Jorge Rodríguez Guerra

Los procesos de remercantilización y su efecto
sobre el pacto social de la posguerra
(Disenso, nº 41, octubre de 2003) 

La globalización es un fenómeno multidimensional, heterogéneo, contradictorio y con resultados diversos según sean los espacios socioeconómicos en que penetra. De sus múltiples dimensiones, el presente artículo trata de lo que tal vez tenga un carácter nuclear: la mercantilización de todos los órdenes de la vida socioeconómica, lo que incluye especialmente la remercantilización de los procesos socioeconómicos que habían sido total o parcialmente desmercantilizados por el desarrollo del Estado de Bienestar. Esto tiene enormes consecuencias sobre la ‘cuestión social’, cuyo análisis a partir de los años ’70 está focalizado en el fenómeno de la ‘exclusión social’, que será objeto de un artículo posterior.

Se puede subsumir en el concepto de globalización el conjunto de transformaciones experimentado por el capitalismo avanzado, y por extensión la economía mundial, desde la década de los ’70 hasta la actualidad. Estos cambios han sido esencialmente de orden económico y han afectado tanto al proceso de producción —crisis del fordismo y aparición de nuevas formas de organización del trabajo y la producción, introducción masiva de nuevas tecnologías de la información, etcétera— como al de circulación —disminución de trabas y obstáculos a la libre circulación del capital (muy especialmente del financiero), intensificación del comercio mundial (particularmente entre los propios países capitalistas avanzados) y enorme aceleración del proceso de circulación, entre otros—.
Todo esto ha tenido, naturalmente, notables efectos sobre los órdenes político e ideológico de la sociedad. A su vez, la ascensión hasta una posición hegemónica de la ideología neoliberal —cuyo programa político de los últimos treinta años ha sido precisamente la globalización— y la participación muy activa del Estado en la conformación de un nuevo modelo de acumulación que superara las enormes deficiencias que desde finales de los ’60 empezó a mostrar el fordismo, han jugado un papel esencial en la reorganización de la estructura económica y sociopolítica de las sociedades del capitalismo avanzado y, subsidiariamente, de todo el mundo.

LA REMERCANTILIZACIÓN. La globalización es, ante todo, un proceso de remercantilización. El diagnóstico que realizan el capital y el neoliberalismo de la crisis económica de los ’70 se centra en responsabilizar a la intervención del Estado de los problemas serios para la acumulación de capital que sufrían las economías capitalistas avanzadas: no aumento de la productividad, estancamiento —cuando no descenso— del crecimiento económico, desempleo, inflación, indisciplina laboral, pérdida de la ética del trabajo, hedonismo, etcétera. Según este análisis, la responsabilidad del Estado estaba, más concretamente, en las constricciones que éste había ido estableciendo a la libre actuación del capital en la regulación de los mercados y, muy especialmente, del mercado de trabajo, en la protección y asistencia a los perjudicados por el desarrollo capitalista, en los déficit públicos y lo que esto suponía de drenaje de recursos susceptibles de ser utilizados más eficazmente en términos de inversión, además de sus consecuencias inflacionarias... En suma, el crecimiento y la omnipresencia de la intervención del Estado habían anulado las leyes del mercado, lo que había conducido a la crisis económica.
La conclusión derivada de estos análisis defendía la necesidad de eliminar la intervención del Estado y su actividad reguladora. De esta forma se liberarían las fuerzas del mercado y esto daría lugar de nuevo al crecimiento económico y, consecuentemente, al bienestar social. A esta tarea se aplican todos los Gobiernos de los países capitalistas avanzados —y prácticamente de todo el mundo— desde finales del años ’70, aunque es preciso señalar que con distintos grados de entusiasmo, según sean liberal-conservadores o socialdemócratas y aún en el interior de estas dos grandes corrientes políticas. En cualquier caso, es obvio que donde más lejos se ha ido en la aplicación de este programa ha sido en países anglosajones como Estados Unidos, Gran Bretaña o Nueva Zelanda, así como en algunos países del llamado “Tercer Mundo”, como Chile o Argentina. No hay que despreciar, no obstante, el grado de aplicación de estos principios en nuestro propio país.
Con todo, no se puede ignorar que este programa de remercantilización ha tenido un éxito práctico limitado, si exceptuamos algunos ámbitos concretos —libre circulación del capital financiero—; hoy, tres décadas después de su puesta en marcha, no se puede afirmar que tengamos menos Estado que antes. En todo caso se podría decir que tenemos más mercado y más Estado1, aunque éste último controla y regula de forma diferente y con objetivos parcialmente distintos. Cabe destacar, no obstante, que los ámbitos en los que con más intensidad, aunque de forma desigual, se ha avanzado son los de la desregulación del mercado de capitales, que se ha convertido en el pilar esencial de la actual fase de globalización capitalista, y del mercado de trabajo. De este último fenómeno es del que me ocuparé aquí por sus consecuencias directas sobre el Estado de Bienestar y la exclusión social.

EL ‘PACTO KEYNESIANO’. El llamado “pacto social keynesiano” de la posguerra mundial, fundamento último de la edad dorada del Estado de Bienestar entre los años ’50 y ’70 del siglo XX, tenía como presupuesto básico un gran acuerdo fáctico, no exento de problemas y contradicciones, entre el capital y el trabajo. El objetivo esencial del mismo era la consecución de aumentos constantes de productividad en un clima de paz laboral y social, a cambio de seguridad y estabilidad en el empleo (si bien es verdad que adulto y masculino), aumentos salariales relacionados con los aumentos de productividad, seguros de desempleo, accidente o enfermedad, pensiones de jubilación garantizadas, derecho a la negociación colectiva y, por tanto, participación —aunque limitada— de los trabajadores en la definición de sus condiciones de trabajo y reconocimiento y protección de los derechos sindicales.
En todo este proceso el Estado actuaba no sólo como impulsor de este gran acuerdo sino también como garante del mismo, al tiempo que institucionalizaba y normativizaba sus rasgos esenciales. Esto lo hizo principalmente a través del desarrollo del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Además de todo ello, el Estado complementaba la protección y mejora del bienestar del conjunto de la sociedad, particularmente de la población trabajadora, mediante el llamado “salario social”: educación y sanidad gratuitas, ayudas a la vivienda, al transporte, etcétera. En suma, los trabajadores, como señala R. Castel2, pasaron del contrato al estatuto; esto es, las relaciones laborales dejaron de ser puramente mercantiles para pasar a estar controladas y reguladas socialmente.

LA VUELTA AL CONTRATO. Pues bien, el intenso proceso de remercantilización que es la globalización ha erosionado fuertemente ese pacto, aunque desde luego no tanto como hubiera querido la nueva derecha y su retórica político-ideológica. Esto ha supuesto una cierta vuelta de los trabajadores al contrato (sobre todo, en el caso de los jóvenes, las mujeres, los mayores de 45 años, los inmigrantes, etcétera), la derogación de normas esenciales del Derecho del Trabajo y la notable transformación de muchos de sus preceptos. Elementos contemplados y regulados hasta ahora por el Derecho del Trabajo han pasado a formar parte del ámbito de competencias del Derecho Mercantil, y la protección y seguridad de los trabajadores se ha debilitado enormemente por causa del imperativo de la flexibilización del trabajo3.
Se puede destacar la negociación colectiva como un ámbito en que este conjunto de transformaciones ha tenido unas repercusiones particularmente intensas; esto tiene una enorme importancia, porque aquélla era un factor esencial en la determinación de las condiciones de trabajo para un amplísimo conjunto de trabajadores. Al respecto señala A. Baylos que “la globalización se ha traducido, en primer lugar, en la despolitización de los procesos regulativos de las relaciones de trabajo, que se ‘escapan’ del campo de la actuación estatal y de la regulación que éste realiza, y evitan así mismo la emanación de normas procedentes de la autonomía colectiva”4. Esto es, la regulación de las relaciones laborales, debido al autoalejamiento del Estado, está cada vez más centrada en la propia empresa, sin que, por otro lado, sea la negociación colectiva entre el capital y el trabajo la institución de la que emanan las normas, sino que éstas se generan por la simple iniciativa empresarial. Así, continúa Baylos: “la empresa no es sólo el centro de referencia del sistema económico, sino que en este contexto globalizador se convierte en el lugar típico de reglas sobre las relaciones de trabajo. Su autoridad se expresa en el carácter unilateral de las mismas, en un poder no intervenido ni controlado colectivamente”5. En su caso más extremo —cada vez más frecuente, por otra parte— esta degradación de la negociación colectiva está dando lugar a la individualización de las relaciones laborales, el sueño de todo patrón: cada trabajador solo y aislado negocia sus condiciones de trabajo con su empleador6. Todo esto está dando lugar a una enorme degradación y precarización del empleo con sus consecuencias en forma de inseguridad personal y social, aumento de la desigualdad y riesgo permanente de exclusión social.

EL DESEMPLEO. No acaban aquí, sin embargo, los problemas para el empleo derivados de los actuales procesos de globalización. Otra gran consecuencia, cada vez más intensa, es la del desempleo, sea éste de larga o de corta duración. El desempleo no es un fenómeno natural, como con frecuencia se nos trata de hacer creer —piénsese en la llamada “tasa natural” de desempleo—. Es un problema definido histórica y socialmente7. Tiene su origen en la organización socioeconómica de una sociedad dada —y la definición política que se haga de lo mismo— y, más concretamente, en la forma dominante de organizar el trabajo que toda sociedad, sea cual sea su naturaleza, tiene que realizar para subsistir y, eventualmente, prosperar. Por tanto, el desempleo se puede eliminar o mantener en cifras y con características que lo hagan social, económica y políticamente manejables y/o deseables. Basta con cambiar la organización del trabajo socialmente necesaria y la definición de aquél.
Ahora bien, el capitalismo organiza —y define— el trabajo en general y de forma dominante —y más aún desde su última reestructuración— no para producir estos o aquellos bienes y servicios necesarios para sociedad, sino para obtener ganancias del mismo. Por esta razón, el empleo no responde —o lo hace sólo subsidiariamente— a la necesidad de producción de bienes y servicios, ni al deseo de crear un mecanismo para que las personas sean útiles a la sociedad, se integren en su seno y se ganen su sustento. Por lo general, en esta sociedad sólo se crea empleo en la medida en que alguien pueda obtener rentabilidad de él.
La reestructuración del modelo de acumulación de capital a la que hemos asistido en los últimos decenios —introducción masiva de nuevas tecnologías de la información, reorganización de los procesos de trabajo con el objetivo esencial de eliminar los tiempos muertos, trabajo flexible en función de la demanda del producto, etcétera— ha tenido como consecuencia fundamental la menor necesidad de fuerza de trabajo para mantener, y aún aumentar, los niveles de producción. Hasta tal punto el objetivo de reducir plantillas, de lograr empresas esbeltas, se ha vuelto importante que es frecuente que cuando una empresa anuncia una reestructuración de plantilla —es decir, el despido de un porcentaje notable de la misma— sus acciones suben en la Bolsa; si a esto añadimos la incorporación más o menos masiva de la mujer al mercado de trabajo, la consecuencia de todo ello ha sido un aumento sustancial de las tasas de desempleo.
Como se sabe, en nuestra sociedad el empleo tiene dos funciones fundamentales8: en primer lugar, asignar a los individuos un lugar en la estructura social, y en segundo lugar, distribuir recursos económicos entre aquellos, que son la mayoría, que no tienen propiedad de la que vivir. El empleo, por tanto, es un factor de inclusión social de primer orden. Por esta razón, el desempleo, además de pobreza, trae aparejadas dificultades para la identidad individual y social, y para la integración social de los individuos que lo sufren. No debe sorprender, por tanto, que generalmente suponga exclusión y marginación social, pérdida de autoestima, deterioro de cualificaciones y hábitos de trabajo, indisciplina, desviación social, etcétera.

REESTRUCTURACIÓN. Estas consecuencias se intensifican, además, si tenemos en cuenta la reestructuración del Estado de Bienestar que se ha producido en las últimas décadas9. Puede afirmarse la existencia de un amplio consenso entre los especialistas en torno a que las respuestas de los diferentes Gobiernos a la crisis del Estado de Bienestar pueden resumirse en las siguientes, según la formulación de la P. Taylor-Gooby10: en primer lugar, corte de beneficios y ahorro de costes; en segundo lugar, políticas para generar ingresos adicionales; en tercer lugar, reforma managerialista de los servicios públicos, y en cuarto lugar, descentralización de la responsabilidad. Me ocuparé a continuación de comentar brevemente lo relativo al corte de beneficios y ahorro de costes y a la descentralización de la responsabilidad, y sólo en la medida en que interesa al objetivo de este trabajo.
En definitiva, de lo que se ha tratado con la reestructuración del Estado de Bienestar ha sido de reducir el gasto público en protección social y de hacer más eficiente ese gasto en términos de análisis coste-beneficio (otra cosa es que, a estas alturas, pueda afirmarse que no se ha conseguido ninguno de los dos objetivos). No obstante, se han reformado algunos de los programas sociales más importantes, endureciendo por lo general sus condiciones de acceso y disfrute.
El seguro de desempleo, por ejemplo, se ha recortado tanto mediante el aumento de las exigencias para su acceso, como en su cuantía o en el tiempo de su disfrute. Simultáneamente, se ha debilitado enormemente su carácter incondicional: los parados cada vez tienen que someterse a controles periódicos, casi no pueden rechazar ningún empleo que se les ofrezca —sea cual sea la naturaleza de éste— y deben someterse constantemente a cursos de reciclaje y/o actualización profesional. Todo ello con el objetivo de ligarlos más intensamente al mercado de trabajo y a la búsqueda de empleo, así como de reducir la carga financiera que suponen para el Estado. Algo parecido se podría decir de las pensiones de jubilación, etcétera.

POBREZA Y COMPROBACIÓN. Un elemento muy importante en este objetivo de recorte de gastos es el renacimiento de la vieja idea decimonónica del asistencialismo a la pobreza mediante el método de la comprobación de medios. Esto está dando cada vez más a un Estado de Bienestar dual y fragmentado que abandona el universalismo que en buena medida lo había caracterizado. El método de la comprobación de medios, por otra parte, encaja con el objetivo de la nueva derecha de reorientar los servicios sociales desde la clase media, que entiende que es su gran beneficiaria, hacia los pobres11. Se trata, en suma, de definir la política social del Estado como un programa de actuaciones pobre y destinado exclusivamente a los pobres, y muy especialmente a aquellos que muestran signos de incapacidad en relación con el régimen común de trabajo. Todo esto supone una enorme estigmatización social de la pobreza y, por tanto, la consolidación de la exclusión social.
Debe precisarse, no obstante, que aquí lo que late es la también vieja distinción decimonónica entre pobres válidos y pobres inválidos12. Los pobres válidos son aquellos que están en condiciones de trabajar. De éstos no tendría que ocuparse el Estado: por sí mismos, empleándose, deben resolver su problema. Los pobres inválidos serían aquellos que por razones físicas y/o mentales no pueden ser empleables. De ellos sí debe ocuparse el Estado, aunque proporcionándoles un nivel económico de pura subsistencia y apartándolos de la corriente principal de la sociedad. En su extremo, la política social basada en la comprobación de medios consiste en la identificación de los pobres válidos y los pobres inválidos, con la finalidad de asistir solamente a estos últimos.
Llegamos así al problema de la responsabilidad individual en la situación material de cada cual. No es otro que éste el objetivo esencial de la descentralización de la protección social —aunque se revista con el ropaje del acercamiento a las personas y sus circunstancias particulares—. Éste debe ser adecuadamente contextualizado; el individualismo en auge en nuestra sociedad no responde sólo, tal vez ni fundamentalmente, a un deseo de los sujetos de ser más libres y autónomos, de participar más en las decisiones que les afectan, sino que también —y quizá sobre todo— a un clima social derivado de la globalización, creado y alentado por el capital y el Estado, en conjunción con las fuerzas políticas e ideológicas afines a la nueva derecha., Según esta ideología, los individuos mediante su esfuerzo y su talento deben ser los responsables de su propio destino. Desde esta perspectiva, la descentralización no es otra cosa que tratar de ir consiguiendo que el Estado tenga cada vez menos responsabilidad en la protección social y que los individuos tengan progresivamente más.

Si se tiene presente esta sucinta exposición de la globalización y la concomitante reestructuración del Estado de Bienestar, no debe extrañar que la política social del Estado, de la que deben participar amplios sectores sociales, se esté replanteando en términos de inclusión y exclusión social. Enfocada la cuestión social en estos términos, ya no se trata tanto de eliminar o atenuar desigualdades sino de que ciertos conjuntos de ciudadanos no queden excluidos de forma duradera y transferible intergeneracionalmente de los beneficios del progreso económico y social. La desigualdad social y la explotación, que eran los problemas clásicos que definían la cuestión social, han pasado a un muy segundo plano. Lo que se persigue, en el mejor de los casos, es insertar en la sociedad —no importando tanto cuánto de desigualdad habite en ésta— a los grupos desfavorecidos, a los grandes perdedores de la globalización.

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(1) Kjunle, S.: “La reconstrucción política de los Estados de Bienestar europeos”, en Moreno, L. (comp.): Unión Europea y Estado de Bienestar, CESIC, Madrid, 1997.

(2) Castel, R.: La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Paidós, Buenos Aires, 1997.

(3) Ramos Quintana, M.: “Globalización de la economía y transformaciones del Derecho del Trabajo”, en Justicia Laboral, nº 10, mayo de 2002. Véase también Supiot A. (Coord.): Trabajo y empleo. Transformaciones del trabajo y futuro del trabajo en Europa, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999.

(4) Baylos, A.: “Globalización y Derecho del Trabajo. Realidad y Proyecto”, en Cuadernos de Relaciones Laborales, nº 15, 1998, p. 23.

(5) Ibidem, p.23.

(6) Rodríguez Guerra, J.: “Reducción/reorganización del tiempo de trabajo, empleo y transformación social”, en Santana, L. (Coord.): Trabajo, educación y cultura, Pirámide, Madrid, 2001.

(7) Salais, R.: La invención del paro en Francia, MTSS, Madrid, 1992.

(8) Offe, C.: “¿Es el trabajo una categoría sociológica clave?, en Offe, C.: La sociedad del trabajo, Alianza, Madrid, 1992. También Castel, R.: La metamorfosis de la cuestión social.

(9) Rodríguez Guerra, J.: Capitalismo flexible y Estado de Bienestar, Comares, Granada, 2001, y Adelantado, J. (Coord.): Cambios en el Estado de Bienestar, Icaria, Barcelona, 2000.

(10) Taylor-Gooby, P.: “The Response of Government: Fragile Convergentce?”, en George, V.; y Taylor-Gooby, P.: European Welfare Policy, Macmillan, 1996.

(11) Snower, D.: “The Future of Welfare State”, en The Economic Journal, nº 103, 1993.

(12) Castel, R.: op. cit.