Jorge Rodríguez Guerra
Orden liberal y malestar social
(Introducción del libro Orden liberal y malestar social. Trabajo asalariado,
Desigualdad y pobreza, Madrid: Talasa, 2013).

El malestar social que puede apreciarse en nuestras sociedades no es un fenómeno nuevo ni coyuntural. Puede rastrearse y detectarse, aunque con variables grados de intensidad y en una gran diversidad de manifestaciones, desde los mismos orígenes del orden liberal y a lo largo de todo su decurso histórico. De hecho, puede afirmarse que el malestar social amplio y ubicuo es un rasgo estructural de este orden socioeconómico que se deriva de sus propias características definitorias. El estado permanente de insatisfacción y de expectativas frustradas de amplias mayorías sociales con el orden liberal es, pues, una constante desde su mismo nacimiento. Asunto distinto es cómo se organiza, se expresa y se canaliza ese malestar en el espacio y en el tiempo y si, y en qué medida, se materializa en desafecto político y da lugar a proyectos de transformación social y cuáles sean los objetivos y el alcance de estos.

Las razones esenciales de ese amplio malestar de extensos segmentos ciudadanos tienen que ver con sus condiciones materiales de existencia, con la situación de permanente vulnerabilidad en la que están atrapados, con sus dificultades para formular, expresar y satisfacer sus aspiraciones de desarrollo personal y social, con el carácter despótico, embrutecedor y explotador en el que se desenvuelve su actividad vital central –el trabajo–, con la impotencia política para cambiar o incidir de forma sustancial sobre tal estado de cosas, con la existencia de persistentes estructuras de desigualdad social y con el trato humillante, displicente, instrumental y autoritario de que son objeto por parte de las minorías que se han apropiado de las estructuras de dirección –políticas, económicas, culturales, etc.– de la sociedad.

El objeto de este trabajo es examinar las causas profundas del malestar social característico del capitalismo y analizar su dinámica hasta el momento presente. Para ello tomaré como referencias nodales los problemas de la desigualdad y de la pobreza. Una y otra, íntimamente relacionadas por otra parte, son, a mi entender, las situaciones críticas (obviamente no las únicas) en las que se concretan en términos sociales las principales iniquidades de este orden socioeconómico y las causantes en última instancia del malestar social que le es inherente.

Desigualdad social y pobreza no son conceptos fáciles de definir ni de medir. Son fenómenos multicausales, multidimensionales y relacionales. Su evaluación y explicación no es sencilla ni autoevidente; sus grados de intensidad y sus manifestaciones son diversos y varían en el tiempo y en el espacio. El análisis de sus causas y consecuencias es ampliamente divergente, al igual que las consideraciones acerca de su evitabilidad o no e incluso de su deseabilidad (y en qué grado y condiciones) o indeseabilidad. No abordaré aquí la discusión teórica de estas cuestiones, por lo demás apasionantes y de las que se dispone de una amplísima cantidad y variedad de estudios.

Consideraré los fenómenos de la desigualdad social y la pobreza en sus acepciones de desigualdad y pobreza de ingresos y abordaré sus causas y consecuencias en estos términos. Soy consciente de que ambas son algo más que una simple cuestión de recursos económicos, de que se manifiestan de otras formas que no son la de la desigual disponibilidad de riqueza y la de la deprivación económica absoluta o relativa y de que afectan a otros órdenes vitales que no son en exclusiva el de las condiciones materiales de existencia. Las razones de esta asunción de una concepción restringida son las siguientes: es la acepción más extendida y sobre la que se han realizado más investigaciones, es la que pese a todo suscita más acuerdo y menos controversia entre sus estudiosos y en la que también se da una mayor univocidad en los parámetros de su medida; además, la desigualdad y pobreza de ingresos tienen una gran capacidad de sobredeterminar el resto de sus manifestaciones, y, finalmente, es la más relevante para los objetivos de esta obra, en tanto que asumo que la fuente principal del malestar social en este orden socioeconómico es la de sus relaciones sociales de producción dominantes y las consecuencias que ello tiene en las condiciones materiales de existencia del conjunto de la población.

Con el objeto de facilitar el análisis y evitar discusiones que no considero relevantes para este trabajo utilizaré siempre que me sea posible los datos proporcionados por los organismos internacionales más importantes que se han encargado de su estudio (pese a mis reservas acerca de sus definiciones, parámetros y técnicas de medición): PNUD, CEPAL, BM, OCDE, OIT, Eurostat, etc. En las primeras etapas del desarrollo del orden liberal no existían, como es obvio, estas instituciones. Utilizaré en ese caso los datos y conclusiones acerca de estos problemas de los investigadores más relevantes y acreditados en este ámbito. Tomaré también como referentes los indicadores más usados en el análisis de estas problemáticas: el Coeficiente de Gini para la desigualdad social y los conceptos de pobreza absoluta (menos de 1,25 dólares por persona al día) y pobreza moderada (menos de dos dólares por persona al día) utilizados por el Banco Mundial para la medición de la pobreza en los «países en desarrollo». En el caso de los países ricos, el indicador habitual es el de pobreza relativa, definida usualmente como el hecho de encontrarse (individuos o unidades domésticas) en una situación económica ubicada por debajo del 50% de la mediana de ingresos del país en cuestión.

La desigualdad social y la pobreza se convierten en políticamente problemáticas precisamente con el nacimiento del orden liberal. Hasta esos momentos eran por lo general consideradas como fenómenos naturales y/o inescrutables designios divinos; por lo tanto, eran conceptuadas como inexorables e inalterables por la voluntad social. Los seres humanos no podían elegir ni decidir acerca de su destino. Una hambruna, una epidemia, unas inundaciones, una guerra, etc., podían dar lugar a conflictos y revueltas sociales, pero no se consideraba cuestionable la existencia misma de la desigualdad social y de la pobreza. Nada más natural, y divinamente prescrito, que el siervo y el señor fueran desiguales, y nada tan ineluctable como la pobreza permanente o coyuntural de amplias mayorías sociales.

Las revoluciones burguesas rechazan la naturalidad y divinidad del orden jerárquico estamental para sustituirlo por un nuevo orden natural de las cosas que supera viejas estructuras de explotación y opresión, pero que al mismo tiempo trae aparejadas nuevas y más intensas formas de desigualdad social y que deja en manos del mercado,redefinido por una nueva formulación de los derechos de propiedad y una emergente articulación política de los intercambios económicos, la mitigación de la inevitable pobreza de más o menos amplios grupos sociales. La lucha del liberalismo contra el Antiguo Régimen se articula en torno a la eliminación de las desigualdades de estatus, de privilegios jurídicamente consagrados que se consideran injustos en tanto que no se derivan del orden natural. Su objetivo esencial en este ámbito de cosas es la igualdad de todos los individuos –ya se observará que realmente no todos– ante la ley y, con el tiempo, y dadas las evidentes limitaciones de este primer principio de igualdad, la igualdad de oportunidades. No figuraba en su proyecto la supresión de las desigualdades materiales derivadas de la posición de cada individuo en el mercado, aunque sí la convicción de que debido al potencial de generación de riqueza del nuevo orden productivo la pobreza podía ser atenuada y, en su versión socialmente más preocupada, asistida.

En el centro de las luchas contra el viejo orden feudal, el liberalismo (1) situaría el derecho a la libertad individual –definido también como un derecho natural– considerando que el núcleo irreductible de este es la libertad económica. La libertad económica individual presupone y se fundamenta en el derecho, también considerado natural, a la propiedad privada. De este modo, la libertad es concebida en su esencia como el derecho de todo ser humano a disponer de sí mismo y de sus bienes como mejor convenga a sus intereses y deseos. Al carácter natural de estos derechos se le añadiría también una fundamentación utilitarista: la libertad económica y la propiedad privada –y su correlato inexcusable del libre mercado– son los únicos instrumentos capaces de generar un creciente nivel de riqueza. De él se beneficiarán todos los miembros de la sociedad de un modo u otro, más tarde o más temprano, aunque no, por supuesto, en la misma medida.

Los ideales políticos de la libertad y de la igualdad (y la emancipación de la necesidad) de todos los miembros de la sociedad conforman las grandes promesas del orden liberal. Sin embargo, este no puede satisfacerlas debido precisamente a sus propias características estructurales. En estas promesas incumplidas para muy amplios sectores sociales (en unas sociedades cada vez más autoconscientes y en las que la modernidad había avanzado el «desencantamiento del mundo») es en las que podemos encontrar las causas profundas del malestar social que lo han caracterizado.

En primer lugar, el concepto de libertad que el orden liberal va a imponer (aunque tiene tres dimensiones básicas: libertad de pensamiento y de creencias religiosas, libertad de disposición de bienes y de comercio, y libertades civiles y políticas frente al Estado absoluto), tal y como he adelantado, va a orbitar en torno al principio irreductible de la libre disposición de bienes y de comercio: la libertad económica, que solo puede asentarse, como he señalado también, sobre el derecho exclusivo (y excluyente) a la propiedad privada. De este hecho deriva la desigualdad material en el derecho a la libertad que pueden ejercer los distintos miembros integrantes de una sociedad y las diversas sociedades que conforman el orden mundial. La igual libertad se convierte así en un derecho formal imposible de sustantivar para todos los ciudadanos en la praxis social cotidiana. Por esta razón, la libertad liberal, al mismo tiempo que rompe viejas cadenas, forja nuevos cepos a los que quedan sujetas amplias mayorías sociales. Ello puede ejemplificarse con la subsistencia de la esclavitud durante un largo periodo de tiempo posterior al triunfo e instauración del orden liberal: ni los no blancos ni los pueblos conquistados y colonizados por las grandes potencias liberales (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, etc.) fueron considerados sujetos del derecho natural a las libertades civiles. Por otro lado, a las mujeres no les fue reconocida su «capacidad de obrar» (la libertad para disponer de sí mismas y de sus bienes) hasta bien entrado el siglo XX.

Tampoco podían tener igual libertad los carentes de bienes de los que subsistir por sí mismos. Al no disponer de recursos propios mediante los que obtener los medios de vida necesarios, se vieron obligados a someterse a una relación de dependencia de aquellos que se habían apropiado de los medios de producción. La relación salarial, en los términos en los que la establece el orden liberal, es una relación en la que alguien entrega a otro su capacidad y su libertad (al menos en los periodos de tiempo en que esta relación se materializa, aunque ello tiene consecuencias sobre el resto de los tiempos vitales) a cambio de una retribución económica que con frecuencia no satisface las necesidades y expectativas existenciales del asalariado.

El hecho de la concentración de la propiedad es clave además en el desarrollo de la división capitalista del trabajo. Su concreción determinante, la división entre trabajo intelectual y trabajo manual y su asignación a grupos sociales distintos en dependencia en último término de los derechos de propiedad (y, en el plano internacional, a diferentes países, en razón de su desigual poder político, económico y militar), está en la base del crecimiento de la desigualdad social y de la pobreza, tanto en el interior de las sociedades como en las relaciones entre ellas. Además, su «división técnica» (la parcelación creciente de las distintas fases de la producción y su asignación a diferentes trabajadores), motivada por el objetivo de la consecución de aumentos constantes de productividad, conduce a «la degeneración moral e intelectual de la masa del pueblo» (A. Smith) o al «idiotismo del oficio» (C. Marx) y es una fuente no solo de fragmentación social, sino también de alienación y de permanente insatisfacción y desafecto de los asalariados con el trabajo realizado.

La no igual libertad se evidenció también en el plano político. Las libertades políticas –incluso en su dimensión meramente formal– fueron inicialmente restringidas a los propietarios y solo fueron concedidas a los desposeídos (primero a los varones adultos y con posterioridad a las mujeres) hacia finales del siglo XIX y principios del XX. Y esto solo a los ciudadanos blancos de las potencias liberales. Lo que los historiadores denominan la «era del imperialismo» (que en mi opinión se prolonga hasta el momento presente, aunque mediante formas y mecanismos parcialmente distintos a los del imperialismo clásico) se inicia una vez firmemente asentado el orden liberal en Europa y Norteamérica y es también un buen ejemplo del desigual derecho a la libertad política que caracteriza a este orden social: los pueblos conquistados y sometidos no tenían derechos políticos de ningún tipo.

Todavía hoy en día en las democracias liberales avanzadas, que se autoproclaman como modelo de democracia para todo el orbe, la desigual libertad entre sus miembros es inocultable. Es obvio que no tienen igual libertad el trabajador que el empresario, el nacional que el inmigrante, la mujer que el hombre, etc.

La consagración de la propiedad privada como un derecho exclusivo y excluyente sobredetermina los contenidos sustantivos de la libertad y de la igualdad que el orden liberal puede ofrecer y satisfacer. La apropiación privada de bienes por parte de algunos individuos supone en la mayor parte de los casos la desposesión de otros. Esto ocurrió de modo evidente en las primeras fases de desarrollo del capitalismo –lo que C. Marx analizó bajo el epígrafe de «la así llamada acumulación originaria»– y ha continuado sucediendo de modo ininterrumpido, aunque con diversos grados de intensidad en el tiempo y en el espacio, hasta el momento presente. Por ejemplo, el periodo de los últimos treinta años de neoliberalismo y de privatizaciones masivas de bienes públicos puede ser denominado, con D. Harvey, como un periodo de «acumulación por desposesión». Los desposeídos, formalmente libres e iguales a los poseedores, se ven obligados, como ya se señaló a someterse a una relación de dependencia con estos últimos, y esta no es solo económica sino también política. La relación salarial de carácter mercantil, que forma parte del núcleo esencial del orden liberal, quiebra en su misma base la posibilidad de materializar una sociedad constituida por seres humanos libres e iguales.

Propiedad privada de los medios de producción, trabajo asalariado y división social del trabajo son por lo tanto los factores clave en la explicación de la desigualdad social y de la pobreza en el orden liberal. Es por ello por lo que los tomaré como los vectores primarios para analizar y evaluar estos dos problemas desde sus inicios hasta el momento actual. Dependiendo de las características y alcance concretos que han tomado los derechos liberales de propiedad en cada momento de su desarrollo histórico y en relación también con las formas y contenidos precisos que han ido configurando la división social del trabajo y la relación salarial, así han evolucionado en lo esencial la desigualdad social y la pobreza y, en último término, el malestar social.

Distinguiré tres momentos –con sus correspondientes características diferenciales– en el decurso del orden liberal desde sus inicios hasta la actualidad. El primero de ellos es el periodo del liberalismo clásico y su desarrollo en Europa Occidental y Norteamérica. Abarca desde sus inicios en el siglo XVII hasta el último tercio del siglo XIX. Se caracteriza por las luchas de la burguesía emergente contra el Antiguo Régimen, por el proceso de redefinición de los derechos de propiedad vigentes en el orden estamental, por los procesos de apropiación privada de bienes de los que dependía la subsistencia del conjunto de la sociedad, por el establecimiento de la relación salarial como núcleo ancilar de la actividad económica y por la progresiva edificación de un entramado jurídico-político solidario con la emergente estructura socioeconómica.

El dominio de los propietarios se impone brutalmente, se desarrolla la división del trabajo capitalista y la asalarización forzosa de crecientes masas de una población formalmente libre pero sin recursos y sin capacidades efectivas para resistir la arbitrariedad y rapacidad del capital (apoyado fuertemente por los Estados). En esta etapa la desigualdad social crece exponencialmente y la pobreza de masas se convierte en un fenómeno tan generalizado que define toda una época: el pauperismo. El malestar social, aunque omnipresente y ubicuo, se distinguía por su carácter difuso y desorganizado y se manifestaba, en la mayor parte de los casos, en forma de revueltas y explosiones populares recurrentes pero incapaces de alterar el curso del orden existente. Con todo, en este periodo surgen los embriones de los movimientos sociales que más tarde desarrollarían esa capacidad.

El segundo es el de la emergencia y consolidación de la «reforma social» del orden liberal liderada por el liberalismo social y la socialdemocracia. Se prolonga desde finales del siglo XIX hasta la década de los años setenta del siglo XX. Ya desde el primer tercio del siglo XIX las clases trabajadoras comienzan a desarrollar los análisis e ideologías así como las organizaciones colectivas que andando el tiempo les permitirían obtener las capacidades necesarias para enfrentarse, y alcanzar algunos éxitos parciales, a la creciente desigualdad y marginación socioeconómica y política a las que las sometía el desarrollo capitalista. Sindicatos y, con posterioridad, partidos políticos obreros van a ser las organizaciones básicas constitutivas del movimiento obrero y también los instrumentos esenciales de su capacidad para desafiar el orden liberal e incidir en el curso de su desarrollo. El malestar social se traduce en «la cuestión social» y las clases trabajadoras pasan a ser consideradas como las «clases peligrosas».

Por otro lado, el propio desarrollo que el capitalismo había alcanzado ya a finales del ochocientos exigía para el mantenimiento y expansión del proceso de acumulación de capital la ampliación de las funciones estatales y de su capacidad para «organizar» el propio orden liberal. El «capitalismo manchesteriano» va quedando atrás y las grandes empresas industriales y financieras con capacidad de monopolizar mercados enteros nacionales e internacionales tomarían el mando de la economía. Sus necesidades en infraestructuras, en educación y salud de la fuerza de trabajo, en el ordenamiento de la propia competencia interempresarial e internacional, en la integración en el orden existente de al menos la mayoría de las clases trabajadoras y su necesidad de «paz social» les llevan a comprender y a aceptar (aunque siempre a regañadientes) la necesidad e inevitabilidad de la «reforma social», que es también –claro está– la reforma de las estructuras y de las prácticas económicas con las que hasta entonces se había expandido el orden liberal. En suma, para las burguesías se hizo necesario repensar el programa liberal, y ello tanto desde una perspectiva económica como política y social. Pareció evidente a sus sectores más lúcidos que ya la simple coacción económica (y, en su caso, judicial, policial e incluso militar) no bastaban para asegurar la viabilidad del orden social imperante. Era necesario dotarlo de cierta legitimidad social y de algún grado de afecto y de aquiescencia por parte de las mayorías sociales preteridas.

Es por ello que se produce una cierta e inestable confluencia entre los intereses de los trabajadores organizados para mejorar sus condiciones materiales de existencia y alcanzar los derechos políticos y sociales (que hasta ese momento en su mayor parte habían confiado a una revolución social de carácter socialista y que ya durante la II Internacional, también en su mayoría, habían acabado aceptando que lo único posible era una «reforma social») y las necesidades del gran capital. Todo ello iría situando a la variante más «social» del liberalismo y al ala reformista del movimiento obrero (la socialdemocracia) como las corrientes ideológicas y políticas dominantes en los países del capitalismo avanzado y, en un largo y conflictivo proceso, a la progresiva y desigual configuración e instauración de lo que se dio en llamar el Estado de bienestar. A los trabajadores les fueron reconocidos en el plano formal sus derechos políticos, las prerrogativas casi absolutas de la propiedad privada se fueron limitando, en orden a dotar al Estado de un mayor margen de intervención y de organización de la actividad económica, y la condición salarial mejoró notablemente con el reconocimiento y la satisfacción de algunos derechos laborales y sociales a los trabajadores y a sus organizaciones.

En las democracias liberales ricas de Europa Occidental y Norteamérica el malestar social solo disminuyó sensiblemente, no obstante, entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y finales de los años sesenta del siglo XX. El periodo que va desde el fin del siglo XIX y la década de 1950, sin embargo, fue de una conflictividad sin precedentes: dos guerras mundiales, revoluciones, golpes de Estado, ascenso del fascismo y del nazismo, intensa conflictividad obrera, etc. Cabe señalar que la reducción del malestar social durante los «treinta gloriosos» (1945-1975) no se debió tanto a la minoración de la desigualdad social (esta tan solo se estancó en el mejor de los casos) cuanto a la reducción sustancial de la pobreza y el aumento de las oportunidades vitales de los miembros de las clases trabajadoras. La «reforma social» consiguió, en efecto, que estas, en el capitalismo avanzado, dejaran de ser «clases peligrosas».

Ahora bien, esto solo ocurrió, y durante el corto espacio de tiempo señalado, en las democracias liberales ricas. Su reverso fue su expansión imperialista y el sometimiento –formal e informal– y la explotación brutal de los pueblos de Asia, de África y de América Latina. En estas otras zonas del mundo la desigualdad interna y en su relación con las metrópolis del Norte siguió creciendo de modo intenso y también la pobreza masiva. Su malestar se manifestó en el surgimiento de luchas revolucionarias, guerrillas y ejércitos de liberación nacional, movimientos de independencia y de descolonización, etc. Buena parte de las periferias del capitalismo terminaron rebelándose y dando lugar a la edificación de sociedades y Estados independientes cuya pretensión inicial fue, al menos en teoría, la de satisfacer las promesas incumplidas del orden liberal: libertad e igualdad. En general, lo que terminó ocurriendo fue que el dominio de los países capitalistas avanzados que finalizó de modo nominal con los procesos de independencia y de descolonización se reconfiguró y logró mantener las estructuras de dominación y explotación mediante diversos mecanismos. En no poca medida, la coerción económica (algo consustancial al orden liberal) y la configuración de un orden socioeconómico internacional favorable a las democracias liberales ricas sustituyó la pura coacción militar. Con todo, la amenaza de esta nunca ha sido excluida y la intervención armada se ha utilizado de modo recurrente tanto mediante la promoción y apoyo a dictaduras militares en los países díscolos como a través de la intervención directa desde el exterior.

El tercer momento es el de la globalización neoliberal. Comprende desde finales de los años setenta hasta el momento presente y, aunque no sin graves dificultades, define todavía hoy esta más reciente fase del orden liberal. La globalización neoliberal es en su esencia una «contrarreforma» de las políticas que se fueron desarrollando hasta convertirse en dominantes en la fase anterior, un regreso al liberalismo ferozmente individualista y propietarista clásico. Reprivatización y remercantilización pueden ser consideradas sus señas de identidad más notorias. Solo que ahora la privatización y la mercantilización alcanzan a la práctica totalidad del globo (el fracaso de las revoluciones socialistas y la implosión del mundo soviético así como el debilitamiento de la «Era de Bandung» y la caída en la irrelevancia del Movimiento de Países No Alineados forman parte inseparable de estos procesos). El neoliberalismo –el éxito de su programa político– ha permitido al capital recuperar hasta el momento presente las cuotas de poder perdido durante el periodo de la «reforma social» y de los procesos de descolonización e independencia de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial; ha debilitado de modo sustancial la capacidad del movimiento obrero y de sus organizaciones para incidir sobre el curso del desarrollo del capitalismo; ha logrado deslegitimar las ideologías y proyectos de sociedad alternativos (lo que no exime de responsabilidad a las propias alternativas sociopolíticas al orden liberal); y ha logrado convertir su propia concepción del mundo en «sentido común científico» y en «sentido común ciudadano». Su dominancia teórica y práctica ha tenido como consecuencia un crecimiento impresionante de la desigualdad social y de la pobreza en el mundo y ha dado lugar a considerables retrocesos en los avances sociales alcanzados en la etapa anterior y a un todavía mayor vaciado del contenido sustantivo de la propia democracia liberal: los «mercados» –esto es, los grandes acaparadores de capital y/o sus gestores– ya no solo marcan la agenda política a los Gobiernos, sino que también llegan a decidir –incluso de las formas más burdas y groseras, como ejemplifican los casos recientes de Grecia e Italia– quién debe gobernar.

El malestar social y el desafecto hacia el orden existente han vuelto a aumentar, ahora también en las propias democracias ricas, hasta niveles no observados desde hace décadas. De momento, este malestar en el capitalismo avanzado se ha expresado más bien en forma de protestas que, aunque amplias, han sido episódicas, difusas, relativamente desorganizadas, sin un proyecto social alternativo definido y con frecuencia al margen, o incluso en contra, de los movimientos sociales clásicos: partidos y sindicatos. Su presente incapacidad para alterar de modo apreciable el curso de los acontecimientos es notoria. Los diversos movimientos de «indignados» representan ampliamente este hecho.

El debilitamiento del movimiento obrero y de sus grandes organizaciones en los países del capitalismo avanzado en las décadas de 1980 y 1990 ha sido nítido y generalizado. Ello tanto en el plano ideológico –ya no disponen de una ideología y un proyecto de sociedad alternativo y en buena parte de su retórica y de su praxis social han terminado asumiendo la propia lógica discursiva del neoliberalismo: la prioridad de la competitividad– como en el ámbito de su capacidad para organizar y movilizar a las clases trabajadoras y a la ciudadanía en general. De ningún modo puede afirmarse que este sea un fenómeno irreversible pero, no obstante ello, no parece estar cercana la recuperación de su capacidad para al menos condicionar de modo decisivo el curso actual de los acontecimientos. Para ello tal vez habrá que pensar en la propia redefinición y «refundación» del movimiento obrero y de sus organizaciones; esto exige tomar seriamente en consideración las transformaciones de la relación salarial ocurridas en las últimas décadas: cambios en la organización del trabajo, en los sistemas de remuneraciones, en las formas de dirección y control empresarial, en el régimen de activación productiva de los trabajadores, en el alto desempleo estructural, en la precariedad laboral, etc. También precisa de la superación del sesgo masculino y economicista que históricamente lo ha caracterizado y pensar al trabajador/la trabajadora en toda la complejidad de su condición humana y ciudadana, que va mucho más allá de la de ser el simple homo oeconomicus al que el liberalismo ha tratado de reducirlo. En este sentido, tal vez podría ser muy instructiva la experiencia de los movimientos populares latinoamericanos en la última década.

Solo la implosión de la última de las burbujas económicas (2007/2008) que han caracterizado las tres últimas décadas parece haber afectado severamente el «núcleo duro» del capitalismo global, y esto, aunque con diferente intensidad, en todos los planos: económico, político, ideológico y académico. No obstante, por el momento, tras una reacción inicial de pánico en la que llegó a sugerirse (por parte de algunos miembros de las élites dominantes) la necesidad de «refundación del capitalismo», las políticas que se están imponiendo suponen más y más brutal neoliberalismo aplicando los clásicos programas de ajuste estructural (antes impuestos de modo exclusivo a los países periféricos), ahora ya en los márgenes del propio centro del capitalismo. Sin embargo, el creciente malestar e indignación de sus clases trabajadoras y de la ciudadanía en general y la demostrada ineficiencia de tales programas para superar las crisis económicas pudieran poner en cuestión la propia legitimidad del orden liberal en un plazo de tiempo no demasiado largo. De este modo, aunque los «mercados» están ganando claramente en estos momentos y logrando imponer sus soluciones, no es seguro que puedan seguir haciéndolo en el medio plazo.

Las dudas se acrecientan si se toma en consideración lo que ha venido ocurriendo en los últimos años en importantes espacios socioeconómicos y geopolíticos de la periferia del capitalismo. El derrumbe del «socialismo real» no ha llevado a China, por ejemplo, a la asunción estricta del programa neoliberal, como sí ocurrió en los países que integraron la Unión Soviética y la llamada Europa del Este. Este país ha articulado y seguido su propia estrategia política y económica que en muchos aspectos se diferencia de modo sustancial de los dogmas neoliberales. El poder político y económico del Estado es muy amplio y está orientado a una determinada estrategia de desarrollo nacional susceptible de convertirla en una gran potencia mundial, algo que en parte ha logrado ya, en detrimento del poder de las democracias liberales del Atlántico Norte. Su «modelo» de capitalismo de Estado férreamente dirigido por un partido único que se define y afirma seguir siendo comunista está consiguiendo un notable éxito en la competencia económica internacional. Ha conseguido crecer económicamente a tasas impresionantes durante los últimos treinta años y ello le ha permitido, entre otras cosas, sacar de la pobreza absoluta a alrededor de 600 millones de sus habitantes.

No obstante, la desigualdad social ha crecido de forma exponencial, el malestar social es ubicuo y siempre al borde de la explosión y aparentemente solo podrá ser mantenido bajo control mientras persista el intenso crecimiento económico. Debido a ello, y a la propia crisis de las economías avanzadas occidentales que conforman su principal mercado de exportación, parece estar reorientando su modelo de desarrollo (hasta ahora anclado en los bajos costes laborales y en la explotación brutal de su fuerza de trabajo tanto para ser atractiva para la inversión extranjera como con el objetivo de ser muy competitiva en el mercado mundial; esto es, un modelado orientado hacia el mercado exterior) hacia la configuración de un potente mercado interno. Esto será posible si se reducen los niveles de desigualdad social, si se mejoran notablemente las condiciones materiales de existencia del conjunto de su población y si se materializan un conjunto de derechos sociales y laborales hasta ahora ausentes en el país. Y todo esto, a su vez, probablemente solo se conseguirá si se produce el reconocimiento formal de los derechos políticos y también su sustantivación. Esto es, si se orienta precisamente en una dirección contraria a la prescrita por el neoliberalismo. Otros países del sudeste asiático están siguiendo una senda similar de fuerte implicación del Estado en la dirección y regulación de la actividad económica –sobre todo a raíz de las crisis financieras de finales de la década de 1990– y están obteniendo también un notable éxito en su crecimiento económico y en la reducción de la pobreza, no así en lo concerniente a la desigualdad social.

El otro espacio socioeconómico y geopolítico (obviaré aquí lo que ha venido ocurriendo en los últimos meses con la llamada «primavera árabe» –algunas de cuyas causas están relacionadas sin duda con la puesta en práctica en las últimas décadas de políticas neoliberales–, pues su rumbo y resultados son todavía muy inciertos) en el que se ha producido una fuerte contestación y también una ruptura –de diversos grados de intensidad según los países– con el neoliberalismo es Latinoamérica. Fue aquí, al tiempo que en África y buena parte de Asia, donde primero y con más brutalidad –con frecuencia mediante dictaduras militares– se impuso el programa neoliberal. El intenso crecimiento de la desigualdad social y de la pobreza, el estancamiento y las recurrentes crisis económicas y el consecuente aumento del malestar social terminaron dando lugar desde finales de la década de 1990 a un «giro a la izquierda» en buena parte de sus países integrantes. En algunos de ellos han adoptado no solo políticas antineoliberales sino también anticapitalistas. Su éxito en la reducción de la pobreza y la desigualdad social ha sido muy notable, aunque el camino por andar sea todavía muy largo y sinuoso. Permanece abierta la cuestión de la consolidación de este cambio a medio y largo plazo en tanto que la presión externa –del gran capital multinacional, de los Estados de los países capitalistas centrales y de los grandes medios de comunicación de masas– es enorme, y la interna –de las oligarquías locales aun muy poderosas– no lo es menos. Tampoco son cuestiones baladíes en este asunto el acierto o desacierto de las políticas desarrolladas por los Gobiernos concernidos y la consistencia y coherencia de los movimientos populares que impulsan y sostienen los procesos de cambio.
En cualquier caso, estos espacios socioeconómicos contestatarios ejemplifican de modo evidente que el There Is Not Alternative (TINA) neoliberal no es más que un credo infame. Sí hay alternativas al neoliberalismo y al capitalismo, como ocurre con cualquier orden social, aunque es obvio que no todas las alternativas posibles supongan una mejora respecto a la situación actual.

Todo ello me lleva, finalmente, al análisis de la capacidad real de la democracia liberal –el único modelo de democracia aceptable para el capitalismo, y en según qué condiciones– para resolver los problemas de la desigualdad social y de la pobreza, y por tanto para superar las causas profundas del malestar social inherente al orden liberal. Aunque dedico el último capítulo expresamente a esta cuestión, lo iré examinando a lo largo de todo el libro al hilo de las características que va tomando el orden liberal en cada uno de los tres momentos que he distinguido. La conclusión general es que la democracia liberal, debido a sus propias características constitutivas y a causa de los prerrequisitos económicos y sociales sobre los que se asienta, es incapaz estructuralmente de resolverlos. Será necesario para ello otro modelo de democracia que se sustente sobre la participación política real e igual del conjunto de la ciudadanía. Ello exige cambios profundos en la estructura económica capitalista y estos deben incluir de modo ineludible una nueva formulación de los derechos de propiedad que superen los inconvenientes insalvables que presentan los derechos de propiedad liberales, un profundo replanteamiento de la organización y distribución del trabajo socialmente necesario y la superación de la relación salarial organizada en su forma mercantil.

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1
Debe señalarse que ninguna ideología, por muy hegemónica que llegue a ser, puede conformar enteramente una realidad social concreta con arreglo a sus preceptos. Ello tanto porque ninguna es totalmente coherente en sí misma cuanto porque cualquier realidad es compleja y contiene elementos refractarios a su adecuación a determinadas prescripciones ideológicas. Por lo tanto, el orden liberal realmente existente –el capitalismo– nunca se ha ajustado milimétricamente a los supuestos defendidos por el liberalismo (incluso si se supusiera que este sea uno y coherente en sí mismo). Hay una distancia, pues, entre el liberalismo y el orden liberal; la obviaré en este trabajo en el entendido de que siendo el liberalismo (con su relativa diversidad interna y los cambios de énfasis que ha experimentado a lo largo del tiempo) la ideología hegemónica, el núcleo esencial del orden liberal ha sido y sigue siendo solidario de esa doctrina.