Jorge Rodríguez Guerra
Pero, ¿quiénes son los nuestros?

Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y en Washington, y sus consecuencias posteriores, han planteado una situación compleja, aunque seguro que no inédita para la izquierda. En este episodio ¿a favor de quién debemos estar?, si es que hay que estar a favor de alguien que no sean las víctimas tanto de los atentados como de los bombardeos y la guerra en Afganistán. Si estableciéramos el origen de todo el problema en los sucesos del 11 de septiembre y fijáramos en ese día el punto cero del conflicto, como se pretende descaradamente desde los medios dominantes en Occidente, no habría duda de que el agredido primero, salvaje e injustificadamente, sería Estados Unidos. Si esto fuera así, además de compartir el dolor y dirigir nuestra solidaridad hacia las víctimas, sería obvio que nuestro apoyo debería estar orientado hacia ese país. Ello no tendría que significar forzosamente que hubiéramos de compartir, además, todas las medidas que éste pudiera adoptar para responder al ataque.

No a los EE UU

Sin embargo, no puede justificadamente adoptarse esta posición. Estados Unidos lleva, desde el mismo momento de su nacimiento, machacando pueblos enteros, imponiendo a buena parte del mundo sus intereses económicos y políticos, destruyendo los Gobiernos democráticos que le molestan, asesinando a quien le estorba, etcétera. Esto es, lleva muchos años agrediendo salvaje e injustificadamente a pueblos e individuos a lo largo y ancho del planeta. Entre éstos, obviamente, a pueblos e individuos del mundo musulmán. Luego los sucesos del once de septiembre no tienen su arranque ese mismo día sino mucho antes. Y lo ocurrido ese día debe ser interpretado como una respuesta más al imperialismo rampante de ese país y al terrorismo de Estado que practica sistemáticamente, aunque las dimensiones de la reacción esta vez hayan sido colosales y hayan afectado al país y a dos de los símbolos del poder mundial de Estados Unidos. El terrorismo, provenga de donde provenga, no puede tener justificación ética o política alguna; sí tiene no obstante causas que lo originan y lo explican y éstas deben ser examinadas. Reconocer, como se hace en los círculos dominantes occidentales, como terrorismo exclusivamente el que no es de Estado y atribuirlo a la maldad esencial y al fanatismo de aquellos que lo practican (mientras que se atribuye a los agredidos la bondad absoluta) no deja de ser más que un maniqueísmo grosero e indignante. Definir, como han hecho Bush y la Coalición Internacional que le apoya, la lucha contra el terrorismo islámico como un enfrentamiento entre el bien y el mal hiere cualquier sensibilidad democrática. No podemos estar en esto, por tanto, con los Estados Unidos. Y no podemos porque, además, se niega a reconocer su propia responsabilidad en el asunto y desde luego porque no tiene la más mínima intención de cambiar su manera de pensar y actuar tanto con relación a su propia población como con el resto del mundo. Antes al contrario, su reacción ha sido disminuir los derechos civiles y democráticos de sus ciudadanos (no digamos ya de los inmigrantes y, especialmente, de los provenientes del mundo musulmán) y articular una sumisa Coalición internacional, en la que se incluyen las oligarquías dominantes de la práctica totalidad de los países islámicos, que le dé cobertura política y le reconozca la legitimidad de la venganza. La consecuencia de todo ello ha sido que uno de los países más pobres e impotentes de la tierra ha sido arrasado, buena parte de la población se ha tenido que refugiar en otros países en condiciones absolutamente inhumanas, se ha producido un número incontable de víctimas y se otea un futuro de Afganistán controlado/ tutelado por los propios Estados Unidos y algunos países circundantes. Y un aviso para navegantes: el Imperio puede arrasar, destruir, asesinar, etcétera, donde quiera y cuando quiera con el beneplácito de la ¿comunidad? internacional; nadie puede ni siquiera rechistar a sus acciones, mucho menos aún atacarle en su propio centro.

No hay asesinatos justos

Si nos situamos ahora en el otro lado tenemos que decir, en primer lugar, que los atentados son absolutamente injustificables y deben ser radicalmente condenados. El asesinato de miles de personas no puede ser aplaudido en ninguna circunstancia. No es justificación de estos actos, como se argumenta desde algunos sectores de la izquierda, que el Imperio se lo tenga más que merecido, que esto sea un aprendizaje en sus propias carnes del sufrimiento que ha infligido a lo ancho del mundo, que, al fin y al cabo, los que trabajaban en el Pentágono eran parte del brazo ejecutor del terror ejercido por Estados Unidos, o que los muertos de las Torres Gemelas eran en alguna medida los artífices de la globalización y de sus consecuencias en forma de aumento de la pobreza, de la desigualdad y de la injusticia. Ninguna vida humana debe ser destruida intencionalmente por causa alguna. Aunque hay causas justas no hay asesinatos justos. ¿Quiere decir esto que los individuos y grupos humanos no pueden defenderse frente a agresiones objetivamente injustas de terceros, ni siquiera cuando éstas pueden suponer hasta la pérdida de la propia vida? No. Quiere decir que los mecanismos de defensa y autoprotección tienen que ser democráticos y civilizados . Cierto que en esto nos queda m u c h o por avanzar; cierto que esta actitud es muy difícil por c u a n t o aquellos que sí están dispuestos a hacer uso de la violencia hasta el extremo en que haga falta impiden por la ley de la fuerza que los avances democráticos se produzcan. Es verdad que esto nos puede conducir a una situación de inanidad frente al poderoso y al injusto. Pero sólo la lucha política democrática y civilizada nos permitirá avanzar hacia la emancipación sin cargar sobre nuestras espaldas el peso de la muerte y la aniquilación del otro.

Autores y cómplices

Debemos examinar, sin embargo, no sólo qué sucedió sino también quién lo hizo y por qué lo realizó. Aceptemos, aunque nadie nunca nos ha mostrado pruebas de ello, que ha sido la organización Al Qaeda liderada por Osama Ben Laden. Si aceptamos esto, hemos de convenir que el régimen talibán de Afganistán les ha dado refugio, bases de entrenamiento
y un lugar seguro, hasta ahora, desde el que actuar. Este régimen sería cómplice, al menos, de las actividades de Al Qaeda. Es cierto que, tal vez, no más cómplice que Estados Unidos que ayudó a financiar, organizar y entrenar tanto a Al Qaeda como a las milicias talibanes (que hacían en aquel momento lo mismo que hacen ahora, sólo que no contra Estados Unidos). No menos cómplice sería Arabia Saudí que con su generosa financiación y el apoyo a la difusión del wahabismo colaboró igualmente en la génesis y desarrollo de los dos monstruos que ahora mediante bombardeos masivos se trata de destruir. Y lo mismo Pakistán, etcétera. Sin embargo, no se bombardea a los propios Estados Unidos (a la CIA por ejemplo), o a Arabia Saudí o a Pakistán. Antes al contrario, se apoya decididamente a todos ellos y se concentra la venganza, de momento, en Afganistán. Puede que en un futuro no muy lejano le corresponda a Irak, una asignatura pendiente para Estados Unidos, o a Sudán, o Yemen. Pues bien, Al Qaeda es una organización terrorista cuyo objetivo esencial es instaurar por la fuerza regímenes fundamentalistas islámicos en el conjunto de los países musulmanes y más allá si les fuera posible. Al margen de expulsar a los Estados Unidos del mundo árabe y del interés en acabar con su dominio en esa zona del mundo y de terminar con su apoyo incondicional al Estado terrorista de Israel, el objetivo final de esta organización es restaurar una suerte de (paraíso islámico) caracterizado por una interpretación integrista y extremadamente conservadora del Corán. Se articularían así sociedades controladas por los clérigos más reaccionarios en las que profundas desigualdades sociales serían bien vistas, en las que no existirían derechos democráticos, las mujeres serían envueltas en sudarios, expulsadas de la vida pública y férreamente subordinadas al varón, etcétera. Esto es, un formidable retroceso, aun para ese tipo de
sociedades, en la aplicación de los derechos humanos universales y cuyo modelo experimental podría ser muy bien observado en el impuesto por los talibanes en Afganistán. No podemos estar tampoco, pues, ni con Al Qaeda ni con los talibanes; ni por sus métodos ni por sus fines.

La Alianza del Norte

Un actor importante en la escena es también la llamada Alianza del Norte: un mosaico de etnias, intereses y expectativas diversas arrinconados por el régimen talibán en el norte
del país hasta el 11 de septiembre.
En la guerra de Afganistán la Alianza del Norte y Estados Unidos, cada cual con sus objetivos particulares, se han utilizado mutuamente. La Alianza, incapaz por sí sola de derrotar a los talibanes, se ha servido de la destrucción masiva de las infraestructuras y las fuerzas talibanes realizada por Estados Unidos para conquistar el país. Estados Unidos se ha servido de la Alianza para ahorrarse la ocupación terrestre de Afganistán (y evitar así la pérdida de vidas de sus preciados soldados y también algunos problemas políticos), derrocar el poder establecido y, teniendo el campo libre, tratar de matar a Ben Laden y a sus lugartenientes mediante operaciones de comando. La Alianza del Norte, en el momento de escribir estas líneas, es la nueva dueña, con el permiso de Estados Unidos y de algunos de los países limítrofes, de más de la mitad del país, incluida la capital Kabul.Ahora bien, ¿qué es y qué representa la Alianza del Norte? Más allá, como se ha dicho, de un conjunto de etnias (de entre las que está ausente prácticamente la que es mayoritaria en el país, la etnia pastún) y de intereses diversos sólo conciliados circunstancialmente por el rechazo común a los talibanes, es una agrupación que está caracterizada por el desprecio absoluto a la vida y a los intereses de los otros, incluidos los otros miembros de la Alianza. Así lo demostraron cuando derrotaron a los soviéticos y se hicieron con el país; se enzarzaron en una brutal guerra civil en la que cada una de las múltiples facciones defendía, por la vía de la destrucción, la represión y las matanzas más indiscriminadas, sus intereses más mezquinos. Bien denominados fueron (señores de la guerra) y han vuelto a acreditar la pertinencia de la denominación en la toma de las ciudades de Mazar i Sharif o Kunduz, que sepamos hasta este momento. No entra en sus objetivos establecer en Kabul un régimen democrático respetuoso con los derechos civiles. Todo lo más instaurar un régimen islámico moderado, tolerable para Occidente, y repartirse el país según las cuotas de poder alcanzadas por cada cual en esta guerra. No parece, pues, que la Alianza vaya a ser una buena solución para la reconstrucción en paz y en democracia de Afganistán. Con lo cual no podemos afirmar de ninguna manera que sean los nuestros en el conflicto.

El papel de la ONU

Nos quedan las Naciones Unidas. Una organización no democrática, con frecuencia absolutamente inoperante, y que, en cualquier caso, responde generalmente a los intereses de las grandes potencias, particularmente de Estados Unidos. Su posición en el conflicto ha sido simplemente la de dar cobertura legal y procurar legitimidad a la venganza de este último país contra Al Qaeda y Afganistán. Si se le asignara finalmente algún papel en el conflicto no va a ser otro, probablemente, que el de asegurar que los intereses de las distintas potencias interesadas queden razonablemente salvaguardados. Tampoco parece que podamos esperar mucho de su actuación. Afrontamos, pues, un conflicto complejo en el que ninguna de las fuerzas principales implicadas parece digna de ser defendida y apoyada, ni por sus métodos ni por sus fines. ¿Qué hacer? Una opción es inhibirnos e ignorar el asunto lamentando simplemente la existencia de víctimas no implicadas en esta locura. Simplificando, ¿si todos son malos que más da que se maten entre ellos, aunque gane como siempre el más fuerte de los malos?

Estar con los perdedores

Sin embargo, hay miles de víctimas y más que están por venir; hay un pueblo arrasado, refugiado, hambriento, humillado, tutelado; hay también pueblos a los que se les han recortado severamente sus derechos civiles y democráticos; la política se ha militarizado aún más de lo que ya estaba; se ha incrementado la intolerancia étnica, religiosa, ideológica. ¿Cómo podemos inhibirnos ante estos problemas? Podríamos optar, cosa que ha hecho frecuentemente la izquierda, por el menos malo. Pero, en este caso, yo no sabría decir cuál de ellos es. Y, en todo caso, ello podrá calmar nuestras conciencias y hará que no nos inhibamos del asunto, pero desde luego no va a ayudar a resolverlo. En el mejor de los casos, podría contribuir a atenuar el problema. Si este último fuera el objetivo la opción podría ser válida, siempre que se logre, claro está, identificar con precisión a ese menos malo o a la combinación de males menores más adecuada. Nuestro apoyo y solidaridad, en cualquier caso, debe estar con los grandes perdedores inmediatos del conflicto: los pueblos de Afganistán, Estados Unidos y aquellos otros países que hayan tenido víctimas en los atentados de Nueva York y Washington. Podemos apoyar a las ONG y otras organizaciones que están intentando paliar el desastre humano ocurrido en Afganistán. Estaría bien solidarizarnos con el pueblo estadounidense (pese a que desde el mismo momento del atentado ha reclamado mayoritariamente la más pura ley del talión y pese a que ha reaccionado con un patrioterismo con tintes fascistas) y apoyar sus organizaciones de defensa de los derechos civiles y democráticos, etcétera. Pero, tal vez la cuestión esencial a elucidar es la siguiente: ¿cómo puede y debe la izquierda en estos tiempos en los que todo es gris y en los que con frecuencia tenemos dificultades para identificar a los nuestros encauzar sus energías emancipadoras?

(Disenso, nº 35, enero de 2002)

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