri, deja de considerarles enseguida socios de la organización.

A partir de ese momento, los yihadistas pueden elegir entre dos estructuras que comparten idénticos fines, la creación de un califato suní, pero que difieren en los medios para conseguirlo. El mejor ejemplo lo constituyen los ataques de París del 7 de enero. Mientras los hermanos Kouachi, atacantes de Charlie Hebdo, proclamaron actuar en nombre de la filial de Al Qaeda en Yemen, el secuestrador del supermercado judío y asesino de una policía local, Amedy Coulibaly, dijo hacerlo en nombre del Estado Islámico.

La disparidad entre ambos hechos la destaca el experto en seguridad y defensa del Financial Times, Sam Jones, al asegurar que el atentado contra la redacción del semanario satírico fue  muy diferente a cualquier otro ataque terrorista anterior en suelo occidental en esta década. Jones destaca el comportamiento profesional, calmado y disciplinado, que implica asistencia de una organización terrorista internacional como Al Qaeda.

El de Coulibaly, sin embargo, lleva la marca de ISIL o ISIS (Daesh, según sus siglas en árabe), la del lobo solitario tan temido por la dificultad de ser detectado previamente. Daesh se centra en lo local, según Jones, e intenta inspirar ataques a modo de represalia contra la intervención occidental contra ellos en Siria e Irak. Son diferentes psicologías, concluye, que se muestran en los diferentes tipos de acciones.

Queda recordar que al frente de Daesh, como prefieren denominarlo las autoridades de varios países para restarle la legitimidad que otorga la palabra  “Estado”,  se encuentra actualmente Abu Bakr al-Baghdadi, autodenominado “califa”, y que desde junio de 2014 ocupa una amplia franja que incluye grandes partes de Siria y de Irak en la que viven varios millones de personas. La ocupación de ciudades populosas, como Mosul (700.000 habitantes), les procuró el acceso a los fondos de los bancos locales, y el control de los pozos de petróleo de la zona les permite la obtención de divisas gracias a su venta por conductos ilegales.

Gestionar su propio territorio, y esa viabilidad económica, se ha convertido en un hito muy relevante para el yihadismo actual, ya que Daesh ofrece un atractivo especial  a miles de simpatizantes de todo el mundo dispuestos a vivir la experiencia de un “califato” real, un universo concreto en el que poner en práctica el modo de vida con el que sueñan. Como señaló Moussa Bourekba, investigador del CIDOB, en un debate organizado por el diario El País en febrero, «El Estado Islámico es una marca, el dedo hacia el cielo es un símbolo que atrae».

Aunque no existen cifras concretas se calcula que varios miles de jóvenes musulmanes de países europeos se han unido a Daesh. Militantes que, después de radicalizar sus ideales y adiestrarse militarmente en sus filas, pueden volver en cualquier momento a sus países de origen con la intención de cometer atentados. El riesgo ha estado ahí desde hace años, pero los últimos ataques en Europa lo han puesto en evidencia y han marcado un nuevo comienzo en la lucha contra el yihadismo.

Miedo y desorientación en la comunidad internacional

En paralelo a la manifestación por las calles de París, encabezada por dirigentes de muchos países entre los que se encontraban algunos que no deberían haber estado, surgió el firme propósito de afrontar de una vez el problema. La primera respuesta, muy en caliente, fue la reunión que los ministros de Interior y Justicia de la Unión Europea celebraron a finales de enero en Riga (Letonia) para coordinar las acciones antiterroristas.

Sobre la mesa, de nuevo, propuestas de carácter fundamentalmente defensivo, como la creación de un Registro de Datos de Pasajeros (PNR), bloqueada desde el año anterior en el Parlamento Europeo por  su dudosa legalidad. Sin conclusiones demasiado claras, más allá del compromiso de unidad, la Comisión Europea se comprometió a presentar en mayo una nueva estrategia comunitaria de seguridad. Sin embargo, su propio presidente, Jean Claude Juncker, advirtió que no se debe actuar precipitadamente y que se necesita una reflexión en profundidad.

Fue la reacción más sensata a un encuentro que, como recordaba Jesús Núñez Villaverde, codirector de IECAH  (Página Abierta, nº 236, enero-febrero 2015), «contribuyó a cultivar la cultura del miedo, aprovechando el impacto de los atentados para recortar libertades». En pocos días se produjeron redadas antiyihadistas con 27 detenidos en Francia, Alemania y Bélgica y la muerte de dos presuntos terroristas en este último país. 

A esa certificación del temor general le siguió otra aún peor, la desorientación. En la siguiente gran convocatoria internacional para debatir el tema, la Cumbre contra el Extremismo Violento, celebrada en Washington a mediados de febrero, el propio vicepresidente norteamericano, Joe Biden, reconoció que «no se puede derrotar lo que no entiendes». Un avance significativo, a pesar de todo, en comparación con el zarpazo violento con el que el presidente Bush reaccionó en 2001 a los ataques del 11-S, pero insuficiente todavía, como constataron los representantes de 60 países reunidos en la capital norteamericana. Quedó claro que es «una amenaza sin precedentes, difusa, que está en todas partes», como la definió el ministro del Interior francés, para la que no existe una respuesta definida.

Además de su extrema crueldad lo que más asombra del yihadismo actual es, precisamente, el gran número de jóvenes nacidos en países europeos que se han unido a Daesh o el hecho de que los autores de los últimos atentados hayan crecido en la misma sociedad a la que pretenden destruir. Y a esta realidad, los allí reunidos apenas pudieron ofrecer respuestas concretas. El único resultado tangible fue la decisión de seguir trabajando en las comunidades afectadas y volver a reunirse en septiembre en el marco de la cumbre anual de la Asamblea General de la ONU.

Entre tanto, una recomendación que debería marcar la línea general de actuación la expresó el secretario general de la Organización, Ban Ki Moon: «La buena gobernanza y el respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos y su participación política son armas más poderosas que la fuerza militar». Sentenció de manera certera afirmando que lo otro, el recurso fácil y electoralmente rentable al autoblindaje, significa caer en la trampa de los extremistas y aprovechar la ocasión con otros objetivos.

Los atentados de París y Dinamarca también han servido para esclarecer ciertos aspectos de las motivaciones de los atacantes. En ambos casos, por ejemplo, aparece un doble objetivo: símbolos de una libertad de expresión que hace posible la utilización de la figura de Mahoma, prohibida por el Corán, o incluso su burla, y lugares relacionados con la comunidad judía. En el primer caso, poco se puede hacer salvo atemperar el ruido de lo que más pueda molestar a comunidades creyentes, como la musulmana, que forman parte inseparable de nuestras sociedades, sin que ello suponga menoscabo alguno a las libertades ciudadanas. Encontrar ese equilibrio tendrá que ser un objetivo a largo plazo tan ineludible como vital para una convivencia obligada y pacífica.

En cuanto al segundo aspecto cabe recordar la referencia de Núñez Villaverde a la “doble vara de medir” con la que se contempla el comportamiento de Israel, un país que, en su opinión, alimenta el terrorismo yihadista.  Algunos de los que afirmaron “no ser Charlie” lo hicieron precisamente por la presencia en la manifestación de París del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que ha demostrado ser uno de los mayores obstáculos a la búsqueda de una solución pacífica al conflicto entre israelíes y palestinos.

Después de la “mano dura”, ¿es posible una “mano blanda”?

Es en ese contexto en el que deben ubicarse las acciones antisemitas de los atentados de París y Dinamarca que, igual que los ataques contra quienes utilizan la figura de  Mahoma, deben entenderse como manifestaciones del profundo desasosiego de una parte de la comunidad musulmana, un malestar que bebe de distintas fuentes.

En el caso de Francia, una muy importante tiene que ver, muy probablemente, con la situación de los barrios periféricos de las grandes ciudades en los que se concentra la inmigración musulmana. Como destaca Daniel Lizeaga (Página Abierta nº 236), «hay una parte de la juventud francesa que no es Charlie Hebdo ni salió a la calle porque vive en guetos y suele tener condiciones laborales precarias con altos índices de desempleo». Rechazan la Francia oficial desde hace años, según Lizeaga, y son presa fácil del neoislamismo radical, distante de la religiosidad de sus padres y abuelos.

Uno de los hermanos Kouachi relató en un vídeo cómo había pasado de joven rapero en un suburbio de París a yihadista después de conocer a alguien que le introdujo en una red de militancia. En su caso, el resto lo hizo la cárcel, donde pasó varios años, lugar que ha demostrado ser una de las mejores escuelas para la radicalización de los jóvenes musulmanes.

También es muy significativo el papel de las nuevas tecnologías en la expansión del yihadismo global. Se ha generalizado el uso de la red, con bastante éxito, sobre todo para la captación y adiestramiento de futuros combatientes, pero también para mostrar al mundo las atrocidades que son capaces de perpetrar y, al mismo tiempo, autoafirmar sus convicciones; y, en el caso de Daesh, expandir la euforia generada entre los militantes gracias a sus éxitos en el campo de batalla.

El escritor Jordi Soler (“Los caballos de Dios”, El País, 21 de febrero de 2015) confirma la tesis de ese “viaje a ningún lugar”. Sostiene que «el imán es la única oportunidad  que tienen estos jóvenes de escapar de la miseria, lo cual encierra una desgraciada y oscura paradoja: la única forma de darle sentido a su vida es acabando con ella». Asegura en su artículo que los Gobiernos europeos han mirado para otro lado durante décadas mientras oleadas de inmigrantes iban poblando Europa en un fenómeno que está directamente conectado con el repunte yihadista.

En su opinión nadie tiene la receta para acabar con ese tipo de terrorismo, pero «no parece que reforzar fronteras y aeropuertos sea solución suficiente; la solución, si es que la hay, no será tan fácil como levantar muros y desplegar a la policía; habrá que invertir mucho tiempo y mucho dinero en los barrios marginales para poder competir, dentro de Europa, contra la seducción de los imanes».

Otro experto, Oliver Roy, asegura sin embargo que en Francia se ha avanzado mucho en la incorporación de las poblaciones inmigrantes, especialmente la musulmana, pero admite que son procesos lentos que se desarrollan a lo largo de varias generaciones. La plena incorporación de esa juventud a la sociedad francesa depende en parte de las políticas sociales, educativas y territoriales, según Roy, quien asegura que uno de los principales instrumentos de integración es la escuela pública, pero que está en discusión hasta qué punto está logrando sus objetivos.

Se trata, fundamentalmente, de un problema de identidad, asegura Juan Manuel López, que dirigió la Fundación Pluralismo y Convivencia hasta 2012, al comentar el caso de España. Y su tesis es aplicable a otros países europeos. López opina que quienes se radicalizan  aquí son «aquellos musulmanes que, aunque en algún momento tuvieron el deseo de integrarse, no se consideran ahora parte del país y buscan una identidad alternativa». La mejor manera de evitar su radicalización es procurar que se sientan musulmanes españoles y no musulmanes en España, añade, para lo cual hay que normalizar las mezquitas o las tiendas Halal como parte integrante de la vida diaria de las ciudades occidentales.

Lo que Soler denomina “la seducción de los imanes” también tiene componentes externas, como la financiación de los países del Golfo Pérsico a las mezquitas que difunden el yihadismo, la aparición de corrientes fundamentalistas antimusulmanas, como Pegida en Alemania, o incluso el naufragio de las primaveras árabes, que  podían haber tenido una influencia positiva. La coyuntura actual, en cualquier caso, es compleja y muy favorable para la expansión del islamismo radical, lo que dificulta aún más la búsqueda de soluciones.

La actitud de los Gobiernos de cualquier ámbito tiene una importancia crucial. En este sentido, un ejemplo a tener en cuenta es la reciente decisión del alcalde de Nueva York de añadir al calendario escolar las principales fiestas musulmanas. Se ha convertido así en la mayor ciudad norteamericana que cerrará los colegios durante la fiesta del final del Ramadán y la del Cordero, algo que ya ocurre en algunas localidades de Massachusetts, Michigan o New Jersey y que afectará a más de un millón de alumnos de la mayor urbe de Estados Unidos. El motivo, “cuestión de justicia” según el alcalde, tiene que ver con el carácter multicultural de la ciudad, pero la decisión se produce, sin duda, en un momento especialmente significativo.      

La respuesta española al yihadismo

Se puede concluir, en resumen, que lo que empuja a muchos jóvenes a querer ser mártires es un sentido religioso trascendente y sobrevenido, mezclado con argumentos de raíz social y económica. La complejidad del asunto es tan enorme que empequeñece bastante la respuesta española al yihadismo, un pacto firmado por el PP y el PSOE el pasado 2 de febrero que tiene más de propaganda que de eficacia para prevenir el terrorismo.

Para Rogelio Alonso, experto en terrorismo de la Universidad Rey Juan Carlos, los tipos penales a los que se alude en el pacto ya existen en nuestro ordenamiento jurídico: el delito de adoctrinamiento, captación o adiestramiento, por ejemplo, o el delito de terrorismo individual, los llamados lobos solitarios. «Para los que van a Siria y vuelven no se necesitan nuevos instrumentos penales», afirmó en la cadena Ser en febrero. «El problema son las dificultades probatorias, y para eso se necesitan recursos en términos de inteligencia y fortalecer los cuerpos de seguridad».

También Joachim Bosch, portavoz de Jueces para la Democracia, está de acuerdo en el carácter electoralista del pacto, que incorpora postulados punitivos en lugar de analizar las causas. Incide en la alusión que se hace en él a la pena de Prisión Permanente Revisable, incluida en la reforma del Código Penal actualmente en trámite en el Senado. «Es una norma anticonstitucional –aseguraba Bosch a Infolibre–, que supone un paso atrás en la legislación y se impondrá en un país con una baja tasa de criminalidad y un alto índice de población carcelaria en relación a los países de nuestro entorno».

Además, por elevada que sea, la pena estipulada no suele ser disuasoria para este tipo de atentados. Como recuerda Núñez Villaverde, «matar es demasiado fácil para quien quiere hacerlo y más si el terrorista es suicida».

Fernando Reinares admite que la lucha en el ámbito policial ha mejorado mucho, pero siguen sin abordarse los problemas de la prevención y la radicalización. En España viven entre 1,2 y 1,5 millones de musulmanes, que no son ajenos a la nueva oleada yihadista, como se ha visto recientemente en Ceuta y Melilla, antes también en Cataluña y en 2004 en Madrid con los atentados del 11-M. Pero aparte del citado pacto, el debate sobre cómo afrontar el problema queda relegado a las opiniones de los expertos y a unas propuestas que, de momento, solo son visibles sobre el papel.

La primera es el Plan Estratégico Nacional de Lucha contra la Radicalización de la Violencia, aprobado en el Consejo de ministros el viernes 30 de enero, unos días antes de la firma del pacto antiterrorista.  Según Rogelio Alonso, que fue asesor del ministro del Interior actual, otra prueba del oportunismo electoral que rodea el asunto es que ese plan estuvo en el cajón de Fernández Díaz durante más de dos años.

Según informa el ministerio del Interior a través de su página web, el Plan distingue tres ámbitos de actuación: el interno (España), el externo y el ciberespacio, que establecen dónde deben desarrollarse las acciones del Estado. Tiene tres áreas de actuación: prevenir, vigilar y actuar; y su objetivo es involucrar a grupos locales a través de la policía local y autonómica, ayuntamiento, juzgados, centros escolares, asuntos sociales, entidades sociales y colectivos de riesgo. También deberá abordar dos  aspectos que  los expertos consideran fundamentales: el intercambio de información entre la administración local y central y la prevención de la radicalización en los centros penitenciarios.

Este último ámbito es fundamental, como demuestra el hecho de que los cuatro agresores de París y Copenhague hubieran estado en prisión antes de cometer los atentados. Pero también es muy importante, señalan distintos especialistas, la participación de los profesores, los servicios sociales y las policías locales de las zonas donde se concentra mayor número de musulmanes. En el ámbito carcelario, el objetivo es impedir la radicalización y la reincidencia a través de una reforma de las prisiones.