Jesús Martín
Aniversario de los Acuerdos de Stormont. Quince años
de tensa paz en Irlanda del Norte

(Página Abierta, 225, marzo-abril de 2013).

 

Con la firma de los Acuerdos de Stormont, el 10 de abril de 1998, las principales fuerzas políticas de Irlanda del Norte, avaladas por los Gobiernos del Reino Unido e Irlanda, pusieron fin a varias décadas de enfrentamiento sangriento. Iniciaron una nueva senda marcada por un compromiso: hacer todo lo posible para dirimir sus diferencias a través de medios pacíficos. El resultado ha sido una dura carrera de obstáculos, pero quince años después la sociedad norirlandesa está más cerca de la paz que anhelaban los firmantes que de la guerra que habían mantenido hasta entonces unionistas y nacionalistas. He tenido la fortuna de vivir una parte de esa historia en primera persona, y así quiero contarla.

Llegué por primera vez a Irlanda del Norte en diciembre de 1994 con el encargo de realizar una serie de reportajes sobre la tregua que acababa de decretar el IRA. Diez años después, en febrero de 2005, entrevisté a Gerry Adams en Madrid con motivo de la presentación de su libro Memorias políticas. El largo camino de Irlanda hacia la paz. Entre medias, como corresponsal de una cadena de televisión en Londres, fui testigo de los efectos de una nueva campaña terrorista del IRA en la capital británica y viajé a Belfast en numerosas ocasiones. Contemplé de cerca la dureza de los enfrentamientos callejeros entre nacionalistas proirlandeses y unionistas probritánicos y de los primeros con la policía. Viví la tensión de las marchas orangistas del mes de julio a su paso por la zona nacionalista de Garvaghy Road, en la localidad de Portadown. Entrevisté a representantes políticos y sociales y a familias que habían sufrido la pérdida de algún miembro a causa de la violencia política. También estuve allí, en los aledaños del castillo de Stormont, en las afueras de Belfast, aquel día de Viernes Santo de 1998 cuando, después de una noche en vela, se firmaron unos acuerdos cargados de esperanza. Las ráfagas de nieve que caían de cuando en cuando, mezcladas con unos rayos de lánguido sol, auguraban un largo camino de luces y sombras. 

Aquel día marcó un hito en la historia de Irlanda del Norte, un antes y un después, como suele decirse. De aquel “antes”, uno de mis recuerdos más vivos es el de una manifestación celebrada en Derry (que continúa siendo Londonderry para los unionistas). Era multitudinaria y silenciosa a causa de un suceso luctuoso: la muerte de un joven nacionalista a manos de paramilitares unionistas. La encabezaba el dirigente del Sinn Féin Martin MacGuinnes sin pancartas de ningún tipo. En un determinado momento, la marcha se detuvo delante de un cuartel del RUC (Royal Ulster Constabulary), la odiada y temida policía de Irlanda del Norte. La ausencia de movimiento acentuó el silencio reinante y, en ese instante, en el interior de la instalación empezaron a sonar con fuerza los motores de los vehículos policiales. Cada pisotón al acelerador era una auténtica provocación. La mayoría de los manifestantes miraban hacia el cuartel con un visible odio contenido, pero MacGuinnes permaneció impasible.

Ese hombre, que rondaba los 50 años, era en aquel momento el personaje más emblemático del nacionalismo proirlandés. Como miembro de la Ejecutiva del IRA (aunque nunca se reconocía abiertamente) representaba a quienes pretendían conseguir sus objetivos por la vía armada, pero como responsable del Sinn Féin, junto a Gerry Adams, estaba al frente de una generación de dirigentes que se habían comprometido a buscar una solución alternativa y, sobre todo, pacífica.

Siglos de humillación

En medio de la manifestación, en aquel momento de tensión, por su cabeza debió pasar en cuestión de segundos toda la historia del conflicto: episodios de humillación desde que en el siglo XVI el Reino Unido empezó a enviar a Irlanda granjeros y pequeños comerciantes para asegurar el mantenimiento del poder británico en nombre del rey o la reina de turno; la famosa batalla del Boyne, en 1690, en la que un rey protestante, Guillermo de Orange, derrotó a las tropas del católico Jacobo II, una gesta que los unionistas recuerdan cada mes de julio con unas marchas insoportables para los nacionalistas.

También debió recordar MacGuinnes que al empezar el siglo XX Irlanda era una olla a presión: la posesión de la tierra y de las industrias estaba limitada para los nacionalistas y era flagrante la discriminación ejercida por el colonialismo británico. Entonces estalló la revuelta de 1916 y poco después la guerra de Independencia de 1919-20. De aquel conflicto surgió Irlanda como país, pero todavía sometido a la corona británica. La mayor injusticia, la clave de todo lo que ocurriría después, llegó en 1948, cuando los 26 condados del sur constituyeron la república de Irlanda, pero los británicos mantuvieron en su poder los seis condados meridionales, los que todavía constituyen Irlanda del Norte.

Con todo, lo peor llegó a partir de 1969. Aquel año hubo dos muertos por palizas de la policía británica y desplazamientos de familias nacionalistas, una auténtica limpieza étnica, como recuerda Gerry Adams en el mencionado libro. El año siguiente se generalizó la rebelión y en 1972 se produjo el “Bloody Sunday” (domingo sangriento), con la muerte a tiros de 14 manifestantes en Derry.

Después, en tiempos de Margaret Thatcher, llegaron las huelgas de hambre que acabaron con la muerte de Bobby Sands y otros miembros del IRA que protestaban contra las condiciones carcelarias impuestas desde Londres. Los grupos paramilitares unionistas ya habían adherido su brazo armado a la policía y el Ejército británico y el resultado fueron tres décadas de guerra soterrada y permanente que acabaría causando más de 3.000 muertos en una sociedad de un millón y medio de habitantes.

El cambio de mentalidad: “Time to peace, time to go”

La de 1994, cuando llegué a Belfast, iba a ser una Navidad en paz. La declaración de Downing Street entre los Gobiernos de Londres y Dublín, firmada un año antes, tuvo como consecuencia un alto el fuego del  IRA a partir del 31 de agosto y, después de cuatro meses, en las calles de Irlanda del Norte se respiraba cierta tranquilidad. Aunque el IRA mantenía el kneecapping (disparo en la rodilla como castigo a los confidentes de la policía y a los traficantes de droga), descendieron los enfrentamientos callejeros y los habituales pasacalles de bandas de música de uno y otro lado se desarrollaban con cierta tranquilidad siempre que se respetaran las fronteras de unos barrios perfectamente delimitados a base de pintadas y murales.

La clave me la dio Pat Rice, entonces concejal del Sinn Féin en la localidad de Lisburn. Profesor de lenguas, con su perfecto castellano perfeccionado en Euskadi, me explicó que los dirigentes nacionalistas de su generación habían llegado a la conclusión de que, aunque el IRA podría continuar su campaña durante muchos años más, nunca ganaría la guerra contra el poderoso Ejército británico. El estancamiento y, según reconoció, cierto cansancio después de 30 años de intenso activismo y de sufrimiento propiciaban una huida hacia adelante que debería conducir a un arreglo pacífico del conflicto.

Y lo decía en un momento en el que, a pesar de la tregua, los soldados británicos patrullaban las calles armados hasta los dientes, siempre en grupo y con uno de ellos dando constantemente vueltas sobre sí mismo para cubrir la retaguardia. Los jeeps de la policía solían circular a buena velocidad y llevaban el portón trasero abierto con un agente apuntando hacia afuera con su arma. Los cuarteles de la policía y el Ejército eran auténticos búnkeres con garitas protegidas por entramados de hierro para repeler las granadas. Una técnica que también habían copiado muchos bares de uno y otro bando después de haber sufrido ataques similares en las zonas más conflictivas.

Ese era el ambiente habitual, pero entre los típicos murales de tono beligerante empezó a destacar uno muy significativo. En él se veía a un activista del IRA junto a una paloma blanca y un texto que decía “Time to peace, time to go” (Tiempo de paz, hora de marcharse).

Más bombas antes de la paz   

Con tantos siglos de desconfianza detrás, la solución no podía ser fácil. El 10 de febrero de 1996 una potente bomba sacudió la City londinense y rompió abruptamente un año y medio de alto el fuego. La destrucción fue impresionante, pero era sábado y solo hubo dos víctimas mortales, dos inocentes despistados a los que la policía no pudo localizar después de recibir el aviso del IRA. Como vecino de Londres me tocó sufrir la tensión de las continuas alarmas, falsas y verdaderas, que se sucedieron durante varios meses; como periodista tuve que salir de casa de madrugada en más de una ocasión en busca del lugar de la última explosión.

Las marchas protagonizadas aquel verano por los miembros de la Orden de Orange fueron especialmente conflictivas. Los 8.000 vecinos de Garvaghy Road, un barrio nacionalista en una ciudad eminentemente unionista, Portadown, protestaron activamente contra el paso de la marcha orangista por su zona y se produjeron duros enfrentamientos. La policía se empleó a fondo y el Ejército británico montó un operativo en la iglesia de Drumcree, destino del peregrinaje, que semejaba al de una zona de guerra. Una anécdota de aquellos días: al intentar tomar algo en un pub protestante en el centro de Portadown aprendí que la prensa internacional no era bienvenida allí; ningún camarero quiso reparar en la presencia de los periodistas y tuvimos que marcharnos a otro lado con una sensación extraña y una antipatía acrecentada hacia ese bando del conflicto.

El año siguiente, julio de 1997, fue todavía peor. En mayo había muerto Robert Hamill, un joven católico apaleado en Portadown por una treintena de unionistas ante la presencia de una patrulla policial a escasos veinte metros del lugar de los hechos. Su propia familia me contó lo ocurrido en el salón de su vivienda, en el barrio católico. El suyo sería después un caso emblemático investigado por Amnistía Internacional y, por suerte, uno de los últimos. El día 20 de julio, apenas concluidas las marchas orangistas, el IRA decretó el último y definitivo alto el fuego.

Las procesiones de la Orden de Orange del año siguiente, tres meses después de la firma de los acuerdos, se convirtieron en una de las primeras pruebas que debió superar la flamante paz de Stormont. Después de varios años de graves incidentes, las marchas transcurrieron con gran tensión, pero sin altercados. Para el Sinn Féin y el IRA había empezado una nueva época y era necesario demostrarlo con hechos además de con palabras.

Sin embargo, a esa paz incipiente tardó muy poco en estallarle el primer obstáculo grave. El 15 de agosto de 1998, la explosión de un coche bomba causó 29 muertos en la localidad de  Omagh. Fue uno de los atentados más graves de toda la historia del conflicto y mostró abruptamente otro de los problemas que habrían de surgir a lo largo del proceso: la disidencia de los más beligerantes de uno y otro bando. La autoría del ataque la asumió el IRA Auténtico, una  escisión de la rama histórica contraria a los Acuerdos de Stormont.

El enorme reto de crear confianza

A pesar de las amenazas procedentes de la disidencia de uno y otro bando, los acuerdos se mantuvieron firmes y sus párrafos se convirtieron en las líneas maestras que marcaron los primeros pasos hacia la paz. Para crear la confianza necesaria que hiciera posible la convivencia era necesario afrontar los siguientes problemas:

1. Un proceso político que desembocara en la restauración del Parlamento autónomo de Irlanda del Norte y la creación de un Gobierno representativo y aceptado por las dos comunidades.  Enseguida empezó una serie de votaciones que incluyeron un referéndum para aprobar lo acordado y, poco después, la elección de un Parlamento. Los resultados reflejaron que la sociedad norirlandesa todavía estaba formada por una mayoría protestante, pero seguida muy de cerca por los católicos. En consecuencia, según lo estipulado, el primer ministro que salió de aquellas primeras elecciones fue un protestante: el dirigente del Partido Unionista David Trimble. El número dos de aquel primer Gobierno fue el nacionalista católico Seamus Mallon, elegido tras la renuncia del histórico dirigente del partido Social Demócrata y Laborista (SDLP) John Hume. Este hombre había sido el gran artífice de los acuerdos en el bando nacionalista y así fue corroborado ese mismo año al recibir, junto a Trimble, el Premio Nobel de la Paz.

El proceso político, sin embargo, se estancó en varias ocasiones en las que Londres volvió a tomar el control de las instituciones. La razón fundamental fue la desconfianza de los unionistas, especialmente la de los más radicales, encabezados por el líder del Partido Democrático del Ulster (DUP), el reverendo Ian Paisley. Finalmente, en 2007 se celebraron unas nuevas elecciones en las que los partidos más extremos, el DUP y el Sinn Féin, desbancaron a unionistas y nacionalistas moderados. Fue un momento decisivo en el que todo estuvo a punto de echarse a perder. Sin embargo, después de una serie de negociaciones, Paisley aceptó encabezar un Gobierno con su archienemigo Martin MacGuinness como número dos. Las últimas elecciones, celebradas en mayo de 2011, concluyeron con unos resultados muy similares y la composición del Gobierno quedó de la misma manera, con el unionista Peter Robinson como primer ministro, tras la retirada de Paisley en 2008, y MacGuinnes como segundo.   

2. Excarcelación de presos: Resultó bastante más sencillo de lo que cabía esperar. No fue una amnistía general, sino que se estudió caso por caso. Los primeros en abandonar las prisiones fueron los que no tenían delitos de sangre, pero la práctica mayoría de los presos estaban en la calle dos años después de la firma de los acuerdos.

3. Entrega de armas: Fue una de las claves del proceso y la principal razón del estancamiento político entre 2000 y 2007. La responsabilidad de la entrega recayó en la Comisión Internacional para el Decomiso de las Armas, presidida por el general canadiense retirado John de Chastelain, quien actuó con rigor y profesionalidad a pesar de los obstáculos que encontró. Por un lado, los unionistas exigían pruebas fotográficas y la presencia de testigos de su confianza; por otro, el IRA se negaba a entregar sus armas mientras no se consumara la retirada total del Ejército británico. Finalmente, el 26 de septiembre de 2005 se dio por concluido el proceso con la verificación por la comisión de la inutilización de todas las piezas del arsenal, unas 150 toneladas acumuladas en los años 80. A pesar de todo, el Gobierno británico no dio por terminado el proceso hasta septiembre de 2008, cuando desapareció por completo el consejo armado del IRA y, con él, la posibilidad de que sus dirigentes volvieran a reagruparse con fines militares.

4. Creación de una nueva policía: El Royal Ulster Constabulary, creado en 1921 y formado fundamentalmente por agentes protestantes, pasó a denominarse Police Service of Nothern Ireland en 2001. Durante más de una década su objetivo principal ha sido convertirse en una fuerza policial representativa de toda la comunidad y formada al cincuenta por ciento por unionistas y nacionalistas. 

5. Retirada del Ejército británico: En el transcurso de una entrevista a Gerry Adams, en una calle de Belfast, sobrevolaron el cielo varios helicópteros militares. Mirando hacia arriba, el dirigente del Sinn Féin me dijo que ese era para ellos el principal obstáculo para la paz. Hasta 300.000 soldados británicos llegaron a estar destinados en Irlanda del Norte, unos 23.000 al mismo tiempo en las peores épocas. Un total de 763 perdieron la vida desde que fueron desplegados en 1969  hasta su retirada definitiva en agosto de 2007. La reducción paulatina de fuerzas se produjo a partir de 2005, cuando se dio por concluida la entrega de armas por parte del IRA.

MacGuinnes y la reina de Inglaterra

Con motivo del jubileo celebrado en 2012, la reina Isabel II recorrió todo el Reino Unido y uno de los lugares que visitó fue Irlanda del Norte. Esa visita tuvo un doble significado. Por un lado, la constatación de que, catorce años después de la firma de los Acuerdos de Stormont, los seis condados del norte continúan bajo dominación británica. Por otro, que en el Gobierno de ese territorio también están representados quienes luchan por la unificación de Irlanda desde hace más de un siglo. Y todo ello en un entorno de normalidad.
El momento más emblemático fue, sin duda, el besamanos de las autoridades norirlandesas, en el que participó Martin MacGuinnes en su calidad de viceprimer ministro. Al dar la mano a la Reina, el antiguo jefe del IRA sabía que estaba concediéndole carta de soberanía y estaba haciendo algo todavía difícilmente soportable para miles de nacionalistas. MacGuinnes justificó su gesto con el argumento de que servía para demostrar que respetan la opinión de los unionistas, pero que ello no le impedirá seguir luchando sin descanso por acabar con la soberanía británica. Eso sí, ya no lo hará como en 1979, cuando el IRA hizo saltar por los aires el barco en el que viajaba el primo de la reina, lord Mountbatten. Esa imagen, en consecuencia, dio la vuelta al mundo cargada de un mensaje: que la paz en Irlanda del Norte es un hecho tangible.

Quince años después, MacGuinnes, desde el Gobierno de Belfast, y cientos de responsables políticos del Sinn Féin en todas las instituciones posibles trabajan por el bienestar de la población a la que representan. Aunque la crisis económica también ha llegado a Irlanda del Norte, el proceso de paz ha hecho posible una prosperidad sin precedentes.

Aun así, sobre los seis condados pesa y seguirá pesando la sombra de la violencia. El propio MacGuinnes alertó recientemente de que algunos grupos unionistas estaban entrando con sus bandas de música en barrios nacionalistas, algo totalmente prohibido por la comisión de marchas, y que «estaban sembrando la semilla de futuros conflictos». Los gestos de prepotencia de radicales protestantes son inversamente proporcionales a la frustración de muchos nacionalistas ante la ausencia de avances en su camino hacia la unificación de Irlanda.

Es una realidad que en junio de 2012 tomó cuerpo con la creación de una coalición de diversos grupos que reclaman la bandera del IRA. Así como el IRA de la última época, conocido como Provisional, fue una continuidad del que luchó en los años 20, estos grupos han creado una estructura unificada de grupos armados cuyo objetivo es crear un nuevo IRA. Acusan al Sinn Féin de haberse apartado de la lucha nacionalista y han recuperado la vieja retórica de «la necesidad de la lucha armada para conseguir la libertad de Irlanda». Ya han cometido atentados esporádicos y han anunciado su intención de boicotear las celebraciones que se llevarán a cabo a lo largo de este año con motivo de la elección de Derry como ciudad de la cultura 2013.

Gerry Adams y Martin MacGuinness consiguieron convencer a toda una generación de dirigentes nacionalistas norirlandeses de que la lucha pacífica sería más eficaz para conseguir sus objetivos, pero nunca pusieron plazos. La gran duda de este momento es si quienes vienen detrás están dispuestos a seguir confiando en sus métodos o si tienen más prisa.