José Abu-Tarbush

Contradicciones en el movimiento palestino

(Página Abierta, nº127, junio de 2002) 

Consciente de sus propias contradicciones, el movimiento nacional palestino estableció una jerarquía entre ellas desde el primer momento. El antagonismo principal residía entre el Estado israelí como expresión colonial y el movimiento de liberación nacional palestino. A partir de aquí el resto de las contradicciones tenían un carácter secundario, tanto las que existían en el seno de la resistencia palestina como las registradas entre ésta y los diferentes Estados árabes de la región. La máxima era que nada ni nadie debía apartar al movimiento palestino de la contradicción principal del conflicto, ni desviar sus esfuerzos ni recursos de éste.

Sin embargo, este orden de prioridades ha sido alterado en numerosas ocasiones por la realidad política regional (centrada en Oriente Medio, principalmente) y la doméstica (agrupada en el ámbito nacional palestino). En estos casos, las supuestas contradicciones secundarias cobraron un indeseado protagonismo en detrimento de la principal, relegada temporalmente a un segundo plano. Es más, la persistencia de esas contradicciones, con un papel teóricamente secundario, siempre ha condicionado la salud del movimiento palestino para desenvolverse con la vitalidad necesaria en la resolución del nudo principal de toda la controversia: su enfrentamiento con el hecho colonial israelí.

Por mucho que se negaran, aminoraran o relegaran a un segundo puesto, los mencionados antagonismos han sido una realidad condicionante e inexorable en la andadura del movimiento palestino. La coexistencia de esas contradicciones aparentaba ser más llevadera estableciendo un necesario orden de prioridades entre ellas. Pero esta jerarquización tuvo un carácter más orientativo que efectivo. Pues la realidad tiene su propia senda que, a su vez, es independiente de cómo sea percibida o teorizada por los actores que transitan por ella. Y la realidad ha sido que nada ni nadie ha impedido la reiterada coincidencia de dichas contradicciones a un mismo tiempo, dada la estrecha e intensa interrelación existente entre ellas.  

El antagonismo con algunos Estados árabes

Una de las principales contradicciones vividas por el movimiento palestino, aunque percibida como secundaria, ha sido entre éste y algunos Estados árabes. Dicho antagonismo se expresaba en la irreconciliable dinámica de la razón de la revolución y la razón del Estado o, dicho de otro modo, entre la contraposición de intereses entre un movimiento popular, el nacional palestino, y toda una serie de regímenes impopulares, la mayoría de los Estados árabes. La mayor paradoja residía en que, para liberar su territorio por la fuerza, el movimiento nacional palestino necesitaba de la alianza árabe, pues por sí solo era incapaz de vencer militarmente a Israel. Por lo que la resistencia palestina intentó provocar ese tipo de enfrentamientos, con resultados contrarios a los buscados en la mayoría de las veces. De ahí los continuos y dramáticos choques entre algunos regímenes árabes y el movimiento palestino a lo largo de su historia, a los que se sumaron la desestabilizadora presencia demográfica (refugiados), sociopolítica (organizaciones de la resistencia) y armada (bases de operaciones) palestina en algunos de los países limítrofes (Jordania y Líbano) a la entonces denominada Palestina ocupada (Israel).

Aunque con diferente intensidad y repercusiones, prácticamente la mayoría de los regímenes de la región han intentado controlar el movimiento palestino e influir en él  a su modo y manera (cooptación financiera, creación de grupúsculos políticos, confiscación de bienes palestinos, infiltración de agentes de los servicios secretos, contrapartidas políticas a cambio de apoyos puntuales frente a otros regímenes rivales, amenazas y castigos violentos, etc.). Pero hoy en día, con el cambio de epicentro de la resistencia palestina desde la diáspora al interior, los condicionantes de las relaciones con los Estados árabes o entre ellos pesan menos que en el pasado, pese a su innegable protagonismo e influencia en la configuración del escenario político regional, junto a otros actores no estatales como los movimientos islamistas. Por lo que es de temer que ya no puede aducirse, como en tiempos pretéritos, la intromisión de algunos regímenes árabes en los asuntos internos palestinos, aunque no es menos cierto que, en un mundo de injerencias, ésta no ha dejado de producirse, y no sólo por parte de los Estados, sino por otras redes transnacionales (movimientos islamistas). El apoyo desde algunas capitales árabes (Riad, Ammán, etc.) o desde las de otros países islámicos (Teherán, principalmente) a los grupos islamistas palestinos de Hamas y la Yihad Islámica es un buen ejemplo de ello.

La negación de esta dialéctica ha sido una fórmula de autoengaño practicada por una buena parte del movimiento palestino en la requerida acomodación a los escenarios registrados a lo largo del conflicto. Pero ha sido también, y no menos, un instrumento de poder en manos de la dirección palestina para acallar y descalificar a sus críticos por inoportunos o desleales. El hecho crucial ha sido que, por practicar la política de las prioridades, se han ido acumulando paulatina e históricamente las contradicciones en el seno de la resistencia palestina, con resultados contraproducentes e incluso violentos. La escisión de una facción de Fatah, tras la invasión israelí al Líbano comandada por Ariel Sharon en 1982, es un  precedente, salvando el tiempo y el escenario, de las discrepancias más actuales registradas entre las bases de Fatah, agrupadas en torno a las milicias del Tanzim (que ha dado lugar a la alianza coyuntural de éstas con los movimientos islamistas de Hamas y la Yihad Islámica), y las diferentes fuerzas de seguridad de la Autoridad Nacional Palestina  (ANP), o directamente entre aquéllas y ésta, teóricamente regida por Fatah.

Al igual que cualquier otra expresión política, sobre todo en materia exterior, la palestina ha acudido a la ambigua concepción del interés nacional para definir sus prioridades en un momento u otro. Pero, como es sabido, la definición del denominado interés nacional es muy polémica, tanto por quienes lo definen como por el contenido de lo que definen.

Algunos ejemplos ilustran esta ambigüedad. Primero, la elite política que define el interés nacional tiende a confundir éste con su interés particular. Segundo, cuando coinciden algunos intereses hay que establecer prioridades entre ellos. Pero ¿qué ocurre si dos intereses son igualmente prioritarios e indivisibles? Tan prioritario es acabar con la ocupación militar israelí como contar con los medios políticos que ayuden a acabar con aquélla o lo logren. ¿Por qué se ha pospuesto, entonces, un debate nacional palestino sobre este último punto? ¿Acaso no es tan importante como el primero e incluso resulta inseparable de éste? ¿Qué intereses se esconden detrás de esa prolongada postergación de saneamiento de la casa palestina?, ¿los intereses nacionales? En ese caso, cuáles, ¿los generales de toda la sociedad palestina o los particulares de un pequeño sector asociado a la elite del poder constituida a la sombra de la ANP? Las preguntas de esta índole serían prácticamente interminables, como decepcionantes han sido, para una buena parte de la sociedad palestina, muchas de las prácticas desplegadas por la madeja político-burocrática importada desde el exterior a raíz del proceso de Oslo.  

El fracaso de la apuesta por la vía armada  

Pero, en síntesis, la mayor interrelación empírica del conjunto de contradicciones al que históricamente se ha tenido que enfrentar el movimiento palestino, independientemente de cómo catalogara a aquéllas, de principales o secundarias, puede apreciarse en el desastre subsiguiente al estrepitoso fracaso de su apuesta estratégica por la vía armada. No haber extraído conclusiones firmes de las duras enseñanzas del pasado (ya fuera de la experiencia del septiembre negro en Jordania, de la guerra civil libanesa y de los sucesivos enfrentamientos con el Ejército israelí) es condenar a la sociedad palestina, tanto de la diáspora como del interior o bajo la ocupación, a repetir nuevamente el drama. 

Parece existir un vacío en el capital político acumulado por la resistencia palestina a lo largo de las últimas décadas en esta materia. Se trata, en buena medida, de una ruptura en la que se cruzan diferentes variables de la militancia en el actual movimiento de resistencia: la generacional (jóvenes frente a viejos), la geográfica (interior frente al exterior) y la ideológica (islamistas frente a nacionalistas). Sin olvidar la que, en definitiva, ha venido a cohesionar a todas éstas, a saber: la política. En concreto, la practicada por la ANP no ha hecho más que ampliar su oposición y retroalimentar a las crecientemente amplias bases islamistas, además de propiciar igualmente la propia radicalización en el seno de Fatah, sobre todo entre sus filas de jóvenes militantes del interior en oposición a la vieja y burocratizada guardia de la OLP procedente del exterior.

Podría fácilmente entenderse la gran paradoja a la que se ha visto sometida la autoridad de Arafat: de un lado, no podía mostrarse tolerante con los grupos que practican la violencia frente a Israel, porque corría el riesgo de ser catalogado como cómplice de éstos por el Gobierno israelí, como finalmente así ha sido; mientras que, de otro lado, no podía reprimir del todo esas mismas expresiones sociopolíticas si no quería ser calificado por su propia población como cómplice de la potencia ocupante, como igualmente así ha sucedido.  Por lo que, cabe concluir, no se puede servir a dos dinámicas opuestas si no se quiere dejar arrastrar por ambas al mismo tiempo y terminar fragmentándose. Pero lo que realmente resulta inexplicable e injustificable ha sido su permisividad con las repetidamente denunciadas prácticas de corrupción, nepotismo, favoritismo, autoritarismo y caos administrativo que, en su conjunto, no ha hecho más que ahondar la distancia entre la ANP y la ciudadanía palestina.

En esta tesitura, puede afirmarse que la violencia practicada históricamente por una parte del movimiento palestino ha mostrado ser más una expresión de su frustración que un medio pertinente y eficaz en la consecución de sus fines u objetivos. La rivalidad por ganarse la misma base social entre las milicias de Fatah  y Hamas no ha hecho más que incrementar la espiral de violencia frente a la violencia estructural de la ocupación israelí; y aunque se pueda matizar la diferencia de la naturaleza de sus operaciones (militares y colonos frente a civiles) y su alcance (territorios ocupados, no dentro de Israel), lo cierto es que ambas son igualmente instrumentalizadas por el Gobierno israelí, sobre todo tras el afamado 11 de septiembre de 2001, para presentarlas ante la opinión pública mundial como acciones puramente terroristas. 

En este sentido, cabe subrayar las diferencias sustanciales entre la primera y segunda Intifada. Si bien la primera surgió de manera espontánea y sorprendió a los dos actores principales del conflicto, Israel y la OLP, por igual, la segunda ha sido fomentada en buena medida por la joven guardia de Fatah, el Tanzim, en alianza con los mismos movimientos islamistas con los que competía por ganarse prácticamente la misma base de apoyo social. Sus objetivos apuntaban hacia, primero, reforzar la debilitada parte palestina ante el fracaso de las negociaciones de Camp David en el verano de 2000; segundo, impedir la capitulación de la ANP frente a las fuertes presiones de  EE UU e Israel, principalmente; y por último, pero no menos importante, protestar ante el descrédito creciente de la ANP, que, por extensión, erosionaba el capital sociopolítico acumulado por Fatah desde los inicios de la autodenominada revolución palestina.

De ahí que la lectura del fracaso de las conversaciones en Camp David, en el verano de 2000, se hicieran en un doble nivel. Primero, en el del sistema internacional, en el que se corroboraban las tesis más pesimistas en torno a la falta de voluntad israelí para concretar el proceso de paz de forma no sólo segura (referida de manera exclusiva a la seguridad israelí, su Estado y sociedad), sino también justa (construcción de un Estado palestino independiente y soberano en los territorios ocupados por el Ejército israelí durante la guerra de junio de 1967). Este pesimismo (u optimismo bien informado) fue reforzado por la mediación parcial de EEUU, que respaldaba clara e incondicionalmente la posición israelí en las citadas negociaciones, de tal manera que la delegación palestina en Camp David no se sentaba solamente frente al equipo israelí, sino también ante la alianza entre israelíes y estadounidenses. 

Mientras que la lectura en el segundo nivel, en el ámbito palestino, pasaba por la reforma saneadora de la ANP y la recuperación de la confianza perdida por la calle palestina en algunas de sus organizaciones, Fatah en concreto. En este desafío, la vanguardia  más  joven de Fatah cuidó de tender puentes hacia Arafat, por el simbolismo de su figura, pero también por los resortes de poder concentrados en torno a él (recursos económicos, principalmente, además de los coercitivos e informativos), y por evitar el choque frontal con éste en la medida en que no era él el objeto de la protesta aparentemente, como sí lo eran buena parte de los colaboradores que rodeaban al viejo líder.

A su vez, este guiño fue rápidamente captado por Arafat que, en otra de sus jugadas favoritas, de clientelismo político, de división y recelos entre los diferentes clientes políticos que refuercen su figura como arbitro paternal,  intentó instrumentalizar el descontento del Tanzim, junto al de los movimientos islamistas y de la calle palestina en general, mostrando que una segunda Intifada sería el resultado del fracaso de proceso de paz. Sin embargo, la dinámica de esta segunda Intifada trascendió los propósitos iniciales de la ANP de utilizarla como un mero instrumento de presión en las negociaciones con Israel. El ejemplo más evidente de ello fue que, pese al fracaso de las negociaciones de Camp David y al propio estallido de la segunda Intifada, las rondas de conversaciones entre palestinos e israelíes se reanudaron en Taba, sólo que a contrarreloj de las elecciones israelíes convocadas anticipadamente por el entonces primer ministro israelí, Ehud Barak.  

Las contradicciones israelíes

Pero si la parte palestina sufre serias contradicciones, la israelí no las sufre menos, aunque el peso de éstas sea más ligero dada su posición de fuerza en el conflicto. Ahora bien, la dinámica violenta que adquirió la Intifada no puede contemplarse sin la respuesta extremadamente violenta de Israel, tanto bajo el mandato de Ehud Barak (desde el inicio de la segunda Intifada a finales de septiembre de 2000 hasta principios del año 2001) como bajo el ostentado por Ariel Sharon (desde su llegada al poder en febrero de 2001 hasta la actualidad).

Precisamente el mayor grado de violencia (no sólo israelí, aunque no equiparable a ésta) ha sido el otro rasgo diferenciador entre ambas Intifadas. La primera se articuló como un movimiento de desobediencia y resistencia civil: jóvenes lanzadores de piedras frente a uno de los ejércitos mejor pertrechados del mundo, que no sólo invirtió la imagen tradicional del conflicto en la que el pequeño Estado de Israel aparecía rodeado del gigante y hostil mundo árabe, sino que desarmó moralmente a Israel, desenmascaró definitivamente la naturaleza opresiva de la ocupación israelí y centró el eje del conflicto de Oriente Próximo en la coordenada israelí-palestina, más concretamente en la ilegal y prolongada ocupación militar israelí de los territorios palestinos y en la imperiosa necesidad de poner término a ésta con la creación de un Estado palestino. Por tanto, ahora el pequeño David estaba personificado por el prototipo de un joven palestino que con su honda hacía frente al gigante Goliat, representado por el Ejército israelí, el mismo que había vencido a varios ejércitos árabes en diferentes guerras y durante un plazo breve, pero que se mostraba incapaz de acabar con la sublevación de todo un pueblo que le había retirado su obediencia (si es que alguna vez se la otorgó). 

A diferencia de esta primera Intifada, la segunda se vertebró como un movimiento de insurgencia en el que el ingrediente de desobediencia civil de la anterior sublevación popular se esfumó en favor de la resistencia violenta a las fuerzas de ocupación, entre las que se contabilizan los asentamientos de colonos israelíes en los territorios ocupados, dado su carácter paramilitar, como cuñas de fragmentación del territorio palestino.

A lo largo de la aplicación parcial de todo el proceso de Oslo, los precedentes de choques puntuales entre el Ejército israelí y las fuerzas de seguridad palestinas se habían saldado con un número superior de bajas palestinas. Se trataba de enfrentamientos muy limitados en el tiempo (horas, días o alguna semana todo lo más) y en el espacio (en torno a puestos fronterizos, principalmente, o alrededor de una ciudad o campo de refugiados), con un grado de implicación sociopolítica igualmente limitado (algunos miembros o unidades de las fuerzas de seguridad palestina, o bien de las milicias de los diferentes grupos de oposición, e incluso de individuos que, esporádicamente, en medio de las refriegas tomaban las armas de las fuerzas de seguridad para hacer frente al fuego de los soldados israelíes).

La segunda Intifada, combinando algunos aspectos de la primera (como el lanzamiento de piedras por parte de los más jóvenes e incluso niños), amplió este tipo de escaramuzas, por lo que mantuvo un perfil de participación social muy bajo respecto a la primera Intifada, inundada de comités populares que, de toda índole (mujeres, jóvenes, agrícola, alimentación o suministros, educación, seguridad, etc.), canalizaban la amplia implicación social. De hecho, esta segunda Intifada ha tenido un carácter más vanguardista, de enfrentamiento con las Fuerzas Armadas israelíes y los colonos paramilitares, en la que no ha estado ausente la modalidad de los atentados terroristas suicidas en el interior del Estado israelí.

Quienes rechazaron la desobediencia civil a favor de un mayor grado de violencia política apuntan, por lo general, dos argumentos a su favor: primero, el precedente de la desobediencia civil practicado durante buena parte de la anterior Intifada no resultó eficaz para las demandas nacionales palestinas; y segundo, por el contrario, el precedente de la resistencia armada llevada a cabo por Hezbollah demostró su éxito en la medida en que provocó la retirada israelí de buena parte de la franja territorial que ocupaba desde 1982 en el sur del Líbano. Sin embargo, en contra de estos argumentos, se puede afirmar que, primero, el éxito de la desobediencia civil experimentada durante la primera Intifada no se puede medir tanto en la deseada retirada israelí de los territorios ocupados como en otra serie de logros anteriormente señalados (centralidad del conflicto de Oriente Próximo en el eje israelí-palestino; denuncia de la naturaleza política de la opresiva ocupación israelí; retirada de la obediencia civil de la población palestina a las autoridades israelíes de ocupación; renuncia de Jordania a su administración civil en Cisjordania; retorno de la OLP, como actor no estatal y representante de la sociedad palestina, al juego político regional; iniciativa política y diplomática palestina, en claro desafío a la inmovilidad israelí que, a su vez, llevó al propio EE UU a iniciar conversaciones con la OLP, etc.).

Segundo, el ejemplo de Hezbollah puede tener resultados contraproducentes en su aplicación palestina, por cuanto se trata de un contexto de conflicto diferente. La justificación de la ocupación del sur del Líbano tenía menos eco social en Israel que la que tiene la de los territorios palestinos. Por tanto, esta última no supone un desgaste para los Gobiernos israelíes como suponía aquélla. Es más, sucede justo lo contrario. El ejemplo más lamentable de ello está en las mismas elecciones israelíes y en los sondeos de opinión, que muestran repetidamente el amplio respaldo que encuentran en Israel las políticas agresivas y colonizadoras hacia la parte palestina como las practicadas por Ariel Sharon. Podrá argumentarse que esa crispación es debida justamente al recrudecimiento del conflicto y los odios que genera. Por tanto, no se podrá esperar que el grueso de la sociedad israelí se incline hacia el campo pacifista o se solidarice con las demandas nacionales palestinas al mismo tiempo que sufre los atentados suicidas. Cierto que la población palestina sufre aún más la violencia estructural y sistemática de la ocupación israelí o el propio terrorismo de Estado practicado por Israel; pero ¿se debe responder a esa violencia con más violencia? ¿A quién beneficia esa espiral de violencia? Sin duda, al más fuerte. ¿A quién perjudica? Sin ningún género de dudas, a los más débiles.  De aquí no cabe inferir que los palestinos se crucen de brazos o muestren la otra mejilla cuando sean abofeteados; pero tampoco cabe seguir con la máxima de “ojo por ojo y diente por diente”, pues la respuesta no debe ser la venganza ciega en detrimento de la estrategia política, sino mucha más política.

¿Qué se quiere comunicar a la sociedad israelí con los atentados suicidas?, ¿el coste humano de la prolongada ocupación israelí o la posibilidad de la coexistencia pacífica entre dos Estados? Dependiendo del mensaje que se quiera transmitir habrá que adoptar el medio más adecuado  para ello. Si de lo que se trata es de construir un Estado palestino, no parece que los atentados suicidas contribuyan mucho a ese objetivo. La dilatada experiencia de enfrentamiento violento entre israelíes y palestinos demuestra repetidamente que los sucesivos Gobiernos israelíes jamás dejaron de practicar la política de represalias. Es más, incluso lograron que los efectos buscados por las guerrillas palestinas se invirtieran en contra de éstas. Los casos más claros se encuentran en la experiencia de Jordania y Líbano, donde las contradicciones entre los Gobiernos de Ammán y Beirut frente a la presencia sociopolítica y armada palestina fueron hábilmente exacerbadas y explotadas por Israel  al incrementar los costes materiales y humanos de la presencia palestina con su política de represalias (sobre todo los bombardeos sobre objetivos civiles, población e infraestructuras del país receptor con objeto de generar el descontento de su sociedad y Gobierno hacia las acciones de la resistencia palestina realizadas desde su territorio o fronteras).

Por tanto, el modelo de Hezbollah no parece que sea el más pertinente que debe adoptar el proyecto de emancipación nacional palestino si no quiere correr el riesgo de que se vuelvan en contra los efectos esperados por ese tipo de acción: incremento del chovinismo e irredentismo sionista en la sociedad israelí; disminución de la credibilidad del modesto movimiento pacifista israelí; descrédito internacional de la resistencia palestina al utilizar métodos violentos y arbitrarios; pérdida de simpatía de las reivindicaciones palestinas al no diferenciarse moralmente su resistencia de la violencia de las fuerzas de ocupación; desorientación política al tomar la iniciativa las operaciones violentas en detrimento de una clara estrategia nacional palestina que comunique a la parte israelí su deseo de coexistir estatal y pacíficamente con su sociedad y Estado, sin olvidar el riesgo de mayor autoritarismo que entraña para la sociedad palestina el protagonismo de los grupos paramilitares y las fuerzas de seguridad, en quebranto de un amplio movimiento sociopolítico y fortalecimiento de la sociedad civil palestina.  

La adopción de modelos foráneos

La adopción por parte del movimiento nacional palestino de modelos foráneos y clásicos (lucha armada de los movimientos de liberación nacional) para aplicar a su realidad específica (colonia de asentamiento en lugar de la más habitual o tradicional colonia de factoría) ha sido otra de sus grandes contradicciones con resultados no deseados o incluso contrarios a éstos. El dilema que planteaba esta segunda Intifada era cómo salir del punto muerto al que había llegado el proceso de Oslo y, en ese sentido, qué tipo de resistencia había que oponer a la ocupación israelí, crecientemente depredadora de la base material y política palestina. Cierto que el alcance político de la desobediencia civil tiene sus límites, pero no menos limitaciones ha mostrado históricamente la resistencia armada.

Con la primera, la desobediencia civil, existía la incertidumbre de qué se podía conseguir (fin de la ocupación), pero al menos se conocía lo que se podía evitar (incremento de la violencia en los términos de una guerra o, al menos, de una guerra de baja intensidad). Mientras que con la segunda, la resistencia armada, tampoco se tenía la certeza de conseguir algo. Israel no se retirará de los territorios palestinos por la fuerza en la medida en que sentaría un peligroso precedente para la continuidad de su existencia como Estado en la zona; todo lo más que puede hacer es retirarse unilateral y parcialmente, y nunca como respuesta aparente a la presión ejercida por la fuerza.

Pero con esta segunda opción, la de la resistencia armada, sí se tenía la plena seguridad de la respuesta israelí en su escalada violenta contra la población palestina y las instituciones de la ANP. Acaso alguien esperaba que con el empeoramiento de la estabilidad en la región se podía producir una intervención internacional que, de corte humanitario, separara a las fuerzas militares israelíes de la población palestina sentando al mismo tiempo las fronteras para un futuro Estado palestino; o bien que las fuerzas de la OTAN bombardearan Tel Aviv como en 1999 habían hecho sobre la capital de la antigua Yugoslavia, Belgrado, para proteger supuestamente a los albanokosovares. Si alguien se hizo esta ilusión ha mostrado ser un iluso e irresponsable, con la agravante de los enormes costes humanos y materiales registrados por la sociedad palestina durante los últimos meses.

El viejo eslogan izquierdista y tercermundista de “Cuanto peor, mejor” no parece haber reportado ningún beneficio a la causa palestina. Es más, existe cierta regularidad en que después de cada enfrentamiento armado errado, la cuestión palestina alcance mayor eco mediático en el ámbito internacional, muchas veces interpretado erróneamente como un triunfo político y diplomático; sin embargo, sitúa material y políticamente al movimiento palestino en un escenario más frágil y adverso que el anterior. El camino del desierto ulterior a la salida de Beirut en 1982 fue una buena muestra de ello, de la misma forma que anteriormente salieron las fuerzas de la OLP de Jordania en 1970-71. O bien las apuestas erradas como el apoyo a Sadam Hussein durante la segunda Guerra del Golfo, que dilapidó el capital político acumulado en la primera Intifada.

En ese mismo sentido, siempre se ha realizado una lectura eufóricamente triunfalista de esos repetidos fracasos por parte de un determinado sector de la dirección palestina, en concreto, el representado por Arafat, con objeto no sólo de imprimir nuevos ánimos al conjunto del movimiento, sino también, y no menos, para evitar asumir las responsabilidades políticas derivadas de esos fracasos. Actualmente la anunciada convocatoria de elecciones por Arafat se presenta como esa asunción de las responsabilidades políticas; pero, realmente, muestra inciertas garantías por la prolongada presencia de la ocupación israelí. Por lo que condicionar las elecciones al repliegue de las fuerzas israelíes es también una forma indirecta de presionar a Israel mediante la comunidad internacional (léase EE UU), que exige la reestructuración de la ANP y, en definitiva, que ésta se doblegue a las exigencias de seguridad israelíes, en las que no se contempla la existencia de un Estado palestino viable, con continuidad territorial, realmente independiente y soberano.

Resulta, por consiguiente,  tan necesario como pertinente aceptar las desgarradoras lecciones del pasado, tanto el más lejano como el más reciente, desechando de una vez para siempre los costes suicidas que supone la violencia ciega, estéril e incluso contraproducente, en la medida en que se vuelve en contra del objetivo que presumiblemente aparenta defender. La estrategia del movimiento palestino no puede ni debe seguir siendo diseñada por la violencia (planificada o supuestamente espontánea) como expresión de la frustración sociopolítica y material, sino que, antes y al contrario, tiene que ser definida por la iniciativa política palestina. De lo contrario, si se responde a cada provocación israelí con acciones suicidas que se cobran la vida de ciudadanos y ciudadanas israelíes, se estaría adentrando el conflicto en una dinámica de enfrentamiento intercomunitario, de venganza o revanchismo al estilo de las vendettas, que desnaturaliza el carácter eminentemente político de la controversia israelí-palestina.

Asumir pública y colectivamente estos supuestos y sus limitaciones no implica, como algunos pueden temer o entender, doblegarse a las exigencias de la ocupación israelí; por el contrario, significa dotarse de una nueva visión estratégica del conflicto, no violenta, que impida precisamente a Israel servirse y beneficiarse de las contradicciones que rodean el proyecto de emancipación nacional palestino, ya sea en el ámbito doméstico, regional e internacional, o, dicho de otro modo, en la interrelación de todas esas contradicciones a un mismo tiempo y al margen de como sean denominadas. De lo que se trata, principalmente, es de reconducir el movimiento de resistencia palestino a la ocupación israelí para liberarse definitivamente de su yugo, acordando una alternativa de unidad nacional en esa dirección, pero sin  la reproducción a pequeña escala, en el ámbito doméstico palestino, de nuevas formas de servidumbre política.

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